El invierno en Granada y otros cuentos

Por Emma Rodríguez © 2015 / Hay en la última novela de Antonio Muñoz Molina, Como la sombra que se va, una parte en la que el autor habla de las ciudades que necesitamos en cada momento y de los viajes en los que logramos desprendernos de todas “las ataduras, las obligaciones, los horarios” y las lealtades de la vida. Recupera la sensación que tenemos cuando conseguimos dejarlo todo atrás, irnos de un lugar y llegar a otro completamente nuevo, capaz de limpiar la mirada y el alma. Reflexiona sobre la capacidad de perderse. “Perderme del todo”, escribe, “sin dejar rastro, ni un hilo que me pudiera guiar en el regreso, sin remordimiento, sin nostalgia, sin memoria…

El escritor está hablándonos del primer viaje que hizo a Lisboa, un viaje de juventud para situar las atmósferas y los escenarios de El invierno en Lisboa, la novela que marcó un antes y un después en su trayectoria, la que le abrió las puertas al gran público. Ese viaje lo realizó Muñoz Molina un mes de enero, hace ya más de veinticinco años. Leía yo estos párrafos otro enero, saludando a 2015, en Granada, su ciudad de origen, en una terraza con vistas al barrio del Albaicín y a la Alhambra, respirando el aire frío de Sierra Nevada, sintiéndome impregnada por todas las emociones viajeras de una novela en la que Granada resulta esencial, vista ya desde el presente, nuevamente desde Lisboa, esa otra ciudad de miradores a la que Muñoz Molina regresó para recrear su libro más reciente, un libro en el que contrasta y superpone dos geografías que marcan, de forma irremediable, su biografía.

Viajar sin prisas, lejos de los itinerarios turísticos, a la búsqueda de esas escenas particulares, íntimas, privadas, que sólo han de pertenecernos a nosotros, abre siempre un paréntesis renovador que despierta los sentidos, los exalta lejos de las rutinas, de las repeticiones cotidianas. Muñoz Molina transmite maravillosamente esa experiencia, en su caso más intensa porque, además, está filtrada por el estímulo de la escritura, por esos otros mapas de la ficción. “Por no pensar no pensaba siquiera en el libro que me había traído a Lisboa. Era una mirada, era todo oídos, era una cámara objetiva, era el vigor de las piernas y el gozo de respirar el aire húmedo y fresco (…)”, era la mano que apretaba el asa del bolso de viaje; era la simple felicidad impersonal de estar sentado en un café…” transcribo, me reconozco, en sus palabras.

A Granada viajé acompañada de otro libro que recomiendo a todo aquel que se acerque a la ciudad nazarí y que me permitió trazar un itinerario paralelo hacia el pasado, siguiendo las huellas de Washington Irving, de la estirpe de los viajeros románticos del XIX. Aunque siempre tuve sus Cuentos de la Alhambra como referencia y sabía de ellos por las lecturas y análisis de otros, nunca me había adentrado en sus páginas y confieso que fue muy estimulante combinar las visitas por la ciudad y la inmersión en la obra de Muñoz Molina con la lectura de esas leyendas guardadas en la memoria por generaciones y, sobre todo, con la toma de conciencia de que, no mucho tiempo atrás, en la época en la que Irving visitó el palacio árabe y se hospedó en él, sus estancias y entornos, lejos de ser un atractivo turístico, fueron el hogar de un pintoresco vecindario, gentes modestas, a las que el viajero se refiere como “los hijos de la Alhambra”, y sobre las que planeaba la autoridad de una guardiana llamada doña Antonia.

Emma Rodríguez por Nacho Goberna © 2015

La mirada de curiosidad, de contemplación, de Irving planea sobre todo el conjunto. Su aliento poético y su fino sentido de la observación y del humor convierten la entrega en un placentero recorrido que nos regala la visión de una Alhambra vacía de visitantes con cámaras y teléfonos móviles, habitada por una tribu de hombres y mujeres cuya pobreza contrastaba con el lujo de los decorados, con la grandeza de un pasado de esplendor del que ya sólo quedaban las leyendas y el rastro de una Historia en la que distintas culturas fueron llamadas a convivir.

Escribe Andrés Soria, el prologuista de la clásica edición de Alianza, que “los habitantes del recinto, los hijos de la Alhambra, pobres huéspedes de salones suntuosos, no contentos con lo que ven y poseen todos los días, amontonan los tesoros de su imaginación”. Y señala que “Irving se complace en repetir que los hombres y las mujeres entre los que vive son extraordinariamente felices (…) por gozar sin límites de las noches estrelladas o del canto de los pájaros, al alba. Y por sumar a estos regalos tan inocentes las fábulas mentidas, las fantásticas evocaciones de los días gloriosos del Alcázar.”

