SAMANTA SCHWEBLIN Y SUS “KENTUKIS”, UNA DISTOPÍA MUY CERCANA

En Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato, Jaron Lanier señala que “todo el mundo está sometido a un nivel de vigilancia propio de una novela distópica”, refiriéndose en otro momento a “la increíble perspectiva propia de dioses que se tiene desde Silicon Valley”, donde “tanto las personas como los algoritmos pueden ver siempre quién ha escrito qué y cuándo; y quién lo buscó y lo leyó y cuándo”. Nos dice el autor que podemos contemplar todo esto como si estuviésemos observando un hormiguero, mientras “las diminutas hormigas lo saben. Saben que están siendo observadas…” Alude a que esa sensación, la de ser observados por personas aparentemente superiores, que en realidad pueden ser nuestros antiguos compañeros de colegio trabajando en alguna plataforma de Internet, puede ser “degradante y deprimente”.
No se me ocurre mejor preludio para dar paso a la lectura de Kentukis, la nueva novela de la escritora argentina Samanta Schweblin, quien plantea una distopía que nos suena demasiado cercana y que destapa el miedo, la inseguridad, ansiedad y vulnerabilidad de un presente marcado por la necesidad de llenar vacíos y soledades, una vez caídos los ideales, quebrados los puentes de la autenticidad en las relaciones, el sentido de comunidad. Ahí, en una geografía a la intemperie, es donde triunfa la tecnología. Los kentukis son unos peluches muy particulares, mascotas adictivas de última generación que se compran al precio de 279 dólares y que observan e interactúan con sus usuarios. Tras ellas se esconden otras personas con motivaciones y propósitos ocultos. De su mano, la autora alcanza un irresistible punto de perversidad y morbosidad, construye un mecanismo narrativo a modo de relatos, de historias que se cruzan, con el punto en común de la adquisición de esos fantásticos y endiablados animalillos capaces de transformar la vida.
La ficción se convierte aquí en metáfora, en espejo de una sociedad enferma, confundida, que confía en que la tecnología como medio para sobrellevar sus carencias. De una u otra manera, en una u otra de las historias que se nos cuentan, acabamos reconociendo comportamientos, estampas de absoluta actualidad. Con su capacidad para la sugerencia, para abrir grietas de extrañeza en lo aparentemente normal, Schweblin saca a la luz los puntos débiles, las fragilidades, contradicciones y búsquedas de sus protagonistas, sacudidos por la entrada en sus vidas de una nueva tecnología, de un extraño mecanismo que les cuesta descifrar, de cuyos peligros no acaban de ser conscientes.
La ficción se convierte aquí en metáfora, en espejo de una sociedad enferma, confundida, que confía en que la tecnología como medio para sobrellevar sus carencias. De una u otra manera, en una u otra de las historias que se nos cuentan, acabamos reconociendo comportamientos, estampas de absoluta actualidad.
Se abren las puertas de la intimidad a mascotas que actúan como vigilantes, como voyeurs. El juego se entabla entre dos tipos de personas: las que quieren ser miradas y las que prefieren mirar. El tema de la identidad, de lo que queremos ser, de lo que aparentamos ser, de los que somos realmente, es clave en esta entrega por la que vamos caminando a ciegas. Ese extrañamiento, el descubrimiento del que, como lectores, vamos siendo testigos, a la par que los distintos protagonistas, es esencial en el mecanismo de la novela; de ahí que prefiera no revelar demasiados detalles en lo que atañe a las líneas argumentales. “Se sentía cerca de algún tipo de revelación, era un proceso que conocía, y la sola excitación por alcanzar una conclusión compensaba la somnolencia…”, transcribo estas frases correspondientes a una de las historias, la de Alina y su peluche cuervo, el Capitán Sanders, que será crucial en el conocimiento de sí misma y de su novio, Sven, un pintor no tan inofensivo y noble como a simple vista parece.

Pensamos en robots domésticos, en Inteligencia Artificial, cuando vamos leyendo, pero en realidad es el modelo de las redes sociales el que se lleva al extremo. Aquí existe la posibilidad de conectarse con personas de cualquier parte del mundo, personas que pueden entrar en casas de otros con su pleno consentimiento, acceder a nuevas geografías y realidades, con las sorpresas y peligros que ello conlleva, dándose situaciones de ansiedad, de adicción, de enamoramiento, de humillación, de delito… Y de fondo, la necesidad de huir de lo habitual, de tener otras vidas, de albergar secretos… Son densos, complejos, los pasadizos que abre esta novela que nos sitúa en los horizontes movedizos, desconocidos, que se están abriendo con las nuevas tecnologías y nos lleva a reflexionar sobre el contraste entre la velocidad a la que nos someten y la fijeza de nuestras emociones y sentimientos, imperturbables a través del tiempo, generación tras generación.
