Por Florinda Salinas © 2016 / El sol centellea sobre las escamas gigantes del Guggenheim. Al borde de la ría los veraneantes cool del norte se aglomeran junto al alegre turista de chancleta, el hipster con abanico y las niponas que huyen del sol. Todos enfilan la sala umbría donde las Celdas de Louise Bourgeois ejercen su inmanentismo atroz. También yo entro en la oscura sala en busca de las Celdas, y cuando lo hago recuerdo la frase de Kafka en Carta mi padre: “Una jaula fue en busca de un pájaro”.
A simple vista, estas 28 instalaciones que parecen flotar en la noche, necesitan urgentemente unas alas que las libren de su tenaz confinamiento. Y más aún, los objetos extraños retenidos en su interior. Las Celdas siempre me han impactado, pero en el Guggenheim imagino a su autora como un pájaro kafkiano revoloteando en las orillas de la ría, bajo el sol del verano.
En la exposición del Guggenheim Bourgeois nos obliga a deambular ante emociones básicas, como el amor, la frustración, el odio y el miedo. Eso significan sus miembros cercenados, los espejos, las manos impotentes, los vestidos colgados como ánimas en pena o esas escaleras que no conducen a ningún sitio, como las de Escher.
¿Qué nos quiere decir la reina Louise? Lo que ya sabíamos, más o menos: que el miedo te ovilla en un rincón, encoge los tendones del alma y te lleva a buscar refugio en cualquier madriguera a mano. Bourgeois, que solía describir muy bien sus obras, explicó en uno de sus diarios: “La guarida es un lugar protegido en el que se puede entrar para encontrar refugio. Además, cuenta con una puerta trasera por la que uno puede escaparse. De lo contrario, no sería una guarida. Una guarida no es una trampa”. Y aunque ella huyera del encasillamiento, aquí hay un buen trozo de surrealismo y las hebras del psicoanálisis te acarician el cogote (hasta ves una guillotina entre tules e iluminación indirecta). Pero es mejor mantener tu mirada fresca. Recordar que, en la niñez, te escondías en rincones ignotos mientras todos te buscaban. Que te fascinaba el desván fantasmagórico de los abuelos. En la infancia necesitábamos acotar nuestro espacio: jugábamos a las casitas, enterrábamos diminutos tesoros. Y hasta la muy sobrada Alicia de Lewis Carroll quiso huir a través de un escondrijo de alimañas.
Bourgeois, que solía describir muy bien sus obras, explicó en uno de sus diarios: “La guarida es un lugar protegido en el que se puede entrar para encontrar refugio. Además, cuenta con una puerta trasera por la que uno puede escaparse. De lo contrario, no sería una guarida. Una guarida no es una trampa”
Confesémoslo: nos seducen los espacios abiertos, las dunas de Namibia o las laderas polvorientas de Atacama, pero soñamos con regresar a un pequeño patio con geranio y buganvillas. Como escribió Manuel Vicent en un artículo de los años 80: “Si quieres ser inmortal, siéntate bajo una parra con los pies a remojo en un lebrillo de agua perfumada y a través de los párpados recuerda las voces felices en la cala donde jugabas”. (Manuel Vicent, A favor del placer. El País Aguilar).
Las guaridas humanas pueden ser muy diferentes entre sí. Las de Bourgeois, a la vista está, no son nada mediterráneas. Una de las cosas que más me admiraba de esta mujer diminuta es su fuerza interior. Tenía más de 70 años cuando empezó a trabajar en sus Celdas. Para ella la arquitectura era creadora de espacio y escala humana. Había hecho acopio de su pasado atesorando fotografías, muebles, cartas, prendas de vestir, objetos cotidianos. Además, adoraba a los chamarileros y no podía resistirse a los contenedores de la calle, donde se aprovisionaba para sus instalaciones: viejas puertas, ventanas, escaleras, material de derribo. Encerró sus bodegones en una trama metálica e inventó un dentro/afuera, en el que acotó sus fantasmas, la simbología de la vida.
