Por Emma Rodríguez © 2016 / Asegura la autora colombiana Laura Restrepo (Bogotá, 1950) que en el presente se dedica a escribir lo que vivió en el pasado. Entusiasta, decidida, vehemente, esta mujer acostumbrada a bregar en mil batallas, que en la década de los 80 participó activamente en las negociaciones con la guerrilla para alcanzar la paz en su país, llegó a la literatura porque el periodismo se le quedó corto para contar lo que quería contar, para explorar más hondamente los aconteceres, los conflictos, las pasiones y contradicciones del ser humano.
Es la suya una mirada inquieta, la mirada de quien no deja de formularse preguntas acerca de la sinrazón que sigue moviendo el mundo. Restrepo rompe el esquema de las personas de letras, la idea de que quienes se dedican a la literatura forman parte de la esfera de la contemplación, no de la acción. Hay casos en los que esa premisa no se cumple y el suyo es uno de esos casos. “Milité en muchas cosas y eso requiere una cantidad de energía brutal que de repente ya no tengo. Ahora, la literatura me permite mantener la relación con lo que pasa sin andar en esos brincos en los que anduve hasta pasados los 50; porque lo mío, más que acción, ha sido hiperacción, tanto que mi hijo dice que tuvo madre adolescente hasta pasados los 55 años”, señala riendo.
Toda su obra mira a los débiles, a los desprotegidos, a los marginales. “No puede ser de otro modo si has nacido en Colombia”, declara, y lo explica más adelante, en esta conversación en la que hablamos de Pecado, su último libro, un compendio de relatos que funcionan como una novela, unidos por la visión de El jardín de las delicias, el célebre cuadro de El Bosco. No hay obra más idónea que ésta, cargada de símbolos, de sugerencias, de ambigüedades, para descender hasta los pozos del mal, esos pozos a los que ella se ha enfrentado con el mismo valor que la ha animado siempre, haciendo uso de las potentes armas de la ficción.
La autora de Delirio, entrega con la que obtuvo el Premio Alfaguara en 2004, nos cuenta en esta ocasión historias, fuertes, extremas, reveladoras, que presentan a personajes abocados a la violencia y que muestran la frágil línea que puede llegar a separar el bien del mal; la naturaleza de los pecados que se mantienen inalterables a través del tiempo, aunque ya no tengamos palabras para nombrarlos. Con crudeza, con sentido del humor, con sensibilidad, Restrepo nos va acercando a retazos de vidas poco afortunadas, a realidades, no tan lejanas como nos gustaría creer, que golpean en nuestras puertas de lectores y nos quitan el sueño, o, mejor dicho, nos mantienen despiertos.
La autora de Delirio, entrega con la que obtuvo el Premio Alfaguara en 2004, nos cuenta en esta ocasión historias, fuertes, extremas, reveladoras, que presentan a personajes abocados a la violencia y que muestran la frágil línea que puede llegar a separar el bien del mal; la naturaleza de los pecados que se mantienen inalterables a través del tiempo, aunque ya no tengamos palabras para nombrarlos.
– El jardín de las delicias es el punto de partida y el hilo conductor que une las distintas piezas de Pecado. ¿Qué significado tiene el cuadro para ti? ¿Fue El Bosco el que te inspiró los relatos?
– Bueno, el cuadro es el que me ha permitido cohesionar los distintos relatos, porque los personajes ya los venía trabajando desde hacía mucho tiempo; bien porque me había cruzado con ellos en determinados momentos de la vida; bien porque la relación del ser humano con el mal es un tema que siempre me ha atraído. Pero necesitaba algo que los conectara. Me interesaba hacer una novela de estructura móvil, pero con elementos recurrentes muy fuertes, montar una especie de escenario sobre el cual poder desplegar las historias de los distintos personajes. Y el cuadro de El Bosco era perfecto. En ese inmenso panel casi está la épica del bien y del mal; está la pérdida del paraíso y parece resonar la voz de Dios diciendo esa palabra tan extraña, tan ambigua, que es la palabra pecado. Cuando observamos la obra vemos a todos esos seres humanos aparentemente pecando y no podemos dejar de asistir al espectáculo con perplejidad porque no llegamos a entender bien qué es lo que están haciendo mal: si están comiendo una fruta no sabemos por qué está mal esa fruta y si juegan, si se aproximan entre ellos, percibimos que lo hacen de una manera evidentemente prohibida, a juzgar por el castigo que viene después. En El jardín de las delicias está el melodrama del pecado original, que ya empieza a perfilarse como tragedia, y que termina en la destrucción, ese lugar incendiado, negro, calcinado, que es el infierno, representado como una cámara de tortura. El Bosco abre ante nosotros el escenario cósmico y en ese escenario un libro sobre el mal puede caber como una más de esas figuritas extrañas que maneja el pintor.
– Hay tantas sugerencias y elementos subterráneos en el cuadro que nunca acabamos de interpretarlo del todo; nunca nos cansamos de observarlo, de interpretarlo.
– Sí. Es genial, porque aparentemente se trata de un cuadro sobre una especie de dogma, sobre una verdad dogmática: el hombre peca, desobedece, pierde la inocencia, pierde el paraíso y entonces es castigado. Pero, sin embargo, lo que la obra suscita es una perplejidad enorme, porque, efectivamente, está llena de enigmas, de misterios y de interrogantes. De ahí la fascinación que suscita. Nos deja muchas más dudas que respuestas.
– Felipe II, el poseedor de la obra, su primer dueño, es un figura que aparece en el libro. Representa el poder y nos conduce a una época muy oscura de condenas, de hogueras, de terror inquisitorial. Una época en la que la palabra pecado tenía un sentido que ha perdido en la actualidad.
