Fotografía de cabecera: El escritor Pío Baroja, en una librería de lance, el 11 de octubre de 1941. – Foto por Santos Yubero
Javier Goñi © 2018 /
Lo escribe él mismo, en las primeras páginas, de Juventud, egolatría (1917), un estupendo libro autobiográfico, lleno de datos reales y de controvertidas reflexiones, que conecta perfectamente con sus memorias, Desde la última vuelta del camino, publicadas en los difíciles años cuarenta, primero por entregas en una revista popular y luego recogidas en Biblioteca Nueva, uno de sus principales editores y más constantes en la etapa crepuscular del escritor vasco. Entonces, 1917, Baroja tiene 45 años, y está en su etapa más creativa, ya tiene a sus espaldas una considerable obra y le queda todavía mucho por escribir, pues publicaría hasta prácticamente 1956, el año en que murió. Un centenar largo de títulos, con los que toca todos los géneros, en donde deposita su férreo individualismo, sus opiniones literarias, políticas y vitales que nunca contentaron ni a unos ni a otros: a la manera de Unamuno, con quien no congenió mucho, diríamos que estuvo siempre contra los hunos y contra los hotros.
Pues bien, en esas primeras páginas de Juventud, egolatría (hay numerosas ediciones, la más reciente en la renovada Caro Raggio Editores, que llevan ahora los nietos de Rafael Caro Raggio, el editor de don Pío en los años veinte y marido de Carmen Baroja, hermana del escritor), Baroja escribe lo siguiente:
“Cuando yo vine a vivir a esta casa de Vera del Bidasoa, los chicos del barrio se habían apoderado del portal, de la huerta, y hacían de las suyas. Hubo que irlos ahuyentando poco a poco hasta que se marcharon como una bandada de gorriones. Para los chicos, mi familia y yo debíamos de ser gente absurda, y un día, al verme a mí un chiquillo, se escondió en el portal de su casa y dijo:
–¡Que viene el hombre malo de Itzea!
El hombre malo de Itzea era yo.”
El hombre malo de Itzea, la mítica casa que compraron los Baroja en 1912, en Vera de Bidasoa, en Navarra, esa zona fronteriza con Francia.

El impío don Pío, como lo consideraron después de la guerra, sesudos padres jesuitas, Ladrón de Guevara y Garmendía de Otaola, autores de voluminosos vademécums con los libros, novelas sobre todo, que se podían leer, a la luz del dogma, unas pocas, y otras, la mayoría, a las que les esperaba el fuego purificador y la caldera de Pedro Botero a sus lectores. Pues bien, el citado Garmendia de Otaola, colérico padre jesuita, autor de un libro, Lecturas buenas y malas, que yo heredé de la biblioteca de mi padre y que conservo como una curiosidad, al encararse con don Pío le tilda de “Autor antiespañol, anticatólico y antihumano”.
En mi casa, donde había bastantes libros, muchos de los cuales yo devoré, con la avidez de los pocos años, no había ningún título de Baroja; tal vez por andar por casa ese mastodonte del cura jesuita, Torquemada del papel impreso, entorpeciendo el paso a otros libros, a otros autores, violentamente desaconsejados, prohibidos directamente. Yo me encontré por primera vez el nombre de don Pío en ese libro, en ese centón de advertencias de lo que no se debía leer. En primer lugar, a mis doce, trece años, en esos primeros sesenta, cuando el Caudillo todavía iba bajo palio y se aprestaba a celebrar los 25 años de la Victoria, que no de la paz, el que un autor fuera antiespañol y anticatólico era algo que no lograba comprender. ¿Se podía serlo?
Garmendia de Otaola, colérico padre jesuita, autor de un libro, “Lecturas buenas y malas”, que yo heredé de la biblioteca de mi padre y que conservo como una curiosidad, al encararse con don Pío le tilda de “Autor antiespañol, anticatólico y antihumano”.
Y es que además el impío don Pío (Ramón Gómez de la Serna con más ingenio y chunga le llamaba Don Pío Pío) era autor, por lo que decía el padre jesuita, de algunas novelas, para él inmorales, inapropiadas, para personas formadas, cuyos argumentos hacían salivar a aquel niño ávido de lecturas y de emociones. Pero en mi casa, por esa u otra razón, no había ningún libro de Baroja.