Los títulos de las Celdas lo dicen todo: Días negros, La destrucción del padre, Sin salida, Arco de histeria, Pasaje peligroso, El confesionario… No hay engaño en esta peregrinación extraña. Es como si entraras en la casa de tus bisabuelos en la que nadie hubiese tocado nada desde su muerte. ¿Qué te encuentras? Colchas con su halo de polvo, capas de barniz corroído por la humedad, ropa de los difuntos poseída por ácaros, objetos abandonados por una muerte en marcha…
Aunque me gustó la exhibición, confieso que agradecí salir de la ultratumba bourgeoisiana, atravesar su desorbitada araña de metal que nunca ha hecho daño a nadie y hasta saludar con agradecimiento al insulso Puppy de Jeff Koons.

DOMINANDO SUS FANTASMAS
Siempre me ha fascinado la figura de esta mujer que abandonó Francia para instalarse en Nueva York en 1938. No se arredró ante aquella urbe que nada tenía que ver con el París de entreguerras. A pesar de sus carencias afectivas desarrolló una carrera artística sólida y personalísima. Y trabajó toda su vida.
Si tienes una infancia complicada, con un padre que destruye tu autoestima y una madre que hace la vista gorda durante diez años a la relación de su marido con la “baby sitter” de sus hijos, algo va mal en esa niñez. Lo que le sucedió a la artista nacida en París en 1911 es que se le hundieron las referencias que deberían, precisamente, sostenerla. Su padre se transformó en la imagen amenazante y sin un ápice de paternidad, su madre se convirtió en la mujer cobarde incapaz de plantar cara a una situación desquiciante para los niños. La idea de familia se le transformó en una institución en la que se oculta la verdad y se mantienen las formas, aunque eso destroce a los más vulnerables.
Siempre me ha fascinado la figura de esta mujer que abandonó Francia para instalarse en Nueva York en 1938. No se arredró ante aquella urbe que nada tenía que ver con el París de entreguerras. A pesar de sus carencias afectivas desarrolló una carrera artística sólida y personalísima. Y trabajó toda su vida.
Louise era la tercera de cuatro hermanos. Sus padres, Louis Bourgeois y Josephine Fauriaux residían en la Rive Gauche de París, donde regentaban un taller de reparación de tapices del siglo XVIII y XIX. Todos colaboraban con el negocio familiar, incluida la pequeña Louise, muy aficionada al dibujo. Pronto quedaría prendida en aquella malla de Gobelinos, con sus figuras míticas y alegorías variadas. Llegó a dibujar los patrones que faltaban en algunas piezas, desgastadas por el uso. Su madre le animaba a hacerlo, al observar su talento.
A los 20 años se matriculó en la Sorbona para estudiar geometría y matemáticas. Pero pronto la abandonó para centrarse en Bellas Artes y acudir a las clases particulares del pintor cubista Fernand Léger. Precisamente en su estudio conocería al que sería su marido, Robert Goldwater, historiador de arte americano.
Siempre admiramos a las personas que, a pesar de sus sufrimientos, se niegan a encerrarse en sí mismas y permanecen abiertas a lo que les rodea. Louise era una chica despierta, capaz de observar el mundo y aprender a descifrarlo. El ambiente de su época estaba cruzado por movimientos culturales importantes como el psicoanálisis de Freud, el surrealismo y el movimiento feminista y no olvidemos que Einstein acababa de formular su teoría de la relatividad. Ella estaba ahí, en el cruce de todos los caminos. Se echó al hombro sus traumas y carencias, cogió las riendas de su vida y decidió crear un nuevo lenguaje artístico con el que expresarse y llegar a la gente.
Las aportaciones del psicoanálisis y del surrealismo le ayudaron a descifrar su ansiedad. La escritora brasileña Clarice Lispector, cuya obra transmite a la perfección el universo de la mujer, lo expresó muy bien al describir el mundo como “ese malestar”. Y decir que “haber nacido era algo lleno de errores que corregir” (Cuentos reunidos, Siruela). Según Louise el dolor la acompañó toda su vida y, aunque supo sublimarlo a través de su obra, en ocasiones le roía por dentro. Grandes poetas como Anna Ajmátova, Alejandra Pizarnik o Sylvia Plath, dejan traslucir en su obra esa dificultad de la propia vida y en sus voces se puede escuchar un eco de Bourgeois.
La vida de la creadora fue una historia de esfuerzo y superación. Una exposición de su obra en el Museo Picasso de Málaga en 2015 se tituló con una de sus frases: Have been to hell and back: (“Estuve en en infierno y he vuelto”). En efecto, ella había estado en el infierno, pero consiguió volver. Con su ironía habitual comentaba: “¡No se estaba tan mal allí!”.