– Así es. Felipe II vivió en una época en la que todavía la palabra pecado era una palabra llena de resonancias, con unas implicaciones tremendas. En el libro yo me imagino al rey obsesionado con este cuadro que adquirió y colgó en sus aposentos, y a través de él apunto hacia una de las muchas caras de la palabra pecado, que es su utilización por parte del poder. Creo que precisamente una de las razones por las cuales la palabra ha perdido sentido es que la humanidad está hasta el gorro de que la azoten con el pecado para llevarla por el caminito que la quieren llevar. Felipe de eso sabía mucho. Casi, casi, como el Dios de El Bosco, agarra su orden cósmico y cuando las criaturas se le empiezan a revelar, a desordenar, las mete en cintura, las castiga y las lleva al infierno. Su aparato inquisitorial, de alguna manera, estaba concebido en términos similares a como está concebido ese infierno de El Bosco, o sea, a la manera como Dios trazó su orden cósmico. El Rey, que era un hombre completamente obsesionado con su poder divino, con su corona y su trono, también utiliza el mal y la noción del pecado para hacer de su sacro imperio católico una cosa controlable, bajo su puño. Y frente a ese perfil, nos encontramos con su imagen de enfermo. A ese monarca, que había llevado a tanta gente a la hoguera, se lo imagina uno temeroso, preguntándose ante el cuadro de El Bosco si él no sería también uno de esos pecadores que acabarían en tan tenebrosas mazmorras. Felipe II es un personaje muy evocador, idóneo para plantearse todas esas dudas: la dualidad del pecado, la ambigüedad de la palabra…
– ¿Qué es el pecado hoy?
– Hoy en día la palabra pecado, más que cualquier otra cosa, es casi un nombre de bolero. Se ha convertido en una palabra casi folklórica, que no quiere decir mucho. Desde esta perspectiva nuestra es difícil mirar qué fue lo que hicimos mal, por qué nos castigaron. De alguna manera se imagina uno al ser humano como al niño al que han puesto en el rincón y que no acaba de entender cuál fue la falta, por qué el castigo tan severo… En ese contexto el pecado se ha convertido en una frivolidad más; el mal es una abstracción cualquiera y, sin embargo, yo pienso que ésta es una época donde la acechanza del mal se siente muy fuerte.
– Ya… Pero, sin embargo, hoy parece que aceptamos el mal, lo asumimos, nos resignamos a él. Hemos llegado a resignarnos por ejemplo, a que la política sea, por encima de todo, juego sucio; a que los que ejercen el poder no piensen en el bien de la mayoría, sino en sus propios intereses…
– Sí. Todo eso era lo que yo me planteaba a la hora de escribir. Por eso tenía que hacer un libro abierto, un libro que fuera una especie de compendio de dudas y de perplejidades. Uno de los personajes, Arcángel, el muchacho asesino, de alguna manera se plantea lo que comentas. Para él los caminos del bien son inconducentes, no llevan a nada. Por eso se dice: “Intentemos los caminos del mal, recorramos esto otro, que algo nos va a dejar, por lo menos una nevera para la mamá”. Quizás esto sea un poco metafórico y llegue a expresar lo que podemos llegar a sentir en estos momentos: “Esto ya se jodió; se jodió la relación con los seres humanos; no somos gente compasiva; nuestra capacidad de inmutarnos ante el sufrimiento humano es microscópica; no sabemos cómo relacionarnos con el prójimo; no sabemos quién es el prójimo; mientras nos lo tengan lejitos estamos más o menos tranquilos; a los animales ya los jorobamos a todos y no digamos a la naturaleza, puede que el daño ya sea irreversible…” Lo que está claro es que el mal gravita sobre nosotros, gravita como conciencia del final.
– El mal siempre ha existido, pero lo que ha cambiado es la relación que entablamos con él y esa conciencia de acabamiento de la que hablas.
– Bueno, ha habido otros momentos milenaristas donde también el ser humano ha creído que todo estaba a punto de terminar. Creo que más que esto, lo que marca esta época es esa cierta resignación que apuntabas antes y que resulta tan extraña. ¿Por qué aceptamos el mal como si no hubiera vuelta atrás? Es como si pensáramos lo mismo que Arcángel: “bueno, el bien no dio más, entonces vayamos por este lado torcidito…” ¿Cómo explicar ese hedonismo en el que estamos montados? El otro día, mientras esperaba en el hall de un hotel, me puse a mirar las revistas satinadas que había allí y empecé a decirme a mí misma que eso no podía ser, que tenía que haber como una sombra de mal en esta especie de paraíso del hedonismo, en sus mensajes: “comamos bien, durmamos bien, viajemos, cuidémonos, mantengámonos jóvenes, delgados…” ¡Pero bueno!, ¿a qué hora el cielo resultó tener un techo tan bajito! ¿Qué pasó con esa visión más amplia, más trascendente, más poética? ¿Para dónde se fue? ¿Por qué esto quedó reducido a su mínima expresión? No puedo dejar de tener la sensación de que hay algo perverso ahí.
– Sin embargo, en la pieza protagonizada por Arcángel (Lindo y malo, ese muñeco) hay una ventana por la que se filtra una luz muy potente. Esa ventana es una simple palabra, “Biblioteca”. ¿Crees que aún queda la salida de los libros, de la cultura, de la civilización?
