Por Emma Rodríguez © 2014 / Lo ideal habría sido un día nublado para ilustrar las fotografías de esta Ventana. Lo ideal habría sido pasear por un paisaje difuso de tonalidades grises, que, de algún modo, reprodujera las atmósferas, los climas de La soledad de los perdidos, la última novela de Luis Mateo Díez. Pero la mañana en que fueron tomadas estas imágenes, en las proximidades de la casa del escritor, en el madrileño barrio de Estrella, no había niebla sino un cielo azul, absolutamente despejado, y una luz juguetona, que se filtraba entre las hojas de los árboles.
Media hora antes de la entrevista me dediqué a repasar las páginas de la novela, los pasajes que más me habían impresionado, intentando ordenar las ideas y fijar el orden de las preguntas. El viaje que propone el autor leonés es un viaje que requiere una disposición especial, una voluntad de inmersión en parajes intrincados que nos conducen a los espesos bosques del alma humana. Al comienzo tenemos la sensación de entrar en una especie de delirio, de pesadilla, de oscuridad, pero, a medida que avanzamos en el camino se van abriendo huecos de luz que orientan nuestros sentidos y nos trasladan a una geografía irreal, una geografía en la que estamos decididos a perdernos el tiempo que dure la lectura.
Pensaba en todo esto en el silencio de la mañana, mientras se acercaba el momento de contrastar opiniones con el escritor. Las entrevistas son el género que mejor se adapta a los espíritus curiosos, inquietos. Son oportunidades para conocer y para ampliar el diálogo sobre la vida, para desarrollar la capacidad de la escucha. Con Luis Mateo Díez, esa mañana de octubre que no amaneció nublada, tuve la oportunidad de trasladarme de nuevo, como antes había hecho con la novela, a esas ciudades de sombra, que él recrea una y otra vez, pero en esta ocasión a través de sus palabras, de sus explicaciones, comprobando hasta qué punto esas comarcas imaginarias están integradas, con absoluta normalidad, en sus pasos sobre el día a día.
Las entrevistas son el género que mejor se adapta a los espíritus curiosos, inquietos. Son oportunidades para conocer y para ampliar el diálogo sobre la vida, para desarrollar la capacidad de la escucha. Con Luis Mateo Díez, esa mañana de octubre que no amaneció nublada, tuve la oportunidad de trasladarme de nuevo, como antes había hecho con la novela, a esas ciudades de sombra, que él recrea una y otra vez.
En La soledad de los perdidos se refleja el presente de deterioro que vivimos, sin necesidad de que la acción transcurra en la actualidad ni los personajes deambulen por las calles de ciudades reconocibles. Recuerdo que esa misma sensación de proximidad, de desasosiego, la tuve cuando leí Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, otro autor de la lucidez, de la desolación. Lo recuerdo ahora que he vuelto al escritor portugués, gracias a la publicación de la novela inconclusa en la que estaba trabajando cuando murió, hace ya algo más de cuatro años.
Bajo el título de Alabardas, la editorial Alfaguara pone en las mesas de novedades una entrega, bellamente ilustrada con grabados de Günter Grass, en la que los tres capítulos que el autor logró culminar y que le mantuvieron ocupado hasta el final de sus días, se acompañan de sus anotaciones sobre el rumbo que habría de tomar ese trayecto literario y de dos textos muy esclarecedores: uno del escritor y periodista italiano Roberto Saviano y otro del poeta y ensayista español Fernando Gómez Aguilera, quien se interroga sobre la última puerta que deseaba abrir Saramago, sobre con qué última historia, reveladora de comportamientos y de encrucijadas, quería sacudir nuestras conciencias y obligarnos a abrir los ojos y a pensar.
Por lo poco que dejó escrito, por ese bosquejo inicial de novela, que se ha convertido en su legado, sabemos que quería hablarnos de la responsabilidad individual, de las consecuencias de todos nuestros actos y trabajos, de esos momentos de conflicto, de crisis, que nos obligan, como bien explica Saviano, a tomar postura: cerrar los ojos y seguir adelante con el trayecto de siempre o dar un vuelco que, tal vez, pase por la denuncia de lo innoble, por el compromiso.
Saramago, quien supo vaticinar la deriva de las sociedades capitalistas y que siempre creyó, pese a su talante pesimista, que otro tipo de comunidades, más despiertas, solidarias, críticas y éticas, eran posibles, quería contarnos la historia de Artur Paz Semedo, un hombre que trabaja en una fábrica de armas y un día descubre que durante la Guerra Civil hubo empleados que llegaron a sabotear bombas para apoyar a los combatientes de la República, corriendo el riesgo de poner sus vidas y sus destinos en peligro. Este hecho le conmociona, le lleva preguntarse por qué no se conocen huelgas laborales en el ámbito de la industria armamentística, a reflexionar sobre el trasfondo de intereses que está detrás de las guerras y a iniciar una investigación, espoleado por su ex-mujer, Felícia, una pacifista convencida, sobre las ganancias de su empresa durante los convulsos años treinta del siglo XX.
