Teorías del lenguaje literario de la mano de Pessoa

Alberto Trinidad © 2019 /

Releyendo una vez más el Libro del desasosiego —algo así como una Biblia para los correligionarios de la ficción— uno participa de una suerte de viajes impensables en el espacio físico. Hoy, mientras paseo de nuevo por estas líneas imperecederas, siento que mi mente se instala en las teorías de pensamiento del siglo XX que analizaron la importancia del lenguaje en la teoría literaria. Tal vez porque es precisamente en estos meses de verano cuando me enfrento yo mismo a la escritura de una manera más crucial y salvaje, cuando me sitúo en el centro de esta encrucijada irresoluble en que no acaban de converger nunca el lenguaje, la identidad y la vida, siento la necesidad de ahondar en las consecuencias que se derivaron de estos estudios, tanto en la disolución del sujeto posmoderno como en los conceptos de verdad y realidad.

Hoy, que una vez más me he sentado al borde de mi terraza, con los pies colgando del precipicio, para leer al azar páginas del Libro del Desasosiego, siento el impulso desafiante de demostrar, además, que todas esas teorías de las que hablo se encuentran ya expuestas, descritas o anticipadas en el libro de Fernando Pessoa. Así que os propongo que os acomodéis en el borde de vuestro abismo particular, que cerréis a vuestra espalda la puerta del mundo y disfrutéis de esta apasionante travesía aceptando la apuesta que acabo de arrojar al vacío.

Pero antes de iniciar ese intenso camino, me permitiréis que retrocedamos un par de siglos. Para comprender cuál es el origen del que nacen tanto la idea del descentramiento del sujeto como la importancia que adquiere el lenguaje en la forma de relacionarnos con nuestra propia identidad, y con la realidad circundante, debemos acudir a Inmanuel Kant.

A raíz de sus críticas del sujeto y de la razón, el filósofo alemán desarrolla la idea de que aquello que el ser humano percibe es una representación mediatizada por nuestras propias capacidades. Exactamente define al objeto como el resultado de la síntesis entre las formas a priori aportadas por el sujeto, es decir, el pensamiento, y los datos de la sensibilidad, lo que él llamaba «intuiciones». Esta síntesis, según sus palabras, la realiza la imaginación, es decir, la facultad de crear imágenes, con lo que acaba afirmando que el mundo objetivo es el resultado de una suerte de subjetividad que nombra como «espontaneidad».

Estas teorías, como es sabido por todos, influyeron de una manera trascendental en el Romanticismo. En especial a dos autores: Novalis y Schlegel.

Novalis, en su célebre texto, Monólogo, añadía el lenguaje al proceso de conocimiento del mundo objetivo de Kant. De este modo, la realidad ya no es solo una adecuación entre objeto dado e inteligencia, sino que, al agregar como mediador de este proceso al propio lenguaje, a modo de puente que a un tiempo nos une y nos separa del objeto, la realidad se convierte en una infinita posibilidad de procesos de transformación. Para el ser humano todo pasa a ser una interpretación, tal y como diría Nietzsche.

Frederick Schlegel, junto con sus compañeros del Círculo alemán de Iena, fueron los primeros en hablar de la autorreflexión del arte y de la literatura. Schlegel apuntó que la literatura, además de tener la función de relatar una historia, comunicar unos sentimientos o imponer un discurso, también posee la función única de hablar de sí misma (de exponerse a sí en sí misma), a este cometido lo llamó “auto-reflexividad”, lo que más tarde el lingüista Jakobson llamaría “autoreferencialidad”.

Y ahora sí, una vez hemos amasado el fermento del que nacerán las teorías de pensamiento más avanzadas del siglo XX en relación al tema que nos ocupa, vamos a adentrarnos en ellas y verlas dibujadas de la mano de Fernando Pessoa.

