Por Jean-Pierre Castellani © 2017 / En nuestros espacios imaginarios las islas ocupan desde los tiempos más remotos un lugar preferente y dominante. Son, según la fórmula acertada de Gilles Deleuze, “un acelerador de lo imaginario” y tienen en sí mismas un potencial narrativo y poético que ha fascinado siempre al hombre. Escribe Deleuze: «Soñar con las islas, con angustia o gozo, poco importa, es soñar que uno se separa, que ya estamos separados, lejos de los continentes, que uno está solo y perdido- o también es soñar con que empezamos de nuevo, de cero, que uno vuelve a crear, que uno vuelve a empezar».
Uno de los grandes mitos de la humanidad es la enigmática Atlántida, la isla de Atlas en griego descrita en los diálogos de Timeo y de Critias, de Platón, cuya existencia real nunca fue probada y que ha nutrido la fantasía de novelas, películas, incluso series de televisión, cómics, videojuegos contemporáneos. Según la leyenda la potencia militar que regentaba la isla dominó el occidente de Europa y el norte de África hasta ser vencida por Atenas. Pero lo que provocó la fantasía fue, según contaban, su desaparición repentina a consecuencia de un terremoto que hizo que se hundiera la isla en la profundidad del mar. Lo que fue la base de una Alegoría sobre la venganza de los dioses que castigaron, de este modo, la soberbia de los Atlantes.
Escribe Deleuze: «Soñar con las islas, con angustia o gozo, poco importa, es soñar que uno se separa, que ya estamos separados, lejos de los continentes, que uno está solo y perdido- o también es soñar con que empezamos de nuevo, de cero, que uno vuelve a crear, que uno vuelve a empezar».
Ya en el mundo griego los Dioses vivían en islas. El mismo Ulises, en su viaje de regreso a Ítaca, recorrió todas las islas del Mediterráneo como lo cantó Homero. El reinado de Ulises estaba compuesto por varias islas que corresponden con el archipiélago actual de las islas Jónicas. Esas islas gozaban de una gran producción agrícola: vino, trigo, queso. Es cierto que las islas han inspirado, desde siempre, primero a los viajeros que salieron de los continentes para descubrirlas, luego a los geógrafos que trazaban sus mapas en los grandes mares, y a continuación a los poetas que las cantaron, los filósofos que analizaron su significado, los novelistas que inventaron historias extraordinarias ubicadas en ellas, los antropólogos y los sociólogos que investigaron su pasado y su presente, los teóricos de las utopías más famosas que situaron en ellas sus proyecciones más ambiciosas, hasta los arquitectos que, hoy en día, crean islas artificiales en los Emiratos Árabes unidos como Dubái. El proyecto más famoso es la construcción de una isla artificial, llamada Palm Jumeirah, la más grande del mundo. Tiene forma de palmera datilera y de media luna, con un tronco que consta de 16 frondas. Faraónico proyecto turístico y comercial que pretende ser la nueva Venecia.
De ahí la aparición en la literatura de una tipología muy variada de islas, sucesivamente misteriosas, flotantes, perdidas, fantasmales, artificiales. La novela de Pierre Benoit, La Atlántida (1919) cuenta el descubrimiento por dos oficiales franceses de una fabulosa ciudad gobernada por una reina Atlante. Julio Verne recogió la misma leyenda en su novela Veinte mil leguas de viaje submarino (1869) en la cual cuenta cómo los protagonistas se encuentran con los restos de una Atlántida sumergida.
Se vuelve a encontrar al enigmático Capitán Nemo, dueño del submarino Nautilus en La isla misteriosa (1874), isla en la que naufragan Cyrus Smith y sus compañeros. La extraordinaria historia inventada por Verne acaba también con una catástrofe natural que destruye de modo apocalíptico la isla que desaparece en el océano, dejando a los náufragos, refugiados en una roca, donde los salva un barco. Prueba de la inmensa capacidad de imaginación de Verne…
Planean en todas esas islas las sombras literarias de Robinson Crusoe, de Pablo y Virginia, del Capitán Nemo, de Jim Hawkins, del doctor Moreau y de sus creadores Daniel Defoe, Bernardin de Saint-Pierre, Robert Louis Stevenson, Julio Verne, o H.G Wells que han alimentado nuestro imaginario desde la infancia, época en la que solemos leer embelesados esas narraciones.
