Por Emma Rodríguez © 2015 / Sexo en la Tierra se titula un apasionante viaje al reino animal lleno de sorpresas y descubrimientos. Son muchas las enseñanzas de este ensayo del zoólogo británico Jules Howard que nos demuestra hasta qué punto nos dominan los prejuicios, las falacias y las verdades asumidas, de qué modo los seres humanos somos tan egocéntricos que apenas nos interesamos por lo que sucede en la naturaleza ni queremos ser conscientes de nuestra necesaria y saludable comunicación con ella.
Abrí las páginas de este libro movida por la curiosidad y por la necesidad de darme un respiro, como quien un día decide salir del centro en el que se desarrolla su vida y merodear por la periferia, por los márgenes, buscando paisajes alejados de sus costumbres o de sus campos de recreo favoritos. Pronto, al abrir esta puerta, me sentí cautivada por la manera cómplice, amena, divertida con la que el autor se aproxima a su ámbito de estudio, lejos de los manuales científico-divulgativos, pero sin perder un ápice de erudición, de capacidad de ahondar en cuestiones y experiencias que en un primer momento nos pueden resultar insólitas, extraordinarias.
Aunque parezca increíble, como nos dice el autor, el verdadero interés de la ciencia por el comportamiento sexual de los animales se ha activado en los últimos cincuenta años. Estudiosos de todo el mundo se han decidido a retomar las célebres ideas de Darwin sobre el origen de las especies, sobre la selección natural y la lucha por la vida, poniendo en cuestión algunos de sus principios básicos, por ejemplo el de que la reproducción es, en el reino animal, la única finalidad del sexo. ¿Por qué este retraso? Jules Howard nos da una pista muy al principio del recorrido: la falta de prestigio, de respetabilidad, que durante mucho tiempo rodearon a este tipo de investigaciones.
Para que lo comprendamos mejor nos cuenta la historia del explorador George Murray Levick, quien, hace más de un siglo, quedó atrapado en un lugar gélido del interior de la Antártida, a la espera de ser rescatado por la expedición Terra Nova, de la que formaba parte. Fueron largos meses esperando la llegada de la primavera y el consiguiente deshielo, meses en los que se dedicó a observar a los pingüinos. El autor nos cuenta que más allá de las emociones de las que dejó constancia en sus notas, de la comprobación del cultivo de la intimidad, la monogamia o la ternura, que siempre han acompañado a estos simpáticos animales, a los que tanto hemos admirado a través de películas como El viaje del emperador, Levick fue testigo, particularmente entre los conocidos como pingüinos de Adelia, de una amplia lista de perversiones que incluían coacción sexual, abusos a los más jóvenes, “asesinato” y necrofilia.
“En sus cuadernos anotó lo peor de todo esto en griego, temeroso de que alguien que leyese por casualidad sus notas pudiese resolver que había sufrido algún ataque psicótico por el implacable frío antártico (…) Un hombre de ciencia erudito y respetado como él, titubeó a la hora de hablar en público de los actos sexuales que había presenciado. No estaba preparado para hablar de ello. El mundo académico no estaba preparado para hablar de ello. Ni tampoco la sociedad…”, argumenta Howard después de hacernos saber que fue gracias a otro naturalista que se dieron a conocer, nada menos que en 2012, tantas significativas observaciones que habían permanecido ocultas entre los papeles del investigador.
Esta entrega, subtitulada Un homenaje a la reproducción animal y escrita desde el registro del humor, con un estilo sencillo a la hora de exponer lo más complejo y el uso de una terminología accesible a todo tipo de públicos, es capaz de mantenernos en vilo, pero también de hacernos reflexionar sobre las conductas más íntimas de otras especies y también sobre nuestros comportamientos y pudores. Como el episodio de Levick, hay en el ensayo, publicado en España por Blackie Books, infinidad de historias, observaciones y hallazgos sorprendentes que nos llevan a pensar que en la naturaleza todo es posible, que las distintas conductas sexuales –homosexualidad, heterosexualidad, monogamia, sexo grupal, masturbación– se combinan sin tapujos y que, la mayor parte de las veces, todo juega a favor de la supervivencia.
El zoólogo insiste en que no podemos entender las conductas animales desde el prisma humano. Lo hace ya en el primer capítulo, en el que nos habla de lo mal que se entiende a los osos panda, una especie al borde de la extinción, “abocada al abismo”, de la que sólo quedan unos 3.000 ejemplares en el planeta debido principalmente a la desaparición de los campos de bambú, su hábitat natural, de la caza furtiva y de la cautividad a la que han sido sometidos.