– Por supuesto. Eso está ahí como una especie de aleteo, de luz. Fíjate que, como muchas otras cosas en el libro, ese episodio tiene que ver con una anécdota de la vida real, con algo que me sucedió. Hace poco estuve en un festival literario muy bonito que se hace en Medellín y, como parte de las actividades programadas, me llevaron a hablar con los niños de una escuela ubicada en una de las barriadas donde la violencia fue más tremenda en la época de Pablo Escobar. Por razones obvias, esos muchachos y muchachas que han vivido esas experiencias tan intensas, que han sentido la muerte presente a todas horas, desarrollan una inteligencia que, de verdad, te deja pasmada. Les gusta leer, participan en representaciones teatrales… En el transcurso de una fiesta que me hicieron me mostraron las carátulas que habían diseñado de mis libros y nos pusimos a hablar de uno de ellos, Delirio, que todos habían leído. A unos les gustaba más, a otros menos, y, en general, las mayores críticas tenían que ver con el final de la historia. El final no les convencía mucho y entonces una de las chiquitas me preguntó por qué había puesto ese final y no otro. Le expliqué que la vida era dura; que yo sentía que los lectores eran personas que habían tenido que vivir con mucho esfuerzo; que arrastraban su propia historia de dolor, de problemas, de dificultades, y que, por respeto a esos lectores, yo no me animaba a poner un final feliz. Y ella me dijo: “yo no te estoy pidiendo un final feliz, yo te estoy pidiendo un final justo”. Por eso, por esa respuesta, fue por lo que decidí dedicar el relato de Arcángel a los niños de la Escuela Villa del Socorro. En nombre de todos ellos, me propuse que ese capítulo tuviera un final justo. Me dije: “esos niños y niñas de entre los 15 y los 17 años, que han pasado por esa máquina demoledora, brutal, de la violencia, de alguna manera hoy son estupendos lectores. Y de ahí es de donde tiene que surgir una pequeña pizca de luz, sin que eso suponga plantear un final feliz, que no hay de donde sacarlo. La palabra “biblioteca” es esa luz, sí, pero hay un momento clave, que es cuando el propio protagonista ve que todo su andamiaje moral se le viene abajo. Su justificación para ser asesino se basaba en conseguir el amor de la madre, a la que podía proporcionar dinero y bienes materiales, pero cuando sospecha que ella quizás quiere más a otro hermano y lucha porque no se convierta en un delincuente como él, siente que toda su arquitectura, su existencia, se desploma.
¿Cómo explicar ese hedonismo en el que estamos montados? El otro día, mientras esperaba en el hall de un hotel, me puse a mirar las revistas satinadas que había allí y empecé a decirme a mí misma que eso no podía ser, que tenía que haber como una sombra de mal en esta especie de paraíso del hedonismo, en sus mensajes: “comamos bien, durmamos bien, viajemos, cuidémonos, mantengámonos jóvenes, delgados…” ¡Pero bueno!, ¿a qué hora el cielo resultó tener un techo tan bajito! ¿Qué pasó con esa visión más amplia, más trascendente, más poética? ¿Para dónde se fue?
– En el primer relato, Peccata Mundi, que actúa como un preludio, se alude a Felipe II y se hace referencia al momento en que el imperio del monarca se tambaleaba. “Está todo en vísperas de caer y no sé por qué aún no ha caído”, leemos. Hoy también estamos con esa sensación. Parece que todo se está desmoronando, que los pilares sobre los que se ha construido esta sociedad están a punto de caer, pero no vemos el momento. En Pecado juegas a mezclar el pasado con el presente todo el rato, utilizas el humor, recurres a referencias concretas, muy reconocibles, como, por ejemplo, a Juego de tronos…
– Sí, fue un poco como agarrar todas las distintas esferas y mezclarlas, sin jerarquización de ningún tipo. Yo no soy una persona que haya tenido una formación religiosa, para mí toda esa terminología religiosa no tiene el peso tan determinante que sí puede tener para otras personas, y quizás por eso juego a mirarla con un interés más literario. Pienso, por ejemplo, en la figura del Anticristo, de ese alguien que viene a anunciar el mal, el fin. Si en alguien se puede encarnar esta figura del Anticristo en este momento es en Donald Trump. De pronto ha aparecido un ser en el que podemos poner todo lo que es malo, feo, barato, odioso, repelente. Trump es como un personaje mítico en el sentido de que reúne todo lo que es malo de nuestra época. Todo está puesto ahí, en ese rubiazo tan irreverente, tan torpe, tan basto, tan lleno de odio, de autosuficiencia. Es como una especie de anunciador del final, porque como ese hombre llegue a ser presidente no quiero imaginar lo que puede llegar a ser el mundo. En Pecado hay una historia que va por ese camino, la del Siríaco, en la que aparecen en el cielo estos anuncios como del fin del mundo. La escritura se nutre de lo que vivimos, de las sensaciones que percibimos, y no hay duda: ésta es una época donde se reciben señales fuertes. ¿Cómo leer a Trump? ¿Cómo no leerlo como una señal?
– Hannah Arendt y su idea de la “banalidad del mal” está muy presente en el libro. Por un lado, tenemos la idea de la frágil línea entre el bien y el mal; por el otro, el hecho de que el mal no es algo propio de monstruos sino de gente corriente que un momento dado puede inclinarse por ese camino; del mismo modo que alguien malvado puede tener un arrebato de bondad, como sucede en el relato del sicario que opta por no matar al padre de la muchacha que tanto le atrae.
– Bueno, una de las cosas interesantes que me planteé, ya que no existe un patrón general sobre el bien y el mal, era ver cómo cada uno de los personajes lograba construir su propia estructura ética e interior. Lo que hice fue tratar de poner el oído cerquita de sus corazones para ver qué tipo de estructura o qué tipo de justificación adoptaban, y tal vez este verdugo que tú mencionas sea el más atormentado de los personajes. Hay otros que no tienen sentido de culpa ninguno; pero éste siempre se está inventando casi una forma de autoinmolación. Cada uno de los protagonistas intenta lidiar con el mal y cuando éste se presenta en una forma tan extrema, o le borramos la cara y lo minimizamos, o le miramos de frente. Y para eso hay que armarse de algún tipo de andamiaje. Si no te lo da la religión; si no te lo da la vida civil; si no te lo da tu formación familiar, tienes que inventarte tu propia coraza, porque ahí estás ante un enemigo muy fiero.
Donald Trump es como un personaje mítico en el sentido de que reúne todo lo que es malo de nuestra época. Todo está puesto ahí, en ese rubiazo tan irreverente, tan torpe, tan basto, tan lleno de odio, de autosuficiencia. Es como una especie de anunciador del final, porque como ese hombre llegue a ser presidente no quiero imaginar lo que puede llegar a ser el mundo.
