Por Emma Rodríguez © 2015 / A principios del siglo XX “Freud llevaba una barba cuidadosamente cortada por su peluquero”, caminaba “levemente encorvado, a paso vivo, con sus trajes un poco amplios pero sobrios y elegantes” y “siempre miraba a sus visitantes directamente a los ojos, como si quisiera mostrar que nunca se le escapaba nada”. En los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, la etapa más feliz de su vida, el padre del psicoanálisis “solía contar los hechos de la vida común y corriente sobre la base de ficciones”; “trabajaba entre dieciséis y dieciocho horas al día, se desplazaba en calesa para visitar a sus pacientes cuando era necesario y exigía de los integrantes de su casa una estricta observancia de los horarios de las comidas…” Quien nos cuenta todo esto es la historiadora francesa Elisabeth Roudinesco, autora de Freud en su tiempo y en el nuestro, una interesantísima, amena, esclarecedora biografía que acaba de publicarse en castellano.
“De muy vasta erudición y una inteligencia excepcional”, prosigue Roudinesco el retrato de su protagonista, “Freud leía y hablaba perfectamente en inglés, francés, italiano y español; usaba letras góticas para escribir en alemán, conocía el griego, el latín, el hebreo y el yiddish” y “decía “Mare nostrum” para expresar su predilección por la cultura mediterránea. “Intransigente con todas las formas de negligencia y dotado de un humor feroz, a pesar de carecer casi de encanto, no toleraba ni palabras malsonantes ni vestimenta inadecuada y manifestaba cierto desprecio por las personas demasiado corpulentas”, seguimos la descripción de la biógrafa, quien nos aporta otros datos curiosos: A Freud “no le gustaba ir a espectáculos ni comer en restaurantes, no bailaba el vals y no se sentía cómodo cuando debía frecuentar a la alta sociedad aristocrática”, pero, sin embargo, “se movilizaba de buena gana para asistir a tal o cual representación de una ópera de Mozart, su compositor favorito”.

La entrega de Roudinesco, que con anterioridad había abordado la biografía de otro psicoanalista célebre, Jacques Lacan, está llena de curiosidades, de aproximaciones a un personaje complejo, que ha sido interpretado, admirado y vilipendiado de múltiples maneras por estudiosos de todo el mundo. La apertura reciente de una parte importante de los archivos que se conservan en el Departamento de Manuscritos de la Biblioteca del Congreso de Washington, le ha permitido abrir nuevas puertas de un legado inmenso, compuesto de unos veinte volúmenes escritos, más de trescientos artículos, una gran cantidad de notas, agendas, dedicatorias, anotaciones en las obras de su biblioteca, unas diez mil cartas conservadas, textos acerca de más de cien pacientes, intervenciones y entrevistas…
En todo ese material se ha sumergido la historiadora para, una vez interiorizado, dar a los lectores la impresión de que conoció a Freud y se cruzó con él por las calles de Viena o de cualquier otra ciudad, tal vez en ese prometedor cambio de siglo, ajeno a las catástrofes que se avecinaban, cuando “Freud apenas tenía conciencia de ser el hombre de un tiempo en que los estados de ánimo se habían convertido en objeto de apasionamiento para una generación obsesionada por la introspección”.

UN MOVIMIENTO, UNA ÉPOCA
El acercamiento desacralizado a un hombre excepcional con sus contradicciones, con sus claros y sus sombras; la manera en que su recorrido, su vida familiar, sus amistades y enemistades, sus logros y desánimos, se van hilando a la par que la evolución de la doctrina psicoanalítica, dota de un gran atractivo a esta obra que va mucho más allá de eso, convirtiéndose –he ahí su mayor acierto- en el retrato de toda una época; porque su historia es la de toda una comunidad de científicos que le fueron marcando el camino. Como explica Elisabeth Roudinesco en el prólogo el punto de partida de su trabajo fue “observar a Freud en la construcción de su época, a la vez que ésta lo construía”.
“La historia de Freud es la historia de una comunidad, de todo un mundo”, señalaba la biógrafa en una reciente conversación mantenida en Madrid. Temperamental y apasionada, dos rasgos que dicen mucho de su manera de acercarse a sus objetos de estudio, Roudinesco se refería, una y otra vez, a la voluntad de cambiar el mundo que animaba a “esa comunidad de hombres, todos judíos, a excepción de Carl Gustav Jung, que rodearon a Freud y que deseaban explorar y cambiar el alma, del mismo modo que los socialistas buscaban la transformación de la sociedad”.