En “Sexo en la tierra”, de Jules Howard, hay infinidad de historias, observaciones y hallazgos sorprendentes que nos llevan a pensar que en la naturaleza todo es posible, que las distintas conductas sexuales –homosexualidad, heterosexualidad, monogamia, sexo grupal, masturbación– se combinan sin tapujos y que, la mayor parte de las veces, todo juega a favor de la supervivencia.
Se queja Howard de los tópicos tan extendidos, con la ayuda de la prensa sensacionalista, acerca de la aparente incapacidad para la procreación de los panda, de su “traspiés evolutivo” y del derroche de recursos que se utilizan para salvarlos. “¿Son de verdad unos inadaptados salvajes? ¿Se merecen esa reputación de frígidos y derrochadores mojigatos?”, se pregunta, alegando que el afán del ser humano por privarlos de libertad y el desconocimiento durante mucho tiempo de los prolegómenos de su apareamiento, tiene buena parte de culpa en su situación actual.
“Los pandas no son más que animales, criaturas inmensamente interesantes, misteriosos habitantes de un planeta que durante millones de años ha rezumado sexo sin verse sometido a observación consciente…”, leemos. El misterio, el afán de saber, de descubrir, ha llevado al autor de Sexo en la tierra a plantear múltiples interrogantes que aún no tienen respuesta. Partiendo de las enseñanzas de dos grandes pioneros, el citado Charles Darwin y Konrad Lorenz, dialogando con diferentes especialistas, lo que intenta Jules Howard es huir de lecturas que a lo largo del tiempo han interpretado la conducta animal utilizando convenciones y tabúes humanos.
Y, sin embargo, en contraposición a ello, hay ocasiones en las que no podemos dejar de percibir una cierta identificación, por ejemplo cuando comprobamos que aquí, en este otro territorio, también abundan los relatos de superioridad masculina. El macho es el protagonista de muchas historias en las que la hembra se queda en segundo plano. Sucede, por ejemplo, con la del espinocho, un humilde pececillo que ha hecho avanzar a la ciencia a largas zancadas. Él es el gran protagonista, el que, en el momento del apareamiento, atrae a la hembra con su coloración carmín; combate frente a los adversarios; prepara el nido con diligencia y acaba cuidando de las crías una vez que ella suelta los huevos y desaparece de escena. Así suele interpretarse el proceso. Pero, en realidad, matiza Howard, las que eligen y deciden, optando por el candidato más sano para la procreación, son las espinocho.
“El mundo necesita más historias sobre vaginas”, proclama el autor, quien nos ofrece otros ejemplos, así el de las ranas, algunas de las cuales llegan a morir debido a la potencia con que son abrazadas por detrás por el macho, al que han elegido precisamente por su mayor fuerza, o el de las patas azulonas, que han desarrollado unos complejos genitales para bloquear los avances indeseados de los machos y tener el control. “De pasivas nada. También ellas toman decisiones. Tienen todas las cartas (huevos) en su mano”, señala el científico.
El asombro nos acompaña mientras avanzamos en la lectura de este ensayo tan especial. ¿Sabíais, por ejemplo, que los promiscuos bonobos utilizan el sexo para rebajar las tensiones y que los machos pueden jugar a la esgrima con sus penes, subidos a las ramas de los árboles? ¿Sabíais que una anémona es capaz de seducir hasta a una docena de machos a la vez; que las libélulas masculinas se confunden con las luces de las farolas, creyendo que son el reclamo de las féminas, o que los peces payaso, inmortalizados en la película Buscando a Nemo, pueden cambiar de sexo?
En muchas de las historias que nos cuenta Jules Howard recurre al relato en primera persona. Se muestra, no como el erudito que lo sabe todo, sino como un explorador que cuenta sus propias observaciones y aprendizajes. Sucede, por ejemplo, cuando nos habla de los pandas a raíz de una visita al zoo de Edimburgo; cuando visita con su mujer y su hija pequeña un centro mundial de cría de caballos pura sangre de carreras y es consciente de la vida tan estresante de los sementales, o cuando se apunta a una excursión para asistir a la ceremonia de seducción de las luciérnagas, “un animal que ha decidido abandonar cualquier cautela, y que en lugar de anunciar su presencia con graznidos, cantos o bailes, lo hace disparando fotones desde su retaguardia”.