Esta relación tan estrecha entre la vida de Bourgeois y su obra ha llevado también a considerarla como un ejemplo de artista que utiliza el arte como terapia personal. Y aunque es difícil negar la faceta curativa de la creatividad y la actividad plástica, lo cierto es que su obra tiene entidad por sí misma y va mucho allá del bien terapéutico que haya aportado a su autora. Otras artistas a las que se incluye en este grupo “terapéutico” son: Frida Kahlo, Remedios Varo, Diane Arbus, Ana Mendieta o Leonora Carrington.

LAS CENAS QUE LOUISE NO SOPORTABA
Aunque desconfiaba de la prensa, concedió importantes entrevistas. Además, escribió varios diarios donde registraba cada tarea, cada emoción, cada observación. “Necesito mis recuerdos; son mis documentos”, detalló en sus diarios.
En 1998 se publicó en inglés un libro titulado Destruction of the father / Reconstruction of the father, donde se recopilan diversos fragmentos de entrevistas concedidas por Bourgeois, así como algunos de sus escritos (Destrucción del padre/reconstrucción del padre. Escritos y entrevistas 1923–1997. Madrid: Editorial Síntesis, 2008). En él detalla aquellas cenas familiares en la que escuchaba a un padre prepotente que sólo sabía vanagloriarse mientras se servía el tradicional pot au feu en la mesa familiar tras un día de trabajo.
De ese recuerdo surgió la escultura terrible de su padre: The destruction of the father (1974). La pieza consistía en una instalación que reproducía un comedor familiar, lugar donde se habían escenificado algunos de los momentos más tensos en la intimidad de la familia. Ella misma cuenta su ira contenida al escuchar continuamente la palabrería de su padre: “Yo hacía muñecos con miga de pan y los cortaba con el cuchillo”. También confiesa que a veces soñaba con que su padre se transformaba en algo comestible y todos lo devoraban en silencio. Verdaderamente, Louise fue una niña atormentada. De su visión infantil cortando una figura de pan pudo surgir su escultura Femme Couteau (2002), como un modo de defenderse en un mundo hostil.
A su madre, con la que mantenía de pequeña una relación amor/odio, también le dedicó una serie de aguafuertes acompañados de breves historias (He disappeared into Complete Silence, 1947). Siempre le reprochó a su progenitora que permaneciese en un silencio, que ella consideraba cómplice, ante las continuas infidelidades de su marido. Por si fuera poco creó su obra She-fox (Zorra): “Corté su cabeza, rajé su garganta. Y aún así esperaba que me quisiera”, explicó. Estos temas familiares siguieron con ella durante toda su vida y se representan en su vasta obra.
Louise fue na niña atormentada. A su madre, con la que mantenía de pequeña una relación amor/odio, siempre le reprochó que permaneciese en un silencio, que ella consideraba cómplice, ante las continuas infidelidades de su marido.
Dibujó sus primeras arañas en 1940 y fue en la década de los 90 cuando realizó sus grandes esculturas de arácnidos. Aunque Bourgeois era todo lo opuesto al pop art, su araña (Maman, 1990), de casi 9 metros de altura se ha convertido en un icono popular del arte del siglo XXI. La araña tiene muchas lecturas. Los psicoanalistas alegan que es la madre que atrapa a sus hijos en sus hilos y los devora. Otros ven todo lo contrario, la madre que los aleja de los peligros. Lo cierto es que ella misma escribió en sus memorias: “Las arañas eran una oda a mi madre. Ella era tejedora, y como la araña, creaba su tela. Ella me protegió y fue mi mejor amiga.”

FEMINISMO SOLITARIO
Bourgeois conocía bien la situación de las mujeres en el siglo XX donde, a pesar de las conquistas de derechos, todavía eran ciudadanas de segunda fila. Ella misma lo sintió en sus propias carnes: “Tenía la sensación de que la escena artística pertenecía a los hombres y de que yo estaba, en cierto sentido, invadiendo sus dominios”.
