Por Emma Rodríguez © 2016 / Un amigo me habló de El oro blanco (Historia de una obsesión), de Edmund de Waal, y pronto, por curiosidad, me encontré sumergida en las páginas de esta obra tan especial que se articula como un camino, como un viaje lleno de descubrimientos, como un juego. No hace falta que seamos coleccionistas de porcelana, no hace falta que nos interese especialmente, para apreciar la aventura que propone su autor, quien ya había sorprendido con una entrega anterior, La liebre con ojos de ámbar, donde recorre la historia europea de los siglos XIX y XX siguiendo el rastro a sus antepasados, a través de un conjunto de “netsukes”, esculturas en miniatura propias de Japón, figuritas mínimas de madera y marfil, que fueron pasando de generación a generación.
Aunque no he leído este otro libro, me consta que tiene mucho que ver con el que ahora ha llegado a mis manos casi por azar. En ambos casos De Waal (Nottingham, 1964), que, además de autor de ensayos, tiene a sus espaldas una trayectoria como reconocido ceramista, parte de su amor por los objetos, por el trabajo artesano, lo cual unido a su pasión por los viajes, por la Historia, y al aliento poético de su prosa, da como resultado evocadores itinerarios, atravesados de filosofía, de conocimiento, de pasajes novelescos, de revelaciones. Al hilo de sus propias experiencias, de su biografía, este hombre entusiasta y reflexivo, va tejiendo una trama cautivadora en la que unos paisajes invitan a explorar nuevas rutas; en la que determinados personajes dialogan con otros a través del ancho, caudaloso, río del tiempo.
Edmund de Waal que, además de autor de ensayos, tiene a sus espaldas una trayectoria como reconocido ceramista, parte de su amor por los objetos, por el trabajo artesano, lo cual unido a su pasión por los viajes, por la Historia, y al aliento poético de su prosa, da como resultado evocadores itinerarios, atravesados de filosofía, de conocimiento, de pasajes novelescos, de revelaciones.
Mapas geográficos, históricos, literarios, artísticos, confluyen en este volumen que me atrevo a calificar como deslumbrante, en esta auténtica peregrinación que comienza en China, concretamente en Jingdezhen, la localidad donde empezó todo, y prosigue en Alemania e Inglaterra. No puede faltar ningún escenario esencial, ninguna de las tres colinas blancas donde el arte cerámico se inventó, o mejor dicho, se fue reinventando. La lectura de El oro blanco, publicado por Seix Barral, ha estimulado mi apetito por las obras de diseño, de arte. Cerca de casa, en la calle madrileña de Hernán Cortés, está la librería Panta Rhei, especializada en estas materias. Si no la conocéis, os la recomiendo, porque es una auténtica gozada. Entré en su espacio mágico con el libro de Edmund De Waal en el bolso, hicimos las fotografías que ilustran esta entrada cuando estaba en su tramo final, y no pude resistir la tentación de hacerme con un tomo de los Escritos sobre arte, de Mark Rothko, uno de mis pintores favoritos, del que prometo hablaros pronto. Es lo que tienen las buenas librerías, que nos acaban seduciendo con sus cuidadas selecciones, que siempre ponen al alcance de nuestras manos obras que reclaman nuestra atención, que despiertan de repente en nosotros el deseo de abrir sus puertas.
Pero retomemos el hilo del relato, de la lectura. Necesitaba saber nuestro autor “qué aspecto tiene la porcelana bajo distintos cielos, cómo cambia con el clima”. Necesitaba pisar sobre el terreno las tierras, contemplar los paisajes, hablar con los descendientes de los artesanos, repasar archivos y remover historias. Necesitaba, en definitiva, tirar del hilo de la Historia hasta llegar al presente. ¿Quién podría no obsesionarse con la porcelana?, se pregunta De Waal, y conecta con la sorpresa que debió sentir Marco Polo, en sus rutas de descubrimiento, al tropezar con ese arte misterioso, milenario, originario de Oriente. Con un frasquito verdinegro, “hecho con una arcilla dura, clara, blanca, sin parecido con nada que él hubiese visto antes”, regresó el mítico explorador y difundió la buena nueva por Venecia, donde, por primera vez, se empezó a hablar del “mal” que provocaba ese oro blanco que dejó en la ruina a más de un príncipe.
Necesitaba saber nuestro autor “qué aspecto tiene la porcelana bajo distintos cielos, cómo cambia con el clima”. Necesitaba pisar sobre el terreno las tierras, contemplar los paisajes, hablar con los descendientes de los artesanos, repasar archivos y remover historias. Necesitaba, en definitiva, tirar del hilo de la Historia hasta llegar al presente.