Saramago quería contarnos en Alabardas la novela que no pudo acabar la historia de Artur Paz Semedo, un hombre que trabaja en una fábrica de armas y un día descubre que durante la Guerra Civil hubo empleados que llegaron a sabotear bombas para apoyar a los combatientes de la República, corriendo el riesgo de poner sus vidas en peligro.
Hasta ahí el relato de Saramago, un relato contado con un estilo depurado, con un cierto tono de ironía, que nos deja con la imagen del protagonista buscando documentos reveladores en los viejos cajones de un archivo donde el pasado permanece dormido, pero los márgenes de la ficción se amplían a través de los dos textos citados, textos que sitúan la novela inacabada del Nobel portugués en el contexto de su totalidad y le otorgan a la entrega un interesante tono ensayístico.
La obra de Saramago “se levanta como un monumental hito narrativo empeñado en meditar sobre el mal y el error contemporáneos, atento a las desviaciones del ser humano, concernido, en definitiva, por las múltiples variantes de inhumanidad que nos azotan…”, nos dice Fernando Gómez Aguilera, quien tuvo la oportunidad de escuchar al escritor hablar de las búsquedas que le animaban al final, de los planes para la que iba a ser, si le llegaba la vida, su última aportación a la literatura.
Quería Saramago que Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, que iba a ser el título de la historia, fuese, en palabras del ensayista, “una novela de ideas con un fuerte componente de reivindicación y provocación, un revulsivo de filosofía moral para la conciencia de sus lectores, tomando como referencia el inhóspito y lacerante mundo de la producción y el uso de armas”. Quería “diseccionar la paradoja moral del empleado ejemplar, capaz de abstraerse en su rutina de las consecuencias derivadas de su disciplinada eficiencia profesional”. Y, junto a él, como antagonista, dejó trazado el perfil de una mujer “que reúne incomodidad y verdad” y que participa del “brío y del empuje característico de las protagonistas femeninas reconocibles en su obra, portadoras de una llama de esperanza y grandeza”.
Seguimos leyendo a Gómez Aguilera, para quien, en última instancia, lo que pretendía el escritor era “construir su visión sobre la banalidad del mal, el controvertido asunto que Hannah Arendt pusiera encima del tapete intelectual”. “Por desgracia, el mal también es una costumbre superficial, fútil, además de una amenaza permanente para el orden social”, argumenta. “Una estructura comunitaria, si persigue alcanzar éxito, al menos relativo, requiere de seres responsables, coherentes, concernidos por la búsqueda del bien, dueños de una voluntad crítica, dispuestos, en fin, a reconocer y reconocerse en el nuevo derecho humano de objeción y desobediencia que propuso Einstein (…) el derecho o el deber que posee el ciudadano de no cooperar en actividades que considere erróneas o dañinas”.
Todos esos asuntos, a los que tantas vueltas daba Saramago, laten en el fondo de las páginas que ahora llegan hasta nosotros. No sabemos qué destino hubiera sido el de esos personajes ni qué derroteros habría seguido la acción, pero bastan los tres capítulos que dejó escritos para, como hace Roberto Saviano, imaginar posibilidades y continuaciones. El escritor italiano, perseguido por la Camorra por investigar y contar en sus reportajes y libros las tramas del crimen organizado, recuerda una frase de Ensayo sobre la ceguera en la que se dice que en la vida “siempre llega un momento en que no hay más remedio que arriesgarse” y, a partir de ahí, rinde homenaje a quienes no han dudado en hacerlo, aún jugándose la vida.
Es este nuevo Saramago un necesario eslabón para acercarse a su proyecto literario y volver a apreciar su coherencia, del mismo modo que lo fue, más desde la vertiente de sus azares biográficos, descubrir, también con carácter póstumo, Claraboya, una novela de juventud donde tanto nos revela acerca de las circunstancias que le tocó vivir en el Portugal de la dictadura, así como de las fuentes de las que surgen muchos de los personajes que luego le habrían de acompañar.
En esa puerta de entrada a la narrativa de Saramago que es Claraboya, una novela dura, estremecedora, hecha de pequeños espacios cerrados y mezquinos, donde se ponen en escena las traiciones y tropelías de que es capaz el ser humano en situaciones de desamparo y de penuria económica, cuando la lucha por la supervivencia se impone a todo lo demás, ya se encuentra el germen de los temas y reflexiones que el autor desarrollaría con posterioridad en obras tan célebres como El evangelio según Jesucristo o Ensayo sobre la ceguera.
El Saramago del comienzo y del final, pues, se dan la mano en estas dos recuperaciones que son un auténtico regalo para sus seguidores y que demuestran hasta qué punto el escritor tuvo claro su mapa creativo desde muy pronto, no desviándose jamás, pese a la variedad de sus ficciones y de sus hallazgos, de preocupaciones tan esenciales para él como la confrontación entre el bien y el mal o la falta de ética en sociedades dominadas por la desmesura.