Fernando pessoa

Como no es difícil imaginar, a causa de la importancia que se le concede al lenguaje, los estudios lingüísticos adquieren una relevancia crucial para los teóricos y críticos literarios. Entre los lingüistas más influyentes destaca, como acabo de señalar, la figura de Roman Jakobson —que incorporó las funciones metalingüística y poética a las funciones habituales del lenguaje (emotiva, fática, conativa y referencial)—, pero también la del francés Emile Benveniste.

Benveniste va un paso más allá; según su opinión, el lenguaje no es un simple sistema de signos que ocupa un lugar entre los demás, sino que es «el interpretante de la sociedad en su conjunto», dado que todos los sistemas de signos pueden ser interpretados por la lengua.

Llega a afirmar que el lenguaje es un elemento constitutivo de nuestra naturaleza y que la identidad no precede al pronombre Yo, sino que es este quien la prefigura. Es decir, la identidad pasa a ser únicamente una realidad lingüística o, en todo caso, el efecto producido por un espacio lingüístico. El sujeto deja de ser una verdad sustancial e innata para convertirse en una construcción que tiene como única base el propio lenguaje.

He aquí los fragmentos de Pessoa que prefiguran esta idea (a partir de ahora, se insertarán en cursiva y negritas directamente, integrándose en el contenido del artículo):

Ni yo mismo sé si este yo, que os vengo exponiendo a lo largo de estas páginas, existe realmente o no es más que un concepto estético y falso que yo hice de mí mismo. Sí, sí, así es. Me vivo estéticamente en otro.

Mi amor a lo ornamental es, sin duda, porque siento en él alguna cosa idéntica a la sustancia de mi alma.

El lenguaje por tanto conforma la subjetividad y afecta al modo en que percibimos la realidad. Una teoría íntimamente ligada a la filosofía del lenguaje de pensadores como Austin y Wittgenstein, a la antropología estructuralista de Levi-Strauss, pero, sobre todo, al psicoanálisis de Jacques Lacan.

Jacques Lacan

Los estudios de Lacan parten, como es sabido, del psicoanálisis de Freud y de su descripción del inconsciente. Según Freud, el inconsciente pugna por hacerse consciente tratando siempre de permanecer semioculto para poder burlar las barreras censoras del Ego. Una de estas formas de liberación del inconsciente se produce en los sueños. El psicólogo austriaco explica que estas energías reprimidas utilizan mecanismos para aflorar en el contenido manifiesto del sueño sin ser detectados. Estos mecanismos son básicamente dos: el desplazamiento y la condensación, que Freud relaciona directamente con los tropos literarios de la metonimia y la metáfora. Con esto, el psicoanálisis propone que la elaboración onírica y la elaboración literaria parten de estructuras idénticas y que, por tanto, el lenguaje literario es un reflejo de la estructura psíquica humana; con lo cual, lejos de ser un objeto de estudio como otro cualquiera, la literatura se convierte en un sujeto de conocimiento del ser humano por sí mismo.

Ahondando todavía más en el vínculo indisoluble entre lenguaje y subjetividad, Lacan acabaría afirmando que el inconsciente al completo es una estructura sujeta a unas leyes de características propiamente lingüísticas. Por tanto, bajo su punto de vista, toda crítica del sujeto debe ir acompañada de una crítica del signo. A este respecto, Lacan subvierte la relación de equivalencia de Saussure entre significado y significante y asegura que el significado es un efecto del significante, con lo que prioriza a este respecto de aquel.

Mientras que para Saussure la relación de significado y significante es de reciprocidad, para Lacan tienen una relación de dependencia: el significado depende del significante. Como consecuencia de esta teoría del signo, deduce que la realidad cognoscible es tan solo aquello que percibimos mediatizado por los significantes; todo aquello que queda al margen de lo marcado por el significante, Lacan lo denominará «lo Real», y quedará fuera de nuestra capacidad de conocimiento. Por tanto, la importancia crucial que estas consideraciones tienen para el tema que nos concita es que, de tal afirmación, se desprende que también el ser humano forma parte de esa red simbólica que nos precede, y que la forma que tenemos de percibirlo (y, por tanto, de autopercibirnos) es a través de los significantes.

