Por Fidel Oltra © 2017 / Me perdonarán que hable de mí más de lo habitual y de lo recomendable, pero creo que la ocasión lo merece. Cuando ustedes estén leyendo esto se cumplirán, semana más, semana menos, diez años desde que falleció mi padre. Nunca tuve una estrecha relación con él: de pequeño, porque era uno de esos padres chapados a la antigua que creen que su única obligación es ser el sustento de la familia y que no deben mostrar abiertamente sus sentimientos; de adolescente, porque mis padres se separaron y él manifestó de forma explícita que, por ser yo mayor de edad, no tenía (ni quería tener) ninguna obligación con respecto a mí. Durante muchos años no nos hablamos, y solo empezamos a tener un acercamiento, que ni siquiera podríamos llamar relación, cuando nació mi hijo. Yo no estaba dispuesto a estrechar lazos con mi padre, pero tampoco quería quitarle la posibilidad de conocer a su nieto, ni a mi hijo la de conocer a su abuelo. Así, por encima, diría que como mucho hablaríamos unas cinco o seis veces en sus últimos cinco años de vida, después de estar veinte sin dirigirnos la palabra. Mi hijo y su abuelo pasaron juntos, seguramente, más tiempo del que recuerdo que me dedicara a mí.
Sin embargo, el día que mi padre falleció me sentí afligido y destrozado como jamás pensé que podría sentirme, después de haber llegado casi a odiarlo. Era algo extraño e inesperado. Una sensación de vacío totalmente absurda porque no era nueva: ese vacío había estado ahí durante más de treinta años. Eso me llevó a pensar sobre el vínculo que existía entre nosotros. ¿Existía? ¿Qué tipo de vínculo? ¿Por qué sentía que se fuera una persona que prácticamente ni siquiera recordaba que hubiera formado parte de mi vida alguna vez? ¿Es posible que exista algún tipo de conexión emocional que ni siquiera la ausencia de relaciones pueda romper? Algo debe existir. Alguna suerte de cadena formada por eslabones psicológicos, biológicos y emocionales que resisten incluso cuando, en la adolescencia, los estiramos y deformamos hasta el límite de sus posibilidades.

En la literatura es habitual el tratamiento de las difíciles relaciones entre padre e hijo, sobre todo en tiempos pasados cuando se suponía que un hijo debía seguir los pasos de su padre y plegarse a sus decisiones, siempre sabias e indiscutibles. Conocida es la carta que Franz Kafka dirigió a su padre, aunque nunca llegara a sus manos. Su conflicto era habitual en aquellos tiempos, pero curiosamente sigue vigente en nuestros días. El padre de Kafka era el típico que no solo piensa que sus hijos viven mejor que él gracias a sus esfuerzos, algo que entra dentro de lo deseable y a lo que todos los padres aspiramos, sino que además alberga un profundo resentimiento por ello. Al menos eso es lo que deducimos del texto de Kafka y de otras cartas suyas. En una de ellas escribía:
“Es desagradable escuchar a padre hablar con constantes insinuaciones sobre lo afortunada que es la gente hoy en día y los padecimientos que hubo de soportar él en su juventud… No hay forma de hacerle entender… ¿Sólo porque no he pasado por esas mismas penalidades debo estarle eternamente agradecido?”
Un conflicto eterno por el que casi todos, en general, estamos condenados a pasar dos veces: primero como hijos y después como padres. Queramos o no, de forma consciente o inconsciente, de alguna manera encontramos natural y lógica tanto la rebeldía que manifestamos cuando somos adolescentes, no queriéndonos plegar al proyecto de vida que nuestros padres pudieran tener para nosotros, como después, al ser padres, la voluntad de influir y modelar la vida de nuestros hijos. Puede que sea natural, siempre que no se lleve el tira y afloja a extremos indeseables. Por supuesto no a los que narra la leyenda de Cronos, que tras conocer que un día sería derrocado por uno de sus hijos los iba devorando según iban naciendo. Una leyenda inmortalizada en el conocido y estremecedor cuadro Saturno devorando a su hijo, de Francisco de Goya. Claro que hablamos de un mito, una alegoría de como el tiempo nos devora, nos va quitando la alegría y sustituyéndola por melancolía, devastación y temor.
A pesar de esos conflictos, de alguna forma nos vemos irremisiblemente arrastrados y atraídos hacia nuestra figura paterna. Como el Juan Preciado de Rulfo, cumpliendo a regañadientes su promesa de volver a Comala para buscar a su padre, Pedro Páramo. O como Edmund Gosse en Padre e hijo (1907), donde se mueve entre el amor y el rechazo hacia sus orígenes y el papel que su padre, puritano hasta el extremo de rechazar las teorías de Darwin y dejarle leer solo La Biblia, jugó en su formación posterior.