– El problema es que las sociedades en las que vivimos tampoco ofrecen grandes ejemplos de dignidad, de ética. Es muy difícil encontrar esos ejemplos en las figuras públicas.
– Así es. Y ahí nos encontramos con una de las grandes perplejidades de esta época. ¿Por qué la gente sigue votando a los corruptos si sabe que le están robando? ¿Tal vez porque les envidia esa capacidad de enriquecerse? ¿Por qué los mafiosos en países como México o Colombia se convierten en ejemplos si todo el mundo sabe que son unos asesinos pavorosos? Quizás porque supieron enriquecerse, porque buscaron la manera…
– ¿Puede ser porque en nuestras sociedades el éxito se asocia a la riqueza, porque constantemente vemos cómo los medios aplauden la figura del que logra hacer grandes fortunas; del que viaja en jets privados y monta imperios empresariales….?
– Sí, por ahí quería ir. Pablo Escobar, que venía de un sustrato social muy humilde, es la imagen del niño pobre que se vuelve rico. Pasa de ser el ladroncito que anda robando los espejos y los radios de los coches a convertirse en uno de los hombres más ricos del mundo. Él decía una frase que para mí es como un quiebro en la cultura colombiana. En un determinado momento Escobar se dio cuenta de que tenía en el bolsillo a los ricos de Medellín, la ciudad industrial de Colombia. Entonces fue cuando emitió esa frase que es un auténtico campanazo: “¡Qué pobres son los ricos de Medellín!” Fue ahí cuando Colombia pasó a ser otra, porque de alguna manera estaba basada en una estructura social que se rompió. En esa estructura completamente jerárquica, donde había unas viejas familias tradicionales que se venían enriqueciendo por unos métodos ya conocidos y ejerciendo el poder, irrumpió de pronto ese niño, salido de lo más bajo, que pasó a ejercer su dominio sobre ellos. Esa frase es tan significativa porque encierra una lección que la gente captó inmediatamente. A partir de ahí toda una generación creció diciendo: “Éste va a ser mi modelo, éste es el tipo que está marcando el camino que yo puedo seguir…”
En un determinado momento Pablo Escobar, el niño pobre que se volvió rico, se dio cuenta de que tenía en el bolsillo a los ricos de Medellín, la ciudad industrial de Colombia. Entonces fue cuando emitió esa frase que es un auténtico campanazo: “¡Qué pobres son los ricos de Medellín!” Fue ahí cuando Colombia pasó a ser otra.
– Pero Pablo Escobar ya forma parte del pasado… ¿En qué medida todo eso se está superando?
– Pablo Escobar, evidentemente, ya no marca el camino y ahora mismo en Colombia hay experimentos muy interesantes que merece la pena seguir atentamente. Me parece muy significativa, por ejemplo, la experiencia de los ingas, una comunidad indígena que vive al sur de Colombia, en una región donde las montañas son muy altas y casi inaccesibles. Los ingas se convirtieron, en un momento dado, en productores de amapola que vendían a la mafia o a la guerrilla. De ese modo les empezó a entrar dinero y pasaron de ser una comunidad paupérrima a ser una comunidad rica. En un momento dado, alguien me dijo que un fenómeno muy curioso se estaba dando en ese pueblo; que los indígenas trabajaban en una sustitución voluntaria de cultivos muy interesante. Me fui para allá y los estuve acompañando un tiempo. ¿Por qué los ingas decidieron cambiar de camino de golpe, por ellos mismos, no porque se sintieran amenazados por la DEA ni por la CIA; ni porque les quemaran los cultivos ni nada por el estilo? ¿Por qué ellos mismos decidieron arrancar la amapola, sabiendo que iban a volver a ser tan pobres como eran antes? Pues porque vieron que los hijos estaban muriendo; porque les estaban basureando a las mujeres; porque todas sus tradiciones se estaban perdiendo; porque la comunidad se estaba dispersando… Entonces se dijeron: “preferimos ser pobres como antes a estar sometidos a este tropel que implica la droga”. Es muy, muy interesante, ver cómo de golpe se produce esta reflexión, este giro. También está claro que una comunidad indígena tiene unos valores a los que aferrarse. Yo no te sé decir si un muchacho o una muchacha en una barriada popular en una ciudad puede llegar a experimentar algo similar… Pero, volviendo a la enseñanza, sí sé que de pronto una biblioteca puede llegar a ser como un anclaje moral al cual aferrarse para replantear el camino. La experiencia de los ingas es muy significativa porque cualquier cosa que se exponga a gran escala puede caer en esquemas más o menos falsos, pero mirarlo así, en la microescala; ver cómo el ser humano empieza a reaccionar para buscar algo que pueda servirle de agarradero, nos ofrece datos concretos, verdaderos.
– Latinoamérica, en las últimas décadas, ha representado la posibilidad de ir hacia otro tipo de sociedades más igualitarias. El proceso, con más o menos defectos, según en qué países, ha sido muy revelador, pero ahora parece que se está retrocediendo. Hay una claudicación, una imposición del neoliberalismo. Lo estamos viendo en Venezuela, en Argentina, en Brasil. ¿Cómo observas todo esto? ¿Lo ves como un fracaso?
