Por Emma Rodríguez © 2014 / Cuenta Myriam Moscona que “algunos campesinos de México le llaman recordar al despertar, como si el sueño fuera el olvido”. Escribe de la experiencia “sorprendente, vívida, fabulosa, desconcertante, temible” de ese estado en el que permanecemos con los párpados cerrados y del intento posterior de atraer las visiones que entonces acaecen hacia el plano de la vigilia. “Al momento de relatar o relatarnos lo soñado lo convertimos en otra materia, rompemos su naturaleza, lo transportamos a este mundo y alteramos su composición”, nos dice, y se refiere también al camino inverso, al camino de ida que nos lleva del desvelo hacia ese otro lado en el que todo puede suceder mientras dormimos. Para explicar esto último la autora recurre a Marcel Proust, quien describe “cómo esas largas noches que no podemos dormir los pensamientos se vuelven giratorios, tienden a regresar hasta que uno, no del todo lógico ni coherente, se aparece para mostrarnos esa puerta de entrada que finalmente nos conducirá hacia el territorio de otros ritmos que nos gobiernan (…) hacia la otra realidad en la que estamos sumergidos un tercio de nuestras vidas”.
Estoy en la página 176 de “Tela de sevoya”, un libro poliédrico en el que el buceo en esa parte sumergida de los sueños es sólo un lado, un lado bellísimo que tras ser bordeado nos permite llegar a los fondos de la memoria, de la identidad, de los orígenes de lo que se ha perdido y sigue estando presente en lo que somos. Es originalísima, especial, luminosa, altamente consoladora, esta entrega en la que la autora mexicana, descendiente de una familia búlgara sefardí, inicia un revelador viaje tras las huellas de sus antepasados y tras las pistas de un lenguaje casi secreto, el ladino, ese español mezclado con otros usos y costumbres, que ha sobrevivido desde el siglo XV y que nos traslada a un pasado de expulsión y exilio, a un apasionante entramado de “tiempos y naciones”.
Cuando digo que “Tela de sevoya” es una obra especial lo digo por su contenido y por su forma, por la peculiar manera en la que en ella se engarzan distintos caminos y enfoques, por la poesía, la música, la ternura, la hospitalidad que emana de sus páginas, pero también por la manera en la que llegó a mí en unos días en los que no era capaz de encontrar las llaves de acceso a otros libros, lecturas sin duda interesantes, pero que no conseguían tocarme.
Es originalísima, especial, luminosa, altamente consoladora, esta entrega en la que la autora mexicana, descendiente de una familia búlgara sefardí, inicia un revelador viaje tras las huellas de sus antepasados y tras las pistas de un lenguaje casi secreto, el ladino, ese español mezclado con otros usos y costumbres, que ha sobrevivido desde el siglo XV y que nos traslada a un pasado de expulsión y exilio, a un apasionante entramado de “tiempos y naciones”.
Descansaba el ejemplar en la mesa de novedades de la librería cuando abrí sus páginas y di con párrafos cristalinos, con fragmentos de un diario de viaje que no sólo hacía referencia a localizaciones y ciudades concretas sino a lugares anclados en el pasado y más allá, en la neblinosa, enigmática ruta de los recuerdos, de las casualidades, de las visiones, de esos pequeños milagros capaces de abrir una grieta en lo cotidiano siempre que el corazón y la mente estén suficientemente abiertos, receptivos.
Entrar en las páginas de “Tela de sevoya” fue lo más parecido a cruzar las puertas de esos pequeños templos que nos encontramos de forma inesperada en una ciudad en la que estamos de visita y que nos regalan el sosiego, el silencio, la sombra y el reflejo de la luz en sus hermosas vidrieras, alentando en nosotros la introspección, la búsqueda de sentidos profundos. Apareció en el momento adecuado para hablarme de cosas que tenía olvidadas, para acercarme a sensaciones aletargadas, para hacerme tomar conciencia de lo necesario que es remontar las capas del presente, de lo tangible, para alcanzar, aunque sólo sea con las puntas de los dedos, esas altas ramas donde reposa un poquito de verdad, de belleza, de reconciliación con la existencia.