Estamos en una narración, como os decía antes, altamente contemplativa, evocadora, cargada de sugerencias. Mientras avanzamos, nos parece estar tocando el corazón de las cosas, porque los objetos nos hablan, nos acercan a los relatos contenidos en sus formas, en sus edades. “Oigo objetos. Con los objetos no solo es posible hacerlos sonar, ponerles nombre y conferirles sentido por mediación del lenguaje; también se puede oír su parentesco con las propias palabras”, escribe De Waal, quien explica que hay cosas que le parecen sustantivos y otras que fluyen como verbos; que una pila de cuencos es para él como un coro y que a veces escuchar a tantos objetos le resulta turbador, “como las “Hojas de hierba” de Walt Whitman, con montones de ruido emocional”, pero que en otras ocasiones, “sienta muy bien, como un poquito de música de Steve Reich, con pulsaciones de sonido y con pautas que aparecen y desaparecen”.
“Hago este recorrido por Jingdezhen y hay tanta porcelana, tanto lenguaje, tanta habla, que me pierdo y es como una torrentera de palabras cayendo en cascada desde lo alto de la página interminablemente”, prosigue el autor. Es uno de sus tonos, el más poético, el que despliega las alas de la emoción, pero hay muchos otros. Como decía antes, es la combinación de registros, de géneros, de argumentos, lo que resulta fascinante en esta entrega.
Muy pronto, conocemos la jarra de Gaignières-Fonthill, una pieza del siglo XIV que fue de las primeras en llegar a Europa desde China. A través de ella nos acercamos a la figura de Luis el Grande de Hungría, del rey de Nápoles, del duque de Berry, y entramos en los lujosos aposentos del palacio de Versalles. El valioso objeto nos conduce a la Revolución francesa, cuando pasó a manos del autor y coleccionista inglés William Beckford, que la conservó en “los extraños gabinetes de curiosidades de un palacio gótico de imitación que poseía en Fonthill”, hasta que se arruinó y “tuvo que venderla a alguien que la vendió de nuevo hasta que desapareció de la vista”.
Actualmente la jarra se encuentra en la sección de Artes Decorativas e Historia del Museo Nacional de Irlanda, lugar que visita De Waal, como preludio antes de emprender el viaje hacia Jingdezhen, la ciudad “donde se hacen los objetos más puros del mundo”, el lugar, sagrado para los especialistas, donde se descubrió el resultado de la mágica fusión entre dos materiales distintos, el petunse y el caolín. El autor recorre sus calles, se va haciendo con sus atmósferas, localizando las fábricas y a los sabios artesanos con los que le interesa hablar. Sus pasos siguen las huellas, los testimonios del padre D´Entrecolles, un jesuita que dejó constancia de todo lo que aconteció allí a principios del siglo XVIII, cuando una población de 18.000 familias, quizá 100.000 personas, según sus cálculos, podían ganarse la vida con la porcelana.
En la ciudad china de Jingdezhen, donde se descubrió el resultado de la mágica fusión entre dos materiales distintos, el petunse y el caolín, el autor sigue los pasos, los testimonios del padre D´Entrecolles, un jesuita que dejó constancia de todo lo que aconteció allí a principios del siglo XVIII.
Son interesantes las anotaciones, las cartas enviadas por este hombre dando cuenta de sus descubrimientos, de sus apreciaciones y contactos. “El padre D’Entrecolles hizo amigos. Logró conversiones entre los alfareros de Jingdezhen. Fundó una escuela “con pequeñas aulas para la educación de los niños”, y escribió a París explicando cuánto echaba de menos la existencia de más fondos para crear otras escuelas (…) Hablaba bien el chino. Escribió que había repasado libros antiguos de la región en que se hallaba afincado (…) Era muy concienzudo y gozaba de tan buena consideración que el 20 de marzo de 1707, a pesar de hallarse tan lejos de la capital, lo nombraron superior general de la misión jesuita en China...”, cuenta el autor.
Estamos ante una figura poderosa dentro de una narración que resulta muy novelesca, porque se cuentan situaciones y se presentan personajes que podrían ser protagonistas de apasionantes ficciones, así Zhu De, el emperador de Yongle, cruel mandatario enamorado del blanco; el filósofo y matemático Walter von Tschirnhaus que, junto al joven Bötger, símbolo de los míticos alquimistas, acaba descifrando, el glorioso secreto de cómo hacer la porcelana, ya en Dresde, en los dominios del monarca Augusto de Sajonia, que en el momento de su muerte había acumulado 35.798 piezas de este material cerámico tan enloquecedor, que todos sus vasallos quisieron coleccionar siguiendo su ejemplo.