– Pienso que, de todas maneras, América Latina está siendo un laboratorio muy interesante. El propósito de que había que gobernar para los pobres, que era un propósito enterrado en la humanidad, resurgió, hace un par de décadas en América Latina, y con ello llegaron gobiernos de cariz populista, que pueden gustar más o menos, pero que han vuelto a plantear este hecho, sin duda una novedad enorme, porque el neoliberalismo había conseguido acabar con la idea. Palabras como pobreza o pobre, prácticamente habían desaparecido. Pese a irnos empobreciendo cada vez más, la palabra era borrada, no existía. Pero en América Latina surgieron una serie de gobiernos que volvieron a poner el nombre que correspondía a una realidad bien visible. Muchos habrán tenido un final no tan feliz como podía esperarse. Ahí tenemos a Lula con todos sus problemas… Pero su experimento ha merecido la pena. Y está el Uruguay de Mujica y la Bolivia en la que finalmente un indígena ha llegado a la presidencia, sin olvidar, por supuesto, a Chávez, que, en medio de todo el desastre que ha supuesto para Venezuela, tuvo la vocación de hacer un gobierno para los pobres. Cómo ha terminado eso es otro problema, pero ahí ha habido un discurso, una intencionalidad. América Latina ha buscado y sigue buscando, proponiendo, otras vías. Puede que no sean viables, se las puede criticar en algunos aspectos, pero, de todas maneras, el planteamiento está ahí. Y dicho esto, el debate que se está abriendo ahora en España, resulta también muy estimulante.
– Incluso en Estados Unidos está surgiendo cada vez más gente, sobre todo entre la población joven, que empieza a desear otro tipo de sociedades. Ahí está Sanders. En las antípodas de Trump, Sanders…
– Sin duda. Sanders no ganará, pero el hecho de que haya llegado tan lejos es significativo y nos indica que en Estados Unidos también hay gente que está buscando otras opciones Es evidente que están pasando cosas. Lo que ocurrió en Grecia también fue un campanazo muy interesante. No salió bien, pero tenemos que aprender a no verlo todo en función de triunfos y fracasos. Los procesos de la Historia son así, están hechos de altos y bajos, de blancos y negros. Lo apasionante es que están sucediendo cosas, y por eso también ha sido interesante para mí hacer un libro como éste, donde de alguna manera cada uno de los personajes, por la vía individual, se plantea un terreno de batalla contra eso que llamamos el mal. Si hay un elemento común entre todos ellos es un cierto sentido de dignidad. Si algo busqué es que no se revolcaran en el fango. Yo sé que el mal puede moler a la gente, convertirla en un guiñapo, pero eso no me interesaba.
América Latina está siendo un laboratorio muy interesante. El propósito de que había que gobernar para los pobres, que era un propósito enterrado en la humanidad, resurgió, hace un par de décadas en América Latina, y con ello llegaron gobiernos de cariz populista, que pueden gustar más o menos, pero que han vuelto a plantear este hecho, sin duda una novedad enorme, porque el neoliberalismo había conseguido acabar con la idea.
– ¿No resulta ahora mismo mucho más desconocido, mucho más subterráneo, el bien que el mal? Todo el rato estamos expuestos al mal, en los medios se nos habla de él con insistencia, pero, sin embargo, apenas se presta atención al bien y habría muchos relatos que contar en esa dirección.
– Así es. Y eso resulta tremendo. Hasta en el léxico desaparece el bien. Cuando yo escribí Delirio, había un personaje, Midas McAlister, que era el típico pícaro latinoamericano, el malo malo, ganador de dinero, capaz de ganarlo y de perderlo todo. Me gustaba mucho este hombre, porque, en cierto modo, en medio de todos, era el único que decía la verdad, y lo escribí de un tirón, sin apenas hacer correcciones. Estaba llena del vocabulario del Midas McAlister. Lo dibujé con una especie de sentidito del humor, muy machacón, burletero, destructivo a morir. A ese Midas yo me lo sabía de memoria, a través de él podía relativizar la perversidad de todo. Pero al mismo tiempo, la novela gira en torno a una muchacha que enloquece y a la que intenta comprender y salvar de la crisis brutal que está atravesando Aguilar, su marido, un buen tipo. No te imaginas lo difícil que me resultó escribir sobre Aguilar. Yo le mandaba la historia a mi agente y me decía que lo único que no acababa de convencerle de la novela era ese personaje. Me comentaba que cuando él aparecía la historia sufría un bajón. ¿Por qué cuando intentaba construir un personaje bueno me salía un personaje bobo?, me preguntaba yo. Y es que no tenía palabras para retratar a Aguilar, la bondad yo no sabía por donde agarrarla. Ahí me di cuenta de que ni siquiera tenemos ya un vocabulario para expresar la bondad y empecé a preguntar a personas que conocía si alguna vez les habían dicho que tenían que ser buenas. “Sí, claro, en mi casa me lo decían y en el colegio también”, me contestaba la gente más cercana a mi generación. Pero cuando llegué a los menores de cuarenta, me encontré con que nadie les había dicho que tenían que ser buenas personas. Y las mujeres con las que hablaba me decían que nunca se habían planteado buscar un hombre, un novio bueno. Cosas tan elementales de repente caen en desuso sin que nos demos cuenta.
– ¿No te resultaría fascinante, precisamente por todo esto, plantearte una historia sobre el bien, sobre la bondad, sin personajes malos? ¿Sería posible?
– Claro que sería fascinante, con el riesgo de que no la leyera nadie, de que los editores me dijesen: ¿Y esto para qué, qué hacemos con esto…? (risas).
– Bueno, el exceso de bondad, la prepotencia del bien, también puede ser peligroso. Ahí está el relato del santo, del Siríaco.
– Sí. La soberbia está muy representada en este personaje que también me interesaba para hablar de otro de los pecados más comunes de nuestra época y más difíciles de sobrellevar. El Siríaco es el estilita, el santo que se encarama y se convierte desde allí arriba en una especie de emblema del bien, pero la columna es también su propio prestigio y él es capaz de bajarse de su propio prestigio, algo tan difícil para el ser contemporáneo. En estas sociedades todo el mundo construye su prestigio y una vez que se encarama a él, ahí queda entronizado, aferrado a esa imagen. Me gustaba el personaje porque decide bajarse. Eso me parecía bonito.
– Pecado también es un libro sobre la transgresión. La promesa es una historia absolutamente transgresora, muy valiente al tratar el tema del incesto.