Héroes todos enamorados, apasionados, de las islas, sean Misteriosas o del Tesoro en Verne, o de la Tentación en un famoso programa de la televisión francesa del año 2000, inspirado en la serie americana Temptation Island... Frente a nosotros las islas Aran, el país isleño de Liliput al que llega Gulliver, antes de ser rescatado por la isla volante de Laputa, e incluso, más recientemente, la isla del ciberespacio en el juego Second Life, que presenta un entorno separado del mundo real, donde se crea un mundo virtual totalmente distinto de nuestro mundo.

Representan por lo tanto algo fundamental en la historia del pensamiento del hombre por ser además un espacio propicio a la Utopía, bajo todas sus formas y modalidades. Es notable que la idea de utopía siempre se ha asociado con la insularidad, particularmente desde la época del Renacimiento con la publicación, en 1516, de la obra fundamental, Utopía, de Tomás Moro, quien ha creado la palabra y el concepto, al situar su sociedad utópica en una isla imaginaria. El subtítulo del libro lo dice claramente: Libro del Estado ideal de una República en la nueva isla de utopía. En la comunidad pacífica que imagina Tomás Moro, a través del relato de un marinero portugués a quien encuentra en una taberna, la capital se llama Amauroto, que significa en su origen griego “oscuro” y la riega un río, llamado Anhidro o sea en griego “sin agua”. Vemos pues la ambivalencia inicial en la misma palabra inventada por Tomás Moro: utopía puede ser ou (no)-topos (no lugar) o eutopos, lugar de la felicidad.
la idea de utopía siempre se ha asociado con la insularidad, particularmente desde la época del Renacimiento con la publicación, en 1516, de la obra fundamental, “Utopía”, de Tomás Moro, quien ha creado la palabra y el concepto, al situar su sociedad utópica en una isla imaginaria.
Entre el no-lugar y el lugar bueno, la Ciudad del Sol de Tomás Campanella, en 1623, con su gobierno ideal dirigido por el Amor, la Sabiduría y el Poder también se ubicaba en una isla, la isla de Taprobana, posiblemente la de Sri Lanka hoy en día.
Las islas son “un pedazo de tierra rodeado de agua por todas partes”, según la definición sencilla pero muy significativa que propuso Roger Brunet. Protegidos por el mar y fascinados por el mar. Entre la nada enigmática del infierno, seca e infecunda, y la plenitud maravillosa del paraíso donde la abundancia del agua engendra una naturaleza idílica, con una profusión de árboles, de flores, una vegetación amena, digna del Edén regalado a Adán y Eva por Dios, en el momento de la Creación.
Las islas Baleares, Cerdeña, Córcega, las islas griegas, Sicilia, Malta, Creta, Cipria o Rodas, por hablar solamente del Mediterráneo, antes de ser fenicias, romanas, genovesas, francesas son lugares privilegiados, reales o espacios de la utopía. Interesaron a los historiadores, a los filósofos, a los especialistas del Siglo de las Luces, a escritores, arquitectos, sociólogos. Entre Historia, Ficción y Ciencia Ficción, entre infierno y paraíso, entre el más allá y el no-lugar, como debe ser cualquier Utopía.
Esas islas se encuentran forzosamente presas de la dialéctica entre el Aquí y el Ahí, provocando en los demás ese deseo de conocerlas, de conquistarlas, de dar la vuelta a su territorio, mientras que, por otra parte, hacen que nazca entre la gente que vive en ellas la voluntad de defenderlas o de dejarlas, de viajar hacia ese horizonte marítimo, esa inmensidad acuática que fascina y da miedo a la vez, a través de ese mar siempre presente a la vista, de ese horizonte temido y atractivo por el misterio que supone. Desde el cual llegan los invasores pero por el cual pasa, de modo obligatorio, el camino del viaje, de la evasión, de la libertad.