“Los primeros freudianos, socialistas, comunistas y sionistas iban tras la conquista de una tierra prometida. En todos hay un lado mesiánico, utópico. Por eso son tan interesantes sus comienzos”, explica la autora, quien también incide en el carácter coral de una biografía que abraza a una época crucial en la historia europea, una época atravesada por dos contiendas mundiales, llena de despertares y ocasos. Ese afán abarcador hace que la entrega no sea, como es habitual, una narración lineal siguiendo los acontecimientos de la vida del protagonista, sino un ordenamiento por temas.
“Eso fue lo realmente fascinante de mi investigación. Quería hacer entrar a todo el mundo. La estructura del libro la tomé del gran historiador Jacques Le Goff, de su libro Saint Louis. En su día hablé con él y me animó a emprender esta aventura de situar y leer a Freud en el gran fresco de su época”, cuenta Roudinesco, quien nos deslumbra con el juego de ideas, de contrastes, que se entabla entre los grandes personajes de finales del siglo XIX y principios del XX en Europa. Entre los innumerables cruces de caminos que se despliegan en la obra llaman poderosamente la atención los paralelismos entre Freud y Hitler y entre Proust y Freud. Y, junto a ellos, los destinos de Stefan Zweig, Thomas Mann, Lou Andreas-Salomé, Otto Gross, el citado Jung y tantos y tantos otros.

HITLER Y FREUD: EL MONSTRUO Y EL SABIO
Contraponer a Hitler y Freud ayuda a trazar un certero análisis de los claroscuros de la historia reciente. Para hacerlo la biógrafa parte de dos interpretaciones previas, la del profesor estadounidense Mark Edmundson, que en 2007 publicó una obra dedicada a los últimos días de Freud, en la que imaginó un encuentro que nunca se produjo entre el autor de La interpretación de los sueños y el dirigente nazi (en todos los sentidos “enemigos espirituales”) y la anterior y célebre de Thomas Mann, en quien éste se inspira, publicada en 1939, cuando el escritor estaba exiliado en Estados Unidos y Freud pasaba el último tramo de su vida en Londres. En el polémico ensayo, Hermano Hitler, de inspiración freudiana, Mann entabla un duelo entre un monstruo y un sabio claramente reconocibles.

“Sentía por el monstruo una verdadera curiosidad clínica y se preguntaba cómo había podido producirse tamaña inversión de valores en uno de los países más civilizados de Europa. ¿Cómo era posible que hubiese llegado al poder –y en todas las instancias de la República de Weimar y el antiguo imperio bismarckiano– lo contrario de lo que la tradición cultural alemana veneraba en el más alto grado: el saber, la competencia, la ciencia, la filosofía, el progreso”, analiza Elisabeth Roudinesco la tesis de Mann de que Hitler, un artista fracasado, fue a Viena para matar a Freud porque ejemplificaba todo lo que él detestaba de la cultura vienesa, así como su explicación de que “al monstruo llegado de la nada y convertido en el dictador de un nuevo orden germánico” había que considerarlo como “un hermano invertido“, como “la parte inconsciente de la cultura alemana, su parte tenebrosa”.
Pero Freud, que como buen representante de la burguesía más culta del mundo occidental no fue capaz de salir del acomodo de su clase para ver la miseria de los pueblos y el odio de las naciones que llevó a la Primera Guerra Mundial, también minimizó el ascenso del fascismo y no percibió hasta muy tarde, cuando no le quedó más remedio que huir de Viena por su condición de judío, el peligro, “la naturaleza de la máquina de muerte puesta en marcha por el nacionalsocialismo”, explica la biógrafa, quien constata que, sin embargo, en cierto modo, había vaticinado un escenario como ese en su obra El malestar de la cultura, “un himno al amor, al progreso, a la ciencia y a la república platónica” donde Freud expresa las inquietudes que le generaba el tiempo en el que vivía y alertaba de la amenaza que suponía la “pulsión de autodestrucción primaria” del hombre. Sólo el acceso a la civilización, a la cultura, podía dominar esa tendencia “salvaje y bárbara” propia de la psique humana.
FREUD Y PROUST. DESPRECIO MUTUO
En cuanto a Proust, Roudinesco recurre a una confidencia que el neurólogo le hizo a su amiga Marie Bonaparte, otro de los personajes claves en su vida, confesándole la decepción que había supuesto para él la lectura de Por el camino de Swann. El menosprecio fue mutuo, ya que el autor de En busca del tiempo perdido nunca mencionó a Freud en sus trabajos, “pese a que, entre 1910 y 1925, el medio literario parisino, de André Gide a André Bretón, les brindó una fervorosa recepción”.
“Los personajes de Proust parecen estar hechos para Freud”, constata la autora durante la entrevista. “Ambos fueron los exploradores modernos del yo y ambos tenían en común la idea de que la madre es el primer objeto de apego hacia el cual se vuelca el ser humano: la madre o un sustituto”, prosigue, “pero lo cierto es que nunca se interesaron el uno por el otro. En defensa de Proust, que cultivó literariamente la teoría filosófica de la memoria involuntaria, hay que tener en cuenta que murió en 1922 y no tuvo tiempo para conocer la implantación real del psicoanálisis en Francia. No sabemos qué habría pasado si hubiese vivido más. En cuanto a Freud, la verdad es que no conocía la literatura de su época y siempre se mantuvo apegado a los grandes novelistas del XIX”.

