-Fotografía de cabecera: Belén Gopegui por Mauricio Orlando Rétiz-
Por Alberto Trinidad © 2018 / La primera vez que leí La escala de los mapas de Belén Gopegui yo también andaba buscando un «hueco», como su protagonista, Sergio Prim. También realizaba experimentos caseros con la textura («la escala») de la realidad con el fin de hallar un espacio trasmutado, ajeno al tiempo, donde permanecer. Tal vez hoy, que han pasado cerca de tres lustros desde esa primera lectura, lo haya encontrado. Porque qué es este lugar desde el que escribo, qué son estos Territorios de fuga, sino encarnaciones del hueco que describe Sergio Prim durante las 229 páginas de la novela.
Pero vuelvo a adelantarme a los acontecimientos, como tantas veces me ocurre; lo reconozco, en este estado que habito, este no-lugar al que hoy llamaremos «hueco», las coordenadas del espacio y del tiempo se me enredan, como se enredan las algas en el canto entrecortado de las sirenas, como se enredan las palabras en el corpus indecible del lenguaje. Y no encuentro principio ni fin, ni cabo suelto que enlazar con aquel otro que quedó vacante en el aliento postrero de una frase inacabada (quizás en un artículo anterior de estos Territorios de fuga que vagan sonámbulos allende las fronteras).
O a lo mejor no, quizá lo esté haciendo bien en realidad y la única manera adecuada de encarar el análisis, comentario o lectura, o reseña, inmersión, artículo de esta novela sea precisamente así, colándonos por una rendija en medio mismo del camino que no vino de ninguna parte concreta ni acabará con el punto final de este artículo, como no acabó con el de la novela. Y de este modo entrar y salir de rendija en rendija, de hueco en hueco, como si fuera posible, quién sabe, con nuestro cuerpo o con nuestras palabras, cosernos a la novela y formar parte de la urdimbre de la literatura, una vez más, para darle esquinazo a lo real.
La escala de las mapas es la primera novela de Belén Gopegui. Después de esta obra no volvió a escribir nada que se le pareciera, por voluntad propia. Decidió que su cometido, su responsabilidad en relación a la sociedad, debía materializarse en novelas realistas de contenido manifiestamente político. Y a ello dedicó su inconmensurable talento, a escribir Tocarnos la cara, La conquista del aire, Lo real…, un tránsito tangible de lo voluble a lo sólido. Un tránsito que parte de una obra maestra hacia novelas que leer y de las que hablar en las tertulias de los ancianos bares progresistas.
Cada escritor escoge su camino, y a los demás lo único que nos corresponde es disfrutar con aquello de lo que hicieron que echó raíces en nosotros. Y cómo agradecer los bosques que brotaron en mí de esas poderosas raíces. La escala de los mapas es uno de esos libros que puedes abrir al azar por cualquier página, cualquier día a cualquier hora, y disfrutar de la lectura de los párrafos que te asalten, sin más, como píldoras de literatura en riesgo de extinción, como joyas exóticas a las que temes que les dé la luz por que pierdan su esplendor. Vamos a hacerlo, abro el libro y leo: «Si me convocas, bordeas las trampas, malhieres el acuerdo de no bajar a tierra, de estar en los segundos como buques fantasmas que no atracarán nunca». Y nuevamente se concita el misterio, el milagro. La escala de los mapas es un dechado de placer estilístico; es la literatura, en mayúsculas, hecha carne. Y la razón de que esto sea así es sencillamente porque Sergio Prim, el protagonista, la necesita en su más alta expresión para acometer el imponente proyecto al que se ha arrojado. Hacedlo vosotros, os invito a abrir el libro, por cualquier página, escoged un fragmento al azar y deleitaros.

Salgo de esta rendija, salimos de una rendija y nos colamos por otra. De una página a esta, al azar, quién es Sergio Prim, nos preguntan. Sergio Prim es un geógrafo obsesionado con hallar una escala alternativa en la realidad, un hueco al margen, olvidado de los parámetros con los que se cartografía tanto lo abstracto como lo material. «Un número más. Una hora diaria fuera del trascurso del tiempo, cada año, entre julio y agosto un mes que no se contabilizase». Sergio Prim siente aprensión por el roce de los objetos cotidianos, no alcanza a comprender la distancia que se opera entre ellos y él, y no hace más que tropezarse con ellos, con los objetos cotidianos del salón, y con los objetos cotidianos de su pensamiento, muebles y angustias con los que se choca de igual manera. Vive obsesionado por hallar el refugio que lo oculte de las hirientes aristas de la realidad, replegado durante años en el trascurso de una prolongada capitulación que lo enrolle en sí mismo hasta convertirlo en un punto de silencio. Y cuando está a medio camino de lograrlo, cuando ya ha renunciado a los caprichos del mundo real y solo atiende a los llamados de ese hueco que lo margina de la vida real, aparece ella, Brezo.
