Por Emma Rodríguez © 2018 / Hay libros capaces de obrar milagros. No se me ocurre frase más idónea para empezar este recorrido por una historia apasionante, la de Nicholas Black Elk, Alce Negro, un indio sioux oglala, visionario y sanador, que con su palabra, lucidez y sabiduría es capaz de devolvernos a lo esencial, de hacernos parar, respirar hondo y reconocer la necesidad que tenemos de contemplar, de recuperar un poco de bondad, de belleza, de espiritualidad. El relato de su vida, del dramático acontecer de su pueblo, de sus reveladoras visiones, llamadas una y otra vez, generación tras generación, a despertarnos, surge de una larga conversación que, ya de anciano, en el último trecho de su vida, mantuvo con el poeta John G. Neihardt.
Leí la obra hace algunos años, por recomendación de alguien muy cercano y querido, y os aseguro que ha permanecido muy dentro de mí con su sencillez y su grandeza, con la fuerza de imágenes, de símbolos, de frases luminosas que, en determinadas ocasiones, ante acontecimientos concretos, regresan para recordarme, por ejemplo, la necedad de una vida dedicada a la producción; la estupidez de la avaricia; la desconexión de la naturaleza en la vida urbana. Suelo recordar a Alce Negro cuando me quedo atónita ante el vuelo de una mariposa después de largos meses sin ver ninguna; cuando paseo por un parque en soledad, atenta a sonidos que parecen estar naciendo; cuando acompaso los latidos de mi corazón con el vaivén de las olas del mar o reflexiono sobre el sinsentido de tantas noticias banales que llenan nuestros días sin aportar ni un ápice de conocimiento, de sentido.
De algún modo recupero al sabio indio sioux siempre que un gesto, un paisaje, un encuentro, me hacen dar las gracias. A él se las doy por la riqueza de sus pasos sobre la tierra, por el nutriente de sus enseñanzas. He vuelto a recorrer las páginas de Alce Negro Habla en la edición de 2000 de José J. Olañeta, que me la descubrió en su día. Agradezco que la obra siga circulando, gracias a renovadas publicaciones como la que acaba de poner en las librerías españolas Capitán Swing, con el ánimo de llegar a nuevos lectores. Yo repaso las observaciones y subrayados del que considero un libro de cabecera. Con el paso del tiempo me doy cuenta de que “Lecturas Sumergidas”, en cierto modo, se está convirtiendo para mí en una especie de cofre que abro con frecuencia, cada vez con menos pudor, con la intención de compartir experiencias y lecturas, de trazar caminos de complicidad. Es eso y mucho más, claro, pero, mejor no sigo divagando, y vuelvo a abrir mi libro; a reconocer sensaciones, palabra; a dejarme llevar por inesperados matices que me pasaron desapercibidos la primera vez, como suele suceder en las relecturas de obras capaces de trascender su momento. Me detengo en la introducción del historiador y nativo americano Vine Deloria, Jr. y pienso que tal vez tendría que haber empezado este texto con sus palabras, porque ellas resumen mucho de lo que quiero transmitiros, porque no hay mejor preludio para expresar hasta qué punto, en los días que vivimos, obras como la que nos ocupa se convierten en regalos, en llamadas de atención, en alentadores faros.

“El siglo veinte ha producido un mundo de visiones contrapuestas, emociones intensas y sucesos imprevisibles; y las oportunidades de captar la esencia de la vida se han ido desvaneciendo a medida que el ritmo de la actividad aumentaba” señala el prologuista. “Los medios electrónicos nos arrastran a una infinidad de experiencias que habrían desconcertado a las generaciones anteriores, y parecen producir en nosotros un extraño aislamiento de la realidad de la historia humana. Nuestros héroes pasan a ser gradualmente simples personajes, son consumidos y olvidados, y buscamos ávidamente más vías para expresar nuestra humanidad. La reflexión es la más difícil de todas nuestras actividades, porque ya no podemos establecer prioridades relativas entre la multitud de sensaciones que nos devoran. Tiempos como estos parecen iluminar las expresiones clásicas de las verdades eternas, y la gran sabiduría viene a destacarse entre los montones de máximas comunes”.