Islas a las cuales durante mucho tiempo sólo se llegaba por el mar. Ahora, con el avión, el descubrimiento, desde arriba, de la superficie terrestre de una isla, rodeada de agua, es una maravilla de la que no nos cansamos nunca. Un solo ejemplo, muy significativo, nos lo proporciona Córcega, llamada Kallisté, la isla de la Belleza, que fue el lugar de la utopía política de Pasquale Paoli en el siglo XVIII, con su Constitución democrática que funcionó desde 1755 hasta 1769, en una Córcega independiente a la que admiraron escritores de las Luces como Rousseau o Voltaire y que inspiró la Constitución americana de 1817. Isla con un destino atormentado y apasionante. A la vez isla de la Belleza, meta del viaje exótico, lugar paradisíaco, “la más cercana de las islas lejanas” según proclama la propaganda de las agencias, tan alabada por los folletos turísticos con el tríptico: playas, mar, sol, y al mismo tiempo isla de sufrimientos, de acontecimientos trágicos, de luto, de vendetta, de encierro.
Territorio a la vez maravilloso, ideal y mágico, lugar de todos los posibles, de lo extraordinario, y de los condenados, de los apestados, de los presidiarios, de los desterrados, de lo más ordinario. Entre los casos famosos citemos a Napoleón, desterrado por los ingleses a la isla lejana y salvaje de Santa Elena, después de un primer destierro a la isla de Elba o a Víctor Hugo en Guernesey donde esperó durante 19 años la derrota de Napoleón III, en 1870. Como todas las islas, “miniaturas de lo lejano” (“Miniatures du lointain”), según la bella definición de Gaston Bachelard. Como esas islas Marquesas que sirvieron de refugio al pintor Paul Gauguin o al cantante Jacques Brel cuando quisieron huir del “mundanal ruido” y terminar su vida frente al mar. Lugares de quimeras pero también de las promesas de la Historia.

Es muy significativo lo que escribe el novelista francés Michel Déon que pasó largas estancias de su vida en varias islas, entre ellas Irlanda o la isla griega de Spetsai. En su opinión, una isla es a la vez paraíso e infierno: viajar hacia una isla en un barco que, ya por sí mismo, es una isla flotante, supone emprender un camino desde una imagen previa hacia una realidad. La imagen precede la realidad en esta clase movimientos. Lo que llama la “islomanía” es una enfermedad que se cura difícilmente. La llegada a una isla en barco siempre es una maravilla y, por otra parte, la isla es un reto al mar. Las islas hechizan si bien luego provocan cierta inmovilidad al quedarse uno encerrado en los límites obligados de las costas. Salir de la isla es ya una ruptura.

Igualmente, no se ha destacado bastante el hecho de que una escritora como Marguerite Yourcenar haya escogido en su destierro americano y en el inmenso espacio de América, en los años cuarenta, la isla de Mount Desert, frente al Canadá, un pequeño lugar tranquilo, donde residió hasta su muerte. Ahí precisamente encontró lo que buscó siempre: por una parte, un repliegue sobre sí misma, la soledad para meditar y escribir su obra, lejos del bullicio de Nueva York y, por otra, la base de un deseo permanente de evasión, arranque de su nomadismo, de ese impulso irremediable que la empujaba a salir más allá del horizonte fascinante y a emprender viajes no como entretenimiento turístico sino como obligación moral.
Marguerite Yourcenar eligió la isla de Mount Desert, frente al Canadá, un pequeño lugar tranquilo, donde residió hasta su muerte. Ahí precisamente encontró lo que buscó siempre: un repliegue sobre sí misma, la soledad para meditar y escribir su obra, lejos del bullicio de Nueva York y la base de un deseo permanente de evasión, arranque de su nomadismo.
Entre los textos literarios que me parecen ejemplares de esa problemática compleja de las islas en nuestro imaginario destaca, en la narrativa española actual, la figura de Miguel Sánchez Ostiz, autor de La isla de Juan Fernández, (2005), escritor obsesionado por el trozo de tierra real de la fábula de Robinson Crusoe, inventada por Daniel Defoe a partir del caso real del marinero escocés Alexander Selkirk. Recordemos que el título completo de la obra de Defoe (1719) era: «La vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe, de York, marinero, quien vivió veintiocho años completamente solo en una isla deshabitada en las costas de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco; habiendo sido arrastrado a la orilla tras un naufragio, en el cual todos los hombres murieron menos él. Con una explicación de cómo al final fue insólitamente liberado por piratas.Escrito por él mismo».
