Por Emma Rodríguez © 2013 / Un pequeño ramo de mimosas, que me regalaron el 8 de marzo y que pone tonos de amarillo en mi mesa de trabajo, ha acompañado el tramo final de la preparación de esta segunda entrega de “Lecturas Sumergidas”. Lo miro y no puedo evitar pensar en las sutiles acuarelas de Ramón Gaya, en la sensación de equilibrio y de serenidad que puede aportar un sencillo vaso con flores y, a partir de ahí, no sé por qué extraños procesos mentales, me pongo a reflexionar sobre las enigmáticas corrientes que nos guían, sobre las melodías casi imperceptibles que suenan como música de fondo a muchos de los acontecimientos de cada día. Repaso los contenidos de marzo y encuentro relaciones, coincidencias imprevistas, nada planeadas, pero que me ofrecen -nos ofrecen- un sentido.
La lectura de “Misterios de las noches y los días”, de Juan Eduardo Zúñiga, me ha devuelto este mes una certeza que siempre he tenido, la de la posibilidad de los imposibles, y me ha recordado historias pasadas, historias que me contó mi abuelo sobre presencias y revelaciones. Hasta mí han llegado retazos de mi infancia, un territorio que ha recobrado los colores, los sabores, de antaño. La brisa salina toca mi rostro y siento la necesidad de buscar esa vieja caracola para escuchar el sonido del mar. Me veo de niña corriendo por primera vez tras una mariposa o jugando en el campo abierto sin noción del tiempo, ni de las distancias, ni de las fronteras, del mismo modo que los pequeños y pequeñas protagonistas de algunos de los relatos de Mircea Cartarescu.
Inmersa en las experiencias de la infancia, por azar, llega a mis manos el último número de la revista “Intramuros”, dirigida por Beltrán Gambier, y dedicado en esta ocasión a ese período que sin duda llena muchas de las páginas de la mejor literatura y que sigue siendo un vasto mundo cargado de incógnitas, el lugar desde el que todo zarpa y en el que todo desemboca. Me detengo en los relatos del profesor e hispanista francés Jean Pierre Castellani y del pintor sevillano Fernando Verdugo -hay muchos otros, pero yo me detengo en estos porque conozco a sus autores, porque son amigos-. Castellani rememora una niñez cosmopolita, entre Argelia y Córcega, soñando con viajes y sintiendo la complicidad con un autor como Albert Camus, tan presente en otra de las secciones de esta publicación, “Leyendo con”, que esta vez se acerca a las literaturas de Berta Vías Mahou. Verdugo empieza su historia con la imagen de la madre leyéndole “Los miserables” y continúa con una máquina tejedora que llegó a su casa, capaz de “generar unas imágenes coloristas y cambiantes” que le hipnotizaban y que, con toda probabilidad, inclinaron su sensibilidad hacia los tonos, las texturas, las experiencias del arte.Toda infancia es una gran novela.
Inmersa en las experiencias de la infancia, por azar, llega a mis manos el último número de la revista “Intramuros”, dedicado en esta ocasión a ese período que sin duda llena muchas de las páginas de la mejor literatura y que sigue siendo un vasto mundo cargado de incógnitas, el lugar desde el que todo zarpa y en el que todo desemboca
Dos mujeres artistas, dos pioneras, dos niñas que soñaron con saltarse las barreras de su tiempo -la triste posguerra española– a través de los pinceles, me han acompañado también este último mes. María Blanchard y Menchu Gal, hermanadas por las geografías del Norte -la primera de Santander; la segunda de Irún– y por el viento fresco de las vanguardias que irrumpieron en sus obras y en sus espíritus indomables, me han llevado a meditar, justo coincidiendo con el Día de la Mujer Trabajadora, sobre el difícil camino de tantas artistas largamente silenciadas.
A las naturalezas muertas de Blanchard y a sus composiciones cubistas realizadas con una paleta que sorprende por su calidez e intimismo, me acerqué gracias a una exposición en el Centro de Arte Reina Sofía que estimuló en mí la necesidad de saber un poco más sobre ella, sobre su atormentada biografía, sobre sus búsquedas. La obra de Gal, a la que he descubierto recientemente, pude verla en una amplia exposición antológica en Bilbao a finales de febrero. Me atrajo una foto de ella que no conocía: ya de mayor, descalza, pintando con caballete en una playa. Me cautivaron sus paisajes, calmados unas veces, salvajes otras; esos bodegones expresionistas que, según decía, eran un mero ejercicio técnico y que ahora resultan modernísimos; sus interiores con pinceles y libros; sus mujeres asomadas a los balcones que me conducen de la mano a las atmósferas recreadas por escritoras como Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite, Ana María Matute o Josefina Aldecoa -mujeres de su tiempo, creadoras inquietas- y sus bosques misteriosos, que reclaman nuestra atención desde esa llamada de la naturaleza que tanto supo escuchar Henry David Thoreau, presente también en este número.