Las vivencias y enseñanzas transmitidas a la posteridad por Alce Negro, recogidas con fidelidad, sensibilidad y respeto, por G. Neihardt (para los sioux Arco Iris Llameante) siguen siendo efectivamente eso, una llama encendida en medio de las prisas, de la confusa telaraña de la actualidad. Pienso que uno de los grandes desafíos del presente es saberse mover en esa telaraña, ser capaces de darle la espalda en ocasiones y retirarse: a un recodo del camino, a una cabaña, a un libro, a una conversación, a un abrazo… Habla Vine Deloria de lo afortunado que fue Neihardt al encontrarse en los años treinta con nuestro protagonista en la reserva de Pine Ridge. Esa fortuna, añado, se extiende a todos los que nos acercamos a un testimonio que, cuando se dio a conocer, en 1932, pasada la gran Depresión y recuperada la fe en los bienes del progreso, pasó sin pena ni gloria, pero que con el tiempo ha ido creciendo y ganando adeptos, convirtiéndose en base de las creencias religiosas, espirituales, de los indios de las Praderas, “en expresión universal de las verdades más generales, más cósmicas, que el industrialismo y el progreso habían pasado por alto y ahogado”
Las vivencias y enseñanzas transmitidas a la posteridad por Alce Negro, recogidas con fidelidad, sensibilidad y respeto, por G. Neihardt, siguen siendo efectivamente eso, una llama encendida en medio de las prisas, de la confusa telaraña de la actualidad.
Obra de referencia para no pocos lectores, muy especialmente para las jóvenes generaciones de indios, deseosas de recuperar su legado, sus raíces (“acuden a él en busca de dirección espiritual, identidad sociológica, visión política y afirmación de la esencia continuadora de la vida tribal india”, leemos en la introducción), Alce Negro Habla nos cautiva con la fuerza de su historia y la belleza de su lenguaje, un lenguaje poético, el del protagonista, el del pueblo sioux de los oglala, lleno de metáforas y símbolos que manan de la tierra, que se adaptan al ciclo de las estaciones, que adquiere las tonalidades del cielo y el sonido de los pájaros y las tormentas. Poco después de mi primera lectura recuerdo que me encantaba acudir al libro, por ejemplo, para identificar las estaciones, la particular medida del tiempo de los indios: “La Luna de la Aparición de la Hierba Roja” (abril); “La Luna En Que las Jacas Mudan” (mayo); “La Luna de Engordar” (junio); “La Luna de las Cerezas Rojas” (julio); “La Luna en Que Las Cerezas Oscurecen” (agosto); “La Luna en Que los Terneros Crían Pelo” (septiembre)…

Es bella la manera de expresar las emociones de este hombre que llora por la tragedia de una nación agredida, saqueada, aniquilada, a manos de los soldados, de los dirigentes norteamericanos. De mediados a finales del siglo XIX acaece la historia del exterminio. George Washington, Thomas Jefferson, Marshall… tuvieron claro que su futuro como gran nación dependía de despojar de sus tierras a los indios, para quienes no contaban los derechos y libertades que tanto promulgaban. Alce Negro da cuenta de las batallas, de las hazañas de guerreros míticos como Caballo Loco, de las traiciones, de las huidas, del miedo, de la muerte; también de los momentos de tregua, a través de tratados que les hacían creer que la paz y la convivencia eran posibles, que podían seguir disfrutando en libertad de sus praderas, de sus bisontes, de su filosofía de vida.
Alce Negro da cuenta de las batallas, de las hazañas de guerreros míticos como Caballo Loco, de las traiciones, de las huidas, del miedo, de la muerte; también de los momentos de tregua, a través de tratados que les hacían creer que la paz y la convivencia eran posibles, que podían seguir disfrutando en libertad de sus praderas, de sus bisontes, de su filosofía de vida.
“Los wasichus [hombres blancos] se presentaban para matarnos en todos los sitios a los que íbamos, y todo aquel país era nuestro. Y era nuestro ya cuando pactaron con Nube Roja que nos pertenecería en tanto la hierba creciera y el agua corriera. Así se había convenido ocho inviernos antes, y nos acosaban entonces porque recordábamos y ellos olvidaban”, va contando. Se refiere al tratado firmado en octubre de 1876. Y pasa a relatar cómo algunos jefes indios fueron engañados posteriormente para poner sus marcas en el mismo, como reconocimiento de que vendían las Black Hills y todo el país al oeste de ellas. Tal vez lo hicieron mientras estaban locos de beber el whisky que les dieron, deduce Alce Negro, porque “solo hombres locos o muy necios venderían su Madre Tierra”.