En “Kentukis” existe la posibilidad de conectarse con personas de cualquier parte del mundo, personas que pueden entrar en casas de otros con su pleno consentimiento, acceder a nuevas geografías y realidades, con las sorpresas y peligros que ello conlleva.
Dispositivos, tarjetas de conexión, códigos, direcciones IP, cámaras, instalaciones de software, dispositivos de carga, servidores centrales, links, alertas, experiencias virtuales… “Estaré loca pero por lo menos estoy actualizada”, piensa Emilia, feliz por disponer de otra vida a la que asomarse, con la que ampliar su monótona rutina. La aparición de una tecnología tan sofisticada supone un vacío legal que aprovecha otro de los protagonistas, Grigor, un hacker que ve la oportunidad de hacer el negocio de su vida, ofreciendo la oportunidad de elegir el tipo de compañía, de aventura que aguarda tras un Kentuki concreto. Porque es consciente de que “había gente dispuesta a soltar una fortuna por vivir en la pobreza unas horas al día, y estaban los que pagaban por hacer turismo sin moverse de sus casas, por pasear por la India sin una sola diarrea, o conocer el invierno polar descalzos y en pijama. También había oportunistas, para quienes una conexión en un estudio de abogados de Doha equivalía a la oportunidad de pasearse toda una noche sobre notas y documentos que nadie más debería ver…”, accedemos a sus pensamientos.
En otra de las piezas, estancias, de la novela, conocemos a Cheng Shi-Xu, que “había comprado una tarjeta kentuki y había establecido su conexión con un dispositivo de Lyon. Desde entonces pasaba más de diez horas por día frente a su computadora. Su saldo bancario bajaba día a día, los amigos ya casi no llamaban y la comida basura le estaba haciendo un agujero en el estómago…”
Podemos reconocer situaciones cercanas a esta en nuestro día a día. ¿Estamos preparados para asumir el ritmo al que todo está aconteciendo en el siglo XXI? ¿Acabaremos adaptando y controlando los cambios o terminaremos rotos en pedazos, aniquilados nuestros pilares básicos de entendimiento, de percepción? La mayoría de los personajes de Schweblin no salen muy bien parados de la experiencia a la que son sometidos. Seres con buenas intenciones que solo buscan algo de compañía, de complicidad, acaban golpeados, anulados por situaciones que se les escapan de las manos, que los sobrepasan, pero queremos creer que acaban aprendiendo.
¿Supone eso que acabarán cerrados a los demás, aún más aislados, o que volverán a recuperar hábitos y costumbres menos artificiales: el paseo, la conversación, el abrazo directo…? nos preguntamos a medida que avanzamos en la lectura. Son interrogantes que abriremos cada vez más, a medida que avancemos en este tiempo lleno de desafíos, en el que nos estamos jugando el futuro como civilización, como especie; en el que corremos el peligro de perdernos en túneles virtuales, en realidades falsas; observados, vigilados, manipulados, incapaces de parar amenazas tan urgentes y reales como la del cambio climático.
Para poner el punto final, vuelvo a Ursula K. Le Guin. Su propósito era sacudir su propia mente y la de sus lectores, a fin de promover cambios de conciencia, de acabar con la inercia paralizadora, con “la costumbre timorata de pensar que la manera en que vivimos ahora es la única manera en que se puede vivir”. Samanta Schweblin nos pone ante una realidad que ya está aquí. Del mismo modo que Jaron Lanier, pero a través de los mecanismos de la ficción, consigue despertarnos, encender una llama de lucidez allí donde todo parece oscuro, desconocido, infranqueable, y también irremediable. Las tecnologías no son entes fantasmagóricos, están creadas y controladas por seres humanos. Se trata de quitarles ese carácter intocable, sagrado, que les estamos concediendo. Se trata de influir como usuarios, como consumidores activos y responsables, en su evolución; de decidir de qué manera podemos usarlas para mejorar nuestras vidas, no para desquiciarlas.
“Kentukis”, de Samanta Schweblin, ha sido publicado por Literatura Random House.