– En el libro he tratado de burlar los códigos establecidos de todas las maneras posibles y hay exploraciones muy duras. La historia del incesto es verdaderamente fuerte, sí. Tiene un quiebre que no es muy ortodoxo. Se trata de uno de los relatos que parten de una situación real. Me lo contó una mujer super admirable que lo vivió en su juventud. Hablé con ella durante horas y horas y después leí muchísimo sobre el tema antes de decidirme a escribir. No era fácil. No era fácil porque resultaba una experiencia brutal. Mira que en el libro hay cortadores de cabezas, hay descuartizadoras… pero yo creo que la historia más dura es ésta. Leí mucho sobre el tema del incesto y, de alguna manera, hay una especie de patrón establecido, que es el de la adolescente víctima que cae en la maldad, en la perversión del adulto que la utiliza, pero en esta historia no hay ninguna adolescente ingenua. Ella entra en esa relación amorosa cuando le da la gana y sale cuando le da la gana. Y para mí eso resultaba aún más transgresor. La verdad es que se trata de una historia muy retadora. La joven protagonista es realmente la adulta frente a una madre atormentada y a un padre sin una verdadera estructura interna. Ella, con una sangre fría pasmosa, es la que va poniendo las cosas en su sitio. Dice que en pocas semanas le destruyeron la vida, pero al mismo tiempo ni tiene culpa ni expresa debilidad. Tengo amigos muy liberales que no saben por dónde agarrar este relato, que sienten que algo se les revuelve, sobre todo si son padres. A mí lo que más me interesó fue ver ese otro ángulo, no el de la víctima pasiva, sino el de una adolescente con una fortaleza y con una capacidad de decisión que a veces les negamos a los adolescentes.
– En los relatos de Pecado se encuentran muchos de los temas que animan tu trayecto literario: la desigualdad, la explotación, el maltrato a las mujeres, la violencia, la marginación… Es como si desde siempre hubieses querido escribir el relato de los desfavorecidos.
– Lo que pasa es que siendo colombiana no ha podido ser de otra manera. Colombia es un pueblo muy particular, a nosotros nos ha tocado, como a los somalíes, como ahora a los sirios, que atraviesan una situación que lo rebasa todo, vivir experiencias muy límites. Y eso te da una especie de marginalidad radical. Yo siento que los colombianos miramos el mundo desde otra óptica, porque nos ha tocado estar muy fuera de la esfera de lo posible. En medio de todas sus dificultades, en la humanidad hay un campo donde la vida, la civilización, es posible. Pero nosotros hemos estado fuera, porque nos ha tocado vivir con unos niveles de violencia intolerables. Y ahí la civilización no puede florecer. Por más que yo quisiera corregir mi óptica no podría… Y eso que he tenido una familia privilegiada, pero la colombianidad supone tal marginalidad que tener un pasaporte colombiano ha sido como tener la marca de Caín. Ahora los mafiosos mexicanos y los mafiosos rusos ya nos están haciendo pasar de moda, pero ese ángulo está ahí, es difícil desprenderse de él, y también, en cierto sentido, eso te da una clarividencia especial. Hay algo que no tiene el colombiano, que es ingenuidad. El colombiano ya pasó por las mil y quinientas, en todos los niveles sociales y en todos los niveles de educación, y por eso no puede ser ingenuo. Eso mismo lo he encontrado en otros pueblos como el somalí. Tampoco puede ser ingenuo el somalí, porque ya bailó con la más fea y eso de alguna manera marca. Sabemos que lo que hemos vivido es muy atroz, pero también nos decimos: “Ya… Los demás vienen hacia acá, como no corrijan el ritmo vendrán a parar acá…” Cuando a un colombiano le hablan de la tragedia colombiana, piensa: “sí, pero la tragedia colombiana no es sino el pico más agudo de una tragedia mucho más general”. Por lo menos, nosotros ya sabemos que esto no lleva a ningún lado.
Colombia es un pueblo muy particular, a nosotros nos ha tocado, como a los somalíes, como ahora a los sirios, que atraviesan una situación que lo rebasa todo, vivir experiencias muy límites. Y eso te da una especie de marginalidad radical. Yo siento que los colombianos miramos el mundo desde otra óptica, porque nos ha tocado estar muy fuera de la esfera de lo posible.
– Europa mira cada vez más hacia el mal. Ahí está el trato que la UE está dando a los refugiados. Pocas ficciones pueden superar lo que estamos viviendo.
– Así es. El comportamiento de los gobiernos europeos me parece brutal. Es tremendo ver a la humanidad deshaciéndose en dolor, en necesidad, en urgencia, y como se responde cerrando la puerta. Con todas las contradicciones y todos los matices del proceso, esa decisión de cerrar las fronteras, de salvarse de puertas para adentro y dejar que fuera sea el acabose, resulta terrible. De nuevo estamos ante otro capítulo de cariz apocalíptico. Yo entiendo el sufrimiento aterrador de los migrantes, de los pueblos que quedan ahí fuera, pero me parece aún más aterrador el destino de los pueblos que se encierran, porque están encerrados en su propia mentira, encerrados en unos muros falsos. Se están cocinando en su propio egoísmo, reduciendo el mundo a una moneda. Frente a los que están viviendo la tragedia de cara al viento, esta otra especie de protección de guardería, de “kindergarten” es mortal para los espíritus. Es lo mismo que defiende Trump, Trump y sus seguidores, que claman por sacar a los musulmanes, a los mexicanos, por levantar un muro tras el que encerrarse.
– Volviendo a Colombia, ¿cómo ves ahora mismo el proceso de paz con las FARC, tú que estuviste activamente implicada en la primera etapa de las negociaciones con la guerrilla, en los años 80?