O como Bruce Springsteen, que muchas veces a lo largo de su carrera, bien en sus canciones, en declaraciones, o en las extensas parrafadas que solía soltar en sus conciertos hace años, no se cansaba de explicar la complicada relación que mantuvo con su padre. Una típica figura paterna, entre la hermética autoridad y la asunción de una extrema responsabilidad, con la que muchos desgraciadamente estamos familiarizados. Springsteen se fue de casa, en cuanto tuvo la oportunidad de hacerlo, en busca de un sueño que su padre rechazaba de plano. La comunicación entre ellos quedó rota durante años, y solo cuando su padre cayó enfermo, y el artista tomó conciencia de que les podía quedar poco tiempo para recuperar su relación, volvieron a entrar en contacto habitualmente. Bruce ha hablado de ello en muchas ocasiones, insistiendo en que no perdamos tiempo, que por muy autoritario o intransigente que sea nuestro padre llegará un momento en el que echaremos de menos todo el tiempo perdido, y sentiremos que nunca hemos llegado a decirnos las cosas que nos hubiera gustado decir. No solo lo cuenta en sus discursos y entrevistas, sino que también lo hace en sus canciones. La más directa, la emotiva Independence day, muestra el camino de su autor desde el enfrentamiento más visceral hasta el reconocimiento del trabajo y los méritos atesorados, aunque a su manera, por su padre.
Así que di adiós, es día de independencia
Papá, ahora sé las cosas que querías y no podías decir
Pero no me digas solo adiós, es el día de la independencia
Te juro que nunca quise llevarme esas cosas.

Más suerte tuvo Stevie Nicks, componente fundamental de Fleetwood Mac en su etapa de más éxito. Stevie nació en 1948, por lo que vivió la efervescente década los 60 en plena adolescencia. Creció rodeada de música, y antes de cumplir los cinco años hacía duetos con su abuelo, el cantante de country A.J. Nicks. A los dieciséis años le regalaron una guitarra y compuso su primera canción. Poco después Lindsey Buckhingham, a quien conocía del instituto, le propuso unirse a su grupo, que entonces se llamaba Fritz. La banda no duró mucho, pero Nicks y Buckhingham decidieron seguir como dúo. A partir de 1972 prácticamente dedicaban su vida a la música, aunque con escaso éxito. En 1973 publicaron un álbum llamado Buckingham Nicks, con muy escasa por no decir ninguna repercusión comercial. Hacia mediados de 1974, sus padres se sentaron a hablar con Stevie. Ellos siempre la habían apoyado, pero su padre pensaba que quizás debería volver a estudiar y dejar apartada su carrera musical. Al menos planteárselo. Parece ser que llegaron a cierto acuerdo por el cual, si en cinco o seis meses no conseguía progresar como artista, se plantearía retomar sus estudios. Stevie Nicks pasó un tiempo en Colorado para pensar, componer y reflexionar sobre lo que hasta entonces había sido su vida. Mirando las nevadas cumbres montañosas pensó en la posibilidad de una avalancha que la sepultara, y con ella todos sus sueños. Entonces escribió el boceto de lo que más tarde sería Landslide, una canción que todos pensamos que dedicaba a su padre, aunque a veces su autora lo haya negado, pero que, sin ninguna duda, fue inspirada por aquella conversación. Por cierto, apenas cuatro meses después, antes de que se cumpliera el plazo que habían comentado Stevie y sus padres, un tal Mick Fleetwood llamó a Lindsey Buckhingham para se uniera a su banda como reemplazo del guitarrista Bob Welch. Buckhingham aceptó con la condición de que Stevie fuera con él. Así nació la versión más comercial y exitosa de Fleetwood Mac, una banda renacida que apenas un año después publicaría un álbum homónimo en el que estaba incluida Landslide.
Bueno, he tenido miedo de cambiar
Porque he construido mi vida alrededor de ti
Pero el tiempo te hace más audaz
Los niños crecen
Y yo envejezco también
Oh, y yo envejezco también