La mirada de curiosidad, de contemplación, de Washington Irving, planea sobre todo el conjunto. Su aliento poético y su fino sentido de la observación y del humor convierten la entrega en un placentero recorrido que nos regala la visión de una Alhambra vacía de visitantes con cámaras y teléfonos móviles, habitada por una tribu de hombres y mujeres cuya pobreza contrastaba con el lujo de los decorados, con la grandeza de un pasado de esplendor del que ya sólo quedaban las leyendas.

Con un espíritu absolutamente soñador y generoso, el viajero, que no deja de valorar el carácter llano, orgulloso y servicial de los españoles que se va encontrando por los caminos, caminos, a su vez, llenos de pillos y de contrabandistas, reflexiona una y otra vez, cuando logra llegar a su destino después de una accidentada ruta desde Sevilla, sobre el inmenso regalo de poder admirar las bellezas de un lugar condenado a convertirse en mítico.

Es difícil contemplar este panorama tan perfectamente oriental, sin que evoquemos los recuerdos inmediatos de un romance árabe, y casi esperamos ver el blanco brazo de alguna misteriosa princesa haciéndonos señas desde la galería o algunos ojos negros brillando tras las celosías. Aún tiene aquí la belleza su morada, como si todavía ayer mismo la hubiese habitado.  Pero, ¿dónde están las dos hermanas, dónde las Zoraidas y las Lindarajas?, retomamos las palabras de Irving, palabras que tienen la capacidad de transportarnos muy atrás en la Historia de la mano de lo que van contando los distintos personajes, personajes tan entrañables como el de Mateo Jiménez, particular cronista que se convierte en un especie de escudero de Irving y que había vivido siempre en la fortaleza mora, privilegio heredado de su familia, una noble familia de cristianos viejos, venida a menos, de la que tanto le gusta alardear.

Volviendo al presente, a la Granada actual, al libro de Muñoz Molina, pienso una vez más en las coincidencias y preciosas casualidades que los viajes literarios nos deparan, porque los paralelismos geográficos y temporales –dos Granadas, dos eneros separados por no pocos años– no serían la única sorpresa que iba a encontrarme a medida que avanzaba en el itinerario de Sobre la sombra que se va. En un recodo del camino, de la lectura, había de encontrarme con el escritor argentino Adolfo Bioy Casares, a quien me refiero ampliamente en otra de las piezas de este número de “Lecturas Sumergidas”. Bioy Casares, viajero entregado por las rutas que marcan los atlas reales y también los imaginarios, hacedor de ficciones y de inventos que nos conducen a mundos paralelos, mundos-refugio desde los que otear los horizontes por venir y desde los que bucear en el territorios de los sueños.

Emma Rodríguez y el barrio del Albaicín. Nacho Goberna © 2015

Si hay una obra que inició en mí el gusto por la ciencia-ficción, esa obra fue La invención de Morel, del autor argentino, una novela que, a la vez, me abrió las puertas de su territorio, un amplio territorio que siempre me ha fascinado. Esta entrega, la número 20 de esta publicación, cae rendida ante la ciencia-ficción. Desde el “Pasiones” de Nacho Goberna, dedicado a Gene Roddenberry, el creador de la mítica serie televisiva Star Trek, una deslumbrante saga que, más allá de sus divertidas aventuras espaciales, es capaz de hacernos ver las contradicciones del mundo en el que vivimos con una lucidez y una profundidad increíbles, hasta la entrevista con José María Merino, un devoto de lo fantástico que se ha atrevido en su propia obra a emprender travesías hacia lo inexplicable.

De José María Merino he leído estos últimos meses, además de los relatos que componen La trama oculta, una entrega que se convierte en el punto de partida de la conversación que mantuvimos hace muy poco, un libro dedicado a los más jóvenes lectores: Las mascotas del mundo transparente, publicado en la colección Literatura Mágica de Nocturna, con sugerentes ilustraciones de Júlia Sardà. Consciente de que las ficciones son un nutriente fundamental, preocupado ante un sistema educativo que no acaba de darles el lugar que les corresponde, Merino está convencido de que si los cuentos llegasen a los colegios, si los más pequeños se contagiaran del placer de los viajes literarios, de su capacidad para abrir los ojos al mundo, sería mucho más sencillo hacer avanzar las sociedades hacia modos de vida y de relación más felices.

