Por Emma Rodríguez © 2014 / Hace poco, ordenando las estanterías, me encontré un libro que en su día me pareció delicioso, “La sal de la vida”, de la antropóloga francesa Françoise Héritier, editado por Aguilar. Lo escribió con más de 80 años, después de haber vivido, experimentado mucho y llegado a la conclusión de que al final los momentos que recordamos son los momentos sencillos, esos a los que apenas se presta importancia porque forman parte del simple transcurrir de la existencia, de todo lo que consideramos dentro de los cauces de lo normal, de lo previsible. Esos momentos robados al trabajo, a las obligaciones, que no merecen siquiera un hueco, una mención, en la agenda, pero que son los que realmente contienen la chispa de la felicidad.
El libro es una larga enumeración de instantes: una conversación, un paseo, una lectura, un viaje, una carcajada, un postre favorito, un mensaje de aliento, un buen café, un paisaje, un baño en el mar, el cuidado de un jardín… No puede ser más simple, más naif la entrega, pero de verdad que logra cambiar la mirada, apreciar esos pequeños placeres cotidianos que nos ayudan a superar los embates de un presente cargado de crispaciones.
Pensaba en ese pequeño libro una mañana en la que decidí quedarme en casa mientras fuera hacía frío. Una mañana que dediqué por completo a Cortázar, a disfrutar del recorrido de la “A” a la “Z” por el maravilloso álbum biográfico que acaba de publicar Alfaguara para celebrar los 100 años de su nacimiento. Si yo me propusiera hacer una lista con las cosas en las que puedo detectar con claridad la sal de la vida de la que habla Héritier, esta escena de interior con manta y un libro por descubrir sería una de ellas.
Nadie que ame a Julio Cortázar podrá resistir la tentación de hacerse con este cofre lleno de cartas, de secretos, de imágenes insólitas, de ángulos desconocidos del autor de “Rayuela”. Se trata de un volumen original, juguetón, libre como él -excelente el diseño de Sergio Kern– que a través de momentos fijados por la cámara y de fragmentos reveladores de sus distintos libros, se convierte en una especie de viaje a sus raíces, a sus ciudades, a sus invenciones. Un viaje de la mano de Cortázar y de la mano de sus amigos, de sus seres queridos, de los autores que le influyeron también. Comienzo el recorrido en la “A” y veo a la abuela del escritor tal como la dibujó en su “Libro de Manuel”: “La abuela sacaba el mantel blanco y tendía la mesa bajo el emparrado, cerca de los jazmines, y alguien encendía la lámpara y era un rumor de cubiertos y de platos en bandejas, un charlar en la cocina (…) La abuela había regado el jardín y el huerto antes de que oscureciera y se sentía el olor de la tierra mojada, de los ligustros ávidos, de la madreselva llena de translúcidas gotas que multiplicaban la lámpara para un chico con ojos nacidos para ver esas cosas…“, escribió Cortázar, apresando uno de esos momentos inolvidables en su aparente normalidad, pero que se graban en la memoria con la fuerza que no llegan a adquirir otros instantes considerados más espectaculares o gloriosos.
Nadie que ame a Julio Cortázar podrá resistir la tentación de hacerse con este cofre lleno de cartas, de secretos, de imágenes insólitas, de ángulos desconocidos del autor de “Rayuela”. Se trata de un volumen original, juguetón, libre como él, que a través de momentos fijados por la cámara y de fragmentos reveladores de sus distintos libros, se convierte en una especie de viaje a sus raíces, a sus ciudades, a sus invenciones.
Sigo adelante y me encuentro con el adolescente Cortázar, con el joven autodidacta que a los 20 años se dejaba deslumbrar por Roberto Arlt, Dostoyevski, Thomas Mann; ése que iba, como él mismo reflejó en uno de sus textos, de Amado Nervo a Rilke, de Pierre Loti a Aldous Huxley, hasta encontrarse, de la mano de Ramón Gómez de la Serna, con Jean Cocteau, “el coagulante instantáneo” que un día logró fijar “las materias preciosas y mandar a la basura todo el resto”.
