Por Emma Rodríguez © 2016 / Los borrachos de mi vida, un libro de relatos protagonizado por adolescentes que viven conflictivas relaciones familiares, fue su estreno literario y ya demostró estar en posesión de una voz refrescante, de una manera de narrar libre de prejuicios. Ahora, siete años después, Nuria Labari (Santander, 1979) regresa a las mesas de novedades con una novela de hermoso y poético título, Cosas que brillan cuando están rotas, una entrega arriesgada y valiente por varios motivos: porque quiebra las fronteras de los géneros, haciendo convivir la crónica periodística con la ficción, lo vivido con lo imaginado, y porque se enfrenta a un acontecimiento terrible, los ataques terroristas acaecidos en Madrid el 11 de marzo de 2004, un capítulo que se ilumina al ser abordado con el foco de la ficción, un foco que, como sabe la escritora, es capaz de mostrar aquello que el reportaje no alcanza, de tocar el fondo humano de una realidad que no puede ser reducida a datos, a espectaculares titulares, a mera información sin alma.
El reflejo de esos días, de un Madrid consternado, herido, ante el estallido de las bombas y el drama de las víctimas, entra en las páginas de este libro a través de las experiencias sobre el terreno de Labari, que cubrió los hechos para el diario El Mundo, donde trabajaba entonces. Hasta aquí lo real, el relato histórico, la propia biografía. Los apuntes, las reflexiones, las entrevistas que la autora realizó entonces [incluida la que hizo a la madre de Jamal Zougam, uno de los autores materiales de los atentados] entran en la novela, pero no a la manera de una investigación, no desde la perspectiva de un análisis frío de especialista. Labari consigue impregnarlo todo con sus emociones, con sus preguntas, con sus cuestionamientos, con su querer saber, llegar al fondo.
En “Cosas que brillan cuando están rotas” Nuria Labari afronta los ataques terroristas acaecidos en Madrid el 11 de marzo de 2004, un capítulo que se ilumina al ser abordado con el foco de la ficción, un foco que, como sabe la escritora, es capaz de mostrar aquello que el reportaje no alcanza, de tocar el fondo humano de una realidad que no puede ser reducida a datos, a espectaculares titulares, a mera información sin alma.
De las vivencias y trabajos de esos días terribles, inolvidables, se nutre Eva, la protagonista de la novela. En ella deposita la autora el impacto que sufrió, el efecto transformador de lo vivido. A partir de ahí se abre la otra puerta, la de la ficción propiamente dicha, que muestra el mundo interior de una mujer que atraviesa una crisis familiar, de pareja; que, al tiempo que observa como en el exterior todo salta por los aires, asiste al derrumbamiento de su construcción vital y es consciente de los muros que ha levantado a su alrededor, de lo poco que conoce a sus seres queridos –su marido, su hija adolescente–, de las fallas de una vida acomodada, aparentemente feliz, pero falta de sentido, de autenticidad.
En la nota preliminar de la novela, publicada por Círculo de Tiza, la escritora explica que el periodismo no fue suficiente porque se quedaba en los bordes, en la superficie, incapaz de atrapar el dolor; porque ella necesitaba sumergirse en lo más hondo, comprender y, más allá de eso, reflexionar sobre los momentos de la vida en los que los pilares que nos sostienen se rompen y hay que inventar un nuevo espacio para habitar, para resistir. “Lo que la ficción aporta a la realidad es empatía, en su sentido profundo”, escribe. “Necesitaba personajes que no entendieran nada, como yo, perdidos, equivocados, atrincherados en una realidad tan sólida y carente de fisuras como puede ser el matrimonio, un puesto de trabajo o un colegio privado. Y necesitaba volver a los escenarios del 11 M de la mano de una mujer que no sólo llevara encima una rigurosa literalidad periodística sino también sus miserias y su fragilidad”.
– Ha pasado mucho tiempo, siete años, y se percibe un gran salto entre tus relatos de iniciación y esta novela. ¿Qué aprendizajes, qué búsquedas ha habido por el camino?