Han seguido trayendo las últimas semanas negros nubarrones de desesperanza, momentos en los que me he cuestionado, como seguramente muchos de vosotros, el presente como un páramo, como un mundo al revés, y he necesitado recurrir a lecturas que me ayuden a entender mejor, con un potente foco de luz, lo que está pasando. Ahí está “La izquierda necesaria”, de Josep Ramoneda; ahí está, sí, de nuevo el impresionante Thoreau. Qué gran suerte contar con sus libros, con sus ideas, para seguir avanzando por el camino abierto. Con sus “Cartas a un buscador de sí mismo” he paseado por parques y plazas bañadas por el sol de invierno o me he guarecido de la lluvia en improvisados refugios urbanos.
Me he acercado a Tipos Infames -siempre-, que dedicó el pasado mes de febrero a los libros -maravillosos- de Impedimenta, editorial que también se convierte en protagonista de este nuevo “Lecturas Sumergidas” por estar descubriéndonos a Cartarescu, y también a La Central, cerca de la plaza de Callao, Madrid, donde he recorrido sus distintas plantas como hago siempre, totalmente ensimismada. He anotado en mi pequeño cuaderno de color rosa la siguiente pregunta: ¿Qué supone pasear por una librería? Y he respondido: revelación y reencuentro. Han llamado mi atención distintas ediciones que me han tentado con la promesa segura de viajes reveladores, placenteros, incuestionables: Los “Cuentos reunidos”, de Isak Dinesen (Alfaguara); “Los cuentos completos”, de Jorge Luis Borges (Sudamericana) y un volumen con la “Obra Completa” en Emecé de Adolfo Bioy Casares. Basta con pronunciar el nombre de este escritor argentino que tanto me gusta para recrear fugaces instantes de felicidad, de sorpresa; encuentros imaginados, rutas desaforadas, un variadisimo cóctel de afectos. Esa es, en fin, la potencia de la literatura para pegarse a la piel, a la memoria.
Basta con pronunciar el nombre del escritor argentino Adolfo Bioy Casares para recrear fugaces instantes de felicidad, de sorpresa; encuentros imaginados, rutas desaforadas, un variadisimo cóctel de afectos. Esa es, en fin, la potencia de la literatura para pegarse a la piel, a la memoria
Último apunte: Ya cerrando este espacio, me entristece la noticia de la muerte de Medardo Fraile, maestro de cuentistas, compañero y amigo de los grandes de la Generación del 50: Ignacio Aldecoa, Fernández Santos, Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio… Lo vi por última vez en septiembre de 2010, con motivo de la publicación en la editorial Páginas de Espuma de “Antes del futuro imperfecto”, un volumen donde se reunían sus últimos relatos. Recuerdo su bondad, su campechanería y su escepticismo ante el presente. Hago un ejercicio de memoria y recuerdo que me habló de la enseñanza; él que la ejerció toda su vida, primero en Madrid, de donde huyó porque no podía con la cerrazón, con las imposiciones del franquismo en los años de la posguerra, y después en Inglaterra, en Glasgow concretamente, donde acabó instalándose con su familia. “La educación es fundamental y ahí es donde los gobiernos deberían invertir de verdad , pero no veo que esto suceda en España. Este país no acaba de arreglarse, siempre hay gente que lo ensucia y eso me preocupa”, me decía cuando aún no había llegado la etapa más dura de los recortes, el actual desmantelamiento de la enseñanza pública. Regreso a los cuentos de ese libro, a esas historias en las que los personajes se preguntan por el sentido de un día más, escuchan timbres en la madrugada y no consiguen conciliar el sueño hasta que no son conscientes de la cercanía de su final. Fue aquella una conversación amable, cargada de afinidades, y de la que salí convencida de haber conocido a un hombre, como decía Machado de sí mismo, “en el buen sentido de la palabra bueno”.
Todas las fotografías de esta entrada han sido realizadas por Nacho Goberna. Los escenarios: Mi mesa de trabajo y el escaparate de la librería Tipos Infames (San Joaquín, 3. Madrid).