Persiguiendo novelas de Japón (Con Kawabata, Mishima, Tanizaki, Sôseki…)

Por Emma Rodríguez © 2017 / Los viajes y los libros que nos cautivan, tienen algo en común, conllevan un descubrimiento, un despertar, una transformación, acaso profunda y reconocible, acaso sutil, apenas insinuada. En este artículo quiero hablaros de un libro donde todo esto se conjuga y se lleva al extremo, un libro muy especial que llegó a mis manos de manera azarosa, sin saber previamente nada de su existencia. Se trata de En el barco de Ise. Viaje literario por Japón, (La Línea del Horizonte), un recorrido por los paisajes y las letras de un país muy rico en ficciones. Su autor, Suso Mourelo, un escritor, periodista y viajero, al que le gusta definirse como nómada, ha logrado trazar un mapa fascinante, un  itinerario tras los entornos, los personajes, las escenas que nutren la obra de grandes escritores nipones como Kawabata, Mishima, Tanizaki, Sôseki, Kôbô Abe y tantos otros. Esta ruta tan personal, original y soñadora, supuso para mí un auténtico regalo este último verano, una oportunidad para reencontrarme con historias amadas y para acceder a títulos y territorios aún inexplorados.

El tono meditativo, la reflexión sobre el pasado y el presente del país, la crónica sobre usos y costumbres, la conversación, la recreación literaria y la lectura pausada, todo suma en una entrega que me hizo ser de nuevo consciente de que son los viajes capaces de llevarnos a nuestro interior, los que verdaderamente prenden en la memoria y nos construyen; de que sólo la mirada atenta a  los detalles inesperados, al trazado de puentes insólitos, puede llevarnos más allá de los caminos trillados. Suso Mourelo, que ha escrito sobre China, Mongolia y México con anterioridad, imagino que también desde peculiares perspectivas, ha conseguido esbozar un sendero ideal para adictos a los viajes literarios, para todos los que disfrutamos recorriendo los lugares, ya sean cercanos o ajenos, en compañía de libros y autores que llenan de contenido los espacios visitados.

Parque Nacional de Fuji-Hakone-Izu. Una vista del Monte Fujiyama tomada desde el Lago Ashinoko. Fotografía por Nacho Goberna © 2004
Parque Nacional de Fuji-Hakone-Izu. Una vista del Monte Fujiyama tomada desde el Lago Ashinoko. Fotografía por Nacho Goberna © 2004

Son muchos los atractivos y aprendizajes de esta lectura: los cauces literarios que abre; la cercanía, sin los tópicos al uso, a un Japón en proceso de metamorfosis, y, como en todo buen libro de viajes, la transmisión de las emociones y conversiones que experimenta el viajero. Habla Mourelo de los beneficios de la demora, de dejar pasar trenes y autobuses, de romper planes para hallar otros, en definitiva de “perder el tiempo para ganarlo”. Ese es su único propósito: dejarse llevar, seguir los inspiradores senderos de la literatura, en ocasiones etéreos, inalcanzables, pero en todo momento puertas de acceso a revelaciones, a recodos inesperados. Mirar, escuchar, asombrarse, soñar…

Suso Mourelo se acerca a un Japón en proceso de metamorfosis y nos habla de los beneficios de la demora, de dejar pasar trenes y autobuses, de romper planes para hallar otros, en definitiva de “perder el tiempo para ganarlo”.

Llega en ocasiones durante el viaje un momento en que se produce una embriaguez: el desapego. Un tiempo en que el alma flota y los pies se aligeran. El pasado se empequeñece y el futuro no existe. Solo lo que ocurre cuenta. Aparece tras tiempo de alejamiento, de abandono de los rituales. Tras oír docenas de voces ajenas y escuchar la de uno mismo. A veces sucede en un lugar hermoso, en un barco o en un tren, y siempre alcanza al peregrino en soledad…” indica, ya en las primeras líneas, el autor. A quien se sienta estimulado por sus palabras le animo a seguir adelante, a buscar el libro, a seguir avanzando por sus páginas, sabedores de que, como me pasó a mí, el viaje, la lectura, no se va a quedar ahí, sino que os va a conducir a otros destinos. Porque hablamos de un viaje, dentro de un viaje, dentro de un viaje…

Barrio de Shibuya, Tokio. Fotografía por Nacho Goberna © 2004
Barrio de Shibuya, Tokio. Fotografía por Nacho Goberna © 2004