– Los borrachos de mi vida, como suele suceder con las obras iniciales, se alimenta del yo, de lo más cercano, y yo quería salir fuera, a lo colectivo. Quería hablar de todo lo que observo y me preocupa actualmente: del progreso, del dolor, del mal, del fracaso; de todos esos cánceres sociales para los que no estamos preparados y que consiguen quebrar nuestro sentido íntimo. Me impulsaba ver cómo podía conjugar esa especie de hilo social, invisible, con el pulso individual. Y al mismo tiempo recuperar mi memoria en torno al 11 M, indagar en cómo se manifiesta el amor en medio del horror, de las bombas, en la manera en que la soledad nos invade como individuos, pero también como comunidad. En el fondo, la novela es un juego de espejos entre lo colectivo y lo particular, entre lo que sucede en el exterior, donde nos encontramos con los otros, y lo que acaece de puertas adentro.
– Eva asiste como espectadora al drama de los otros, intenta empatizar con ellos, pero es consciente de que ni siquiera logra conocer a las personas a las que ama, con las que convive… Este es uno de los temas esenciales de Cosas que brillan cuando están rotas.
– Sí. Nos cuesta aceptar que en el mundo cabe la oscuridad, que la oscuridad existe incluso en las personas que queremos. Creamos extraños entre nosotros. No nos atrevemos a saberlo todo de quienes tenemos delante. Ese fue el germen de la historia. Hay un momento en el que el protagonista dice que lo construyó todo para la felicidad, que no dejó ni una rendija por la que pudiese entrar la tristeza. Y es precisamente ahí donde estallan todos los cristales. Necesitamos formar parte del baile del mundo, un baile donde cabe todo: los extraños, los extranjeros, los otros. No podemos encerrarnos, alejarnos de los demás, de los asuntos, de los conflictos de vivir en comunidad. Mientras escribía la novela, fuera, en la calle, iba creciendo, a consecuencia de la crisis, una mayor conciencia social, pero lo que a mí me interesaba era abordar la cuestión en momentos en los que todo va bien, no en situaciones extremas. Quería entrar en las casas de tanta gente que vive tristísima con trabajos privilegiados, con sueldos estupendos, sin necesidades materiales de ningún tipo. ¿Qué les faltaba? Poseer cosas, tener éxito profesional, no les hacía sentir satisfechos. Percibía un vacío que era como un virus que se había inyectado a la sociedad y me pareció que una novela era la mejor manera de analizarlo.
Hay un momento en el que el protagonista dice que lo construyó todo para la felicidad, que no dejó ni una rendija por la que pudiese entrar la tristeza. Y es precisamente ahí donde estallan todos los cristales. Necesitamos formar parte del baile del mundo, un baile donde cabe todo: los extraños, los extranjeros, los otros.
– ¿Por qué crees que no hay surgido más ficciones sobre el 11 M; existe en la literatura española un rechazo a abordar temas complejos, polémicos?
– Pienso que es porque todavía ha pasado muy poco tiempo, pero la verdad es que nosotros hemos conocido bastante terrorismo antes que el yihadista y tampoco hay tantas novelas sobre ETA. Puede ser, como dices, que se trate de un terreno muy pantanoso en el que hay que manejar versiones contrarias. Fui consciente de esto cuando escribía la novela, pero finalmente decidí que lo mejor era contar los acontecimientos desde la verdad de lo que yo había vivido; transmitir hasta qué punto la información periodística, inmediata, de urgencia, no era capaz de registrar todo lo que estaba sucediendo, lo que pasaba en el corazón de de las víctimas. A mí me chocaba, me dolía, el trato tan fabricado, tan reconstruido que se dio a todo, la superficialidad de los obituarios de las víctimas, la falta de poética en las narraciones. Todo eso es lo que se refleja en el libro.
– Hay en la novela una crítica sutil, un cuestionamiento de determinadas prácticas periodísticas, que coincide con un momento en el que el oficio atraviesa una grave crisis de credibilidad en nuestro país.