– Pues no sé si decirte que esperanzador, porque la esperanza es uno de los pecados en los que no se puede incurrir, pero sí es muy interesante. Las FARC no son una guerrilla que me inspire simpatía ni a mí ni a nadie. Es estalinista, machista, dura…, pero, de todas maneras, montó un aparato militar fuerte y está arraigada en una tradición campesina muy sólida. No se trata de cinco estudiantes locos que decidieron salir ahí a pegar tiros. Las FARC representan un fenómeno estructural importante en Colombia y el hecho de que se hayan embarcado en un proceso de paz y que, con todas sus contradicciones, ese proceso empiece a dar resultados, es algo muy positivo. No está garantizada su duración ni se sabe si llegarán a desarmarse del todo. Hay otros fenómenos armados como el de los paramilitares en los que no ha habido proceso de desarme. Pero de todos modos es interesante. Dentro de esos elementos, de esas situaciones, de laboratorio, de cambio, que señalaba antes para América Latina, entran los procesos de paz de Colombia. Han sido laboratorios democráticos muy vitales.
– Siempre se ha teorizado mucho sobre el contraste entre la acción y la contemplación. Se tiende a asociar la creación con lo segundo, pero, ¿hasta qué punto consideras que la literatura, las artes en general, son también un campo de batalla?
– Estoy convencida de ello. Yo siento que la crisis de identidad por la que está pasando la humanidad es tan fuerte que la política no sirve. De alguna manera uno mira a los políticos y le parece aquello como un sainete, y no es que la culpa sea totalmente suya. Lo que pasa es que las respuestas habría que buscarlas en una esfera más amplia; habría que empezar a escarbarlas mucho más abajo. Por eso pienso que la cultura, las expresiones artísticas, el trabajo con el lenguaje, se vuelven fundamentales. Claro que la cultura es un campo de batalla, quizás el único campo de batalla no malogrado hasta ahora, independientemente de que parte de esa cultura se haya comercializado, banalizado. Pero, de todas maneras, ahí hay un terreno de libertad que nadie puede meter en cintura. La propia Internet, como parte de expresión cultural, ha abierto un terreno de libertad fantástico. Cuánto nos dure antes de que lleguen a censurarlo, a privatizarlo, no lo sabemos, pero de momento es un cauce magnífico. Por todo esto vuelve a ser básica esa frase en el relato de los niños asesinos, ese letrero final donde dice “Biblioteca”.
Claro que la cultura es un campo de batalla, quizás el único campo de batalla no malogrado hasta ahora, independientemente de que parte de esa cultura se haya comercializado, banalizado. Pero, de todas maneras, ahí hay un terreno de libertad que nadie puede meter en cintura. La propia Internet, como parte de expresión cultural, ha abierto un terreno de libertad fantástico.
– En el caso de Laura Restrepo política, periodismo y literatura han estado muy unidos. ¿Qué te ha permitido la literatura que no pudieras alcanzar mediante el periodismo o el activismo político?
– Llegué a la literatura sin previo aviso. Llegué a los libros sin decidirlo. Yo era periodista y fui comisionada de paz en los 80, cuando se puso de moda el proceso de paz y tenías a los medios encima a todas horas. Pero sucedió que de golpe, cuando eso se volvió un baño de sangre, el proceso se cerró de manera brutal y a todos los que estábamos implicados los medios nos dieron la espalda. Como comisionada de paz yo tenía los testimonios de todo lo que había sucedido en ese proceso que por un lado fue tan fantástico y tan radiante y por otro lado tan sangriento. Pero nadie quería publicarlo. Eso había que taparlo. Mi primer libro lo escribí en el exilio porque tenía una maleta llena de material vivo donde se contaba lo que había pasado, la verdad de lo que se estaba palpando, un material que a los medios ya no les interesaba. Así surgió Historia de un entusiasmo, porque se me agotó el periodismo. Y luego, más adelante, sucedió que había realizado una investigación sobre los primeros mafiosos colombianos, que tenían que ver ya no tanto con el gran tráfico de drogas sino con el tráfico de electrodomésticos y de cigarrillos Marlboro. Ellos trazaron las primeras rutas sobre las cuales se iba a montar después el entramado de la marihuana, de la coca, etcétera. Todo desembocó en una guerra fratricida tremenda entre dos familias, una guerra que había ido fraguándose de generación tras generación. Tras once años de investigación tenía en las manos una historia muy apasionante que, de alguna manera, hablaba del origen de una situación que en Colombia se había generalizado. Pero cuando quise escribir sobre ello los protagonistas me hicieron saber que no estaban de acuerdo con que se ventilaran sus vidas. Entonces cambié los nombres, cambié un poco la historia, la volví ficción y la publiqué como novela bajo el título de Leopardo al sol. Así que llegué a la ficción también obligada por las circunstancias y ahí me he ido acomodando.
– ¿Y en lo que respecta al activismo?
– Pues se agotaron los partidos, porque ya no estoy joven… Milité en muchas cosas y eso requiere una cantidad de energía brutal que de repente ya no tengo. La literatura es un campo que me permite seguir expresándome y manteniendo una relación con lo que pasa en el mundo sin andar en esos brincos en los que anduve hasta pasados los 50. Mi hijo dice que tuvo madre adolescente hasta pasados los 55 años (risas). Yo digo que hasta esa edad hice lo que ahora escribo. He sido una mujer de acción, sí, de hiperacción…
– Conociste y trataste a Gabriel García Márquez. Frente a tantos que han denostado y han querido combatir el realismo mágico; matar al padre, por decirlo de otro modo, en tu caso parece que lo has tomado como una herencia, que lo has asumido y le has dado la vuelta, adaptándolo a tu propio estilo, a tu modo de ver el mundo.
– Yo creo que el realismo mágico, como todo en la literatura, es también técnica literaria. Eso de que es visión del mundo porque América Latina es realista mágica siempre me ha parecido paja barata. Lo que pasa es que inicialmente se suponía que lo mágico eran hechos reales. Yo lo que hago es partir de creencias. En ningún momento digo: “fulanita subió en cuerpo y alma al cielo”. Tengo un libro que se llama Dulce compañía donde hay un ángel que aparece en un barrio, pero mi historia trata de la gente del barrio que cree en el ángel. Es la creencia popular la que lo convierte en protagonista. Ese es mi giro, si quieres denominarlo así. Lo que no se puede es eliminar todo lo que no es real, porque eso es absolutamente torpe y supondría borrar el 90% de la existencia, toda esa parte que imaginamos, que soñamos.