Defoe insiste en el aspecto imaginativo de la trama que inventa a partir de este hecho real, para lograr una novela de aventuras “increíbles”, convirtiendo esa isla inhóspita, poblada por una tribu caníbal, en un vergel, una especie de tierra prometida. Miguel Sánchez-Ostiz confirma, con su investigación en el terreno, que Juan Fernández es una isla impregnada de fantasía. Se da cuenta en su estancia en ella, de que una de las manías de los habitantes es repartir un tesoro que en realidad nadie ha visto. No han tenido televisión hasta mediados de los años 80 y practican mucho el «deporte de invierno»: se reúnen para conversar. El novelista encontró un tesoro en la isla y pudo recopilar el material suficiente para escribir su libro.
Miguel Sánchez-Ostiz confirma, con su investigación en el terreno, que Juan Fernández, el trozo de tierra real de la fábula de Robinson Crusoe es una isla impregnada de fantasía. Se da cuenta en su estancia en ella, de que una de las manías de los habitantes es repartir un tesoro que en realidad nadie ha visto.
En otro texto dedicado al tema de la isla, Sánchez-Ostiz recoge de modo literario lo que expresó de modo teórico Deleuze. Escribe a propósito de la fascinación eterna de las islas en la imaginación del ser humano :
UNA CUEVA, DE PAPEL, para leer la historia de Robinson Crusoe en su isla. Un lugar apartado para recrear a la fuerza el propio mundo, para convertir lo inhóspito en algo habitable, más habitable que aquello que te ves obligado a vivir. El rincón de lectura, apartado, intocable, al margen: la lectura como isla. Para mí aquel reducto de viejos periódicos, aquella era, literalmente, una isla de papel desde la que pude recrear, en mi imaginación, aquella otra, lejana, de cuya existencia real no había oído hablar. Para mí solo contaba el naufragio, la isla y sobre todo el rescate de los pecios del barco que le permiten a Robinson sentar las bases de una existencia laboriosa y confortable, y sobrevivir.
Esa cueva y esa isla y ese naufragio y esa necesidad de supervivencia están en el origen de esta manía de ir poniendo una palabra detrás de otra y de mantener a flote una isla, todo lo de palabras que se quiera, que me permite sobrevivir a otros naufragios. La escritura como isla, sobre todo la que tiene al yo como materia. La idea no es ni original ni mía, pero no me disgusta. La escritura del yo, el diario, el ponerse a salvo en una isla; la lectura en suma, lo mismo: el rincón de lectura, ahí donde estás aislado.
Islas de papel y tinta, islas imaginarias, situadas casi siempre en un septentrión de brumas, desérticas o cubiertas de bosques, feraces o yermas, grandes y pequeñas; islas desaparecidas, tragadas por el mar, o flotantes y escenario de la irrenunciable utopía; islas reales y bien reales, cercanas y remotas, en nuestra geografía más inmediata o en otra que solo conocemos por los mapas y los relatos de los viajeros. Islas.
Muchas. Islas donde nacer, vivir y morir, e islas por las que pasar e irse para siempre. A cada cual la suya. De papel, insisto, o lugares donde poner los pies y saber que ese, entre cielo y tierra, es tu lugar en el mundo, o al que ir para regresar y para alimentar así la nostalgia de un vivir mejor, menos imperfecto, en un mundo tal vez menos hostil que ese en el que estás a pesar tuya y del que no es tan fácil escapar.
La isla como escapatoria, y escenario de las grandes fugas, como madriguera, como lugar de ocultación y como puerto de quietud… para los más afortunados, la isla como lugar donde construirse una vida mejor, en soledad o compartida: lo que aquí es un horizonte cerrado, allí, en la isla, se presenta abierto y ancho; lo que aquí parece imposible, porque lo es, un callejón de puertas cerradas, allí en cambio aparece como un abanico de posibilidades abiertas, es el escenario de una esperanza, ciega o no es lo de menos: no hay quien renuncie en algún momento a imaginar una vida personal o una sociedad que no sea imperfecta o cuando que abrigue objetivos sociales menos dañinos. Y la isla es a menudo el escenario perfecto: trabajo, ocio, servidumbres del trato social y relaciones personales, se presentan bajo el signo de la bonanza. Una isla personal al margen de los caminos trillados: «con el corazón distante todo es retiro».
