Jonathan Pérez © 2020 /
Bertrand Russell se refiere a la Autobiografía de John Stuart Mill como “uno de los libros más interesantes que se han escrito nunca“. Muy de acuerdo con su opinión, confieso mi pasión por esta obra que muestra la intrahistoria de una de las personalidades más importantes del siglo XIX, un trayecto bajo el que subyace una formación intelectual muy exigente y un desarrollo moral que ha logrado inspirar, y sigue haciéndolo, a numerosos pensadores.
El autor de obras tan conocidas como Sobre la libertad o El sometimiento de las mujeres, narra en esta obra los sucesos que forjaron su carácter y que dieron forma a una de las mentes más agudas de Gran Bretaña. Sus ensayos también sirvieron, junto a los de Jeremy Bentham, como fundamento de la ideología socioliberal, caracterizada por colocar en el centro la libertad del individuo, una esfera libre de injerencias externas, y por hacer hincapié en la igualdad de oportunidades.
Fue hace dos años cuando me crucé por primera vez con este libro y recuerdo haberlo disfrutado tanto que lo recomendé a varios amigos, enviándoles fotos de algunos fragmentos especialmente evocadores con el objetivo de convencerlos para que se adentrasen en la vida del pensador británico. Aún hoy, creo se pueden extraer enseñanzas muy valiosas de las palabras de alguien que escribió y debatió para que la humanidad diera un pequeño paso hacia delante. Por aquel entonces leí la edición española prologada y fantásticamente traducida por Carlos Mellizo, y este año opté por la versión original*.

INFANCIA Y PRIMERA EDUCACIÓN
El pensador británico nació el 20 de mayo de 1806 en Londres, y pasó su infancia rodeado de libros, al principio en griego, y a partir de los ocho años en latín, sin poder disfrutar de la compañía de otros niños de su edad. Su padre, James Mill, consideró que esto podría haber tenido consecuencias perniciosas en su desarrollo intelectual. Así, Mill asegura en sus memorias que “apenas tenía algún libro de literatura infantil, tantos como juguetes, excepto algún regalo ocasional que llegaba por medio de la correspondencia”.
Las únicas personas de su edad con las que tenía permitido interactuar eran sus hermanos, a quienes debía dar clases obligatoriamente y de cuyos resultados le hacía también responsable su padre. A pesar de ser una tarea que le disgustaba en sumo grado, admite que extrajo de esta disciplina “la gran ventaja de leer más concienzudamente, y de retener durante más tiempo las cosas que tenía que enseñar”.
El ensayista inglés reconoce que fue importante para su desarrollo intelectual el estudio de la lógica escolástica, gracias a la cual aprendió a diseccionar argumentos y a identificar las falacias. También destaca su interés por las ciencias empíricas, aunque en el sentido teórico del término, ya que nunca llegó a realizar experimentos, sino que se limitaba a leer sobre ellos. Esta enseñanza excesivamente metódica y carente de afectos tendría consecuencias negativas en su vida, como posteriormente veremos.
A pesar de la dureza de este sistema, Mill destaca que consiguió afilar sus facultades intelectuales, poniendo como ejemplo un debate que mantuvo con su padre y en el que logró que cambiara de opinión, “algo que es ejemplo de la falta de prejuicio y del valor real de sus métodos pedagógicos”. Está claro que James Mill, basándose en los postulados benthamitas del utilitarismo, brindó a su primogénito una excelsa educación, que le serviría de base para desarrollar un pensamiento crítico y loable. Así, después de una criba muy selectiva, puso a disposición de su hijo una cantidad amplia de escritos y autores. Sin embargo, asegura nuestro protagonista que lo que más influyó en él fue su forma de actuar y de comportarse.
James Mill brindó a su primogénito una excelsa educación, BASAda en los postulados del utilitarismo, que le serviría de base para desarrollar un pensamiento crítico y loable.
Al leer esta primera parte de su Autobiografía se tiene la sensación de que el pensador británico escribe sobre su padre desde el más profundo respeto que en ocasiones roza el temor, llegando a asegurar que “el elemento que faltaba en su relación con los niños fue la ternura… se parecía mucho a los hombres ingleses que se avergüenzan de las muestras de cariño.”