– García Márquez siempre creyó en el periodismo como territorio para contar buenas historias.
– Lo de García Márquez es un estupendo caso de alguien que empezó en el periodismo y se fue convirtiendo en un escritor monumental. Su ejemplo muestra cómo el periodismo puede ser un puente para llegar a hacer gran literatura y cómo con el periodismo se pueden producir libros como La crónica de una muerte anunciada, que es una pieza periodística y al mismo tiempo una novela con todas las de la ley. Esa onda no se la inventó él, ya estaba en autores como Truman Capote. Y la escuela sigue muy viva. Ahora hay un magnífico nivel de periodismo narrativo en América Latina y también en Europa. Emmanuel Carrère, al que estoy devorando, vuelve a demostrar que se puede hacer gran literatura con las herramientas de la investigación y del periodismo.
– ¿De qué manera te influyó García Márquez?
– Mantuve una relación con él en dos planos. Conocí a dos García Márquez bien distintos y eso fue muy enriquecedor. Yo entré a trabajar como responsable de política nacional en una revista que se llamaba Semana, una experiencia muy novedosa en los 80. Era una revista que se movía con ciertos márgenes de libertad y García Márquez, que ya tenía el Premio Nobel de Literatura, se interesó mucho en el proyecto y empezó a asistir todos los lunes al consejo de redacción. Esas cosas de tanto prestigio como el Nobel suelen crear una distancia enorme con el personaje, distorsionan cualquier relación. Pero en este caso no sucedió así. Manteníamos conversaciones en una sala de redacción y en ese entorno se acababa toda la parafernalia del prestigio. García Márquez era un señor que nos decía cosas como: “Ustedes titulan fatal, ¿cómo es posible que hayan puesto este título, cómo no se dieron cuenta de que se les escapó este otro, que daba mejor el ángulo…?” La verdad es que fue un privilegio tenerlo ahí, en ese plan. Durante un año y medio estuvo muy pendiente de la publicación y recuerdo ocasiones en que terminábamos un artículo muy tarde, de madrugada, y le telefoneábamos para comentar con él sobre lo que habíamos escrito.
– Hablabas de dos planos, de dos momentos en la relación.
– Sí. La segunda faceta de García Márquez la conocí en la etapa del proceso de paz, cuando tan vinculada estuve a la política colombiana. García Márquez, a quien se le ha acusado mucho de ser muy afecto al poder; y no sin razón, porque sí que le encantaba, siempre fue un hombre muy comprometido con muchas causas. Como comisionada de paz, una de las tareas que a mí me correspondía era proteger a mucha de la gente que tras desarmarse era tiroteada. De hecho mataron a miles de guerrilleros que entregaron las armas y muchos otros que quedaban heridos acabaron en hospitales, en centros a los que comenzaron a entrar brigadas paramilitares que los remataban. Como comisionada, yo tenía que meterme en esos hospitales, sacar a los heridos, esconderlos en alguna parte y ver a dónde los podía enviar para que no los mataran. Ahí García Márquez me ayudó mucho. Había momentos en que lo llamaba y le pedía que me mandase desde México un avión para recoger a treinta heridos a los que estaban buscando como aguja dentro de un pajar. Gabo hacía todo lo que estaba en su mano para enviarme un avión mexicano dotado de equipo médico, con permisos especiales, para llegar a México directos, sin pasar por controles de ningún tipo. Esas cosas las hacía García Márquez, esas cosas las hizo hasta el final, incluso cuando la relación entre nosotros se puso más dura. Cuando llegó Álvaro Uribe no sé por qué le dio a Gabo por alabar a ese señor –¡semejante monstruo!–, y entonces tuvimos peleas muy fuertes, pero incluso en esos momentos, cuando le llamaba para ese tipo de cosas, no dudaba ni un momento en utilizar todo su prestigio, toda su influencia. Ahí tengo que sacar la cara por él, siempre. Yo sé que a Gabo le gustaba mucho, le deslumbraba, el poder: el poder de Mitterrand, de Fidel, de Felipe… Le encantaba y siempre estaba echando cuentos de sus encuentros con estos personajes, pero eso no quita que fuera una persona que siempre respondía cuando se recurría a él para las causas más perdidas.
García Márquez, a quien se le ha acusado mucho de ser muy afecto al poder; y no sin razón, porque sí que le encantaba, siempre fue un hombre muy comprometido con muchas causas. Cuando yo fui comisionada de paz y lo llamaba para pedirle que me mandase un avión desde México para recoger a treinta guerrilleros heridos, hacía todo lo que estaba en su mano, utilizaba todo su prestigio e influencia.
– ¿Cómo juzgas ahora mismo el presente del periodismo, la falta de independencia tan llamativa de los grandes medios?
– En mi opinión, creo que lo más apabullante es la frivolidad que existe, porque no se ha inventado una moledora más eficaz para acabar con todo que la frivolidad. Y, por otro lado, ese margen tan estrecho en el que se mueven los medios está impulsando a mucho periodista bueno a crear su propia y publicarla como libro. Está floreciendo buen periodismo literario en todas partes; la gente está buscando su propio camino para contar lo que el medio no le permite, por razones de censura o comerciales. Y también están surgiendo medios independientes, además del propio Internet, que permite que se exprese lo que no se puede expresar por otro lado. Ojalá nos dure.
Pecado, de Laura Restrepo, ha sido publicado por la editorial Alfaguara.
Todas las fotografías de la escritora que aparecen en esta entrevista fueron realizadas por Nacho Goberna © 2016