Volviendo a la literatura, en 1862 el escritor ruso Ivan Turguénev publicó una novela llamada, precisamente, Padres e hijos. Trataba de un tema que entonces parecía muy en boga, las diferencias de ideas y convicciones entre padres e hijos. La segunda mitad del siglo XIX fue convulso para la sociedad rusa, y los conflictos entre las generaciones mayores y las más jóvenes estaban a la orden del día. Las grandes diferencias entre el estilo de vida de las clases más pudientes y las más bajas, el tratamiento de los siervos, las incipientes nuevas ideas políticas y filosóficas que empezaban a extenderse en aquellos años… Todo ello quedó plasmado, con el permiso de las autoridades que le obligaron a corregir algunas partes, en su novela. Curiosamente, intentando no desagradar a nadie, parece que acabó molestando a todos, y tanto de unas posiciones políticas como de las contrarias se criticó su novela: desde un extremo se le calificaba de nihilista o incluso revolucionario; desde el otro, se le achacaba tibieza a la hora de extender los ideales pre-revolucionarios.
No sé si Cat Stevens leyó esta novela antes de emprender su proyecto Revolussia. Cat Stevens era un cantante folk que, hacia 1968, no había conseguido todavía ningún éxito importante. Ese año se embarcó en un proyecto musical con el actor británico Nigel Hawthorne, que hasta entonces tampoco había interpretado ningún papel digno de mencionar. Juntos intentaron darle forma a una especie de musical, ambientado en la época de la Revolución Rusa, que hablaba precisamente del enfrentamiento entre un joven, partidario de la Revolución, y su conservador padre, un granjero adinerado. El proyecto Revolussia quedó truncado por la enfermedad de Cat Stevens, que contrajo tuberculosis y tuvo que pasar un tiempo en el hospital. Durante ese periodo de descanso, sin embargo, Stevens estuvo reflexionando sobre su carrera y preparando un cambio de rumbo que, a partir de 1970, le llevaría rápidamente al estrellato.

Una de las canciones que Cat Stevens tenía preparadas para Revolussia consistía en un diálogo entre el hijo y su padre, en el que ambos exponían sus razones para defender sus posturas enfrentadas. Una vez aparcada la idea del musical, Cat Stevens tuvo el buen ojo de adaptar la canción para que tratara el enfrentamiento generacional de manera más genérica, universal, acorde a los tiempos: el padre que cree conocerlo todo, que ha vivido la vida y sabe lo que más le conviene a su hijo; este, que reconoce no saber nada de la vida pero tiene un inmenso deseo de vivirla, de tomar sus propias decisiones, de intentarlo, equivocarse y volverlo a intentar. En los últimos años 60 los jóvenes estaban en esa onda, así que la canción ayudó a convertir a su autor en una especie de icono de la contracultura y a llevar al éxito su disco Tea for the tilerman, publicado en 1970.
Padre:
Yo fui como tú, y sé que no es fácil,
Con tranquilidad puedes encontrar lo que buscas.
Pero tómate tu tiempo, piensa mucho,
piensa en todo lo que tienes.
Esas cosas estarán aquí mañana para ti,
pero puede que tus sueños ya no.
Hijo:
Cómo puedo explicarle, cuando yo hago algo, él lo rechaza de nuevo.
Siempre es lo mismo, la misma vieja historia.
Desde el momento en que pude hablar se me ordenó que escuchara
Ahora es mi turno y sé que tengo que marcharme.
Sé que me tengo que ir.
Padre:
No es tiempo para hacer un cambio,
Simplemente siéntate, tómalo con calma.
Todavía eres muy joven, y eso juega en tu contra,
Hay muchas cosas que debes vivir.
Encuentra a una muchacha, establécete,
si quieres puedes casarte.
Mírame, yo soy viejo, pero estoy contento.
Hijo:
Todas las veces que lloré y guardé las cosas que llevo dentro.
Es duro, pero es más difícil ignorarlo.
Si ellos tuvieran razón, yo estaría de acuerdo,
pero es a ellos a quien conocen y no a mí.
Hay una manera ahora y sé que tengo que marcharme,
que he de irme.
Son muchísimas las personas que, incluso sin saber quien es Cat Stevens, han escuchado la canción y se sienten identificados con ella. Quizás desde la posición del hijo, o puede que desde la del padre. También es posible que, a lo largo de nuestras vidas, adoptemos ambos puntos de vista. Es complicado ser padre, pero también lo es ser hijo. Hablamos de sentimientos que muchas veces escapan a nuestro raciocinio. Emociones como las que sentí yo aquella noche de septiembre de 2007. La ventaja es que, los que hemos pasado por situaciones así, podemos aprender no solo de nuestros errores sino también de los de nuestros padres, e intentar no repetirlos.