En 1946 empezó a pintar sus célebres Femme-maison, una serie de mujeres desnudas con el rostro o el torso encerrados en un edificio, como si estuvieran atrapadas en ese espacio. Los movimientos feministas ahondaron en su obra y quisieron incorporar a la artista como figura emblemática. Su trabajo ha sido analizado, desde este punto de vista, por importantes feministas francesas como Luce Irigaray, Hélèn Cixous y Julia Kristeva.
Pero ella se negó a ser encasillada, a pesar de compartir muchas de sus ideas, y fue muy dura en sus interpretaciones: “Las mujeres son perdedoras. Son mendigos, a pesar de la liberación de la mujer”, manifestó en una entrevista. No creía en la existencia de un arte de mujeres. “Pero en su obra siempre hay un punto de vista femenino”, insistió el periodista: “¡Pues claro, porque soy una mujer!”, resopló la artista.
Pese a que se negó a ser encasillada como feminista, Bourgeois conocía bien la situación de las mujeres en el siglo XX donde, a pesar de las conquistas de derechos, todavía eran ciudadanas de segunda fila. Ella misma lo sintió en sus propias carnes: “Tenía la sensación de que la escena artística pertenecía a los hombres y de que yo estaba, en cierto sentido, invadiendo sus dominios”
En sus escritos afirmó: “Mi feminismo se expresa mediante un profundo interés en lo que hacen las mujeres. Pero soy una persona muy solitaria. Reunirme con otra gente no me ayuda lo más mínimo. Lo que verdaderamente me ayuda es reconocer mis propias incapacidades y exponerlas”. Desde luego, no llegó tan lejos como Kafka, que aseguró en sus Diarios: “No rehúyo a la gente porque desee vivir tranquilo, sino porque quiero sucumbir tranquilo.”
Lo que más me gusta de esta mujer es que quiso tenerlo todo: hijos y carrera. Millones de contemporáneas suyas han deseado lo mismo con todas sus fuerzas. Muchas lo han conseguido, pero cuánto desgaste en el empeño, cuántas dudas. Lo cuenta en una entrevista Jerry Gorovoy, el que fuera su mano derecha en los últimos 30 años: “Llegó a Nueva York en 1938 con su marido y en 1941, con 30 años, ya tenía tres hijos y quería ser artista. Aquello fue duro. Vivía con mucha presión y se sentía culpable de no llegar a todo”.
La artista participa en el acercamiento del feminismo a lo cultural y destaca la necesidad de crear un espacio propio en el que la mujer no se someta a los valores de la supremacía masculina. También se unió a la revolución sexual, pero no compartía con el feminismo radical la idea de que la maternidad fuera la causa de la esclavitud femenina, ni considera como motivo de opresión la “servidumbre biológica”; de la mujer. Bourgeois valora la maternidad, aunque su actitud ante el hecho de ser madre sea compleja, como se refleja en sus esculturas de mujeres embarazadas.
LA PAZ DEL CONVENTO
En realidad, conocí a Louise Bourgeois (o mejor dicho, otra faceta de ella) en un convento del XVII pegado a Bonniex, en las laderas del Louberon, en la hermosa Provenza. Después de innumerables avatares a lo largo de la historia, su último propietario decidió rehabilitarlo y para renovar la capilla, en 1998, se había puesto en contacto con una conocida suya, llamada Louise Bourgeois.
En el espacio, de luz harinosa y atmósfera recoleta, emergen como cipreses sus obras. En el ábside una gran cruz de metal con dos manos grandes, una abierta y otra cerrada, en la que muchos ven una relación con su serie Give and Take. Sobre un pilar, una Virgen con Niño, de aire medieval, envuelta en tul y metida en un fanal. Es difícil no enamorarse de la pila bautismal, en mármol de Carrara, con unos senos en su interior que nos hablan de alimento y fuerza protectora. En la pared carcomida, la araña de bronce y un poco más allá el confesionario, de celosía metálica; en el frontal se leen en inglés y francés las palabras resurrección, redención, reparación, reconciliación. En la parte del sacerdote, un cristo en tejido blanco y, sobre el asiento, una abertura azul que parece el cielo de la Provenza. En el lado del penitente, el reclinatorio y un espejo, simbolizando tal vez la introspección y el autoconocimiento, y unas manos entrelazadas.
Todo el universo de Louise Bourgeois, que no era creyente, reposa en una atmósfera simple y luminosa. Si te sientas en una de las sillas de enea, puedes imaginarla, escueta y agitada, reorganizándolo todo. Este fue uno de sus últimos trabajos. El convento d´Ô está en Bonniex, y puede visitarse (www.egliselouisebourgeois.com/).