Completamente de acuerdo con él, abrí las páginas de esta entrega que lo muestra en su faceta de contador de cuentos para lectores en ciernes. El Merino que no ha perdido la curiosidad de la infancia, las ganas de jugar inventando otras realidades, relata aquí –cómo no, haciendo uso de los cauces de la ciencia-ficción– la historia de un niño que al pronunciar la palabra de una canción es víctima de un conjuro que lo hace desaparecer de su casa y lo traslada a una realidad paralela. Una realidad en la que unas extrañas figuras de cuarzo, “los cristalinos”, lo convierten en su mascota.

Consciente de que las ficciones son un nutriente fundamental, preocupado ante un sistema educativo que no acaba de darles el lugar que les corresponde, José María Merino está convencido de que si los cuentos llegasen a los colegios, si los más pequeños se contagiaran del placer de los viajes literarios, de su capacidad para abrir los ojos al mundo, sería mucho más sencillo hacer avanzar las sociedades hacia modos de vida y de relación más felices.

El escritor narra la amistad que entabla el protagonista con otra niña, Sofía, con un adulto llamado Paulino y con una gigantesca araña de nombre Ko, todos “cazados” y enjaulados de igual manera, para desarrollar temas como la toma de conciencia del maltrato animal o del egocentrismo de los seres humanos que se creen superiores, dueños del universo. Porque es en ese encierro, cuando los personajes son utilizados como mascotas que deben jugar y entretener con sus habilidades a los anfitriones, cuando perciben la necesidad de ser más humildes y comprenden el respeto que les merecen las otras criaturas. “Si los seres humanos somos capaces de maltratar de tal modo a nuestros semejantes, ¿por qué estos cristalinos, por muy inteligentes que sean, iban a ser diferentes? (…) ¿Por qué vamos a extrañarnos de que no quieran enterarse de que somos seres racionales o de que, si lo saben, no les importe seguir utilizándonos como mascotas?…”, argumenta Paulino, quien va levantando todo un discurso sobre los abusos de poder, sobre la larga sombra de la discriminación –a causa del género, de la raza, del color– a lo largo de la Historia.

Emma Rodríguez y el barrio del Albaicín. Nacho Goberna © 2015

El desarrollo de la empatía y la magia de los números, capaces, con su juego de combinaciones, de propiciar el regreso al punto de partida, son algunos de los pilares de este relato que también atrapa a los adultos, sobre todo si tienen pequeños a su cargo y están dispuestos a leer con ellos, a seguir el discurrir del relato en voz alta. Un ejercicio que no es la primera vez que recomiendo en estas páginas y que he tenido presente durante todo el tiempo que estuve inmersa en otra narración maravillosa, El claro del bosque, de la autora italiana Marisa Madieri (Fiume, 1938 – Trieste, 1996),  editado por Minúscula en una colección llena de auténticas perlas, “Paisajes Narrados”, la misma donde he descubierto otros dos libros a los que me he asomado con anterioridad desde esta Ventana abierta: Bagheria, de Dacia Maraini, y Un altar para la madre, de Ferdinando Camon, libros breves pero con una grandiosa capacidad para calentarnos, para iluminar nuestros días.

Es, precisamente esto, poner luz y sonrisa, lo que hace esta obra que la crítica Ernestina Pellegrini califica como “una delicadísima fábula floral” en el texto final que acompaña al relato, un texto que recorre la trayectoria de Madieri e indaga en los significados, simbolismos e influencias de una entrega muy especial, que yo he preferido leer sin mayores interpretaciones, desde su lado más encantador y naif, pensando que la estaba leyendo en voz alta para un grupo de niños soñadores, ávidos de hacer preguntas.

Protagoniza este Claro del bosque una pequeña flor llamada Dafne, una margarita curiosa e inquieta que, con sus ganas de mirar y de aprender, nos enseña muchísimas cosas sobre la vida, la vida con sus momentos de exaltación y con sus miserias, con sus bondades y con sus peligros. Es fácil reconocer en este bellísimo cuento comportamientos y conductas, cotidianidades y maneras de ser y estar en el mundo. Hay una flor coqueta que piensa únicamente en su belleza y hay una activista que agita el prado con manifestaciones contra los insectos. Hay una anciana margarita que se queja de los malos amores de su vida y una maestra siempre constipada que transmite a las niñas los misterios de la reproducción. Los ritmos de la naturaleza, el proceso de evolución, a través del crecimiento de la flor, de su frágil e intensa vida que no puede durar más allá de un mes, son explicados con absoluta sencillez y exquisitez, valiéndose la autora de un lenguaje estimulante, de una voz que se detiene en los paisajes de la contemplación, de la meditación.