Quién es Brezo, nos preguntan. Brezo es su amor platónico de la universidad, alguien a quien apenas ha visto desde aquella época, hace ya varios años, y que, de improviso, se materializa frente a él bajando de un autobús. Se materializa frente a su presencia dirigiéndole la palabra, colándose en su inestable círculo de acción; días más tarde, fuera absolutamente de cualquier pronóstico razonable, ambos inician una relación carnal.
Y a partir de ese instante inexorablemente se cierne una disyuntiva dramática para Sergio Prim.
Brezo ha reaparecido en la vida real, y no como un señuelo, un recuerdo de lo que fue, de lo que pudo haber sido, sino como una promesa de un porvenir conjunto, de un hogar común de convivencia en los aposentos de aquello a lo que él ha declarado la guerra: la realidad. Pero Prim sabe que la consumación prolongada de su amor en la realidad no conducirá más que a su destrucción: «¿Cómo explicarte que Prim es un libro flaco, que se llega enseguida a la última página y después solo queda una ingrata desolación?». La experiencia vivida de la expectativa no conduce más que a la frustración, y suspende al sujeto de esa expectativa en la imposibilidad constante de acceder a la esquiva consumación del objeto de deseo, preconcebido y elaborado en forma de promesa. Por esa razón Prim dice: «El amor se autodestruye no para sobrevivir, sino para vivirse; no a la manera del grano de trigo que cae en tierra y da la espiga, sino como el cohete que arde en el cielo, y en el arder existe y se da muerte». Y dice: «Y ahora tú te consumas. Brezo, óyeme, el hombre no da más de sí. En mi cabeza figura andar contigo hasta la cumbre de las montañas, pero me canso, pero la nieve entra en los mocasines, pero la cumbre está llena de coches, pues a veces tampoco las montañas dan más de sí, sino que son turísticas. Brezo, Brezo, no se perpetran los sueños impunemente».
De modo que, en un principio, Sergio Prim frente a la disyuntiva dramática no ve otra opción que decantarse por la solución del rechazo. Comprendiendo que la única manera de salvar ese amor es evitando que llegue a consumarse y, por tanto, a desvanecerse, decide apartar a Brezo de su camino. Como un invertido acto heroico de enamorado aparta de sí el cáliz del amor para dejarlo incólume en los cajones de la memoria, etiquetados con los ítems de la pasividad y el escepticismo, al margen de la ilusión y la esperanza. «… es sabido que deseamos lo que no tenemos: cuanto más me ocultaba, más crecías. ¿No era valiente, dime, acaso no era muy, muy valiente hostigando toda tu hermosura?».
Sin embargo, ante la insistencia de ese amor, de la llamada incesante de los ojos de Brezo, de los insólitos arabescos del aliento de Brezo, de las huellas equilibristas en los bordillos del aire de Brezo, Sergio Prim se propone buscar una solución alternativa. Un camino que cruce en paralelo la irresoluble disyuntiva de o bien acceder al amor y destruirlo, o rechazarlo y no vivirlo nunca. Decide entonces dejarse arrastrar por la imposibilidad y buscar precisamente en sus estudios delirantes sobre el hueco, sobre las escalas transmutadas de los mapas, un lugar donde guarecerse con Brezo y experimentar el amor al margen de la corrupción del tiempo, de la realidad, de lo consumado. Sergio, explícanos tú qué es ese hueco del que tanto estamos hablando: «Supón que ves el hueco de la mano, supón que quitas ahora la mano y queda solo el hueco. Como si de un árbol hueco quitásemos el árbol, como si de una pared hueca quitáramos la pared o de un armario quitásemos la madera y la barra con perchas y ropa colgada. Considera la palabra hueco en su exacta magnitud. No fijes tu atención en el recinto, por más que esté vacío, ya que todo recinto es fuente de amenazas: del hueso sangriento de un albaricoque puede surgir una oruga; de una casa espaciosa, el dueño; una tela de araña acecha, enemiga, en el fondo del recibidor. Quise, Brezo, para ti, el lugar de las preocupaciones despejadas y la íntima, la benigna invisibilidad».