Myriam Moscona utiliza la recreación literaria para vestir su biografía, pero también recurre a la entrevista, al análisis académico e histórico para trazar el itinerario de esa lengua en la que le hablaban sus familiares de niña y que aún hoy asoma en la comunicación con sus más íntimos y con algunos miembros de esa tribu de cómplices esparcida por el mundo a los que se va encontrando en el trayecto. “¿Todos los abuelos de la Tierra hablarán con esos giros tan extraños?”, se pregunta al iniciar un recorrido cuyo primer tramo está dedicado a la abuela paterna, quien “creció envuelta en un español entreverado con palabras de otros mundos”, un español que no fue la lengua de sus estudios, pero sí la que escuchó de los suyos.
La necesidad de unir los fragmentos, las piezas dispersas de la memoria, fue el inicio de esta fecunda aventura. “El viaje se inicia con un deseo lejano y adquiere forma en el otoño. Me propongo ir en busca de los últimos judíos que aún hablan ladino, escuchar sus inflexiones, registrar sus voces. Me inquieta conocer la casa de mi madre en Sofía y después Plovdiv, la ciudad de mi padre del que perdí toda posibilidad de rastreo. No conservo mayores datos acerca del lugar donde creció. Eso voy a buscar, sabiendo que la imagen va a fijarse”, nos anuncia la autora y a partir de ahí nos convertimos en sus acompañantes y vamos descubriendo, atando cabos, al mismo tiempo que ella, porque ha decidido contarnos su relato de una manera cercana, como quien va separando la hojarasca para hacernos ver los claros del bosque a la vez que sus ojos los alcanzan.
“Cuando investigamos a fondo algo que en verdad nos apasiona, recibimos ciertas señales. Si leemos bien, nos damos cuenta de que una y otra vez se nos indica un norte, se nos revelan algunas claves para mostrarnos que estamos en el camino”, reflexiona mientras se va encontrando con místicos, con estudiosos, con personas que actúan como guías, le dan la mano y comparten sus conocimientos, sus experiencias, caso de la también escritora Esther Bendahan, con la que se reúne en Madrid y con la que habla de las tradiciones, de la comunidad judía de Marruecos, a la que ésta pertenece, de la necesidad de mantener ciertas palabras sagradas, ciertos ritos y lentitudes.
La investigación filológica sobre términos y palabras ocupa una parte importante de esta entrega que nos regala capítulos escritos en ese idioma que tan cercano nos suena. Un idioma que ha logrado sobrevivir quinientos años, que muchas familias de origen judío reservan para el ámbito más íntimo, que la gente mayor guarda como un tesoro y cuya herencia los más jóvenes no sienten necesidad de preservar.
Pero esa parte, como decía antes, es solamente uno de los lados del poliedro o una de las caras de la montaña que la autora necesita escalar para alcanzar la cumbre donde están depositadas las semillas de su pasado, las claves en las que ha de reconocerse y que le facilitarán el pasaje para volver a habitar el paraíso de la infancia, ese paraíso al que Proust consagró su espectacular río literario de “En busca del tiempo perdido”, una referencia permanente en “Tela de sevoya”, particularmente la parte correspondiente a “La fugitiva”, a la que se recurre en distintas ocasiones.
“La única forma de traducción que la memoria tiene a su alcance es el lenguaje. Sólo el materno nos da la entrada a ese valle nativo y único en el que decimos mejor aquello que pensamos. Aun cuando hablemos con soltura otros idiomas, aquel en que nos brotan los insultos, las operaciones aritméticas y las expresiones intempestivas suele ser el de nuestra lengua primera. En ella conservamos los fotogramas de toda la cinta vital que nuestro cerebro nos traduce en forma de recuerdos”, escribe Moscona. Su mano va hilando el ayer y el hoy, la realidad y el sueño, la Historia y el recuerdo, la vida y la muerte. Todo conviven en armonía en un territorio literario que nos acoge y nos estremece.