El hecho de que el hombre que llegó para transformar la comprensión de la psicología humana, descubriendo la importancia de los sueños y sacando a la luz los túneles subterráneos de la inconsciencia, no llegara a comprender el alcance de sus descubrimientos en la literatura y el cine, no deja de resultar sorprendente. “Freud recibió a los surrealistas y les manifestó su respeto, pero nunca se llegó a interesar del todo por ellos. No entendió a Italo Svevo, el primer escritor de su generación en crear un paciente freudiano, Zeno, atormentado, melancólico y enfrentado a un psicoanalista impotente y vengativo, el doctor S, en su novela La conciencia de Zeno; fue severo con Zweig y tardó en leer a Thomas Mann, pese a que tanto Martha, su esposa, como Anna Freud, su hija, y otras mujeres de su entorno, fueron grandes lectoras de Mann y le adoraban. Pero él estaba centrado en el pasado”, explica Roudinesco.
Son muchos los argumentos, las enseñanzas de esta biografía apasionante que a tramos se lee como una novela. Los interesados en la escuela psicoanalítica, en su trayectoria, en los discípulos y seguidores de Freud, así como en quienes abrieron otras vías y se alejaron del maestro, disfrutarán con esta obra que aborda casos clínicos como el de Hilda Doolittle (H.D) o Ida Bauer (caso Dora) y analiza los aciertos y los errores del protagonista. Quienes prefieran la parte histórica se encontrarán con la vida de un hombre sobrepasado por los acontecimientos de su tiempo que nunca perdió la capacidad de interpretarlos desde el inconsciente y que prosiguió con ahínco, hasta el final, con sus búsquedas, con sus trabajos. La biografía de Freud incluye interesantes análisis sobre su concepción del judaísmo, al margen de las convicciones y principios del sionismo.