Mourelo lee, recobra escenarios inmortalizados en la ficción, recrea la vida de personajes y autores amados, y al mismo tiempo observa, se acerca a los japoneses de hoy, a sus búsquedas y preocupaciones. Uno de los mayores logros del libro es la manera en que ambos planos conviven. A finales del mes de marzo, contemplando los cerezos en flor en uno de los mil barrios de Tokio, entre ancianos, colegiales, familias y parejas, el viajero siente que forma parte de un espectáculo que los poetas han cantado durante siglos. El tiempo se detiene y lo hará muchas veces durante un recorrido que se abre a múltiples bifurcaciones, ya que el autor busca lugares concretos, pero siempre encuentra motivos para desviarse: una persona, un diálogo, un hecho que llama su atención, un dato.

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Osamu Dazai

En el primer capítulo, por ejemplo, el autor da cuenta de un objetivo: alcanzar el canal de Tokio donde se suicidó en 1948 Osamu Dazai, autor de novelas como Indigno de ser humano, pero se cruza en el camino Wataru, un joven sociólogo con quien tiene oportunidad de conversar y con quien visita el barrio de Shibuya, deseando identificar las calles por las que cien años antes paseó Kiyoaki Matsugae, el idealista personaje de la tetralogía de Yukio Mishima El mar de la fertilidad. Wataru no ha leído a esta figura mítica de las letras japonesas que en 1970 recurrió al “seppuku”, “suicidio ritual que le asimilaba a los antepasados, los samuráis”; desconoce una obra que, como señala Mourelo, “muestra la obsesión del autor por un tiempo pasado y por la irreversible influencia occidental en un mundo que dejaba de existir”.

Las estadísticas demuestran lo poco que leen a sus clásicos las nuevas generaciones en Japón, generaciones altamente tecnologizadas, fascinadas, eso sí, por el manga. El Japón del milagro económico está lejos. Hoy los salarios han bajado notablemente y hay desempleo. “Muchos jóvenes quieren irse fuera; están desencantados de los políticos. Japón es un país en cambio”, escucha el cronista a su acompañante, y reflexiona: “En el paseo salpican los contrastes, las contradicciones de esta tierra tecnológica y antigua donde bajo los cimientos de un rascacielos se refugia una casa de madera; donde a pocos metros de un templo que huele a incienso se anuncia el “love hotel Romantica Scent” con camas giratorias; donde una anciana en kimono se cuela en el selfie de una “gyaru”; donde un robot baila en un escaparate frente a una fila que espera para comprar ramen tradicional; y donde un moderno Matsugae detiene su Lamborghini ante un sentô, una casa de baños”.

Las estadísticas demuestran lo poco que leen a sus clásicos las nuevas generaciones en Japón, generaciones altamente tecnologizadas, fascinadas, eso sí, por el manga.

Así, entre contradicciones, analizando ese permanente conflicto entre la tradición y la modernidad que tanto han abordado los escritores japoneses, con la constatación de que “no es fácil mutar en un país con una población enorme y con una cultura poderosa, cincelada en gran medida en el alejamiento de otros países”, avanzamos en este viaje que también toma datos del río de la Historia. Hay un momento en que el autor hace saber a Reiko, otra de sus interlocutoras, que el fin de su viaje es seguir novelas (para titular este texto me he permitido cambiar “seguir” por “perseguir”) y que, en ese trecho del camino en el que se encuentra, concretamente en Okinawa, su deseo es llegar a Unten, el puerto al que arriban Shinji y Yasuo, rivales en el amor en El rumor del oleaje, de Mishima, que se encuentra en una pequeña isla, en la bahía de Ise.

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Yukio Mishima

“¿Cómo explicar que todos los lugares me interesan, pero los que me reclaman son sensaciones o caprichos? ¿Cómo contarle que sin esa cartografía de Mishima tal vez su preciosa isla no figurara en mi mapa?, se pregunta Suso Mourelo. He aquí, en estos interrogantes, la mejor explicación de un libro que se alimenta de muchos libros, que traza puentes, que refresca el sentido de los viajes. Insisto en que esta ruta es idónea para los amantes de la literatura, pero no hay nada que desee menos que cerrar puertas. Cualquier lector, viajero e inquieto, puede encontrar motivos de interés en los recorridos trazados, porque, como os decía, también hay alusiones a la Historia y datos sociológicos, geográficos, sobre los lugares que se visitan. La Okinawa literaria impregna las páginas de la entrega, pero el viaje parte del hoy y no prescinde de las referencias a la actualidad. De ahí que nos encontremos ante el retrato de una prefectura con altas dosis de desempleo, que, después del desmantelamiento de las bases militares, vive principalmente del turismo, ganando terreno en el campo de la investigación, especialmente de la biotecnología, un cauce abierto hacia el futuro.

La elección que Mishima hizo de Okinawa no fue casual. Aunque hubo otros lugares tan castigados por la guerra, Okinawa simboliza la humillación y la pérdida. Todo Japón se convirtió en país ocupado, pero estas islas fueron hasta 1972 tierra paternalizada. Y el trampolín que  hizo posibles los bombardeos norteamericanos en Corea”, nos cuenta el autor, poniendo en contexto una historia de amor y de pureza, “al margen de la sociedad, probablemente inspirada en el clásico “Dafnis y Cloe”, que es El rumor del oleaje, publicada por Mishima en 1954, dos años después del fin de la ocupación americana. “La narración, cargada de símbolos, es una metáfora del camino que para él debía emprender su país: alejado de la influencia exterior, manteniendo la humildad, la constancia y la pureza de los habitantes de la isla”, leemos.

Una vez más se hace inevitable aludir a la capacidad de la ficción para comprender el curso de la Historia, para hacernos recuperar circunstancias y tiempos idos. Este viaje por Japón nos hace tomar conciencia de ello y despierta nuestro apetito por leer esos libros de los que se nos habla y que aún no hemos abordado, o por recuperar las atmósferas de relatos que un día nos fascinaron. A lo largo de esta travesía he tenido la ocasión de volver a dos autores que me apasionan: Yasunari Kawabata y Junichiro Tanizaki. Ambos están muy presentes, aparecen y desaparecen en distintas circunstancias y escenarios.

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Yasunari Kawabata

A Kawabata se dedica un capítulo titulado País de nieve tras el túnel (en homenaje a la novela del escritor País de nieve), donde se plantea una cuestión: “¿Cuánto ha cambiado este país desde que Kawabata publicó la historia, a mediados del siglo pasado? Una pregunta que el autor confiesa haber formulado en distintas ocasiones a diversas personas, encontrándose con rostros serios o con sonrisa, porque, como nos dice, “resultaba difícil resumir una transformación de tantas cosas, del alma, en una charla”.

Y seguimos leyendo: “Los edificios son el paisaje que no cesa, el corazón de un país de más de ciento veinticinco millones de habitantes que mudó en el último siglo lo que nadie podía imaginar, que enterró el feudalismo en 1868 y, poco después, se convirtió en una potencia; que un siglo más tarde, tras la derrota, pasó de la miseria a la tecnología. Tal vez la pregunta debería ser la opuesta, cuánto se parece este país a aquel en que vivió Kawabata”.

Pero volvamos a la literatura. Suso Mourelo realiza el mismo viaje que Shimamura, el protagonista de la novela. Emprende la misma ruta que él en tren, se va fijando en todos los detalles, en los paisajes que se ven tras la ventanilla, en los imponentes montes que aparecen al salir del túnel. Si habéis leído la novela podréis recobrar a su lado las escenas del relato, las sensaciones del protagonista, la intensa relación que mantiene con Komako, aprendiz de geisha de las montañas… Por fin llega el viajero a Yuzawa, ahora convertida en zona turística, y toma contacto con Hikaru, que tras perder su trabajo en una compañía de distribución de Tokio y superar una depresión, se ha instalado en ese territorio de frías montañas y baños termales. Se dedica “a vender pastelitos en cajas como estuches de joyas y no echa de menos la ciudad ni su anterior encarnación como ejecutivo”, relata nuestro guía, quien observa que en el lugar aún quedan hoteles tradicionales, “ryokan, como en el que se alojo el personaje de País de nieve y el propio Kawabata, a quien Hikaru recuerda con cariño, porque lo leyó cuando era jovencito.

Torii, arco & puerta sintoísta generalmente cercana a los santuarios. Delimita la frontera entre lo profano y lo sagrado. Fotografía por Nacho Goberna © 2004
Torii, arco & puerta sintoísta generalmente cercana a los santuarios. Delimita la frontera entre lo profano y lo sagrado. Fotografía por Nacho Goberna © 2004

El sonido repetitivo de un arroyo lo ocupa todo, le dice al peregrino que ha llegado al lugar donde quería llegar. “Y le recuerda lo imposible de contar un sentimiento”. Kawabata está ahí, en esa melodía de la naturaleza. Es “el hombre que me trajo a Japón a escuchar la voz de este riachuelo”, confiesa Mourelo. Coincido con él en que, más allá de la técnica del escritor, que, según los críticos, bebe del “haiku”, se encuentran sus fascinantes argumentos y su capacidad para hacer brotar emociones y sentimientos. Admiración compartida, complicidad lectora hacia el Nobel japonés, que también acabó sus días suicidándose y a quien se dedica un rincón del museo de Yuzawa (distintas ediciones de su novela, una fotografía del túnel, una recreación de la habitación de Komako, “imágenes que muestran el rostro de un hombre menudo y lleno de nervio, ese solitario capaz de expresar las aflicciones como pocos”…)

El sonido repetitivo de un arroyo lo ocupa todo, le dice al peregrino que ha llegado al lugar donde quería llegar. “Y le recuerda lo imposible de contar un sentimiento”. Kawabata está ahí, en esa melodía de la naturaleza. Es “el hombre que me trajo a Japón a escuchar la voz de este riachuelo”, confiesa el autor de “En el barco de Ise”.

Yasunari Kawabata empezó a escribir esta novela con treinta y cinco años, cuando era un autor de relatos célebre. Pasó una docena de años cambiando el manuscrito, publicando correcciones y capítulos nuevos por entregas, hasta que le dio una versión final. Tal vez nunca se sintió del todo satisfecho. Pero fue uno de los libros que el jurado del Nobel consideró para otorgarle el galardón, un premio que él creyó que entregarían a Yukio Mishima, su amigo y protegido”, señala el autor de En el barco de Ise, quien se acerca con extrema sensibilidad al mundo del escritor japonés, a las similitudes entre País de nieve y Lo bello y lo triste, donde también se narra la historia de amor y sufrimiento entre un intelectual y una chica joven. “Puede que Kawabata pasara su vida pensando en rehacer la primera novela y, finalmente, se decidiera a escribir otra desde el principio. En ambas hay elementos comunes, las dos mujeres y el intelectual, la forma de entregarse al amor, la soledad; en las dos se abre un desenlace confuso y trágico con un elemento que nos lo acerca: en una es el fuego; en la otra, el agua”, seguimos pasando las páginas.

Es aquí, en este momento del trayecto, totalmente identificado con Kawabata, cómplice de sus personajes, donde Suso Mourelo percibe “lo efímero de la emoción, la fragilidad de la belleza”. Y nos dice: Mi viaje ha alcanzado el sueño. Tomar conciencia hace que comience a desvanecerse. Entre Kawabata y Tanizaki, nuestro autor tiende un puente. En una taberna del pueblo de montaña donde se hospeda, apreciando su estética imperfecta, añeja, piensa en El elogio de la sombra, el revelador ensayo de Tanizaki. “En el óxido de las teteras y en la pátina de suciedad de las tazas tocadas por el uso estriba, enseñó Tanizaki, el sentimiento japonés de la belleza”, escribe.

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Jun’ichirō (Junichiro) Tanizaki

Tanizaki es el protagonista absoluto de otra parada en el camino. El fetichismo, la perversidad, los deseos ocultos, que tanto exploró el escritor, siguen fascinando a los lectores de hoy. “Tanizaki es uno de los autores más admirados de Japón y de los más leídos”, indica Mourelo, quien se centra en uno de sus relatos más célebres, La llave, la historia de una pareja que, en el declive de su pasión, decide intercambiar las páginas de sus respectivos diarios, con la confesión de sus pulsiones más secretas, para recuperar el ardor perdido. En Osaka, ciudad que el escritor eligió un tiempo para vivir, cuando ya era una figura respetada y se había casado por tercera vez, nuestro guía nos lleva a visitar su casa deshabitada, esa casa de absoluto estilo japonés, de la que tanto habla en El elogio de la sombra, y que no le resultó fácil encontrar cuando ya todo se estaba occidentalizando. Osaka es uno de los escenarios donde transcurren muchas de sus historias. Hasta allí llega el cronista siguiendo sus huellas, sin saber que el lugar se va a convertir en su favorito, en el que elegiría si alguna vez se decidiera a vivir en Japón. Alrededor de las callejas donde se sitúan los hoteles del amor, se convierte en voyeur por unas horas y contempla a parejas que podrían ser las del relato citado.

En Osaka, ciudad que Tanizaki eligió un tiempo para vivir, cuando ya era una figura respetada y se había casado por tercera vez, nuestro guía nos lleva a visitar su casa deshabitada, esa casa de absoluto estilo japonés, de la que tanto habla en El elogio de la sombra, y que no le resultó fácil encontrar cuando ya todo se occidentalizaba.

En otro momento del recorrido, en contraste con la visión de esos hoteles del placer y las morbosas escenas de Tanizaki, alguien le pregunta al viajero si ha oído hablar de los chicos denominados “hervíboros”, “varones jóvenes que no buscan relaciones sexuales ni noviazgo, ni la vida de consumo y éxito laboral de sus padres” y que pasan el tiempo en Internet, donde sí pueden mantener relaciones virtuales o sexo, muy atentos a la gastronomía y a su cuidado personal, actitudes con las que normalmente se suele definir a las mujeres. “Según algunos estudios, hasta la mitad de los chicos de entre veinte y treinta años responden en alguna medida a este nuevo patrón, aunque también se sabe que la ausencia de apetito sexual ha crecido en las chicas y en los adultos”, apunta el autor, muy atento a las costumbres, a los síntomas de cambio en el país asiático.

En Osaka Tanizaki coincide con el autor de Cuentos de lluvia de primavera, Ueda Akinari, “tal vez el autor más alabado por Mishima”. Y vuelve a compartir páginas con Kawabata en otro capítulo, Trazos de Kioto, ciudad que se convierte en una visita obligada, “morada de cientos de novelas” y cuyos rincones cuesta reconocer en la actualidad. “Hace tiempo que desaparecieron los tranvías. La avenida Karasuma se ha llenado de asepsia y de edificios de grandes compañías que ensombrecen un templo pequeño. Todos los visitantes que vienen a Japón llegan a esta ciudad atraídos por su pasado (…) Si pudiera, el peregrino haría retroceder el tiempo para venir a Kioto en otro momento. Ahora solo puede escapar y buscar un espacio donde tender un rato el alma. Desorientado, se aleja de la avenida, y busca calles secundarias. Llega a la orilla de un río y se tumba. Escucha un tren: es pequeño, puede verlo con los ojos cerrados. En duermevela recuerda el viaje de Oki, el protagonista de “Lo bello y lo triste”, que tomó un tren a la ciudad para encontrarse con su antigua amante”, seguimos el relato de este hombre que persigue novelas, atentos a sus impresiones, a sus recreaciones de escenas que en su día tanto nos emocionaron.

Barrio de Gion, Kioto. Fotografía por Nacho Goberna © 2004
Barrio de Gion, Kioto. Fotografía por Nacho Goberna © 2004

Los paseos se cruzan con relatos, con impresiones, con personajes literarios que, como dice Pessoa, pueden llegar a estar más vivos y a cobrar más importancia en nuestras vidas que mucha de la gente que conocemos. En Kioto nuestro guía recuerda otras narraciones de Tanizaki como El tatuador y sigue reflexionando sobre las transformaciones del país, sobre las relaciones entre hombres y mujeres que tanto impregnan las novelas, mientras va haciendo amigos que lo ponen al día. Aquí aparece Kyoko (menos de cuarenta años, cuidadora en una residencia de ancianos), y su amiga Kaoru, que ha viajado a la ciudad para una entrevista de trabajo y comenta que en la actualidad los hombres japoneses están perdidos y no se enteran de lo que sienten y desean las mujeres, que ellas ya no están dispuestas a adoptar el papel tradicional de sus madres, a dejar sus trabajos para quedarse en casa a esperar al marido y prepararle la cena. “Somos nosotras las que estamos cambiando las cosas”, señala. Más adelante, en el capítulo dedicado a Hiroshima, Mie (catadora de aceites, separada) expresa ideas similares: “Cada vez es más frecuente que las mujeres vivan solas, que se divorcien y ya no busquen marido. El trabajo puede ser una actividad que ocupe todo, que interese y llene la vida. Tener pareja conlleva unas obligaciones”. Todo el tiempo el viejo Japón y el nuevo Japón se superponen, las antiguas y las nuevas costumbres y modos de vida se enfrentan en un libro que busca ir más allá de los estereotipos.

Hiroshima.  Restos del Palacio de Congresos. En todo el epicentro de la explosión atómica, fue el único edificio que no se convirtió en polvo. Fotografía por Nacho Goberna © 2004
Hiroshima.  Restos del Palacio de Congresos. En todo el epicentro de la explosión atómica, fue el único edificio que no se convirtió en polvo. Fotografía por Nacho Goberna © 2004

El viajero llega a Hiroshima. Le ha costado porque no le resulta fácil abandonar los relatos de amor, de placer, de tristeza emocional, para abordar la tragedia colectiva, la desgracia, pero finalmente una novela que cuenta el drama y lo dota “de alma literaria” dirige sus pasos. Se trata de Lluvia negra, de Masuji Ibuse, que tenía cerca de cincuenta años cuando todo se derrumbó y tardó, como nos cuenta Mourelo, más de veinte en narrar la historia de la bomba, “o, en realidad, de la enfermedad de la radiación, como se llamó el mal desconocido que afectó a quienes estuvieron expuestos a la explosión”, utilizando para ello, además de documentos oficiales y periódicos, entrevistas con supervivientes.

La novela, que adopta la forma de diarios de la protagonista, víctima de la radiación, discurre “por algunos de los lugares emblemáticos y corrientes de la ciudad, por parques y puentes, por ríos y estaciones”, los mismos lugares que atraviesa el personaje central en su desesperado recorrido. Seguimos las indicaciones de nuestro guía, quien nos lleva hasta los pies de la cúpula rota que permanece en la ciudad como vestigio y recordatorio del horror. Le llama la atención al autor que su amiga Mie haya elegido ese lugar tan sombrío para la cita, pero descubre que es lo habitual en la ciudad: “encontrarse allí antes de ir a cualquier sitio,a  gozar la Hiroshima resucitada, cuajada de sol y de alegría”. ¿No hay en todo viaje una necesidad de descubrir y de abrir las puertas del pasado para romper los diques del tiempo? me pregunto llegada a este punto del trayecto.

Natshume Soseki
Natshume Sôseki

Hay muchos tiempos en este libro, muchas novelas abiertas. En cada una de ellas encontramos ritmos, atmósferas y geografías diferentes. Suso Mourelo nos regala también un pasaje en tren con Natsume Sôseki, autor de novelas como Botchan, Kokoro y Soy un gato, por citar algunas de las más conocidas. Nos dirigimos a Matsuyama, ciudad de la isla Shikoku, donde el escritor vivió un año como profesor, experiencia que traslada a Botchan, su protagonista, un ser solitario e inadaptado que no acaba de sentirse cómodo en el lugar. El entrañable personaje se ha convertido en un reclamo turístico en Matsuyama, en cuyas tiendas se venden unos dulces llamados “botchan dango”. Hay incluso un tren que lleva su nombre. “La ciudad recuerda a Sôseki, pero mima sobre todo a su personaje. Al final, los relatos prevalecen sobre la vida y se vuelven más reales que esta”, escribe Suso Mourelo, quien, en otro momento, nos hace partícipes de esa revelación con la que abre el libro y a la que volvemos ahora, una confidencia propia de los viajeros auténticos de los que habla Paul Bowles en su novela El cielo protector.

En las tiendas de Matsuyama se venden unos dulces llamados “botchan dango”. Hay incluso un tren que lleva el nombre del protagonista de Sôseki. “La ciudad recuerda al escritor, pero mima sobre todo a su personaje. Al final, los relatos prevalecen sobre la vida y se vuelven más reales que esta”, señala Mourelo.

Llega en ocasiones, en un viaje, un tiempo en que se entra en una embriaguez. La ilusión o la certeza de que todo lo que sucede antes de que muera el día, existe. El cuerpo flota, el alma se ilumina. El recorrido se vuelve viaje a uno mismo”, recuperamos la experiencia que el autor vivió en Tottori, “un lugar sin mucho atractivo, un escalón para el océano de dunas” al que había llegado siguiendo las huellas de otra novela, La mujer de arena, de Kôbô Abe. Un autor, nos dice, que “posee la capacidad de enfrentarnos a situaciones absurdas para crear un sentimiento de angustia e impotencia”.

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Kôbô Abe

Son muchos los títulos, los nombres, las historias, que asoman en este libro que también funciona como una guía, como una brújula, porque os aseguro que al cerrar sus páginas sentiréis unas ganas voraces de abrir las de muchos otros. No podía faltar en el recorrido la referencia a uno de los principales troncos de la literatura nipona, La historia de Genji, la narración de más de cuatro mil páginas de Murasaki Shikibu, dama de compañía de una de las emperatrices del periodo Heian, del mismo modo que Sei Shônagon, autora de otra pieza literaria clave, El libro de la almohada. No es mi objetivo dar cuenta de todo lo que acontece en este viaje que tanto nos dice de Japón, el viejo y el nuevo. Os animo a que busquéis vuestras rutas favoritas, a que hagáis vuestros propios descubrimientos.

En mi caso, además de quedarme con el cuaderno lleno de anotaciones y de promesas de futuras lecturas, tomar este barco me ha llevado por fin a aproximarme a un misterioso autor al que llevaba tiempo queriendo conocer, Lafcadio Hearn, un griego de origen que sintió fascinación por Japón, especialmente por la ciudad húmeda de Matsue, a la que llegó tras una azarosa biografía, tras un destino de desarraigo, soledad y pobreza. Como cuenta Suso Mourelo, Hearn arribó al país para escribir unas crónicas periodísticas y “a su llegada, un día de abril de 1890, sintió que penetraba en un lugar diferente donde el tiempo no había corrompido la vida”. Nunca regresó a Occidente, se dedicó a dar clases de inglés en distintos lugares (fue profesor de literatura inglesa en la universidad de Tokio, de 1896 a 1903) y se enamoró de una mujer de familia samurai que le relató fascinantes leyendas de su tierra que él se ocupó de traducir y transmitir al resto del mundo. El misterio de esas leyendas y la exploración de las tradiciones, de la cultura de su país de adopción, se convirtió en el propósito de Hearn. Resulta muy interesante el capítulo a él dedicado, porque el cronista tiene la oportunidad de charlar con Shoko, quien le muestra los lugares donde cambió la existencia del bisabuelo de su marido, animándole a pasear por los jardines que tanto le gustaban…

De origen griego, Lafcadio Hearn arribó al país asiático para escribir unas crónicas periodísticas y “a su llegada, un día de abril de 1890, sintió que penetraba en un lugar diferente donde el tiempo no había corrompido la vida”. Nunca regresó a Occidente.

Kwadian, un pequeño tomo publicado hace tiempo en la colección El ojo sin párpado de Siruela, me ha acercado a muchas de esas leyendas recopiladas por Lafcadio Hearn, leyendas cautivadoras, llenas de misterio, capaces de servir de puente entre la vida y la muerte, que tanto robustecen el tronco de la literatura japonesa, su capacidad para entablar un diálogo con la naturaleza, para expresar a través de ella las emociones más profundas. Recurre el prologuista de esta pequeña joya, Carlos Gardini, a las palabras del crítico norteamericano Malcolm Cowley, quien compara a Hearn con Hans Christian Andersen o los hermanos Grimm, en virtud de su “capacidad para recopilar atractivas leyendas folclóricas y luego verterlas a un límpido lenguaje literario”. Nos dice que a veces, eran los alumnos de Hearn quienes le referían las leyendas, “o su esposa, que le leía libros antiguos” y valora la “lacónica exquisitez” del autor a la hora de plasmar tantas fábulas en las que desempeñan un papel singular pájaros, insectos, plantas y árboles, fábulas pobladas por “formas sujetas a perpetuas metamorfosis, ya impregnadas por la atmósfera siniestra que irradian criaturas reencarnadas en seres detestables, ya iluminadas por el etéreo resplandor que exhala Horai, el mágico país de las hadas”.

Japón. Templo en bosque. Almendros en flor en primavera.. Fotografía por Nacho Goberna © 2004
Japón. Templo en bosque. Almendros en flor en primavera.. Fotografía por Nacho Goberna © 2004

En efecto, la naturaleza es una presencia esencial en las pequeñas y sugerentes narraciones que componen Kwadian, una entrega que nos aparta de la inmediatez y del exceso de materialismo de un presente que tanto olvida el prodigio de la existencia. Espíritus, presencias fantasmales y embrujos llenan las páginas de este libro que tanto he disfrutado y que tanto recomiendo a los amantes de lo fantástico, a todos quienes están dispuestos a seguir asombrándose como niños. Entre mis piezas favoritas, quiero destacar la que cierra el volumen, La historia de Kwashin Koji, una narración muy bella que habla de la codicia y del alma que poseen las obras de arte.