¿Sabíais, por ejemplo, que los promiscuos bonobos utilizan el sexo para rebajar las tensiones y que los machos pueden jugar a la esgrima con sus penes, subidos a las ramas de los árboles? ¿Sabíais que una anémona es capaz de seducir hasta a una docena de machos a la vez; que las libélulas masculinas se confunden con las luces de las farolas, creyendo que son el reclamo de las féminas, o que los peces payaso, inmortalizados en la película Buscando a Nemo, pueden cambiar de sexo?
Ante la contemplación de estos insectos tan literarios y mágicos, de la familia de los escarabajos, conocidos también como “bichos de luz”, el autor se para a reflexionar sobre el efecto del ingenio humano, de la tecnología, en la vida sexual de otros animales. El alumbrado público, en efecto, confunde a las luciérnagas, pero, “¿qué otras vidas sexuales estamos poniendo patas arriba con nuestras actividades? ¿De qué otras formas afecta la frecuencia humana (nuestros zumbidos, nuestros ruidos) a la vida sexual de los animales que nos rodean?” ¿Es la civilización humana una ducha de agua fría para la naturaleza” se pregunta.
“Como era de imaginar, la respuesta es afirmativa”, nos dice el zoólogo. “Algunos aspectos de la sexualidad animal están sufriendo: en algunos casos, no obstante el sexo planta cara y modifica sus reclamos para destacarse por encima del estruendo de los humanos”, explica, refiriéndose a las carreteras como campos de batalla donde “los coches ejercen de superdepredadores” y “la selección natural avanza a pasos agigantados”. Tenemos el ejemplo de los saltamontes, que han optado por “potenciar las frecuencias más bajas de su llamada para que se oiga mejor por encima del ruido del tráfico”, o de los ruiseñores, “que cerca de las carreteras cantan hasta 14 decibelios más alto que en los bosques”. Y aún queda mucho por saber sobre lo que sucede con el ruido de los mares, que en algunos puntos “se ha centuplicado desde la década de 1960”, circunstancia que ha llevado a abrir nuevas vías de investigación para comprobar el impacto real sobre las especies marinas.
Son muchas las aportaciones de este libro que aborda capítulos tan extraños y desconocidos para los profanos como el de los rotíferos bdeloideos, unas criaturas microscópicas que habitan en aguas dulces, tierras húmedas, estanques, tapas de cubos de basura, etcétera, y que el autor define como “viajeros asexuados y zombis que llevan posiblemente 40 millones de años sin aparearse” y que tienen la increíble “capacidad de secar y rehidratar su cuerpo para volver a la vida y repoblar las charcas otrora secas”.
“En un mundo en el que el sexo es la norma, los rotíferos han encontrado un resquicio donde esa norma no se aplica. Puede que sea el único resquicio en el que semejante estilo de vida pueda existir”, reflexiona el investigador, quien da cuenta de los pormenores del modo de perpetuarse de esos misteriosos bichos a través de una larga conversación con una experta en la materia.
Hay otras historias muy curiosas en este libro. Aconsejo que cada cual encuentre las suyas, sin resistir la tentación de mencionar la del divorcio de una pareja de cisnes Bewick, que, lejos de la fidelidad habitual de cada año, se presentó en la reserva con sus nuevas conquistas, o de detenerme en la de Carlos y Fernando, una pareja homosexual de flamencos que crió a un polluelo en un parque natural en Gloucestershire, una aventura que nos nos lleva a saber más de la familia de los flamencos.
Una familia que, a simple vista parece un ejemplo de sociabilidad y felicidad, pero cuyos integrantes, en realidad, según nos cuenta el autor de Sexo en la tierra, viven en una tensión constante de riñas vecinales y están obsesionados con la posición de su nido en el seno de la colonia (cuanto más en el centro mejor) hasta el punto de que sólo los más agresivos, grandes y obstinados, pueden gestionar el estrés que ello supone. “La mayoría acaba cerca de los bordes, donde, en consecuencia, se ven obligados a flirtear con la muerte a manos de los depredadores”, nos cuenta Howard sobre estas criaturas que nos han engañado con su dulce y solemne apariencia en nuestras visitas al zoo, pero que son irritables, peleonas y retadoras, sobre todo en la época de apareamiento, cuando luchan por encontrar el mejor emplazamiento para poner sus huevos.
La aventura de Carlos y Fernando, una pareja dominante y agresiva de machos en el centro de la colonia que crió a un polluelo adoptado, sirve de introducción a un revelador análisis sobre la homosexualidad en los animales, un capítulo donde todavía queda mucho por investigar y que, según el autor, cada vez está ganando más espacio académico, siendo objeto de numerosos estudios que señalan la profundidad y generalidad en el reino animal de conductas homosexuales, que no se limitan a situaciones de cautividad, como se había creído durante mucho tiempo.