INFLUENCIAS MORALES EN LA ADOLESCENCIA

Durante esta etapa, recuerda el autor que su padre recibía visitas de los intelectuales más importantes del momento como David Ricardo, Josep Hume y con mayor frecuencia de Bentham, el creador del famoso panóptico. Fue un hermano de este último quién realizó los trámites para que Stuart Mill pudiera disfrutar de una estancia al sur de Francia, en Montpellier.
Allí asistió a clases de zoología, filosofía de la ciencia o metafísica, aunque lo que más le llamó la atención fue la forma de relacionarse de los franceses, su modo de estar en el mundo. Asegura que “los sentimientos de los franceses son siquiera de naturaleza más elevada y constituyen la moneda ordinaria en el trato humano, lo cual se manifiesta tanto en sus libros como en su vida privada”. Después de haber respirado ese ambiente, llegó a afirmar que los ingleses se limitaban a vivir una experiencia meramente negativa en cuanto a su dimensión como seres espirituales.
Tendemos a definir la idiosincrasia de los colectivos a partir de las experiencias singulares y fragmentarias de cada uno de nosotros. Es el trato directo con las personas el origen inmediato de esas características que atribuimos posteriormente a una comunidad. Cuando pienso en mi estancia de estudios en Bélgica, siempre recuerdo al profesor de Derecho Internacional Privado, su carácter refinado, su forma de dibujar conceptos y de transmitir la pasión por una materia un tanto árida, y pienso que la mayoría de señores belgas de 50 años comparten esas características de una u otra forma.
Además de forjar su carácter, esta etapa también le permitió escribir su primer ensayo con tan solo 16 años. En él argumentaba en contra del perjuicio aristocrático de que los ricos tenían más probabilidades de desarrollar cualidades morales superiores que los pobres. También participó en la Sociedad de Debate, que se alimentaba de los mejores estudiantes de la Universidad de Cambridge, y allí conoció a Charles Austin. Mill apunta que “había en su conversación un tono de exquisitez intelectual y desde un principio su actitud estuvo en decidida oposición a los prejuicios y a la estrechez de miras que es casi seguro encontrar en un joven, como lo fue él, formado en un particular estilo de pensamiento y en un concreto círculo social”. En ese momento, el pensador británico dejo de verse como un alumno y pasó a sentir que estaba en el mismo escalafón que su interlocutor. Imagino a nuestro autor con las cejas arqueadas, escuchando atentamente lo que decía Austin y a continuación zambulléndose en debates interesantes y argumentando de manera concienzuda.
EN su primer ensayo, escrito con tan solo 16 años, argumentaba en contra del perjuicio aristocrático de que los ricos tenían más probabilidades de desarrollar cualidades morales superiores que los pobres.
En 1823, con tan solo 17 años, fundó la Sociedad Utilitaria, y bajo su seno se reunirían cada quince 15 días un grupo de jóvenes liderados por Mill y que tenían en común el hecho de compartir los postulados benthamitas. El nombre con el que bautizaron a esta asociación sirvió de paraguas para agrupar todas sus ideas bajo el concepto de “utilitarismo”. Ese mismo año, comenzó a trabajar en la Compañía de las Indias Orientales, donde acabaría siendo jefe de uno de los departamentos más importantes, el referido a los Estados Nativos. Estas tareas burocráticas “eran lo suficientemente intelectuales como para impedir la desagradable monotonía del trabajo rutinario y al mismo tiempo, no suponían una carga demasiado pesada para una persona acostumbrada al pensar abstracto o a la cuidadosa composición literaria”.
Durante sus vacaciones aprovechaba para viajar a Francia, la región alemana del Rin, Bélgica y posteriormente Italia o Suiza. En esta parte del libro lanza una advertencia a los jóvenes escritores y potenciales columnistas. Les viene a señalar que los textos de los que se vive no son los que perviven, es decir, las obras que perduran necesitan un tiempo de maduración y el periodismo engarza directamente con la urgencia de la opinión.