Conocemos también, en la tercera parada obligatoria del recorrido, en la localidad inglesa de Plymouth, a William Cookworthy, un farmacéutico aventurero que también accede a la fórmula maravillosa. Pero no acaba ahí la aventura, porque el autor de El oro blanco emprende después viaje al sur de Estados Unidos, para indagar en la historia de la arcilla cheroqui, que a tantos exploradores atrajo; para saber más de la habilidad con la alfarería de este pueblo indio.
En el momento de su muerte el monarca Augusto de Sajonia había acumulado 35.798 piezas de este material cerámico tan enloquecedor, que todos sus vasallos quisieron coleccionar siguiendo su ejemplo.
Es, pues, este despliegue de historias, de búsquedas, de biografías, de empeños y voluntades, otro de los atractivos de un recorrido abierto que nos muestra la parte fastuosa, brillante, en torno a la porcelana, pero también la miseria de quienes la trabajan, las condiciones de esclavitud, los bajos salarios, el esfuerzo y la dedicación de un oficio que pasa de padres a hijos, que cuenta con familias enteras especializadas en técnicas específicas. El devenir de la Historia, con sus momentos de transición, con sus revueltas, entra en las páginas de este libro. La cerámica revolucionaria emergió en Jingdezhen en tiempos de Mao, cuando el Ejército Rojo ocupó la ciudad, con todo lo que ello supuso.
Y la porcelana es protagonista también en la Alemania de Hitler, que ocupa uno de los capítulos finales del ensayo, después de la parte, interesantísima, dedicada a las innovaciones que introdujo el movimiento de La Bauhaus, “una revolución en sí misma”, que se propuso derribar el arrogante muro que separa al artista del artesano. Hay fotografías del líder nazi que lo muestran contemplando los refinados soldados de porcelana de Allach que le regaló Himmler, comandante en jefe de las SS. Como explica Edmund de Waal, en la fábrica de Allach se hacía porcelana digna del partido [“la porcelana blanca encarna el alma alemana”, era el lema publicitario] y, en un momento dado, pasó a elaborarse en el campo de concentración de Dachau, utilizando para ello a los prisioneros.
Hay fotografías de Hitler que lo muestran contemplando los refinados soldados de porcelana de Allach que le regaló Himmler, comandante en jefe de las SS. Como explica Edmund de Waal, en la fábrica de Allach se hacía porcelana digna del partido. “La porcelana blanca encarna el alma alemana”, era el lema publicitario, y, en un momento dado, pasó a elaborarse en el campo de concentración de Dachau, utilizando para ello a los prisioneros.
A Dachau se traslada el autor en busca de información, de testimonios. Le recibe el archivero, que conoce bien el modo en que “los prisioneros eran adscritos como mano de obra a determinadas fábricas, las terribles realidades de las canteras de granito, las listas de embarque, los trenes, las marchas de la muerte”. Es él quien le habla de otro de los protagonistas del libro, Hans Landauer, que trabajó en la fábrica y dejó por escrito su experiencia. Landauer era un socialista austriaco que se enroló en las Brigadas Internacionales a los dieciséis años y que cayó prisionero luchando contra Franco durante la Guerra Civil. Lo deportaron a un campo francés y llegó a Dachau en 1941. Resulta estremecedor el relato de este hombre que sobrevivió por saber dibujar, que empezó trabajando en “las palmatorias y luego en las figuritas y luego se hace insustituible, cuando trabaja en los jinetes que tanto aprecian Hitler y Himmler”.
Esta es otra de las grandes historias de una entrega que culmina con la experiencia personal del autor, al que alguien pregunta, cuando realiza una exposición propia con sus cerámicas, cómo es posible hacer cosas blancas. Edmund de Waal contesta que “hacer porcelana es una forma de volver a empezar, de encontrar tu camino, ruta y rodeo hacia ti mismo”. En realidad esta obra es eso: un camino de aprendizaje, de crecimiento; un intenso rodeo en busca de la verdad transmitida a través del legado de los objetos y de sus hacedores. Una verdad que despierta, nos despierta, como sucede con todos los grandes libros de viajes, con todos los grandes libros que parten de una fascinación, el corazón, las emociones.
El oro blanco (Historia de una fascinación), de Edmund de Waal, está publicado por Seix Barral. La traducción al castellano la ha realizado el escritor Ramón Buenaventura.
Todas las fotografías a Emma Rodríguez fueron tomadas por Nacho Goberna © 2016