Dos ejes temáticos, dos acontecimientos cargados de dramatismo, son los troncos de los que parten todas las ramas: la expulsión de los judíos de España en el siglo XV y el exterminio del que fueron víctimas en la II Guerra Mundial. Son dos pesados pilares sobre los que descansa la memoria de una familia y la de todo un pueblo, dos portalones que la autora tiene que cruzar si quiere seguir adelante con sus búsquedas. Y, del mismo modo, que el cauce de las palabras recordadas la traslada a la infancia, la investigación que sigue el rastro del judeoespañol hace que se detenga en hechos históricos relevantes, así por ejemplo el destino de la comunidad judía de Bulgaria, “menos trágico que el de otros países centroeuropeos”, ya que sus miembros se salvaron de la deportación y el exterminio a principios de los años 40.
Dos ejes temáticos, dos acontecimientos cargados de dramatismo, son los troncos de los que parten todas las ramas: la expulsión de los judíos de España en el siglo XV y el exterminio del que fueron víctimas en la II Guerra Mundial. Son dos pesados pilares sobre los que descansa la memoria de una familia y la de todo un pueblo, dos portalones que la autora tiene que cruzar si quiere seguir adelante con sus búsquedas.
“Algunos aducen que la resistencia comunista jugó un papel preponderante. Otros, que fue la actitud del rey Boris III, refractario a entregar a los judíos de su pueblo: conducta que algunos críticos matizan por considerarla idealizada”, expone la escritora, quien apunta a otros factores: la fuerte reacción crítica de una población que veía a los judíos como iguales; la protesta activa de los miembros del parlamento en funciones y la actitud del cabeza de la Iglesia ortodoxa, el patriarca Krill, que amenazó con tirarse a las vías del tren, para explicar que los búlgaros no fueran obligados a subir masivamente a los vagones de la muerte.
Hay relatos estremecedores en “Tela de sevoya”. Hay tragedia, pero también humor y ternura, mucha ternura, en este libro en el que Myriam Moscona recupera a sus padres, a sus abuelos, a sus tíos. Ve sus rostros y escucha sus palabras en las espesuras de los recuerdos porque necesita prolongar ciertas conversaciones, analizar ciertos malentendidos, pedir perdón y reconciliarse de algún modo con su abuela materna, tan cascarrabias y castradora; experimentar alivio frente a la sensación de abandono tras la muerte del padre o ante el inmenso manto de soledad que la cubrió al desaparecer la madre.
Hay rememoraciones realmente bellas en este sentido, evocaciones de lo vivido que se acompañan de la interpretación reflexiva de la escritora, sorprendida ante el juego del azar, de las casualidades. El azar, por ejemplo, propició que su padre, por ser búlgaro, se librara del exterminio y conociera a su madre, a la que la guerra impidió que viajase a Nueva York a ampliar sus estudios de piano. El azar quiso que posteriormente la familia emigrara a México. Moscona se ve a sí misma de niña, acompañada de su hermano en esos juegos secretos, a escondidas, siempre con el temor a ser descubiertos por la madre, prendiendo una vela al “bigotón”, a Hitler, por haber influido en la llegada de ambos al mundo.
Esa niña curiosa, rebelde, ávida de respuestas, vuelve a reunir a sus seres queridos en este libro cuyo título alude a la fragilidad “de la mente, del alma humana”. Por sus páginas vemos desfilar, por ejemplo, al tío Milcho, al que elijo de entre todos los retratados porque me llama mucho la atención su relación con el escritor Elias Canetti cuando ambos eran colegiales en una ciudad búlgara a orillas del Danubio. “Ninguno de los dos tenía padre. Ambos mantuvieron una relación particular con la lengua que sus antepasados se llevaron de España (…)”, va recordando la autora, quien visualiza a su tío leyendo a Canetti después de saber, muchos años después de haberle perdido la pista, que había sido merecedor del premio Nobel.
La obra se va articulando en distintos pasadizos que nos conducen a ámbitos diferentes y que responden a denominaciones como “Pisapapeles”, donde se da cabida a todo lo que hace referencia a la lengua y a la historia del pueblo judío; “Distancia de foco”, que engloba los recuerdos de familia; “Del diario de viaje”, donde la autora da cuenta de sus investigaciones y trayectos, y “Molino de viento”, que es es lugar reservado a los sueños, a las imágenes oníricas. En medio de todas esas estancias, que en ocasiones se confunden pero sin perder en ningún momento el equilibrio, la musicalidad, se van intercalando fragmentos y cánticos escritos en judeoespañol.