En esa puerta de entrada a la narrativa de Saramago que es Claraboya, una novela dura, estremecedora, hecha de pequeños espacios cerrados y mezquinos, donde se ponen en escena las traiciones y tropelías de que es capaz el ser humano en situaciones de desamparo y de penuria económica, cuando la lucha por la supervivencia se impone a todo lo demás, ya se encuentra el germen de los temas y reflexiones que el autor desarrollaría con posterioridad.
Nada complaciente, nada cómoda, es su literatura, como tampoco lo es la de Luis Mateo Díez. Nada complaciente, muy transgresora, es una novela que he leído recientemente y que me permito, también, recomendaros desde aquí, sobre todo a quienes disfrutan descubriendo cosas nuevas. Se trata de El profesor de literatura y su autor es Christian Vera (Bolivia, 1976). Por la pequeña nota de la solapa sé que imparte clases de literatura, efectivamente, y que es poeta. Me llamó la atención el título en la librería, hojeé un ejemplar, me pareció interesante y me dispuse a leerlo, alentada, además, por el hecho de que la editorial que lo publicaba era Caballo de Troya, liderada hasta hace poco por Constantino Bértolo, un editor que siempre, y acertadamente, anduvo a la búsqueda de voces capaces de contar el mundo de manera diferente.
En este caso, se trata de una mirada ácida, irreverente, cargada de cinismo y hastío, la que nos ofrece el autor boliviano. Una mirada que sobrevuela la realidad desde la indiferencia de quien busca mantenerse al margen del sistema, pasar desapercibido. “Para muchos el profesor de literatura de secundaria es imperceptible, inabordable, un fantasma intrascendente”, se nos indica del protagonista, un hombre que no encuentra sentido a lo que hace; que acude al psicoanalista; que “cree ser un personaje extra de una película de David Lynch encerrado en un mundo de apariencias, donde los límites entre ficción, sueño y realidad son tan difusos”; que escribe poemas y relatos de terror, y que se mantiene en pie gracias al cóctel de química que consume diariamente, pastillas de todo tipo que, además, vende a sus alumnos con el convencimiento de que así estimula su inteligencia y despierta sus sentidos.
Christian Vera nos sacude con este relato que apenas sale de los muros de un colegio fantasmal, un edificio que antes de ser centro de enseñanza sirvió de prisión y manicomio. Por las estancias del colegio transitan profesores y alumnos que parecen zombies, mientras que fuera, en una isla extraña y húmeda llamada La Faz, se está gestando una revolución que parte del descontento de amplios sectores de la población.
Siendo muy sencillos los pilares argumentales y estilísticos de esta novela en la que destaca la frescura y la originalidad de la voz, de la mirada, lo que realmente nos resulta inquietante es la crítica mordaz, feroz, que lanza a un sistema educativo caduco, donde lo que se busca es la mera memorización de contenidos, no el conocimiento, ni el ejercicio de las capacidades críticas, ni la formación de personas capaces de pensar por sí mismas y entablar un diálogo.
Lo que realmente nos resulta inquietante en “El profesor de literatura”, de Christian Vera, es la crítica mordaz, feroz, que lanza a un sistema educativo caduco, donde lo que se busca es la mera memorización de contenidos, no el conocimiento, ni el ejercicio de las capacidades críticas, ni la formación de personas capaces de pensar por sí mismas y entablar un diálogo.
“En el fondo y en la forma a nadie le importa lo que dice el otro. Esto es lo que ha conseguido el colegio en todos estos años de esfuerzo: la sordera. Todos tienen mínimas capacidades de atención, están hartos de todas estas motivaciones escolares o que los infantiliza o que subestima su inteligencia”, leemos en esta novela donde todo está a punto de saltar por los aires y que destapa las máscaras sociales, la estupidez, la impostura del mundo académico y también literario (“la literatura es un asunto de cofradías que te legitiman, de camarillas que te vuelven un mito, de grupitos que farrean y se piropean entre ellos, de dimes y diretes…”)
El profesor de literatura de Christian Vera lleva una mochila sobre los hombros, una mochila “en la que es posible que ingrese un mundo infinito de cachivaches y otros objetos inservibles”, donde “incluso puede caber su vida entera en un pedazo de tela… Y si todo se acomoda correctamente incluso puede caber el cosmos”. La mochila del disparatado, corrosivo, profesor de literatura me lleva al saco a la espalda de Ambrosio Leda, el protagonista de La soledad de los perdidos, de Luis Mateo Díez. Vuelvo al principio de este diario. Madrid, 28 de octubre de 2014. Miro a través de la Ventana. Tampoco hay niebla.
En esta Ventana se habla, además de La soledad de los perdidos, de Luis Mateo Díez, que es entrevistado en este número de “Lecturas Sumergidas”, de: Alabardas, la novela inconclusa de José Saramago, que acaba de publicar Alfaguara, sello que también editó en su día otra obra póstuma, Claraboya. El texto concluye con la lectura de El profesor de filosofía, de Christian Vera, editada por Caballo de Troya.
Todas las fotografías de Emma Rodríguez fueron tomadas por © Nacho Goberna en el madrileño barrio Estrella.