En esos principios de los años sesenta, yo recuerdo haber leído con cierta sensación cuasi morbosa los amores de aquel curilla por Pepita Jiménez, la novela de Juan Valera, y tantas otras cosas, algunas de ellas un tanto prematuramente. Pero no leí, entonces, nada de Baroja, sus novelas quizás más juveniles, Zalacaín el aventurero, Las inquietudes de Shanti Andía, Los pilotos de altura, La estrella del capitán Chimista o la deslumbrante y magnífica Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox.
A los diez años estuve dos meses guardando cama por un problema pulmonar y leí mucho, y leí, claro está, Salgari, Julio Verne, Enid Blyton (que yo entonces suponía que era un hombre y no una mujer), Karl May y también tomos encuadernados con las aventuras del Capitán Trueno; leí mucho, sí, pero me hubiera gustado haberme aficionado a leer a don Pío, empezando por esos títulos ya citados, los más aparentemente juveniles, que fui leyendo, tantos años después, ya en edad adulta, cuando era tiempo de otras lecturas, acaso. Entonces no pudo ser, y lo lamento, aunque no lamente no haber dejado de leerlo desde entonces, y seguir haciéndolo. Su obra es inabarcable y siempre quedan muchas -¡tantas!- cosas por leer; de ahí mi entusiasmo que no ha hecho más que crecer por Baroja.

Fui un barojiano de vocación tardía, pero le he sido fiel toda mi vida. He tenido la suerte de poder escribir, en mi vida profesional periodística, sobre don Pío y de ir coleccionando, un poco obsesivamente, sus libros. No sé cuántos tengo, de él y sobre él; he buscado las ediciones de antes de la guerra, primero en la editorial de cuñado Rafael Caro Raggio, luego en las de España de los años treinta: me gusta pensar que aquellos libros, sean primera edición o tercera, los vio y acaso los tocó el propio don Pío.
Aunque este, como vivió tantos años, muy perjudicado al final, también conoció todos los libros que le iban editando, en la posguerra, a lo largo de los años cuarenta (durante la guerra estuvo recogido en Francia, aunque se instaló en Madrid enseguida); algunas ediciones eran infames, papel malo, portadas horrendas y letra bastante ilegible, libros aquellos –algunos- que los hacía misceláneos, con cosas ya contadas, incluso ya escritas, libros crepusculares, desde luego, hechos para sobrevivir, por juntar unas perras, unos billetes que don Pío acostumbraba guardar en cajones. Es conocida la anécdota que recoge –creo- Julio Caro Baroja en sus extraordinarias memorias familiares Los Baroja (1972, Taurus, el año del centenario; después en Círculo de Lectores, en RBA). Don Julio, el sobrino, necesitó un día algo de dinero (él era quien llevaba la economía de aquella casa de la calle Ruiz de Alarcón) y don Pío le debió hacer un gesto de que en un cajón había dinero. Supuso el sobrino que serían unos billetes, pero sí, sí, abrió el cajón y estaba rebosante de billetes. Tardó un buen rato en contarlos: había 750.000 pesetas de la época, toda una fortuna.

Se considera que los libros que fue publicando Baroja en la posguerra, desde 1940 a 1956, son ya obras menores, crepusculares. Es cierto que su obra principal, sus trilogías narrativas, sus Memorias de un hombre de acción, ya la había publicado antes de la guerra, y que por todo ello, ya tenía un sitio en la peana de los hombres ilustres, de los del 98, del siglo XX, de la literatura universal: es conocida la anécdota de la visita que le hizo a un Baroja ya muy ido el Premio Nobel Hemingway, y como este, ante el perplejo escritor, ahí está la célebre foto, le dice que el que se merecía el Nobel era él, don Pío.
Es conocida la anécdota de la visita que le hizo a un Baroja ya muy ido el Premio Nobel Hemingway, y como este, ante el perplejo escritor, le dice que el que se merecía el Nobel era él, don Pío.
Hubo intentos, en los últimos años de vida, a mediados de los cincuenta, de solicitar el Nobel para el escritor vasco, que ya estaba en las últimas, hasta se publicó un libro, con textos amigos, apoyando esa petición. En vano, ese mes de octubre de 1956 –Baroja fallecería el día 30 y está enterrado en el Cementerio Civil de Madrid– lo obtendría otro español universal, Juan Ramón Jiménez. Un premio justo aunque los barojianos lo hubiéramos querido para él. En fin.