¡Cuánto le gustaba la fotografía a Cortázar! Qué gozo para sus seguidores que se dejase atrapar tantas veces por el objetivo: ensimismado expectante, serio, concentrado, divertido… Ahora es posible acceder a los espacios interiores de Cortázar y verlo en distintos momentos, en diferentes escenas, ya sea asustando a Gabriel García Márquez, Gabo para los amigos, con una careta diabólica, ambos sentados en un sofá, riendo a carcajadas; ya sea jugando con esa gata que él y Aurora Bernárdez, la compañera de su vida, artífice junto con Carles Álvarez Garriga de este libro-regalo maravilloso, se encontraron un día en las escaleras de su casa de París y terminaron convirtiendo en su mascota, una mascota a la que bautizaron con el nombre de Flanelle.
El hombre y el escritor; el personaje más íntimo y el público, conviven en estas páginas en las que, letra a letra, vamos avanzando como los niños que se adentran en una tienda llena de juguetes o como los piratas que hallan el mapa de un tesoro. Argentina, Buenos Aires, Barcelona, Cuba, Francia, Galicia, Ginebra, la India, París, Venecia … Geografías donde Cortázar dejó sus huellas. Alejandra Pizarnik, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Buñuel, personajes inspiradores que le acompañaron en el viaje. Seguimos saltando de letra en letra y nos encontramos con los cronopios y de repente nos levantamos y ponemos música de jazz, porque era la música que adoraba Cortázar, y le seguimos en sus aventuras, en sus azares.
Son muchas las impresiones que saco de este gratificante paseo, pero sobre todo, a través de lo mucho sobre sí mismo que dejó reflejado en sus escritos, a través de sus cartas y de sus gestos detenidos, me quedo con la idea de los muchos perfiles de Cortázar: ocurrente, imaginativo, sarcástico, tierno, profundo, tímido, huidizo, amante de esos momentos que de verdad importan. Y son muchos los detalles que llaman mi atención, por ejemplo que confiese que con música le era imposible leer, algo que a mí también me sucede cada vez más, en contraste con tanta otra gente que dice concentrarse mejor. “Personalmente me apenaría, me decepcionaría, enterarme de que alguien a quien estimo intelectualmente ha leído un libro de cuentos mío al mismo tiempo que estaba escuchando una fuga de Bach o una ópera de Bertolt Brecht”, declaró en una entrevista realizada por Sara Castro Klarén, a quien también le confesó, respecto a sus costumbres lectoras, que podía adentrarse en un libro mientras esperaba en un aeropuerto o a alguien en un café, “porque ésos son los vacíos, los tiempos huecos que uno no ha buscado por sí mismo…”
“Personalmente me apenaría, me decepcionaría, enterarme de que alguien a quien estimo intelectualmente ha leído un libro de cuentos mío al mismo tiempo que estaba escuchando una fuga de Bach o una ópera de Bertolt Brecht”, declaró en una entrevista realizada por Sara Castro Klarén, a quien también le confesó, respecto a sus costumbres lectoras, que podía adentrarse en un libro mientras esperaba en un aeropuerto o a alguien en un café.
Como es imposible registrar todo lo que me ha conmovido y sorprendido, me limitaré a dar cuenta aquí, en este Diario, de algunas otras opiniones del escritor que me han resultado especialmente divertidas. Por ejemplo, lo que pensaba de los españoles: “Siempre me maravillan los españoles, que se tutean a los cinco minutos y se declaran íntimos amigos al cuarto de hora… Y están convencidos, y a lo mejor es así”, le dice en una carta a un amigo. O sus quejas sobre las ruedas de prensa y las entrevistas, sobre el hecho de que siempre se le formulaban preguntas del tipo: “¿Por qué no vivís en tu patria, qué pasó que “Blow-Up era tan distinto de tu cuento, te parece que el escritor tiene que estar comprometido?” “A esta altura de las cosas ya sé que la última entrevista me la harán en las puertas del infierno y seguro que serán las mismas preguntas, y si por si acaso es “chez” San Pedro la cosa no va a cambiar, ¿a usted no le parece que allá abajo escribía demasiado hermético para el pueblo?”, saca a pasear el autor argentino su lado más humorístico.