[…] Aun así, la isla seguía siendo el escenario feliz de mi imaginación, lo sigue siendo. Allí, pese a todo, una vida mejor, más libre podía ser posible, era posible”.
Sánchez-Ostiz insiste con un tono lírico sobre lo que representa esa isla en relación con sus fantasías de infancia: para él es “una imaginaria puerta de la fuga. “Decir Juan Fernández es decir lejanía”. Esa contraposición entre lo real y lo fantaseado, entre lo que descubre de hecho, o sea una tierra inhóspita, con lobos marinos impresionantes, y la leyenda paradisíaca, es la base del mito que fascina a Sánchez-Ostiz y que se inserta en su acostumbrada llamada a la imaginación. La isla es una imagen que trae consigo las lecturas juveniles y que lo persigue todavía, es el espacio de los sueños, un lugar fantasmagórico, teatral, el de las aventuras posibles. Se sitúa por lo tanto en la corriente de sus modelos literarios: Stevenson, Mac-Orlan, Melville, Conrad. La lección vital y literaria que saca es que “al final, se impone la realidad de que es mejor escribir sobre lugares imaginarios”. Como siempre, desde siempre.
Tenemos otro ejemplo significativo en la novela de Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel (1940) en la cual un narrador escribe su aventura en primera persona bajo la forma de un diario íntimo que se vuelve un testamento. Nos enteramos de que se trata de un escritor venezolano que ha huido de su país por motivos políticos: “Estoy en los bajos del sur, entre plantas acuáticas, indignado por los mosquitos, con el mar o sucios arroyos hasta la cintura, viendo que anticipé absurdamente mi huida. Creo que esta gente no vino a buscarme; tal vez no me hayan visto. Pero sigo mi destino; estoy desprovisto de todo, confinado al lugar más escaso, menos habitable de la isla; a pantanos que el mar suprime una vez por semana”.
Siguiendo los consejos de un amigo suyo, se ha refugiado en esta isla apartada, buscando tranquilidad y clandestinidad. De hecho, se da cuenta rápidamente de que la isla es un espacio muy raro, deshabitado aparentemente o poblado de fantasmas. El elemento natural es muy hostil, creando una atmósfera de infierno por culpa de mareas violentas y destructoras que provocan inundaciones, sumergen cada día los arrecifes del coral, de un viento que azota la costa. Dice: “Parecía que el viento y el mar fueran a destruir la isla”.
Ahora bien, el narrador es un anti-Robinsón ya que encuentra huellas de vida de lujo en ese espacio inhóspito: un museo, una capilla, una pileta de natación, una biblioteca, una sala de baile. Se desprende de todo aquello una impresión enigmática, inquietante, espectral. Unos turistas llegan y desaparecen, sin avisar. Una mujer aparece cada noche, admirando la puesta del sol, acompañada de unos amigos extraños: un jugador de tenis, una pareja. Son como sombras que no lo ven mientras que él los ve, los observa, los acecha, fascinado por su apariencia. Se enamora de la mujer misteriosa, una tal Faustine. El ambiente general es mortífero, esta isla es un infierno. Los peces mueren en la piscina, los mosquitos lo atacan, las flores marchitan. No puede más que sobrevivir en ese cuadro hostil, su vida se vuelve una pesadilla. No hay escapatoria para salir de ese infierno insular.
En “La invención de Morel” de Bioy Casares el narrador es un anti-Robinsón ya que encuentra huellas de vida de lujo en ese espacio inhóspito: un museo, una capilla, una pileta de natación, una biblioteca, una sala de baile. Se desprende de todo aquello una impresión enigmática, inquietante, espectral.
Poco a poco va descubriendo el secreto de esa humanidad rara: la isla es la propiedad de un tal Morel, científico extravagante que ha inventado una máquina capaz de reproducir la realidad, alimentada por con la energía cinética, por las mareas, los vientos. De ahí el título del libro.