– Todo lo que se pone en cuestión responde a mis propias apreciaciones, a lo que te contaba antes. Ciertamente, el periodismo está en sus horas más bajas, pero también en las más altas. Yo quiero distinguir entre el periodismo, cada vez más empobrecido, que están haciendo los grandes medios, y el periodismo alternativo, que, gracias a las posibilidades de la tecnología, está cubriendo el espacio de la calidad, de la brillantez, en muchos ámbitos. Lo que está sucediendo es que los medios tradicionales no han hecho el cambio generacional y cultural que el presente reclama. Están utilizando las nuevas herramientas, pero para favorecer la banalización. Yo entiendo que existan espacios para la frivolidad, pero no se puede frivolizar todo. El afán de la modernidad, de la rapidez, ha conducido a la pérdida del rigor, del gusto por el trabajo bien hecho. Cada vez se cultiva menos la entrevista en profundidad, el reportaje. Cuesta romper el tópico, todo es predecible y aburrido y, además, la manipulación resulta salvaje; falta verdad. Esa falta de verdad fue lo que yo percibí en el tratamiento del 11 M y lo que me llevó a dejar el periódico.
– Y ya no vale con echar la culpa de todo a la crisis económica, ¿no?
– Para nada. Se tiende a hablar de la crisis como algo absolutamente negativo, pero cualquier crisis supone cambio, oportunidad. Ahora mismo toda la estructura de la información está en proceso de cambio, pero hay que encontrar los cauces para enfocar ese proceso positivamente. Hoy la palabra de autoridad ha desaparecido, no hay prescriptores de calidad y hay que reencontrar esos espacios, hay que crearlos de nuevo.
– En la nota de entrada de la novela confiesas que tenías que recurrir a la ficción para asimilar la quiebra de sentido que supuso para ti enfrentarte a una realidad tan fuerte. ¿Lo has conseguido?
– He comprendido que es la propia tristeza la que nos ayuda en situaciones así a encontrar el sentido. Hay que construir la tristeza del mismo modo que la felicidad. En la novela los personajes se acaban dando cuenta de que tienen que habitar un mundo donde quepa todo; que no les salva vivir en urbanizaciones que son como un búnker. Para vivir intensamente hay que aprender a convivir con el mal, con el dolor. No valen las murallas. El simple hecho de decir que hay cosas que no podemos entender ya es una conquista.
Lo que está sucediendo es que los medios tradicionales no han hecho el cambio generacional y cultural que el presente reclama. Están utilizando las nuevas herramientas, pero para favorecer la banalización. El afán de la modernidad, de la rapidez, ha conducido a la pérdida del rigor, del gusto por el trabajo bien hecho.
– Al principio hablábamos del salto entre la novela y el libro de relatos, pero hay un personaje que sirve de puente entre ambos, la hija adolescente. Tienes una sensibilidad especial para captar esta etapa tan fascinante de la vida. Aquí abordas el tema de la sobreprotección del adolescente, tan propio de nuestra época.
– Sí. La adolescencia es una edad que siempre me ha interesado. Es un momento en el que eres más tonto que nunca y al mismo tiempo en el que más abierto estás al conocimiento. No deja de conmoverme, pero en la novela sucede que los padres, que atraviesan la crisis de los 40, están tan confusos como la hija (risas) y más llenos de prejuicios que ella. En cuanto a la sobreprotección forma parte de las murallas a las que me refería antes, a la falta de empatía. Amurallamos a nuestros hijos en colegios privados, en urbanizaciones vigiladas, creyendo que de ese modo les libramos de las amenazas externas, pero ahí es donde se van tejiendo los extraños cotidianos. A mí eso me da mucho miedo. Todos podemos acomodarnos en esa realidad asfixiante y ahí está el peligro real.