A Cortázar le gustaban los gatos, se entendía con ellos. Un gato acompaña a don Pío Baroja en un libro-joya que también he leído estos días, “Retrato de Baroja con abrigo” (Nórdica) de Jesús Marchamalo, periodista, lector voraz, autor de sugerentes libros sobre escritores y bibliotecas y también adicto a Cortázar. El libro al que me refiero es un libro muy pequeño, pero lleno de ternura, capaz de apresar el espíritu del autor de “La lucha por la vida”, a través del texto de Marchamalo y de las ilustraciones, magníficas, de Antonio Santos.
Es una entrega amable que nos acerca al despistado y socarrón autor vasco, al transcurrir cotidiano de sus días, a su universo creativo. Marchamalo parte de datos biográficos y de su capacidad para empatizar con el personaje y consigue que lo imaginemos levantándose muy temprano, vistiéndose y canturreando “con cuidado para no despertar a nadie más”, desayunando y volviendo a la cama hasta que decidía ponerse a escribir en “un artilugio que ideó él mismo (…) y que instalaba junto al balcón: dos sillas que sujetaban sobre los respaldos un tablero de madera”. “Quedaba tan alto”, seguimos leyendo, que al sentarse, había que suplementar el asiento con libros y cojines”.
Imposible que no se instale una suave sonrisa durante todo el tiempo que tardamos en recorrer las páginas de una obra apta para adultos, pero también para animar a los pequeños lectores de la casa a adentrarse en el universo barojiano. Marchamalo retrata al escritor acompañado de gatos, el mismo que decía que aunque a los perros se les coge más cariño, “él, por lo menos, a los gatos les tenía más estimación”. Le vemos recorrer las estancias con un abrigo de cuyos bolsillos rotos se le caían todas las cosas y escribiendo “a mano, sobre cuartillas que después corregía tachando y añadiendo, a veces, pequeños papelitos que encolaba sobre el original”.
Jesús Marchamalo retrata a don Pío Baroja acompañado de esos gatos a los que tanto estimaba, recorriendo las estancias con un abrigo de cuyos bolsillos rotos se le caían todas las cosas y escribiendo “a mano, sobre cuartillas que después corregía tachando y añadiendo, a veces, pequeños papelitos que encolaba sobre el original”
Genio y figura Baroja. Grande Cortázar. Eterno Chéjov, protagonista de este número de “Lecturas Sumergidas”. En lo que respecta a Chéjov no puedo dejar de anotar en esta Ventana lo que he disfrutado descubriendo algunas de las narraciones que se incluyen en el primer tomo de sus Cuentos Completos (Páginas de Espuma). Es dificil elegir favoritos, pero lo intento: “Flores tardías”, sin duda, de cuya lectura se sale con la sensación de haber descubierto algo esencial, pero difícil de traspasar a palabras; “En el mar”, un relato en el que el joven protagonista comprueba lo fácil que es pasar de la belleza al horror, de lo inocente a lo más abyecto. Y también “La cerilla sueca”, “El espejo torcido”, “El gordo y el flaco”… En fin.
No quiero cerrar la página sin recordar que hace un año poníamos en pie esta aventura y, por casualidad, por azar, ese azar en el que tanto creía Cortázar; en el que tanto creo yo, también la imagen que acompaña a esta sección era una imagen de interior. Leyendo bajo la ventana, aprovechando la luz natural. Una imagen de calidez frente a las agresiones del exterior. Hemos llegado a los 11 números de “Lecturas Sumergidas” y simplemente quiero dar las gracias al resto del equipo L.S, Nacho y Karina, por su gran aportación; a los colaboradores que han empezado a enriquecer esta publicación con sus textos llenos de “pasión”; a “Nueva Tribuna”, espacio digital con el que me identifico, nos identificamos y nos sentimos a gusto, y a todos los que nos seguís, sobre todo a los que creéis que merece la pena intentarlo y comprendéis la importancia de los pequeños apoyos. De momento, hacer “Lecturas”, pese a las muchas horas de trabajo, pese al esfuerzo, es un placer que añade una pizca de sal a la vida.
“Cortázar de la A a la Z”, edición de Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga, con diseño de Sergio Kern, ha sido publicado por Alfaguara.
“Retrato de Baroja con abrigo”, de Jesús Marchamalo, con ilustraciones de Antonio Santos, ha sido publicado por Nórdica.
Las fotografías, sin salir de casa, fueron hechas por Nacho Goberna.