EL ANTISEMITISMO
La época que le tocó vivir fue una época en la que el antisemitismo ganaba cada vez más adeptos y terminó, como explica la historiadora en el libro, “por dar cuerpo a un movimiento que promovía la expulsión de los judíos de Alemania con destino a Palestina, y su estigmatización como una “clase peligrosa” para la pureza de la raza germánica”. ¿Cómo reaccionó Freud, cómo llegó a afectarle? son cuestiones que analiza Roudinesco. “A lo largo de sus estudios”, nos dice, “despreció a quienes lo trataban de “sucio judío” o esperaban que admitiera su “inferioridad racial”. En varias ocasiones no vaciló bastón en ristre, en poner en desbandada a diversos canallas que lo habían colmado de insultos. Como contrapunto, cultivó la idea de que al estar excluido, en cuanto judío, de la “mayoría compacta”, podría conservar una independencia de criterio que después le permitiría defenderse mejor de los prejuicios…”
Sin embargo, siempre se opuso al proyecto sionista de una reconquista de la tierra prometida. “Freud era un judío de la diáspora que no creía que, para los judíos, la respuesta al antisemitismo pudiese traducirse en el retorno a ningún territorio. Y, si bien solía apoyar la instalación de colonias judías en Palestina, exhibía gran prudencia frente al proyecto de fundar un “Estado de los judíos” (…) Tuvo la intuición de que la cuestión de la soberanía sobre los Santos Lugares estaría algún día en el centro de una disputa casi insoluble (…) Temía que una colonización abusiva terminara por oponer, en torno de un fragmento de muro idolatrado, a árabes antisemitas y judíos racistas”, explica la biógrafa.
“A lo largo de sus estudios”, nos dice Elisabeth Roudinesco, Freud “despreció a quienes lo trataban de “sucio judío” o esperaban que admitiera su “inferioridad racial”. En varias ocasiones no vaciló bastón en ristre, en poner en desbandada a diversos canallas que lo habían colmado de insultos”.
Adelantado en su día en tantas cuestiones, pionero, precursor, visionario, Freud también fue un hombre apegado a sus costumbres y tradiciones. Nunca creyó en la igualdad de clases y desconfió del modelo democrático, apostando en todo momento por retornar a las ideas de Platón, por crear comunidades de sabios, de elegidos que “hubieran sometido su vida pulsional a la dictadura de la razón” y fueran capaces de “imponer a las masas un verdadero Estado de derecho fundado en la renuncia al asesinato”.
También fue muy conservador a la hora de proteger sus teorías y defenderlas de otras interpretaciones, que llegó a considerar traiciones. “En este sentido creo que Freud se equivocaba”, argumenta Roudinesco. “Entiendo su actitud, porque tanto él como sus primeros discípulos tenían la preocupación de que el psicoanálisis fuera utilizado por charlatanes y por eso estrecharon celosamente la vigilancia sobre su escuela, pero no fueron conscientes de que no se podía dominar una doctrina sin que se les escapase de las manos”.
“Llegado un momento, el principal defecto de Freud fue creer que iba a poder controlar lo que había inventado, sobre todo tratándose de una doctrina de la interpretación. Hasta él llegó a creerse, equivocándose, la tesis conspiranoica, muy extendida en su tiempo, de que Shakespeare no era Shakespeare. Menos mal que escuchó a sus discípulos y no publicó nada serio al respecto”, explica la autora riendo.

LAS MUJERES VIENESAS
Otro interesante capítulo que aborda Freud en su tiempo y en el nuestro es el del auge del feminismo y la inclusión de las primeras mujeres en los círculos psicoanalíticos. Pese a ser muy clásico en sus costumbres, en su defensa de la familia, Freud siempre defendió a las mujeres; estuvo de acuerdo en que disfrutaran de derechos cívicos; censuró la misoginia de muchos de sus colegas, a los que les dijo a las claras que su idea de la desigualdad entre sexos no existía en el inconsciente, sino que “era fruto de una construcción fantasmática”; contribuyó a dar a conocer los continuos abusos de los que ellas eran objeto por parte de los varones y se afanó en demostrar que el origen de los síntomas neuróticos y el fenómeno de las “histéricas”, tan en primer plano en su época, era consecuencia de traumas sexuales sufridos en la infancia, así como de la constante represión y falta de libertad.
“Las mujeres vienesas, recibidas en el secreto de un gabinete privado fueron las actrices protagónicas de la construcción de una clínica de la escucha; una clínica de la interioridad (…) Su desamparo existencial permitió a los hombres de ciencia elaborar una nueva teoría de la subjetividad. Gracias a su presencia muda, y a través de los relatos clínicos que disfrazaban su vida real, esas mujeres estuvieron en el origen de la invención del psicoanálisis”, expone la autora.