YO SOY MI MEJOR OBRA
Andy Warhol dijo una vez de sí mismo: “Yo soy mi mejor obra”. Bourgeois, que no tenía nada que ver con el chirriante colorido pop, podría haber acuñado antes la idea. Si un artista ha sido capaz de plasmar su vida y sus visiones en su propia creación y hacerla reconocible a cualquier espectador, estamos hablando de ella, la reina Louise.
Pero Bourgeois era algo más que una artista marcada por su pasado. Poseía un gran sentido del humor, al que recurría para bandear los altibajos del alma. En sus dibujos, esculturas, instalaciones, performances y apariciones públicas se respira ironía y burla. Era hiperactiva y enérgica. La edad no fue un impedimento para seguir creando. Comenzó a trabajar su serie Celdas con más de 70 años. ¡Tenía toda la paciencia del mundo! El éxito global le llegó cuando ya había cumplido 60 años y se coronó con la retrospectiva que le dedicó el MoMA en 1982, la segunda dedicada a una mujer. La primera había sido la de Georgia O’Keeffe en 1946.
Bourgeois poseía un gran sentido del humor, al que recurría para bandear los altibajos del alma. En sus dibujos, esculturas, instalaciones, performances y apariciones públicas se respira ironía y burla.
Algunos estudiosos afirman que sus trabajos más originales los realizó en los años 90 y 2000. Por eso Bourgeois continúa ejerciendo influencia en los jóvenes artistas. Se sabe que recibía a los nuevos creadores en su residencia de Chelsea, a la hora del té, y tenían que llevar una obra para mostrarla a todos. Resulta fascinante ver con detenimiento las imágenes de esa casa donde vivió la mayor parte de su vida con su familia. La vemos un tanto caótica, un poco desordenada, llena de papeles, dibujos y recortes de revistas colgados en la gran pared del salón. Imaginamos a la artista en su interior con el pelo recogido, sus ojos inquietantes y gesticulando con sus manos, su otro yo.
Su asistente personal, Jerry Gorovoy, en una entrevista concedida tras la muerte de la artista, habla del esfuerzo de Louise para someterse a una rutina diaria de trabajo, a pesar de su edad: “Todas las mañanas a las diez la recogía para llevarla a su estudio de Brooklyn. Incluso me dedicó una serie de dibujos que tituló “10 AM is when you come to me”. Era una mujer excepcional”.

PALABRA DE LOUISE
–“Tenía la sensación de que la escena artística pertenecía a los hombres y de que yo estaba, en cierto sentido, invadiendo sus dominios”.
–“Todas las obras que he realizado en los últimos 50 años, todos mis temas se han inspirado en mi infancia. Nunca ha perdido su halo mágico, su misterio, su drama”.
–“No estoy influenciada por los surrealistas, los conocí cuando yo estudiaba en París. Ellos vivían en la Rue du Seine, tenían su galería y yo me paraba y hablaba con ellos”.
– “Mi feminismo se expresa mediante un profundo interés en lo que hacen las mujeres. Pero soy una persona muy solitaria. Reunirme con otra gente no me ayuda lo más mínimo”.
–“Tienes que contar tu historia, y tienes que olvidarla. Olvidas y perdonas. Eso te libera”.
Este texto parte de la exposición Louise Bourgeois. Estructuras de la existencia: las Celdas, que permanecerá hasta el 4 de septiembre de 2016 en el Museo Guggenheim de Bilbao.
FIRMAS SUMERGIDAS | FLORINDA SALINAS
Florinda Salinas nació en Sevilla. Licenciada en Periodismo por la Universidad de Navarra, trabajó durante dos décadas en la revista Telva, de la que fue subdirectora. Posteriormente fue redactora jefe del diario El Mundo y directiva en el grupo ¡Hola! Es autora del libro “La mujer visible” (Digital Reasons), donde analiza el paso de la mujer en la sombra a la mujer en el mundo. “Siempre me produjo desazón entrar en casa del hombre importante que iba a entrevistar y escuchar los pasos de su mujer alejándose por el pasillo hacia el invisible mundo de lo doméstico”, plantea en su introducción.