[Nuria Labari vive en el barrio de La Latina, en Madrid; nada de urbanizaciones, ni de murallas. El día que realizamos las fotografías que ilustran esta entrevista, sus dos hijas pequeñas, fruto de su relación con el también escritor Alejandro Gándara, estaban en casa, a ratos concentradas en sus dibujos, a ratos correteando por los pasillos, por el salón. Este es el ambiente en el que la escritora lee cuando regresa de las intensas jornadas de trabajo en Megamedia, donde es directora de estrategia digital. El sofá es uno de sus rincones favoritos, pero, sobre todo, el dormitorio, el lugar al que suele escaparse, donde realmente consigue alejarse del entorno familiar, de las risas infantiles, para acceder a los territorios de la ficción que tanto placer le procuran. En los dos sitios accede a posar con el libro en el que ahora mismo está sumergida: “Manual para mujeres de la limpieza”, de Lucia Berlin (Alfaguara)]
– ¿Qué es lo que te está interesando especialmente de este libro?
– Para mí está siendo uno de los descubrimientos de este año. Me encanta que se convierta en best-seller (en España y en el mundo) una autora nacida en 1936. Eso demuestra que la vida de los libros no está escrita, que lo escrito se lee y se leerá a través del tiempo. No sabemos qué libros de los que escribimos hoy se leerán en 100 o 200 años y puede que no sean los mismos que ahora; tal vez en 2050 se redescubra a un joven talento de 1990. Eso me parece un aliento para cualquier escritor. Pero, además, se da el caso de que Berlin es buenísima. “Las señoras siempre suben la voz cuando les hablan a las mujeres de la limpieza o a los gatos“, escribe. Me encanta. Lucia Berlin podría ser mi amiga si no estuviera muerta. Quizás pueda ser mi amiga a pesar de estar muerta. Es una obra muy recomendable.
– ¿Qué leías de niña, de adolescente?
– El libro que recuerdo con más cariño de mi infancia es Jim Boton y Lucas el maquinista, de Michael Ende (un libro que he recuperado y que sigue siendo una delicia). En la adolescencia me encantaba una autora llamada María Gripe, que editaba en Alfaguara y que no tengo ni idea de si era buena, mala o regular, nunca he vuelto a ella… Pero recuerdo disfrutar muchísimo con una de sus novelas: La sombra sobre el banco de piedra. Después pasé una fase de novela romántica morbosa (y sucia). Literatura basura o algo así… En concreto me tragué toda la saga de V. C. Andrews (Flores en el ático, etcétera)… Alguna escritora de mi quinta, a la que admiro seriamente, también cayó en sus garras, por eso me atrevo a contarlo. Sé que no estoy sola en esto (risas). La saga completa serían unas 3.000 páginas aproximadamente… En resumen: leía lo que caía en mis manos…
– ¿Recuerdas la primera lectura poderosa, que, de algún modo, te marcó, modificó tu mirada?
– Con 14 años leí Rebeldes, la novela que Susan E. Hinton había escrito con 16. Allí descubrí la sensación de que los libros eran un espacio donde lo oscuro, lo prohibido y hasta lo peor de nosotros puede ser tratado con dignidad. Tanta como para que te dejen leerlo en la biblioteca y cuente para nota… A los 17 leí Cumbres borrascosas, otro punto de inflexión. Creo que algún día me tatuaré “Yo soy Heathcliff” en el brazo. Ese momento en que lo inexplicable cobra sentido con tanta naturalidad. Cuando la personalísima y contradictoria esencia de Catherine Earnshaw se convierte en un soplo de tres palabras. Ese rayo que corta el universo y que es una verdad atronadora. Ese rayo que es la literatura y que es el amor. Cuando llegué a esa frase fue uno de esos momentos…
– ¿Crees en el poder transformador de la literatura?