En el bellísimo relato de El claro del bosque, los ritmos de la naturaleza, el proceso de evolución, a través del crecimiento de una margarita, de su frágil e intensa vida que no puede durar más allá de un mes, son explicados con absoluta sencillez y exquisitez por la autora italiana Marisa Madieri, quien se vale de un lenguaje estimulante, de una voz que se detiene en los paisajes de la contemplación, de la meditación.

Si en El jardín de la memoria, de Lea Vélez, otro de los libros destacados en esta entrega de “Lecturas Sumergidas”, se aborda con naturalidad y valor el tema de la muerte, a través del testimonio personal, de la propia experiencia, Marisa Madieri recurre a la metáfora para dar cuenta del tránsito de toda existencia, del proceso de la decadencia hasta el dejar de ser. “También las margaritas envejecían” , le hace saber Oscar, el jardinero a la protagonista, quien observa que “los abuelos tienen el talle tambaleante y la espalda encorvada por el peso de los días y las experiencias vividas”, y piensa en lo feas que debían ser las experiencias “si reducían a las margaritas a ese estado”.

Emma Rodríguez en la Alhambra. Nacho Goberna © 2015

El humor y la ternura se dan la mano en un libro que estimula a vivir el presente con toda su carga de belleza, pero también con sus tristezas e inconvenientes. Dafne se asoma a los misterios del mundo desde su pequeña estatura. Contempla las estrellas, sueña con hadas y se acerca a lo que sucede a ras de tierra, en los parajes de lo subterráneo. Su actitud disfrutona le impide entender, por ejemplo, a las atareadas hormigas, que lejos de parecerle laboriosas, le resultan “más neuróticas que diligentes, incapaces de intercambiar cuatro palabras amistosas o de contemplar tranquilamente el paisaje ni siquiera por un instante”.

Es precioso, de veras, el camino por El claro del bosque. Es precioso el final de esta fábula que termina con la flor en manos de una niña que la usa como guirnalda para ser coronada reina de las hadas. Sucede demasiado pronto, pero Dafne ha sido testigo de muchos descubrimientos y revelaciones, porque ha querido y sabido mirar, entender. Madieri convierte a su flor en inmortal para cada uno de los lectores-as, niños-as, que atravesemos la puerta de este su prado encantado.

He empezado abriendo esta Ventana a las vistas de la Alhambra y la cierro aquí, ante un campo lleno de margaritas. He empezado hablando de viajes, de los viajes inolvidables a las ciudades que necesitamos en cada momento, y la cierro con el placer de los cuentos que siempre tocan en la puerta de esa infancia que permanece agazapada. Viajes y cuentos, en definitiva, son poderosos estimulantes para  la imaginación, miradores desde los que alzar la vista más allá de lo evidente para ser capaces de entender, de entendernos.

“Dafne se da cuenta de que la literatura, además de ser el espejo de la belleza, debe de ser sobre todo el reino de la verdad (…) dar también voz a la vulgaridad, el horror, la crueldad banal de la vida”, vuelvo al texto de Ernestina Pellegrini que interpreta el relato de Madieri. No encuentro mejor colofón para poner el punto final.

Emma Rodríguez y el barrio del Albaicín. Nacho Goberna © 2015

Los libros recomendados en esta Ventana son:

Cuentos de la Alhambra, de Washington Irving (traducción de Ricardo Villa-Real y prólogo de Andrés Soria), publicados por Alianza editorial.

– Las mascotas del mundo transparente, de José María Merino, editado por Nocturna, con ilustraciones de Júlia Sardà.

– El claro del bosque, de Marisa Madieri (traducción de Valeria Bergalli y posfacio de Ernestina Pellegrini), editado por Minúscula.

El resto de los títulos que se citan corresponden a los libros de los que se habla ampliamente en el resto de artículos de la publicación.

 Créditos fotográficos:

Todas las fotografías de Emma Rodríguez fueron hechas en Granada y la Alhambra por Nacho Goberna  © 2015

El barrio del Albaicín desde la Alhambra. Nacho Goberna © 2015

Etiquetado con: