Emma Rodríguez © 2023 /
Hay libros que tienen la capacidad de parar las prisas y hacernos recobrar la pausa, la lentitud, incluso la pereza. Nagori. La nostalgia por la estación que termina, de la autora en lengua francesa Ryoko Sekiguchi (Tokio, 1970), es uno de ellos. Original, sugerente, cargada de sutileza, la entrega, publicada en castellano por la editorial Periférica, es todo un regalo para los sentidos, pues el recorrido está lleno de contemplaciones, de poesía, de experiencias sensoriales. Cuando vivimos rodeados de ruido, de actualidad, un ensayo así obra el sorprendente efecto de despertar nuestra atención sobre la belleza que nos rodea, sobre los pequeños detalles que nos hacen comprender cuáles son los ingredientes de la buena vida.
Ingredientes es una palabra clave en la entrega, pues el ámbito culinario resulta clave en la particular ruta que nos propone esta escritora, que bebe en las fuentes de su cultura de origen aunque lleve viviendo en París desde hace más de veinte años. Traductora y crítica gastronómica, Sekiguchi tiene en su haber títulos de poesía y ensayos sobre el gusto y sobre la relación entre la cocina y la literatura. En este territorio se mueve Nagori, un estudio sobre el paso de las estaciones y su lenguaje, sobre la temporalidad, sobre los ciclos de la vida. Una lectura que nos hace abstraernos del presente y que nos lleva a recordar las emociones que provoca en nosotros la poesía. Hay poesía, sí, en el camino propuesto; de hecho los haikus son importantes en esta ruta donde la autora se acompaña de lecturas diversas, de obras literarias de referencia.
Aprendemos mucho de las costumbres y de la cultura japonesa leyendo este libro. Sabemos que los nipones son extremadamente sensibles a los periodos estacionales, que cultivan la contemplación de los cerezos en flor o acondicionan zonas acristaladas para admirar la belleza de la nieve. Pero no es tan conocido que, en su calendario tradicional, los años se dividen en veinticuatro segmentos que pueden llegar a ser setenta y dos, fundamentados siempre en las cuatro estaciones. La autora nos lleva a entender la fijación de la literatura japonesa por las atmósferas cambiantes, por las variaciones de color en los paisajes, tan apegadas a los estados de ánimo, a las inestabilidades del espíritu. Esta obra tan especial, tan íntima, nos lleva a pensar en la nostalgia por todo lo que se va, lo que deja de ser, provocando tránsitos, transformaciones.

Es hermosa la manera en la que este libro se construye a través de la palabra “nagori”. Ryoko Sekiguchi nos introduce en su significado a partir de una mirada a los alimentos en función de su estacionalidad. Si el término “hashiri” hace referencia a los primeros frutos y “sakari” a la plena temporada, “nagori” alude al final de la temporada, cuando el fruto ya está sobremadurado y se despide de nosotros hasta el año siguiente; de ahí el sentido de nostalgia, “la nostalgia por la estación que termina”.
Nos cuenta la autora que la palabra tiene un significado mucho más amplio, que “alude principalmente a la huella, la presencia, la atmósfera de algo pasado, de algo que ya no está”. Nos dice que “nagori” “puede nombrar “lo que queda”, persona u objeto, lo que subsiste en el mundo en lugar de una persona fallecida, como un niño recuerda a sus difuntos padres a quienes los conocieron”, y que también puede referirse al momento de la separación, al final de la vida, “o al estado de algo que persiste, como esas pocas flores que permanecen en el árbol al término de la estación”.
En “Nagori” RYOKO SEKIGUCHI nos lleva a entender la fijación de la literatura japonesa por las atmósferas cambiantes, por las variaciones de color en los paisajes, tan apegadas a los estados de ánimo, a las inestabilidades del espíritu. Esta obra tan especial e íntima, nos lleva a pensar en la nostalgia por todo lo que se va.
Concluye haciéndonos saber que “el objeto del nagori puede ser un lugar, una persona, una estación o incluso objetos o acciones que evoquen todas esas cosas” y que en el nagori “se entreveran apego, nostalgia y temporalidad”. Nos habla, entre otras cosas, de la “ceremonia del té de nagori”, que se celebra cada otoño con los restos del té del año anterior. Y también de que la etimología del vocablo se remonta a “nami-nokori”, “vestigio de las olas”, que designa el rastro que deja el oleaje después de retirarse de la playa”.
Si habéis llegado a este punto, seguro que ya entendéis lo que os decía de que este libro se aproxima a la poesía y despierta las emociones. Mientras pasamos sus páginas nos olvidamos del afuera, nos sumimos en una corriente que nos lleva hacia esos paisajes interiores que el presente anula con su velocidad. Mientras vamos avanzando por los senderos que abre la entrega nos quedamos parados ante una frase evocadora, ante una imagen, ante un detalle, y percibimos que nos hemos distanciado del exterior, que hemos sido capaces de cerrar las ventanas para mirar hacia dentro y recobrar palabras, sensaciones, experiencias, que regresan a nosotros renovadas.
“Nuestras emociones no se mueven con tanta facilidad. Por vivas y reactivas que sean, son mucho más lentas que nuestro cuerpo a la hora de desprenderse de una persona o de un lugar. Siempre nos acompañan, unos pasos por detrás de nosotros”, escribe Ryoko Sekiguchi, quien unas páginas más adelante reflexiona sobre “el carácter eminentemente frágil y valioso de esa transición de una temporada a la siguiente”.
Hay una parte del ensayo especialmente interesante en la que la autora se refiere a la relación íntima y personal que establecemos con las estaciones, a la manera en que éstas nos influyen y llegan incluso a definir nuestra manera de ser. ¿Somos de primavera, de verano, de otoño, de invierno? ¿Qué época del año se adapta mejor a nuestro carácter? ¿Con qué estación sentimos una mayor afinidad? Yo tengo claro que mi estación es el otoño. Sus colores, su melancolía… La escritora señala que es la estación que mejor se adapta a la sensibilidad japonesa, la estación del “nagori” por excelencia, la que “rezuma todos sus matices, y no solamente en lo relativo a los alimentos”. Nos dice que “no es casual que el arte del té considere el otoño como el final del año y desarrolle en torno a éste toda una estética de la nostalgia”. El otoño “asienta una forma de belleza serena”, escribe.
¿Hay épocas y culturas que se adaptan a una estación concreta? es otra de las preguntas que se plantea la escritora, apuntando que las sociedades actuales viven en una época de “hashiri”, donde lo que se valora es la juventud, la energía, la frescura, la novedad. No es este un ensayo espectacular, lleno de revelaciones, de grandes acontecimientos. Su territorio es el de lo pequeño, el de esas cosas pequeñas, pero sumamente importantes, que olvidamos en el discurrir de los días. Su lectura nos lleva a cultivar la atención, a celebrar el placer de contemplar los ritmos del tiempo, las variedades de los paisajes de fuera y también de dentro. El contraste entre el ayer y el hoy también es motivo de análisis en esta obra que recurre a diversos cuentos (de los hermanos Green, de Óscar Wilde, de O. Henry…), en los que se explora la búsqueda de una estación ya ida, a través de sus frutos, de sus flores. En el pasado, los viajeros capaces de hacer grandes distancias quedaban deslumbrados ante el encuentro con un nuevo clima que les deparaba productos inesperados.
“En la actualidad, bastan unas pocas horas de avión para aterrizar en otra estación (…) Nos olvidamos enseguida de que nuestros antepasados sólo podían vivir en la estación presente”, va reflexionando la autora. Hoy hemos dejado de deslumbrarnos, vemos como algo natural que los procesos de congelación permitan acceder a los alimentos fuera de temporada.

Ryoko Sekiguchi no olvida tampoco que hoy aún hay quienes no tienen posibilidad de sustraerse a la estación de su entorno “porque están obligados a permanecer en su tierra”. No olvida a los pobres y a los desplazados en campamentos de refugiados “condenados a vivir en esa no-estación permanente compuesta de harina, garbanzos, aceite y latas de conserva”.
El alcance del tema de las estaciones es amplio y este libro tiene la capacidad, como decía, de detenernos, de sacarnos del ahora, de hacernos reflexionar e iniciar conversaciones sobre asuntos tan profundos y esenciales como infrecuentes en el transcurso de lo cotidiano. “Las cuatro estaciones introducen en nuestra vida la idea de los ciclos que se repiten, un poco igual que una escalera de caracol. Sin embargo, nuestro tiempo de vida avanza siguiendo una linealidad de sentido único, hacia una degeneración irreversible. Esta temporalidad interna, inherente a nuestro cuerpo, refuerza aún más nuestra aspiración a las estaciones, a la renovación, al renacimiento”, escribe la autora, quien se refiere al misterio y encanto de las estaciones que avanzan y regresan cada año, pero con variaciones, sin repetirse del todo.
“¿Veré aún otra primavera?” es el significativo título de uno de los capítulos que componen el libro y que resume lo que comentábamos anteriormente, la nostalgia por el final de una estación que no sabemos si volveremos a vivir. Los productos cambian con las diferentes épocas del año y también nosotros lo hacemos. “Nuestro cuerpo invernal no es nuestro cuerpo estival. Cada año envejecemos; entretanto, tal vez hayamos estado enfermos. Nuestro cuerpo de hoy no será el mismo el año próximo. Por eso también el pescado o la verdura que comemos por primera vez en la estación se nos antojan tan diferentes: nuestro cuerpo ha olvidado la experiencia de ese producto, y hay que restablecer los lazos cada año. Por lo demás, nosotros mismos percibimos los sabores de manera distinta”, voy pasando las páginas de esta obra llena de sorpresas, entre ellas las enseñanzas que ha recibido nuestra crítica gastronómica de famosos chefs en distintas partes del mundo.
“En la actualidad, bastan unas pocas horas de avión para aterrizar en otra estación (…) Nos olvidamos enseguida de que nuestros antepasados sólo podían vivir en la estación presente”, Reflexiona la Escritora.
En Nagori hay una poética de las estaciones con gran presencia de lo culinario; incluso se introduce un menú que la autora preparó para despedirse de sus compañeros de Villa Medici, en Roma, donde fue durante un año una residente becada por la Academia de Francia en la capital italiana. En ese tramo del camino, que cierra el libro, da cuenta de las experiencias olfativas que experimentó en la ciudad y también recuerda el aroma floral de otro lugar en el que pasó más de diez veranos seguidos, Granada. Trazar un mapa de las ciudades a partir de sus olores es una propuesta esbozada aquí que resulta muy sugerente. Hay una gran sutileza en todo el recorrido. Tal vez sea la palabra que mejor defina la mirada y la manera de contar de la escritora.
“Fue en Roma donde presentí que necesitaba retomar la cuestión del tiempo, de las estaciones, sin pasar por alto nada de lo que un cuerpo puede percibir a partir de las señales que éstas dejan”, confiesa Sekiguchi, quien asegura fue en esa estancia en Roma donde fue consciente de su sensibilidad japonesa para interactuar con las distintas épocas del año, para apresar cada detalle, cada mínimo cambio. “De mi estancia romana ya no me quedan ni “hashiri” ni “sakari”, puesto que ya no estoy allí. Sólo permanece “nagori”. No en el sentido concreto, sino en el simbólico: el retrogusto, las texturas y las emociones que lleva aparejadas están aún muy vivas”, comenta.
Los haikus ocupan un espacio importante en este libro tan singular. Son composiciones que se adaptan al tiempo, a sus ciclos, idóneas para recordar y conmemorar determinados hechos, “alimentando la espera del renacimiento y la renovación”. Sin embargo la autora ve un aspecto negativo en el uso de las mismas para rememorar catástrofes como la del accidente nuclear de Fukushima en 2011.
“Muchos japoneses”, explica, “optaron por hablar de éste empleando las fórmulas del haiku: lamentos por las vidas devastadas, oraciones por el alma de los desaparecidos y más cosas comunes a no pocas culturas literarias”, pero “a pesar de que en el tiempo cíclico, “la primavera regresará de nuevo”, las flores del cerezo están ahora irremediablemente irradiadas; ya no hay renovación posible…”
“Componer haikus”, prosigue la autora, “se equipara, pues, a cerrar los ojos a una realidad y a celebrar –cinismo o ingenuidad– un renacimiento que no sabemos cuándo será posible, si es que lo es (…) Conmemorar Fukushima en esos términos está totalmente fuera de lugar, pues no basta con recordarlo una vez al año: es un problema actual que requiere tanto una intervención política como una reflexión cotidiana”.

La lectura de Nagori me ha recordado, por esa cualidad de la sutileza de la que os hablaba; también por su singularidad, por su fijación en los detalles, y, por supuesto, por su acercamiento a la sensibilidad japonesa, a otras lecturas como El elogio de la sombra de Junichiro Tanizaki, o El libro del té, de Kakuzo Okakura. Y ya fuera del ámbito japonés, hay un ensayo que acompaña muy bien a este recorrido: El tiempo regalado, de la autora alemana Andrea Köhler, donde leemos: “Aunque hayamos adaptado en parte nuestro equipo sensorial al tiempo acelerado, los sentimientos conservan la lentitud”.
Nagori y todas las obras citadas en este último párrafo tienen la capacidad de trasladarnos al tiempo lento, de hacernos conscientes de la necesidad de parar, de contemplar. En otra ocasión os hablaré de otro regalo que me ha hecho Ryoko Sekiguchi, el descubrimiento de un escritor japonés, Osamu Dazai, una lectura pendiente para mí, que es citado brevemente en la entrega, cuando se alude a los haikus y a una palabra de estación estival, “otoki”, que significa “la memoria de las cerezas”. Con ella se conmemora la muerte de este autor que se suicidó un 13 de junio de 1948 y que tiene un libro titulado Las cerezas.
Nagori. La nostalgia por la estación que termina, ha sido publicado por la editorial Periférica. La traducción del francés la firma Regina López Muñoz.