Al final de esta parte del libro afirma de manera estoica: “aprendí cómo lograr lo más posible cuando no podía conseguirse todo, supe animarme cuando siquiera una parte mínima resultaba conforme a mis deseos, y cuando ni eso llegaba a alcanzar, aprendí también a soportar con absoluta calma la derrota completa”.
PROPAGANDISMO DE JUVENTUD

Los primeros textos que publicó en esta etapa estaban relacionados con la defensa de la libertad de expresión, a partir del caso de Richard Carlile, un periodista que fue condenado a tres años de prisión por una crítica a las ideas religiosas de la época. Continuó escribiendo en “Westminsters Review”, un periódico que defendía el pensamiento de Bentham y logró que este alcanzara cierto renombre ya por aquel entonces.
Los radicales filosóficos defendieron firmemente dos ideas clave: el gobierno representativo y la libertad de expresión. En ese momento, solo unos pocos tenían derecho a votar y la moral victoriana trataba de doblegar la pluma de algunos escritores. Stuart Mill fue más allá, y no solo defendió el sufragio universal para los hombres, sino que rebatió a sus compañeros (incluido su padre) para defender el sufragio femenino. Aquellos aseguraban que los intereses de las mujeres se subsumían en las preferencias de los hombres, con lo cual no era necesario que las primeras acudieran a las urnas. Mill les contestaba que “cualquier razón para otorgar el derecho al voto a todos los ciudadanos exige no privar del mismo a las mujeres”.
Habiendo leído y escrito más que cualquier joven de su edad, el prurito de la fama, la llamada de Troya, tocó a su puerta: “ambición y deseos de destacar los tenía en abundancia. Mi sentimiento más fuerte era un ardor apasionado por lo que yo pensaba que era el bien de la humanidad, sentimiento que se mezclaba y daba color a todos los demás”. Con carácter retrospectivo, un Stuart Mill anciano se ve a sí mismo en su juventud y considera que poseía una sobreabundancia de lógica y análisis, pero le faltaba un alimento indispensable: la cultura poética.
CUando solo unos pocos tenían derecho a votar y la moral victoriana trataba de doblegar la pluma de algunos escritores, Stuart Mill no solo defendió el sufragio universal para los hombres, sino También el femenino.
No puedo evitar recordar una escena de Conocerás al hombre de tus sueños, de Woody Allen, en el que los dos protagonistas charlan sobre el tratamiento homeopático que recibe la madre de uno de ellos, afectaba por un problema psicológico no identificado:
_ Ella necesita medicina, no ilusiones _ No, no si las ilusiones funcionan mejor que la medicina.
Está claro que la fuerza disolvente de la razón necesita mezclar sus aguas con el cauce de la ilusión: unos la encuentran en la homeopatía y otros en la literatura, escrita o cantada.
Durante esta etapa, al igual que el que escribe, Mill también se sintió inspirado por una biografía, en su caso sobre Turgot, redactada por Nicolas de Condorcet, “un libro perfectamente escrito para alimentar el mejor de los entusiasmos porque contiene una de las vidas más sabias y nobles”. Asimismo, aprovechaba los días para reunirse con algunos estudiantes de su círculo en casa de Mr. Grote, un amigo paterno. En esas reuniones discutían sobre temas muy variados, desde la lógica silogística hasta la economía política pasando por temas de psicología. Asegura el filósofo inglés que en estos años se encuentra el germen de su pensamiento original, puesto que fue cuando aprendió a investigar de manera incisiva sobre una pluralidad de áreas del saber y a “no aceptar las medias-soluciones de los problemas como algo completo” o “pensar que entendía algo de manera perfecta hasta que comprendía el todo en que se incluía”.
Entre 1825 y 1830, la actividad de hablar en público ocupó la mayor parte de su tiempo, al principio en la Sociedad Cooperativa y luego en la Sociedad Especulativa de Edimburgo, donde futuros escritores, obispos o sargentos se batían en duelos elocuentes ante un auditorio repleto de gente. El historiador Thirlwall fue quien causó una mayor impresión en el pensador británico, a pesar de que estaba en desacuerdo con lo que defendía. “Nunca logré adquirir una oratoria fluida y siempre me expresé con torpeza. Pero pude hacerme oír” apunta Mill en su recorrido autobiográfico.