Siguiendo con esos libros tardíos. De entre todas las cosas que fueron apareciendo en esos años difíciles (para él, desde luego, y sobre todo para todos los españoles), a mí siempre me ha sorprendido un libro como El Hotel del Cisne, una estupenda novela situada, como otras muchas, en París, en un hotel lleno de personajes variopintos y excéntricos, como le gustaba a Baroja reunir en sus libros, y donde uno de ellos sueña, en capítulos cortos, cosas disparatadas, humorísticas y ciertamente algo surrealistas. Es un libro sorprendente. De esta época es también un volumen de viajes, que le encarga el editor de Biblioteca Nueva, Ciudades de Italia, un libro misceláneo donde un Baroja crepuscular recuerda –recurre a la memoria– sus viajes por diversas ciudades italianas a principios del siglo XX, y donde reflexiona sobre el arte, imponiendo, como no podía ser de otro modo su peculiar mirada. Recuerda también paisajes y personajes que conoció. Es un libro delicioso.
De mis búsquedas, en estos años, de libros de Baroja de este tiempo de posguerra, citaré mi última adquisición, el pasado mes de octubre, en Madrid, en su feria de otoño de libro de ocasión. Se trata de un ejemplar de La novela corta, una de las varias publicaciones, en formato de revista, que reaparecieron por aquel tiempo, herederas de las populares colecciones de antes de la guerra. Me estaba esperando, protegida por una funda de plástico y con un dibujo, de una pareja, bastante convencional. Me llamó la atención el nombre, Pío Baroja, y sobre todo el título, Un dandy comunista, un título un poco chocante. El mismo librero que me la vendió mostró su extrañeza por esa rareza. Ya una vez en casa descubrí que era una parte de Locuras de carnaval, que Baroja había publicado en 1935. Una curiosidad.

Una curiosidad, una rareza que muestra que uno sigue, un tanto obsesivamente, leyendo y buscando a Baroja. Uno es barojiano de vocación tardía, pero barojiano hasta la última vuelta de mi camino de lector, como lo son, empezando por el editor, los autores de una singular colección, que, con casi veinte títulos publicados, solo podía hacerse con Baroja. Joaquín Ciáurriz es un barojiano de Pamplona, que se ha dedicado en su vida profesional a menesteres poco literarios pero que ha creado una editorial Ipso, para dar cabida a una colección verdaderamente insólita. Se llama Baroja&Yo. Consta de unos libritos de tamaño bolsillo y de unos 80 páginas, donde distintos escritores, periodistas y profesores universitarios escriben su Baroja. Pertenecen a generaciones diferentes, empezando por Soledad Puértolas, Luis Antonio de Villena, Jon Juaristi, Manuel Hidalgo, Raúl Guerra Garrido, o Eduardo Mendoza (será, creo, el primer título que salga en 2019), y acabando por autores más jóvenes, algunos muy interesantes (su mirada sobre Baroja es muy distinta): Sergio de Molino, Antonio Castellote, Eduardo Laporte, Daniel Ramírez García-Mina o el último que he leído, el de José Martínez Ferreira, El pelícano llegó al puerto. Para 2019 habrá otros títulos, el de Mendoza (el escritor catalán ya escribió hace tiempo un libro estupendo sobre don Pío), de Juan Pedro Quiñonero, de mí mismo, y de Andrés Trapiello, entre otros. El conjunto va a ser un caleidoscopio barojiano, con cristales muy coloristas y variados. Hay Baroja para rato.

FIRMAS SUMERGIDAS | JAVIER GOÑI

Javier Goñi (Zaragoza, 1952) es periodista especializado en temas culturales y crítico literario desde hace 35 años. Ha trabajado y colaborado en vario periódicos y revistas. Fue asesor del programa cultural de TVE, Tiempo de papel. Ha participado en varios libros colectivos, ha coeditado tres libros de relatos de narradores españoles contemporáneos. Es autor del libro de conversaciones Cinco horas con Miguel Delibes (1985). Entre 2009 y 2013 mantuvo el blog literario “El pizarrín”. Del casi del centenar de entradas seleccionó 35 en el libro Milhojas de sentido (La Isla de Siltolá, 2014). Miembro de numerosos jurados literarios, es Vicepresidente de la Asociación Española de Críticos Literarios. Desde 1992 ejerce de forma habitual la crítica de narrativa en español en Babelia (El País). Colabora también en Turia, Mercurio e Insula. Trabajó en el Gabinete de Prensa de la Fundación Juan March.