“Apasionado desde su infancia por los misterios y las extravagancias de la sexualidad humana”, Freud estuvo lejos de ser el ser pervertido e incestuoso del que se nutrieron no pocas leyendas e infamias. Tolerante con las diferentes formas de sexualidad, especialmente con la homosexualidad; contrario a las malsanas teorías sobre la masturbación que contribuyó a erradicar, a nivel personal siempre se preocupó por dominar sus pulsiones y practicó la abstinencia a partir de un momento determinado de su vida, a los 40 años, para liberar a su mujer, Martha, del permanente temor a quedarse embarazada (la pareja tuvo siete hijos). “La vida sexual del más grande teórico de la sexualidad habría de durar por tanto nueve años”, escribe Roudinesco, quien prosigue a que, pese a “no aprovechaba la libertad sexual que preconizaba en su doctrina, tuvo numerosos sueños eróticos, se complacía particularmente en analizarlos y no dejaba de buscar causas sexuales en todos los comportamientos humanos”.
Otros detalles de interés: No consta que Freud fuera infiel a su mujer, aunque mantuvo relaciones de carácter platónico intelectual con amigas como Lou Andreas-Salomé, y siempre aconsejó a sus pacientes el divorcio antes que el adulterio, bastante consentido en su tiempo. Esta biografía está llena, como decíamos, de curiosidades, de datos relevantes para conocer al personaje y seguir sus pasos en los días que le tocó vivir. El Freud de Elisabeth Roudinesco es un Freud complejo, lleno de matices, observado en sus luces y sombras, en sus certezas y titubeos; en sus aciertos y errores.
“FREUD NO ES PARA NADA UN PERSONAJE AGOTADO”
“Eso me parece indispensable en cualquier biografía”, afirma la traductora. “Pero la verdad es que Freud me resulta muy simpático y eso se trasluce en mi trabajo. Mientras me adentraba en su vida, en su mundo, no pude evitar conmoverme en varios momentos, por ejemplo cuando visité el crematorio de Golders Green, en Londres, lugar laico, frente al cementerio judío del mismo nombre, donde fue inhumado su cuerpo en septiembre de 1939, Me estremeció comprobar que la urna con sus cenizas y las de su mujer había sido objeto de un acto de vandalismo. Y pensé que setenta y cinco años después de su muerte, Freud seguía perturbando la conciencia occidental con sus mitos y su travesía de los sueños. Lo cierto es que para mí fue mucho más fácil escribir este Freud que escribir sobre Lacan, porque Freud, que dejó mucha memoria detrás, es más transparente, mientras que Lacan ocultó partes enteras de su vida. Freud es, sin duda, un personaje complejo, pero que no plantea tantos problemas. Me he enfrentado a él con la convicción de que estaba tratando con un clásico, en contraposición a Lacan, un moderno”.

Al preguntarle por esos otros momentos conmovedores, Elisabeth Roudinesco vuelve a detenerse en el final de Sigmund Freud. “Me ha interesado mucho esa parte de su vida, porque cuando, por fin, tomó la decisión de irse de Viena, su entorno, el grupo formado por Ernest Jones, María Bonaparte y el resto de freudianos que se exiliaron a todos los países del mundo, sobre todo a EEUU, decidió que no se iría solo, sino con su memoria, con su casa a cuestas”.
“Hay quienes le han reprochado, que se preocupó demasiado por guardar sus colecciones, por llevárselas a Londres, pero es que de no haberse impuesto ese criterio, la posteridad lo habría lamentado. La última sesión de la sociedad psicoanalítica vienesa fue tan importante por eso, porque se decidió que la memoria del movimiento no podía ser destruida. De haberse quedado todo se habría hecho desaparecer y Freud, al que le quedaba poco más de un año de vida, habría sido exterminado. Con esa decisión no sólo se salvó su vida sino la de su doctrina”, prosigue, recordando que todos los judíos que no emigraron fueron exterminados en Viena, incluidas las cuatro hermanas, ya ancianas, de Freud y otros psicoanalistas que se quedaron en la ciudad con sus familias.
“La represión en la capital austriaca fue más dura que en otros lados”, explica la autora, quien para elaborar todo este capítulo se ayudó del texto ya mencionado de Thomas Mann, Mi hermano Hitler, “un texto genial sobre la Alemania oscura donde Mann se nutre de su Doctor Faustus” y que, curiosamente, enlaza con el último libro que Freud leyó antes de su muerte, La piel de zapa, de Balzac, una réplica de Fausto en la que el protagonista también firma un pacto con el diablo, le vende su alma para vivir la vida”.