CRISIS MENTAL: UN PASO HACIA DELANTE

El autor comienza esta parte del libro hablando de que se sentía pleno, después de leer la obra de Bentham, al haber encontrado una meta en la vida: ser reformador del mundo. Todo cambia en el otoño de 1826, cuando comienza a encontrarse en una situación de “depresión nerviosa, sin poder experimentar sentimientos alegres o placenteros de ningún tipo. Al principio confié en que aquella nube se desvanecería por sí misma. Pero no fue así. El sueño de la noche, soberano remedio para las vejaciones menores de la vida, no tuvo efecto en este caso. Me despertaba con renovada conciencia de aquella realidad horrorosa”.
En este punto, la parte negativa de una educación excesivamente analítica azota al pensador británico, quien lo describe de una manera muy gráfica: “Esos hábitos analíticos son, por tanto, favorables a la prudencia y a la clarividencia; pero son también como un gusano incansable que destruye la raíz de las pasiones y de todos los deseos”.
“Conforme iba reflexionando, me daba cuenta de que mi vanidad había sido gratificada demasiado temprano, siendo yo todavía demasiado joven; había obtenido algunas distinciones y me sentía importante antes de que el deseo por distinguirme y por adquirir importancia hubiera llegado a ser una pasión”. Quizás el problema de la enseñanza que recibió, basada en los postulados utilitarios, fuese que le marcó el sendero para lograr cambiar estructuras sociales y convencionalismos absurdos y se olvidó de cultivar con fineza las emociones que podrían haber servido de refugio en un camino lleno de obstáculos. Como canta el grupo burgalés llamado la M.O.D.A, Stuart Mill estuvo “enfermo de una juventud, que fue virtud antes de tiempo”.
Después de más de siete meses en esa situación, apareció un halo de luz, las Memorias de Marmontel, en las que su autor se retrata como un muchacho, que, tras el fallecimiento de su padre, decidió que lo sería todo para su familia y lograría llenar el vacío de tanta pérdida. Este testimonio sirvió de mano tendida al pensador británico, y así consiguió mejorar su situación.
Nuestro autor escribe a esta altura del libro uno de los pasajes que recuerdo a menudo y que siempre saco a colación cuando algún amigo está bajo de ánimos: “Solo son felices los que no tienen la mente fijada en algún objeto que no sea su propia felicidad: la felicidad de otros, la mejora de la humanidad, o incluso, algún arte o proyecto que no se persiga como un medio sino como una meta en sí misma ideal. Así, apuntando hacia otra cosa encuentran accidentalmente la felicidad. Preguntaos si sois felices, y cesaréis de serlo”. Viéndolo así, la felicidad vendría a identificarse en el conocido mito con Eurídice y nosotros seríamos Orfeo: hemos de confiar en que nuestra compañera de viaje está ahí, pero evitar mirarla directamente para que no se desvanezca.
STUART MILL: “Solo son felices los que no tienen la mente fijada en algún objeto que no sea su propia felicidad: la felicidad de otros, la mejora de la humanidad, o incluso, algún arte o proyecto que no se persiga como un medio sino como una meta en sí misma ideal”
Fueron el arte y la poesía quienes ayudaron a Stuart Mill a superar esa penosa coyuntura, especialmente los poemas de Wordsworth (después de haber leído a Byron, quien hizo que se sintiera peor). Estas lecturas actuaron a modo de salvavidas, ya que hablaban sobre el paisaje natural y el mundo rural, las aficiones de Mill, y sus raíces le ayudaron a darse cuenta de la importancia que tiene el cultivo interno del individuo.
Leer un poema que nos descubra una nueva palabra, un entorno, una tesitura o ser capaces de deleitarnos con el claroscuro de un cuadro de Caravaggio son cosas que no van a cambiar la sociedad, y no por ello son menos importantes. Pueden ser consideradas como un fin en sí mismo, susceptibles de aportarnos un gozo desinteresado. Como señala Hannah Arendt, esta actitud solo puede lograrse “cuando los hombres, liberados de las necesidades vitales, puedan volverse hacia el mundo”.