“Después de todo, hay algo profundamente contradarwiniano en la homosexualidad de los animales (…) Choca incómodamente con la teoría que coloca la reproducción en el centro de la motivación sexual (…) He ahí la discusión, el reto que cada vez más científicos se están planteando”, escribe el zoólogo, quien nos abre las puertas a interesantes planteamientos e hipótesis como la de la “sociosexualidad”, la práctica del sexo entre animales del mismo género para sellar alianzas o mejorar su estatus social.
La homosexualidad en los animales es un capítulo donde todavía queda mucho por investigar y que, según el autor, cada vez está ganando más espacio académico, siendo objeto de numerosos estudios que señalan la profundidad y generalidad en el reino animal de conductas homosexuales, que no se limitan a situaciones de cautividad, como se había creído durante mucho tiempo.
En cualquier caso, insiste el autor, las aportaciones en este campo empiezan a gozar de un crédito insospechado hace décadas por toda la luz que pueden arrojar “sobre el pasado y (el presente) de los primates”. Si algo queda claro tras la lectura de este libro es que el reino animal no deja de sorprender, de asombrar. Los naturalistas están acostumbrados y he ahí, como señala Howard lo apasionante de su trabajo. Serpientes, carneros, erizos, ratones, son otros de los protagonistas de esta “gira sexual”, como la define su autor, que reserva a las grajillas el capítulo final del ensayo.
“Konrad Lorenz dedicó años al estudio de las grajillas que vivían cerca de su caserón austríaco. Hay algo místico, oculto; algo complejo que las envuelve”, vamos leyendo. “Son unas aves fascinantes por multitud de razones, y más aún por ser monógamas, una estrategia reproductiva tan dudosa que parece extraño que haya podido mantenerse sobre la Tierra. Es rara. Es ineficiente. Tiene poco sentido para la mayoría de las criaturas. Pero a las grajillas les gusta. Llevan bien la monogamia. Son monógamas. Sexualmente monógamas, de verdad. O, por lo menos nadie ha probado jamás que no lo sean. No hay indicios de copulación fuera de la pareja ni ninguna historia rara de ese tipo. Los machos y las hembras se emparejan y permanecen fieles durante años, hasta el fin de sus días. Y eso es todo. Hasta el fin. Por siempre jamás. Construyen nidos, crían nidadas de polluelos, buscan comida juntos y juntos se acurrucan en los meses más fríos. Son probablemente los animales sexualmente más fieles que tengáis en cien metros a la redonda”, expone el investigador.
“Las grajillas son unas aves fascinantes por multitud de razones, y más aún por ser monógamas, una estrategia reproductiva tan dudosa que parece extraño que haya podido mantenerse sobre la Tierra. Es rara. Es ineficiente. Tiene poco sentido para la mayoría de las criaturas. Pero a las grajillas les gusta. Llevan bien la monogamia. Son monógamas. Sexualmente monógamas, de verdad…”, escribe Jules Howard.
Y más adelante apunta que las grajillas son animales tan avanzados cognitivamente (los estudiosos se refieren a ellas como “simios con plumas”) “que parece justo plantearse la cuestión del amor”. ¿Tiene espacio el amor en la biología?, acaba preguntando Jules Howard y responde: “Mi opinión es que ahora lo tiene más que nunca. Después de todo el amor es adaptativo: une parejas (aunque sea solo por cortos periodos de tiempo) e influye en el resultado reproductivo de los individuos sobre los que actúa. Y, por raro que parezca, también se puede medir”.
Sexo en la Tierra es un libro de ciencia que nos lleva a constatar cuán cerca está la ciencia de la poesía en el merodeo de ambas alrededor de los misterios de la naturaleza, de la vida. De ahí que me detenga, que termine este artículo, del mismo modo que Jules Howard concluye, el tramo final de su libro dedicado a las grajillas. “Amor: el sentimiento más fantástico que podemos experimentar, un premio inesperado y sorprendente de un planeta que parece gobernado por el interés propio y el arte de llevar siempre ventaja; un fruto evolutivo mágico que sólo unos cuantos animales pueden llegar a conocer...”

Sexo en la tierra, de Jules Howard, ha sido publicado por el sello Blackie Books. La traducción ha corrido a cargo de Pablo Álvarez Ellacuria.