Por Fidel Oltra © 2016 / La tentación de vivir exclusivamente para uno mismo, de dejarse arrastrar por la comodidad del egoísmo, es demasiado atrayente como para poder resistirse a ella durante toda una vida. Con el desarrollo de las civilizaciones modernas y la aparición del capitalismo hemos sido absorbidos por la idea, no por fundamentada menos perniciosa ética y moralmente, de que nuestra supervivencia depende cada vez menos de los demás y más de nosotros mismos. Esa creencia, si nos aferramos absolutamente a ella, nos lleva a cerrar los ojos ante los problemas ajenos para preocuparnos solamente de los nuestros. Los sentimientos de solidaridad y altruismo, que deberían ser consustanciales al ser humano, se convierten así en notables, casi en actos de heroísmo.
¿Qué somos, separados del resto de nuestros semejantes? No son pocas las mentes brillantes que, en algún momento de sus vidas, se han hecho esa pregunta. El poeta inglés John Donne escribió hacia 1623 su famosa composición Ningún hombre es una isla, un alegato sobre la fraternidad y dependencia entre las personas cuya frase final inspiró a Hemingway para su obra Por quién doblan las campanas. Para entonces la mujer de Donne había muerto y él había sido ordenado sacerdote, pero cuentan que en su juventud era muy dado a la diversión y al hedonismo. Parece ser que el paso del tiempo, y sufrir en carne propia las desgracias que a diario padecen otros, son el mejor remedio para abrir los ojos y enfocar nuestra mirada con una perspectiva más global.
Desgracias que también sufrió Marvin Gaye a finales de la década de los 60. Convertido en artista de éxito, en una de las más preciadas joyas de la mítica Motown, su vida de excesos ya no le llenaba. Fueron varios los hechos que contribuyeron a cambiar la perspectiva vital del cantante: su divorcio de Anna Gordy, la enfermedad incurable de su compañera artística (quizás también sentimental, aunque nunca se confirmó) Tammi Terrell y el alistamiento de su hermano para combatir en Vietnam. Todo ello le permitió ver que, parapetada hasta entonces tras su bullanguera existencia, existía una sociedad con unos problemas que ya no le podían resultar ajenos. Empezó a pensar que sus canciones deberían hablar de todo aquello que sentía, reflejar esa sensación mezcla de indignación y sorpresa, esa dificultad para entender lo que estaba pasando a su alrededor que hasta entonces, plácidamente dedicado a sí mismo, casi nunca había experimentado.
La muerte de Tammi Terrell sumió a Marvin Gaye en una profunda depresión que le llevó a cambiar de aspecto físico y sobre todo de actitud ante la vida. Su parte espiritual tomó las riendas y, aunque llegó a plantearse una carrera deportiva en el fútbol americano, se volcó más que nunca en su creatividad artística. Cuando Renaldo Benson y Al Cleveland le ofrecieron una canción que habían escrito tras presenciar una escena de brutal represión policial hacia unos manifestantes que protestaban contra la guerra de Vietnam, Marvin Gaye no tuvo ninguna duda. Aceptó la canción, la modificó con sus propias experiencias, preguntas y sentimientos, y a su alrededor construyó un álbum conceptual sobre la incapacidad de entender el mundo en el que vivía, un disco que hablaba de solidaridad, de proteger el entorno que habitamos, de cuidar a los niños, de luchar contra las injusticias, de defenderse del aislamiento inconsciente del que se vuelca demasiado en uno mismo.
La canción se llamaba What’s going on, igual que el disco. Situada al principio del mismo, prepara al oyente para involucrarse en una percepción del mundo como colectivo más que como suma de individuos: no es trivial que, a lo largo de la canción, se escuchen conversaciones sin que apenas se distingan voces particulares, y que la letra discurra sobre un fondo de jazz, de instrumentos que a veces suenan desperdigados y caóticos. Aunque pronto volvería a las canciones sobre amor, sexo y demás ocupaciones mundanas, en aquel disco, y en aquella canción en particular, Marvin Gaye dio voz a los que jamás la habían tenido. En realidad, What’s going on es la humanidad entera cantando con una sola voz, preguntándose qué está pasando con un mundo que no es como podría, como debería ser. Cuarenta años después, la canción y los sentimientos que la inspiraron siguen totalmente, y lamentablemente, vigentes.