Reconoce la historiadora francesa que en su Freud no hay grandes revelaciones, pero sí muchos detalles. “No hay revelaciones llamativas porque las correspondencias principales ya eran conocidas”, declara, animando a futuros investigadores a estudiar más a fondo a los pacientes. “Tal vez, a partir del punto de vista de los pacientes, de sus relatos, surjan cosas nuevas, nuevos juicios sobre Freud”, añade, valorando también todas las entrevistas que le hizo en la década de los 50 Kurt Eissler, otro psicoanalista emigrado de Viena a Nueva York. “Ahí hay mucho que ver todavía, mucha más información sobre su modo de vida y su método de trabajo”.
“Freud no es para nada un personaje agotado”, afirma rotunda Roudinesco. Mitificado por unos y desmitificado por otros, hay que seguir volviendo a las fuentes, a sus escritos, porque ahí, en sus estudios, en sus diarios, en sus misivas, es donde se encuentran sus encrucijadas. Freud escribió nada menos que veinte mil cartas, de las que se conservan diez mil, constata la biógrafa. “Hoy no se puede leer a Freud sin las correspondencias. Es un complemento esencial al que los psicoanalistas no prestan la atención suficiente”, opina, volviendo a hacer hincapié en la relectura histórica.
Lo que consigue demostrar esta biografía es que el padre del psicoanálisis no puede ser comprendido sin el contexto de su época, sin Viena. “Hoy la relectura histórica es necesaria para organizar la clínica, en concreto el conocimiento de los distintos casos y análisis. Es tan importante como entender la forma en la que Freud contaba los relatos de sus casos”, explica la autora, convencida de que, pese a todo, la leyenda negra en torno a su figura va a continuar. “No veo por qué se iba a detener: Sartre, Freud, Darwin, Einstein y hoy, en un periodo tan regresivo como el nuestro, personajes como Michel Foucault, tratado por sus detractores casi como si hubiera inoculado el sida a la civilización, siguen siendo demonizados, víctimas de teorías conspirativas”.
“Siempre hay fuerzas reaccionarias frente a los creadores, científicos, pensadores universales”, argumenta esta mujer vehemente, entusiasta de su trabajo que carga contra las biografías que buscan, por encima de todo el escándalo. “No estoy en contra de ello, pero siempre que los hechos revelados sean ciertos. Si yo hubiese encontrado pruebas de que Freud fue incestuoso o nazi lo habría dicho, pero no he hallado nada de eso. Creo que son malos editores los que fomentan ese camino”, alega.
EL PSICOANÁLISIS Y EL FEMINISMO HOY
Cuando se le pregunta a Elisabeth Roudinesco si el psicoanálisis hoy goza de buena salud no se lo piensa dos veces antes de responder: “No, para nada. Está muy atacado, erróneamente, y los psicoanalistas no lo defienden lo suficiente porque se han convertido en un cuerpo esclerosado, apolítico”.
Elisabeth Roudinesco está convencida de que, pese a todo, la leyenda negra en torno a su figura va a continuar. “No veo por qué se iba a detener: Sartre, Freud, Darwin, Einstein y hoy, en un periodo tan regresivo como el nuestro, personajes como Michel Foucault, tratado por sus detractores casi como si hubiera inoculado el sida a la civilización, siguen siendo demonizados, víctimas de teorías conspirativas”.
“Hace falta ventilar muchas cosas; tal vez por eso he escrito este libro”, señala, mostrándose igual de crítica con el feminismo cuando hablamos de las contribuciones de Freud a la liberación de la mujer. “Hoy esas contribuciones no se le reconocen porque una parte del feminismo se ha convertido en muy sectaria y se encuentra en el mismo estado que el psicoanálisis. Es un movimiento que se ha vuelto ridículo, intransigente. Los movimientos de emancipación se han convertido en algo diferente a lo que eran en principio y creo que no se está produciendo el suficiente debate en torno a ello.”
– Pregunta final: ¿Qué nos puede aportar Freud en este convulso siglo XXI?
– Nos puede enseñar a comprender los males de la civilización. Ahora estamos en una crisis europea que se parece mucho a la de hace un siglo, con un aumento de los nacionalismos que amenazan la Ilustración. Freud es de los pocos que entendió la voluntad de autodestrucción del hombre por sí mismo y la capacidad de luchar contra ello. En ese sentido es muy moderno. Es un clásico que nos permite reflexionar sobre la modernidad. Sólo el acceso a la civilización, a la cultura, mediante la sublimación, pueden salvar al ser humano y a las sociedades de su tentativa de autodestruirse. Sólo la capacidad de vivir en sociedad y de comprometerse, en nombre de un ideal común, puede llevar al bienestar para todos. Esas ideas, que están en la base de una de las obras fundamentales de Freud, El malestar de la cultura, deberíamos tenerlas ahora muy presentes.
Queremos cerrar este artículo con un documento sonoro fascinante: La única grabación conocida de la voz de Sigmund Freud. Fue emitido por la BBC el 7 de diciembre de 1938.
- Freud en su tiempo y en el nuestro, de Elisabeth Roudinesco, traducido por Horacio Pons del francés, ha sido publicado por la editorial Debate.
- Las fotografías de la autora fueron realizadas por Nacho Goberna el día de la entrevista en el jardín del Instituto Francés de Madrid.