Narra después lo que aconteció en 1878, cuando el coronel Mackenzie atacó al poblado cheyenne liderado por Cuchillo Embotado en el Willow Creek. Los guerreros que sobrevivieron acudieron al campamento de los oglala, “con lo que quedaba de su gente, hambrienta y pasmada de frío. Carecían de todo, y cierto número había muerto en el camino. Muchos niños perecieron. Los pudimos vestir, pero no alimentar como hubiéramos deseado, pues devorábamos nuestras jacas en cuanto fallecían. Al fin nos abandonaron y se dirigieron a la Ciudad de los Soldados, en el río White, para rendirse a los wasichus; y así estuvimos solos en el país que era nuestro y que nos habían robado”.
La voz de nuestro hombre se alza clara, directa, traspasa ríos de tiempo. Gracias a testimonios así, la Historia no se queda en manos de los vencedores y la derrota del pueblo indio adquiere dignidad, grandeza. Alce Negro, como os decía, va reconstruyendo los grandes acontecimientos de entonces. Narra las caídas y también el valor de los suyos, que vencieron no pocas veces, como buenos conocedores del terreno, a través de calculadas emboscadas, con la destreza de sus arcos y flechas. Aquí la obra resultará de indudable atractivo para los interesados en todo ese período, en conocer los episodios de la conquista del Oeste americano. Pero no son los acontecimientos externos los que le interesa especialmente transmitir, legar, sino “las cosas del otro mundo”.

Así lo deja claro en su primer encuentro, cuando comparte con Neihardt, su interlocutor, la Ofrenda de la Pipa, acompañados de Ben, el hijo del veterano sioux, que ejerció de intérprete, y de Enid, la hija del cronista, que actuó como taquígrafa. Ahí ya fue evidente lo que movía a Nicholas Black a narrar la historia de su vida. “No se trata del relato de un gran cazador, o de un gran guerrero, o de un gran viajero, aún cuando cobré abundancia de carne en el pasado y luché por mi pueblo en mi juventud y virilidad, y he caminado a lo lejos y visto tierras y hombres extraños. También lo hicieron otros y mejor que yo. Recordaré esas cosas de paso, y a menudo parecerán convertirse en la esencia de la narración, como en el momento en que las viví en dicha y en amargura”, puso de manifiesto entonces, consciente en la vejez de que lo verdaderamente importante en su camino pertenecía a otro tipo de experiencia. Lo esencial era la “historia de la visión poderosa” que le fue concedida; la de “un árbol sagrado que debió crecer en el corazón de un pueblo con flores y pájaros canoros, y que ahora se ha secado; y la del sueño de gentes que perecieron en nieve ensangrentada”.
Es aquí donde este libro adquiere altura y se distingue. Si bien nos estremece el relato histórico de la tragedia acontecida al pueblo indio, a los primeros habitantes de las tierras norteamericanas, es esta parte la que mejor nos acerca a su espíritu, la que atesoramos y recibimos como un aprendizaje, sintiéndonos privilegiados por ser merecedores de sus verdades. Desde muy niño, mientras cabalga por el bosque, en intensos sueños, en febriles días de enfermedad, Alce Negro escucha voces, visualiza escenas, se encuentra con el espíritu de los Antepasados, de las fuerzas que mueven el mundo. Son avisos, señales, que le ayudan a predecir, a desentrañar, el destino de los suyos. Una vivencia que en la edición que me ocupa se acompaña de bellas ilustraciones.

Sea cual sea la predisposición a acceder a esos horizontes alejados del concepto de realidad, no podemos dejar de apreciar la hermosísima manera en que lo cuenta; en que John G. Neihardt transcribe, compone y nos hace llegar sus palabras, mensajes que proceden de lo intangible, de los fondos del alma, al tiempo que pensamos en nuestras carencias (volvamos a la introducción de Vine Deloria). “Estando así vi mas de lo que puedo enumerar y entendí mas de lo que vi; pues veía de modo sagrado, con el espíritu, las formas de las cosas, y la forma de todas las formas que deben vivir juntas como un solo ser...”, va relatando nuestro protagonista, quien recuerda haber escuchado del Espíritu de la Tierra: “Muchacho, sé fuerte, porque mi poder será tuyo y lo necesitarás, puesto que tu pueblo terreno sufrirá calamidades…”, al tiempo que evoca cómo recibió “el centro del aro de la nación” y tomó en sus manos “la hierba del entendimiento”.