Esa niña curiosa, rebelde, ávida de respuestas, vuelve a reunir a sus seres queridos en este libro cuyo título alude a la fragilidad “de la mente, del alma humana”. Por sus páginas vemos desfilar, por ejemplo, al tío Milcho, al que elijo de entre todos los retratados porque me llama mucho la atención su relación con el escritor Elias Canetti cuando ambos eran colegiales en una ciudad búlgara a orillas del Danubio.
En el álbum de los recuerdos de Myriam Moscona tiene entrada la culpa, el perdón, la traición, la pena, el amor, el miedo, la despedida, el duelo, la entrega. Hay un balcón amplio desde el que contemplar el paso de la vida y una calle estrecha, misteriosa, desde la que se retrocede a la infancia, a ese campo donde permanecen sembradas para siempre las semillas primeras. “Pues por mayores que nos hayamos hecho siempre habrá un niño exhalando muy adentro y lo más probable es que soslayemos un verdadero diálogo con él, porque nos llena de zozobra una escena tan desnuda que amenaza con mostrarnos ante nosotros mismos como la materia frágil, indefensa, desgarrada que en realidad somos”, leemos en una entrada que comienza con los inicios en la lectura de Moscona, unos inicios marcados por Kafka y el testimonio del escritor checo sobre su familia.
En este espacio, este libro-templo, en el que también los lectores vamos ganando en ligereza, en consuelo, no se teme a la muerte, sino que se la ve como “esa otra cara de la vida que no está iluminada”. Junto a las escenas que la escritora recupera de su pasado hay otras que asoman a través de las rendijas de los sueños. Porque, como decía al principio, las grandes revelaciones, las respuestas que está buscando las encuentra sobre todo cuando cierra los ojos, en ese espacio de lo primigenio donde todos los tiempos y edades pueden juntarse y donde tal vez la que hable sea “la voz enredada de la infancia”.
Hay muros ocultos que se traspasan y descubren otras casas dentro de las reales en las que aguardan tranquilamente los que se han ido. Hay escenas que recuerdan los cuadros surrealistas de Remedios Varó. Hay conversaciones esclarecedoras en esos territorios enigmáticos, escurridizos, que alcanzan más intensidad y resultan más verdaderas que las que se mantienen en el plano de lo habitual. “Cuando perseguí las imágenes interiores fue el momento más importante de mi vida”, toma Moscona este extracto de “El libro rojo”, de Jung, otro gran cazador de sueños.
Hay un pasaje muy revelador, que acaece en las aguas profundas donde todo duerme, en el que la narradora dice comprender que “las tareas más importantes están atadas a otro lenguaje” y donde se pregunta: “¿Cómo puedo sobrevivir a la muerte de quien amo?”. La contestación que le llega tiene que ver con “la contracción del tiempo, el antes y el después”. Y más adelante hay otro retazo hermosísimo, otro sueño en el que se encuentra a su madre en una avenida, a punto de cruzarla, y quiere abrazarla, pero siente que no es reconocida, que debe esperar el momento en el que las agujas del reloj se muevan en sentido inverso para poder pasar al otro lado y, entonces sí, entablar el diálogo.
A través del sueño Myriam Moscona comprende algo que no es fácil de descifrar. “No hay lugar, sólo el tiempo nos reúne”, nos dice. A través de los sueños que nos revela, a través de ese mágico fluir del lenguaje que nos regala, un lenguaje narrativo que por momentos se torna poesía pura, quienes entramos en esta sutilísima “Tela de sevoya” también comprendemos, sentimos que algo se abre y nos despierta. Es imposible explicarlo en toda su grandeza. Deben ustedes pedir las llaves que abran las puertas de este libro tan necesario y leerlo.
“Tiempo de sevoya” ha sido publicado por la editorial Acantilado. La obra se alzó con el Premio Xavier Villaurrutia (México) en 2012.
Las fotografías de Myriam Moscona nos han sido facilitadas por © Centro Sefarad Madrid
La fotografía “Vidiriera en la catedral” la firma Nacho Goberna © 2005