Sin ambages, Sergio Prim inicia un camino sin retorno al corazón del delirio en busca de la materialización (y prolongación) de un deseo que, racionalmente, ya desestimó como posible en el plano de la cordura. «Escondámonos en una metáfora. Cuando venga el dolor, cuando se afile en contra de nosotros y tapie las ventanas, cuando la ofensa venga y venga la desdicha, entonces, en postura fetal, acurrucados, tibios, escondámonos en una metáfora».
Sergio Prim alude pues a un lenguaje (una metáfora) que está por venir —articulado en un hueco en el espacio-tiempo que está por hallar— a través del cual aprehender la experiencia del amor sin que este sea consumado (nombrado, fijado) y por tanto aniquilado. Un lenguaje que remite al silencio, al afuera de toda palabra, es decir, a la experiencia de un lenguaje que está fuera del lenguaje, que está excluido de la ordenación social, y que, como tal, pertenece al de la locura.
Ese lenguaje es precisamente el que adopta la literatura a partir del segundo tercio del siglo XX; por eso, al principio de esta urdimbre de artículo decíamos que Sergio Prim necesitaba para llevar a cabo su asombroso proyecto que Belén Gopegui narrara su historia con absoluta maestría.
La Literatura se ha hecho dueña del lenguaje excluido al cual pertenece la locura para tratar de desvincularla de su patología, del mismo modo que Sergio Prim (gracias a una magnífica cabriola estilística de Gopegui) pretende sortear la locura institucional al principio de la novela haciéndose pasar por su psicóloga. Prim consigue así que nuestra visión de él como persona y como posible enfermo mental quede trastocada para el resto de la narración, haciéndonos partícipes de la búsqueda del hueco como experiencia pseudo-científica e invitándonos a hacerla posible.
«¿Con qué talante iban a leer estas páginas si las hubiera empezado diciendo: “Mi primera visita a la psicóloga transcurrió…”? Ustedes pueden no estar de acuerdo con mis conclusiones, pero sería un error que las invalidaran en virtud de que yo, su artífice, soy un desequilibrado. No, no. No. Yo tenía un proyecto del que la psicóloga formaba parte y por eso fui a verla».
La propuesta en firme, pues, es la de un desafío total a las leyes rígidas de la vida, de la humanidad, de la propia Naturaleza. Se trata de alcanzar el punto (el hueco) donde la vida y la muerte queden al margen de la existencia verdadera, ese estado en el cual la vida no transcurra y la muerte no tenga noción de ser. Exactamente el mismo sueño que cautivara a los surrealistas, y por cuyos afluentes Prim se desliza irremediablemente hacia un inestable horizonte submarino.

André Breton, en el primer Manifiesto surrealista, acuñaría su ya famosa frase de: “Vivir o dejar de vivir son soluciones imaginarias, la existencia está en otra parte”. La existencia según Breton habría que buscarla en lo que él denominaba «punto supremo», aquel donde se resuelven todas las antinomias en una especie de vuelta de tuerca en la dialéctica hegeliana, una negación de todas las negaciones, en la que sueño y realidad dejan de ser estados contradictorios para acceder a una realidad absoluta (suprarealidad), donde, dinámicamente, poder satisfacer los deseos del inconsciente. Un lugar fuera de cualquier mapa, oculto a cualquier escala, que Prim trata de trazar interconectando huecos: «… a través de las piscinas, de los agujeros, porque todo está conectado (…) y si entro en mi pijama tal vez salga al camisón dorado de tu cuerpo». Para finalmente descubrir que el hueco que busca, que fragua, que persigue lo está delineando precisamente en las propias páginas del libro: «Que mi pasión no se repliegue, amiga, que mi pasión fluya por un espacio blanco y libre de realidad, por esta ruta apaisada que voy trazando». Convirtiéndose a sí mismo en personaje narrado, explicando esa historia de amor pero sin llevarla nunca finalmente a la práctica, dibujando a Brezo en el libro para mantenerla, a ella también, eterna e intachable, como personaje narrado ajena a los designios de la realidad, de la vida y de la muerte.
«Y así yo, desde la primera letra, sigo aquí, no me he movido. Al fin cambié la escala y vine a quedarme en este poliedro iluminado. Doscientas veintinueve páginas rectangulares con inscripciones impresas, y entre cada palabra, y al borde de cada letra, un intervalo, un hueco. Alza la mano y verás cómo el espacio se detiene».
Salgo de esta rendija, busco otra, quién sabe dónde, por la que sumergirme una vez más. Mira, oigo decir.
La primera edición de La escala de los mapas, primera novela de Belén Gopegui, fue publicada por la editorial Anagrama en 1993.
Literatura Random House acaba de poner en las librerías una edición conmemorativa de sus 25 años.