Esa “visión celestial, llena de esplendor y claridad”, muestra a Alce Negro que “lo real es lo distante” y que ha necesitado toda una vida para entender los significados. Es pues también este libro la historia de un crecimiento, la evolución de una vida con propósito, con el fin de cuidar y orientar a su pueblo a través de las dificultades (“Guía al pueblo para que sea como pimpollo en tu árbol santo, y haz que florezca arraigado en lo Hondo de la Madre Tierra…) Hay un momento especialmente significativo en el trayecto, el relato de la “Ceremonia Heyoka”, en el que nuestro protagonista explica, del siguiente modo, el sentido de la misma: “Habrás notado que la verdad tiene en este mundo dos caras. Una se entristece y sufre, y otra ríe, pero se trata del mismo rostro, risueño o lloroso. Cuando la gente se desespera, quizá sea mejor para ella la faz risueña; y cuando se siente bien en exceso y está muy convencida de su seguridad, quizá sea preferible que vea una faz llorosa”. Y le escuchamos decir después: “Los Seis Antepasados [Poderes del Mundo: el del Oeste; el del Norte; el Este: el Sur; el Cielo y la Tierra] pusieron muchas cosas en este mundo, y todas ellas debieran ser dichosas. Cada cosita, aún insignificante, tiene un fin y en ella ha de existir la felicidad y la facultad de hacer feliz. Así como las hierbas se enseñan mutuamente sus dulces rostros, así debiéramos ser nosotros, porque tal es la voluntad de los Antepasados del Mundo”.
La “visión celestial, llena de esplendor y claridad” que le es concedida, muestra a Alce Negro que “lo real es lo distante” y que ha necesitado toda una vida para entender los significados. Es pues también este libro la historia de un crecimiento, la evolución de una vida con propósito, con el fin de cuidar y orientar a su pueblo a través de las dificultades.
Alce Negro Habla, es, sí, una entrega sobre la fuente de la vida y el misterio de crecer, representados en otra ceremonia, la de los “Poderes del Bisonte y el Alce”. “El poder nace del Entendimiento (…) Nada vive bien si se aparta del modo como vive y obra el sagrado Poder del Mundo (…) La potencia de crecer arraiga en el misterio, como la noche, y se alza hacia lo alto como la luz”, nos dice este visionario indio con el que tantos lectores nos encontramos y hemos de seguir encontrándonos.

Como os comentaba, los acontecimientos históricos, narrados por el protagonista, que culminan con la matanza de Wounded Knee, con la rendición final de los últimos indios, transcurren en paralelo a la narración de las visiones espirituales, que van adelantando los hechos de manera simbólica. A la belleza y la armonía se opone la destrucción, la oscuridad. Al modo de vida indio, en estrecho contacto con la naturaleza, capaz de hablar de tú a tú con los elementos, se enfrenta el de los conquistadores. Cuando ya ha llegado la hora de la rendición y se encuentra en la reserva, nuestro hombre compara las costumbres de su gente con las de los colonos que han llegado con sus principios y prejuicios a habitar un nuevo mundo.
“Los wasichus nos han metido en estas cajas cuadradas (…) Es una pésima forma de vivienda, porque lo cuadrado carece de poder. El indio hace todo en círculo, y ello obedece a que el poder del mundo siempre obra en círculos, y todo tiende a la redondez”, cuenta Alce Negro echando de menos los tradicionales tipis. “En días idos, siendo gentes fuertes y dichosas, nuestro poder brotaba del aro sagrado de la nación, y mientras el aro estuvo intacto el pueblo prosperó. El árbol floreciente se hallaba en su centro, y lo nutría el círculo de las cuatro regiones. El este daba paz y luz, el sur calor, el oeste lluvia, y el norte vigor y resistencia, viento glacial y poderoso. El conocimiento de ello nos llegaba por medio de la religión del otro universo. Cuanto el Poder del mundo realiza se plasma en círculo. El firmamento es redondo y, según he oído, la tierra es redonda como una bola, y asimismo todas las estrellas. El viento gira en su gran fuerza…”, vamos leyendo.