«No hay la más mínima realidad prediscursiva, por la buena razón de que lo que se forma en colectividad, lo que he denominado los hombres, las mujeres y los niños nada quiere decir como realidad prediscursiva. Los hombres, las mujeres y los niños no son más que significantes» (Lacan).

Ser una cosa es ser objeto de una atribución. Puede ser falso decir que un árbol siente, que un río “corre”, que un ocaso es triste (…). Pero error igual es atribuir belleza a cualquier cosa. Error igual es atribuir color, forma, incluso ser, a cualquier cosa. Este mar es agua salada. Este ocaso es comenzar a faltar la luz del sol en esta latitud y longitud. Este niño, que juega delante de mí, es un montón intelectual de células —más aún, es una relojería de movimientos subatómicos, extraño conglomerado eléctricos de millones de sistemas solares en miniatura mínima.

Marcel Proust

En el marco de esta importancia otorgada a la literatura en cuanto a su relación con la identidad, encontramos un referente insoslayable en Marcel Proust. En las páginas de su obra À la recherche du temps perdu, desarrolla la idea de que verdad y realidad no coinciden. De su novela se desprende que la realidad última es un conjunto de metonimias, sinécdoques y metáforas (es decir, lo que más tarde a grandes rasgos, como hemos visto, promulgara el psicoanálisis lacaniano), mientras que lo que él denomina “verdad” es un proceso individual e individualizante que constituiría a cada individuo a través del acto de la escritura puesto de manifiesto a raíz de la memoria involuntaria, fuera del tiempo, provocada por estímulos externos: en definitiva, la narración de esa memoria espontánea.

Como consecuencia de estas hipótesis, se establece una interacción constante y a veces dramática entre la narración institucional y la propia. El sujeto de la obra proustiana lucha contra un lenguaje preestablecido (la realidad) con la intención de establecer uno nuevo que lo constituya y le otorgue un significado, un sentido propio; en definitiva, busca una ruptura de los moldes prefijados que prefiguran nuestras vivencias y que, a su vez, permita la adquisición de otras experiencias intransferibles. Se trata de una transformación que, según él, solamente puede darse en el ámbito de la escritura y que lo lleva a afirmar que «la única vida verdaderamente vivida es la literatura».

          —Toda la literatura consiste en un esfuerzo para hacer real la vida.

          —Soy, en buena medida, la misma prosa que escribo. Me despliego en períodos y párrafos, me coloco puntuación (…) Me transformé en una figura de libro, una vida leída. Lo que siento es (sin yo quererlo) sentido para escribir que se sintió. Lo que pienso aparece enseguida en palabras, mezclado con imágenes que lo descomponen, abierto en ritmos que son algo distinto.

Roland Barthes, partiendo de esta posibilidad proustiana de la adquisición de un lenguaje propio y constitutivo que defina nuestra diferencia, ahondó de forma trascendental en el papel que ejercita un escritor delante de la escritura.

Si en la literatura moderna el verbo escribir ya se concibe como intransitivo —el autor no es el que escribe «algo», sino el que «escribe» como acto puro sin el objeto de una transitividad—, Barthes realiza una propuesta todavía más radical y sitúa el foco de la cuestión ya no en esa intransitividad del verbo «escribir» sino en su diátesis: la manera en cómo el sujeto del verbo queda afectado por el proceso. Escribir, según él, significa escribirse, es decir, el escritor se implica y sumerge en el propio texto no como sujeto psicológico, sino como agente de la propia acción.

«Sujeto y agente se transforman en un mismo proceso en el cual ser, acontecer y escribir son un único acontecimiento» (Roland Barthes).

La escritura pues es el único espacio en el que quien escribe puede acontecer. La escritura es simultánea a sí misma y por lo tanto al escritor, que no existe más allá de ese instante.