En toda pintura de auténtico genio habita un espíritu, y dicha pintura, al disponer de voluntad propia, puede rehusar apartarse de la persona que le dio vida, o aun de su verdadero dueño. Hay muchas historias que prueban que los cuadros realmente excelsos tienen un alma. Se sabe que ciertos gorriones que Hogen Yenshin pintó sobre un biombo [fusuma] una vez se alejaron volando, dejando libres los espacios que ocuparon sobre esa superficie. También se sabe que un caballo, pintado en un “kakémono”, solía salir de noche a pastar…”, transcribo este fragmento para que os hagáis una idea de lo que os hablo.

En su ruta Suso Mourelo recurre en más de una ocasión a Lafcadio Hearn y hay una obra, El libro del té, de Kakuzo Okakura (nieto de samurais, nacido en Yokohama en 1862), a la que suele hacer referencia, y que también me he sentido inclinada a leer, porque del mismo modo que me ha sucedido con Hearn, no es la primera vez que el libro se ha cruzado en mi camino. Estamos ante una entrega que nos introduce en los principios del taoísmo y el zen, profundizando en la estética y rituales de la ceremonia del té, que tanto “influyó en el carácter y en la cultura japonesa, y en su persecución de la simplicidad y armonía”, sigo las palabras del guía de este viaje.

El libro del té, de Kakuzo Okakura, nos introduce en los principios del taoísmo y el zen, profundizando en la estética y rituales de la ceremonia del té, que tanto “influyó en el carácter y en la cultura japonesa, y en su persecución de la simplicidad y armonía”.

A partir de ahora este pequeño ensayo ocupa para mí un lugar especial, al lado de El elogio de la sombra, de Tanizaki, y Zen en el arte del tiro con arco, de Eugen Herrigel. Se trata de obras a las que acudimos una y otra vez, llenas de observaciones, de señales, de enseñanzas, de pequeñas-grandes verdades, deslumbramientos. Los tres libros pueden entenderse, en cierto modo, como manuales del arte de vivir. He subrayado muchos párrafos de esta entrega que exige una inmersión profunda, en silencio, con todos los sentidos despiertos. La filosofía del té “enseña que el bienestar consiste más en la sencillez que en la complicación de los dispendios”, nos dice su autor, quien arremete contra el modo de vida occidental, contra su arrogancia, su falta de humildad y su incapacidad para comprender a Oriente.

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Jardín Zen en templo budista de Kioto. Fotografía por Nacho Goberna © 2004

La serenidad del paraíso de la Humanidad moderna, ha sido rota por la ciclópea lucha entre la riqueza y el poder”, leo en otro momento, inspirada ya por las alusiones a la refinada austeridad de los salones de té japoneses, a esa sencillez y puritanismo que responde, como indica Okakura, a la emulación despertada por los monasterios zen. “La simplicidad de la sala de té y la ausencia absoluta de trivialidad en la misma, hacen de ella un verdadero santuario contra las fricciones del mundo exterior”, sigo las páginas de este libro que tanto nos induce a la calma y al cultivo de la meditación, a vivir en un constante fluir, en un disfrute del tiempo presente, en una permanente reacomodación al medio, apreciando la belleza y el arte por la riqueza interior que nos proporciona, no por su valor monetario. Son muy profundas las enseñanzas de este libro. Os animo a buscarlas, a abrir sus páginas, ahora que pongo el punto final a este recorrido absolutamente impregnada de Japón, convertida también yo en perseguidora de novelas.

En el barco de Ise. Viaje literario por Japón, de Suso Mourelo, ha sido publicado por La Línea del Horizonte ediciones.

La edición de Kwaidan de Lafcadio Hearn, a la que hacemos referencia, es la de Siruela (colección El ojo sin párpado, 1987), con traducción y prólogo de Carlos Gardini.

El libro del té, de Kakuzo Okakura, lo hemos leído en la edición de Kairós, con traducción de Ángel Samblancat.

(En la fotografía que abre el artículo aparecen Yukio Mishima y Yasunari Kawabata)

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