HARRIET TAYLOR Y EL FINAL DE SU VIDA
El pensador británico había disfrutado de la amistad de Harriet Taylor durante varios años, en los que compartieron viajes, lecturas y debates placenteros. Cuando falleció el marido de su futura mujer, decidieron contraer matrimonio para formar una “comunidad de afecto, escritos comunes y protagonizada por una mutua admiración.”
Su relación con Harriet Taylor duró siete años y medio (“¡siete años y medio solamente!”, llega a exclamar el filósofo británico). Después de su fallecimiento, Stuart Mill, que había recibido una educación agnóstica, llega a decir que “su recuerdo es para mí como una religión; y el intento de ganar su aprobación es el criterio por el que trato de regular mi vida”.
Es en esta etapa cuando escribe sus obras más ilustres. En enero de 1855, mientras va subiendo la escalera del Capitolio, se le ocurre convertir su breve reflexión Sobre la Libertad en un verdadero ensayo. “Después de escribirlo dos veces, como de costumbre, lo conservamos con nosotros, y de cuando en cuando lo sacábamos y volvíamos a repasarlo de nuevo, leyendo, ponderando y criticando cada frase”. Tal fue la comunidad de afecto que formó con su mujer, que utiliza el plural para referirse a todas las obras literarias escritas en esos años, de las que se confiesa coautor.
En los tiempos de lo políticamente correcto y la cultura de la cancelación, merece la pena recordar estas palabras de Mill: “estaba yo entonces más inclinado a silenciar mis opiniones más decididamente heréticas, las cuales considero ahora como casi las únicas capaces de regenerar de algún modo la sociedad”.
También en esta etapa lee a los socialistas utópicos franceses y se siente convencido por alguno de sus argumentos. Sin embargo, Mill no pretendía abolir la propiedad privada o la herencia sino mitigar las desigualdades que iban aparejadas a estas instituciones, haciendo hincapié en “la noción de que era posible ir más allá en la lucha contra la injusticia; pues injusticia hay implicada en el hecho que algunos nazcan ricos y de que la inmensa mayoría nazca a una vida de pobreza”. “Yo era un demócrata, pero de ningún modo socialista” llega a afirmar.

En la última parte de su vida, John Stuart Mill fue congresista en la Casa de los Comunes, llevó ante los tribunales a los gobernadores encargados de sofocar una rebelión en Jamaica y que se saldó con numerosos muertos, comentó la obra de Comte, y terminó otro de sus libros que ha gozado de mayor divulgación: El sometimiento de las mujeres.“Mi defensa del sufragio femenino y de la representación personal fue entonces juzgada por muchos como una simple fantasía”.
Años después consiguió que se aprobase una moción para que las mujeres que fueran cabeza de familia o tuvieran las mismas calificaciones exigidas a los hombres pudieran tener derecho al voto. Posteriormente se crearía la Sociedad Universal para el Sufragio Femenino, de la que su hija Helen Taylor fue la principal impulsora.
Así, Mill fue capaz de escribir en el ocaso de su vida una obra capaz de arrojar un poco de luz en las nuestras. Termino este texto cediendo la palabra a nuestro autor, quien comenzó el suyo de la siguiente forma: “Me ha parecido que en una etapa de transición como la nuestra, en la que tanto cambian las opiniones quizás haya algún interés o beneficio en referirse a las sucesivas fases de una mente que estuvo siempre empujando hacia delante, igualmente preparada para aprender y rectificar, a partir de sus propias reflexiones y de las ajenas.”
Las ediciones de la “Autobiografía” de John Stuart Mill a las que se hace referencia en este artículo son:
*John Stuart Mill, Autobiografía. Alianza Editorial. Cubierta: Daniel Gil. Traducción: Carlos Mellizo.
*Autobiography of John Stuart Mill. Arc Manor.
POR JONATHAN PÉREZ

Jonathan estudió derecho en Salamanca y ahora vive en Madrid. Oposita para tener un trabajo y escribe desde hace un año en La Opinión de Zamora. Cuando piensa en literatura, a continuación aparecen en su cabeza las novelas de Nabokov y la poesía de Cernuda.