El precio a pagar por esta concepción de la escritura es la disolución del sujeto como perteneciente al escritor, el escritor se diluye en lo escrito, desaparece en favor del texto literario, escenificando la puesta en escena de «la muerte del autor», como describió en su célebre artículo.

—¿Releo? ¡Mentí! No me atrevo a releer. No puedo releer. ¿De qué me sirve releer? El que allí está es otro. Ya no entiendo nada…

—Vivir es ser otro. Y sentir no es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir—es recordar hoy lo que ayer se sintió, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue vida perdida.

Maurice Blanchot

Como última estación de esta singular travesía, nos encaminamos a la estación ausente, en la que nos espera, desde siempre, Maurice Blanchot. En este viaje hemos aprendido, y Blanchot nos ayudará a comprenderlo, que el lenguaje mata a la cosa (al referente), una vez la nombra, ya que los signos lingüísticos no necesitan de esa cosa para su funcionamiento. Y del mismo modo que elimina el referente, también elimina al sujeto que utiliza ese lenguaje (hablado o escrito), ya que el sujeto también está conformado como un espacio lingüístico (tal como decía líneas más arriba Emile Benveniste). Al escribir, uno se aleja de sí mismo, se aniquila, pero es en la escritura en el único ámbito en el cual se pone de manifiesto.

Lo que hace Blanchot es oponer nuevamente el lenguaje cotidiano al literario. Según él, en el lenguaje cotidiano experimentamos la ilusión de que poseemos los objetos que nombramos: al decir «mi padre me quiere», creemos exactamente que al nombrar «padre» y «quiere» estamos atrayendo a nosotros a nuestro padre y al amor que este siente por nosotros. Sin embargo, el lenguaje literario lo que hace (como ya pusieron de manifiesto los formalistas rusos, la estílistica o el estructuralismo checo con los procesos de desautomatización, los estilemas, la literariedad, etc.) es poner de manifiesto precisamente la distancia que existe entre la palabra y la cosa, concentrar la atención en los procesos de la palabra, en el lenguaje en estado puro, el sentido de las palabras por lo tanto manifiesta la muerte de su referente.

Dios mío, Dios mío, ¿a quién asisto? ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es esta pausa que hay entre mí y mí?

Puesto que es impersonal, exenta de referente, la literatura remite únicamente entonces a sí misma, es su propio objeto. La función estética de Jakobson en Blanchot se transforma en la función donde se ejecuta la aniquilación del autor. El que escribe instaura su propia muerte.

Somos muerte. Lo que consideramos vida, es el sueño de la vida real, la muerte de lo que verdaderamente somos. Los muertos nacen, no mueren.

Estas páginas, en las que voy haciendo anotaciones con una claridad que para ellas perdura, las acabo de releer y me interrogo. (…) ¿Qué es lo que muero cuando soy?

Me trasladé de mí a no sé dónde. (…) No me encuentro donde me siento y, si me busco, no sé quién es el que me busca.

Se trata, pues, de un lenguaje sin sentido último, «el poeta es el que entiende un lenguaje sin sentido» (Maurice Blanchot), ya que no remite a ninguno; es errático puesto que siempre está fuera de sí mismo: remite al silencio, al afuera de toda palabra. Con esta muerte del referente, se crea una ambigüedad en la comprensión que deja al sentido en una posición errática e inaprensible, una ambigüedad que también afecta a cualquier lectura, ya que si esta trata de restablecer el vínculo entre el texto y su referente, se vuelve a caer en la misma trampa que el propio hecho literario pretende denunciar.

Fernando Pessoa

Vuelve a darme, os Silencio inmenso, mi ama y mi cuna y la canción con la que me dormía.

¿Ah, quién me salvará de existir? No es la muerte lo que quiero, ni la vida: es aquella otra cosa que brilla en el fondo del ansia como un diamante posible en una cueva a la que no se puede bajar.

No haber leído nunca es la única manera de leer. No haber escrito nunca es la única forma de comenzar a escribir. Cerrar el libro, tal vez, sea la fórmula para comenzar a obrarlo.