Ya en La isla del Doctor Moreau, de HG Wells (1896), el protagonista Prendick, abandonado después de un naufragio, veía cómo el científico Moreau había transformado la isla en una estación biológica encargada de crear nuevos seres humanos mitad hombres mitad animales. Robinson traía la civilización en su isla, Moreau instala la barbarie y Morel la muerte eterna.
Ocurre algo parecido en el texto de Bioy Casares, ya que pertenece al género de las novelas de ciencia ficción. Si bien utiliza una vez más las posibilidades de la insularidad, desemboca en algo más perturbador: la máquina proporciona la inmortalidad a esos turistas a los que saca en foto cada vez que llegan. Son en definitiva imágenes tridimensionales proyectadas por la máquina, no son más que hologramas. Morel explica detalladamente en un discurso vanidoso su investigación y su meta loca. Para reunirse eternamente con su amada, el narrador procura entrar en la máquina y domarla, para volverse de este modo una imagen más. Se salva de la hostilidad de la naturaleza, representada sobre todo por el mar, entrando en el sistema de Morel. No es una isla desértica sino una isla deshabitada. Se queda atrapado eternamente en la isla que viene a ser su tumba…
Quisiera añadir un último ejemplo de esa representación literaria de la dualidad vida/muerte que siempre ha existido en la mente del hombre cuando piensa en el mar. Se trata de unos cuentos publicados por el autor griego Christos Ikonomou: Le salut viendra de la mer (La salvación vendrá del mar), texto publicado en 2014 y en 2017 en su traducción francesa. La historia nace del drama de la crisis económica griega que obliga a muchos griegos empobrecidos a fugarse del continente hacia las islas Cícladas para sobrevivir. Piensan que son espacios paradisíacos pero, de hecho, se enfrentan con la resistencia y la hostilidad de los habitantes de la isla que los ven llegar con recelo.
La Arcadia se vuelve un infierno, incluso la realidad natural viene a ser un enemigo para ellos: el agua es amarga, las olas los destrozan, se refugian en cuevas inhóspitas. Desde arriba, ven la isla como “las esposas de un preso” y el mar como “las rejas de una cárcel”. Acaban su vida en el mar Egea en una visión apocalíptica que intensifica el discurso torrencial del autor.

Sin embargo el héroe repite de modo obsesivo, en una letanía impresionante, su fe en que, como lo indica el mismo título del libro, “la salvación vendrá del mar”, de ese paisaje luminoso e inquietante a la vez. Es lo que pasa también en La posibilidad de una isla de Michel Houellebecq (2005), donde se presenta una visión muy negra de la sociedad contemporánea con la sátira de las sectas y de la clonación que recuerda la denuncia de Bioy Casares. Al leer el relato del fracaso de sus antepasados en su utopía de la Isla de Lanzarote, donde buscaban la eternidad, que terminó con un suicidio, Daniel 25 sale solo a la búsqueda de una isla paraíso que representa para él la única posibilidad :
Mi vida, vida mía, mi antiquísima vida,
Mi primer deseo mal curado,
Mi primer amor disminuido
Has tenido que volver.
He tenido que conocer
lo mejor que hay en la vida,
Dos cuerpos que disfrutan de su felicidad
Uniéndose y renaciendo sin fin.
En completa dependencia
Comparto el temblor del ser,
La vacilación de desaparecer,
El sol que azota el lindero.
Y el amor, en el que todo es fácil,
Donde todo se da al instante:
Existe en medio del tiempo
La posibilidad de una isla.
(Houellebecq La posibilidad de una isla, traducción Encarna Castejón.)
He aquí los libros a los que ha recurrido el autor para elaborar este artículo:
Bioy Casares, Adolfo, La invención de Morel, Alianza editorial, 1972.
Houellebecq, Michel, La possibilité d’une île, Flammarion, 2005. La posibilidad de una isla, DEBOLSILLO, Contemporánea Barcelona, 2016.
Ikonomou, Christos, Le salut viendra de la mer, Quidam, 2017.
Sánchez Ostiz, Miguel, La isla de Juan Fernández, Barcelona, Ediciones B, 2005.
Sánchez-Ostiz, Miguel, La isla, texto para Les utopies insulaires: la Corse, obra coordinada por Jean-Pierre Castellani para Colonna Editions, 2014.