“Los wasichus nos han metido en estas cajas cuadradas (…) Es una pésima forma de vivienda, porque lo cuadrado carece de poder. El indio hace todo en círculo, y ello obedece a que el poder del mundo siempre obra en círculos, y todo tiende a la redondez”, cuenta el anciano indio sioux al poeta John G. Neihardt.
“Los wasichus no se preocupaban unos de otros como los míos antes de que se rompiera el aro de la nación. Si podían se quitaban las cosas mutuamente, y así había algunos que tenían de todo más de lo que podían usar, mientras muchedumbres carecían de lo indispensable y quizá sufrían hambre. Habían olvidado que la tierra era su madre”, nos dice en otro momento, haciendo gala de su sentido común y capacidad de observación, pasando a rememorar la expedición-espectáculo, junto a otros de los suyos, a distintas ciudades europeas como París y Londres (donde actuaron ante la reina Victoria) para dar a conocer el folclore de su pueblo ante un público expectante. Una etapa en la que se siente invadido por una enorme nostalgia que le hace retornar a su tierra, un lugar que ya no le pertenece, porque les habían arrebatado sus paisajes; “habían matado a todos los bisontes y nos habían encerrado en jaulas”, según relata.

A Alce Negro le fue concedido un poder visionario y sanador. Durante su vida fue capaz de cuidar y curar a muchos enfermos. Pero no logró salvar a su pueblo de su destino, algo que lamenta, por lo que llora. “Si vuelvo la vista atrás en el monte de mi ancianidad, veo todavía mujeres y niños destrozados, en montones o diseminados en la extensión de la cañada retorcida, con tanta claridad como los contemplé con mis ojos juveniles. Y veo asimismo que algo más pereció en el barro ensangrentado y quedó enterrado durante la ventisca. Allí murió el sueño de un pueblo. Era un sueño bello”.
Ahora que he vuelto a abrir las páginas de este libro no he dudado en hermanarlo con otros autores muy significativos para mí, que supieron valorar la cultura india, caso de Henry David Thoreau, quien despreciaba a los que en su tiempo hablaban de civilizar al indio, cuando este, “a través de la independencia cautelosa y la discreción para la vida en los bosques, conserva su relación con sus dioses originales, y de cuando en cuando se le permite establecer una relación excepcional y peculiar con la Naturaleza”, beneficiándose, señala, “de una protección de los astros desconocida en nuestros salones”.
A su lado sitúo a Margaret Fuller, compañera de Thoreau en las filas del trascendentalismo y a quien he descubierto recientemente gracias a la publicación realizada por el sello La Línea del Horizonte de su ensayo Verano en los lagos. Dice Fuller: “Al ver las huellas de los indios, que eligen los lugares más hermosos para instalar sus viviendas, y cuyas costumbres no agreden los rasgos de la Naturaleza bajo los que han nacido, sentimos que son los amos legítimos de la belleza que se han abstenido de deformar…”
Regreso a la palabra, al lamento de Alce Negro. “He curado la enfermedad de hombres y mujeres y niños con el poder que se me otorgó; más no logré socorrer a mi nación…” Pienso que, a través de su memoria, de su testamento espiritual, este hombre ha logrado mantener vivo el legado de ese pueblo valiente y derrotado, mantener encendida la llama sagrada. Su mensaje va dirigido a los suyos y a toda la humanidad, porque es un llamamiento a preservar la sabiduría, la belleza, la bondad, la solidaridad. Ya os lo dije al principio, estamos ante una obra que nos conmueve y nos alumbra, capaz de obrar el milagro de dirigirnos hacia nuestro centro, de hacernos ver hasta qué punto nos alejamos de lo esencial.
La edición de “Alce Negro Habla” a la que me refiero en este artículo, fue publicada en 2000 por José J. Olañeta, Editor, traducida por Juan Antonio Larraya; con ilustraciones de Oso Erecto e introducción de Vine Deloria, Jr.
El sello Capitán Swing acaba de publicar una nueva entrega de la obra, “Alce Negro Habla. Historia de un sioux”.