– Diría que sí y que no. Creo que el verdadero poder transformador lo tiene y lo debe tener la educación. No debemos buscar responsables del cambio en la tele, las redes sociales, la literatura o el arte… Creo en la educación como fuerza transformadora, como la única profundamente responsable de cualquier cambio profundo y duradero. Y creo que en este país hace tiempo que se descuida, maltrata y devalúa. Y sí, qué duda cabe, la literatura transforma el alma. Estoy convencida de que si la gente leyese más construiríamos entre todos sociedades más ricas emocionalmente, con más solidez humana. Muchas de las respuestas que buscamos están en la literatura, en la poesía, en las Humanidades. En todo eso que se tiende a considerar inútil y cuya carencia conduce a comunidades fracasadas vitalmente.
Creo en la educación como fuerza transformadora, como la única profundamente responsable de cualquier cambio profundo y duradero. Y creo que en este país hace tiempo que se descuida, maltrata y devalúa. Y también estoy convencida de que si la gente leyese más construiríamos sociedades más ricas emocionalmente.
– ¿Algún autor o libro de cabecera, al que siempre vuelves?
– Lorrie Moore es una debilidad, por decirlo de algún modo. Leí Autoayuda con 24 (ella lo había escrito con 23) y sigo tan admirada como la primera vez. Es un libro al que vuelvo sólo por placer de vez en cuando. El arranque del relato Cómo ser la otra mujer es como una de esas canciones que a veces tienes la necesidad de escuchar. Esas gabardinas, ese escaparate… Además, estoy segura de que Lorrie y yo podríamos ser amigas. La sigo también por ver si está bien… Es una autora a la que no puedo evitar querer.
– ¿Qué tipo de lectora eres? ¿Sigues algún ritual? ¿Tienes rincones favoritos de lectura?
– Con dos hijas pequeñas (3 y 6)… la lectura, igual que la escritura, se ha convertido en una hazaña… Los niños detestan perder tu atención por completo. Admiten que desarrolles algún otro trabajo o función, siempre que mantengas una atención flotante sobre ellos. Puedes cocinar, ver la tele “a medias”, planchar o navegar por Internet. Pero la lectura requiere atención plena y apasionada y esto entra en competencia directa con la maternidad. ¿Resultado? Leo por la noche… Cuando duermen. Además del dormitorio, poco a poco voy conquistando nuevos espacios, como la biblioteca infantil (donde las tres podemos leer un libro) o el salón de mi casa mientras ellas dibujan (ahora que van siendo más independientes).
– ¿Estás al tanto de las novedades, te sientes generacionalmente cerca de otros autores?
– Sí. Estoy al tanto de las novedades, me gustan, me despiertan la curiosidad y muchas me resultan interesantes. Hay mucho talento suelto y me gusta leer a los vivos (aunque con los muertos uno puede ir “a tiro hecho”, pero creo que los clásicos no son suficiente…) Y sí, me siento cerca de mi generación. Bueno, no es que me sienta, es que lo estoy. Durante unos años estuve más próxima a autores de otras generaciones pero, de pronto, te encuentras con alguien de tu quinta que, más allá de la escritura, resulta que ha visto Verano Azul, Candy Candy, Los Fruitis; que ha estudiado EGB y COU y sabe por qué utilizas, en un momento dado, determinadas palabras y expresiones. Las generaciones existen y algunas preocupaciones son comunes. Es, no sé, como cuando los tíos de antes se ponen a hablar juntos de la mili: no es que tenga especial importancia en sus biografías, pero se divierten mucho comentando la jugada y se sienten cómplices casi automáticamente.
– ¿Una asignatura pendiente?
– La poesía. Se están haciendo cosas interesantísimas en ese género ahora mismo. Y confieso que me faltan lecturas esenciales, pero cuanto más leo más me gusta. Voy de Rilke a Manuel Vilas, pasando por Märtha Tikkanen, Miriam Reyes, Luna Miguel o Lara Moreno. Me dan mucha envidia los poetas.
– ¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?
Esta pregunta es absolutamente imposible. Y lo sabes. ¿Una antología de la mejor poesía de todos los tiempos de un millón de páginas?
- Cosas que brillan cuando están rotas, de Nuria Labari, ha sido publicado por la editorial Círculo de Tiza.
- Las fotografías han sido realizadas por Karina Beltrán © 2016