Richard Powers: “¿Qué nos pasa a los humanos?”

Foto de cabecera por Dean D. Dixon / Emma Rodríguez © 2022 /

Quiero empezar este texto confesando que he necesitado tiempo y distancia para escribir sobre Desconcierto, de Richard Powers. He necesitado alejarme de esta poderosa novela para recuperarme de su impacto, para analizar las razones por las que ha logrado sobrecogerme tanto. Las sensaciones de impotencia, de pena, de frustración, que he experimentado con su lectura, son similares a las que me acompañaron cuando me sumergí en una obra anterior del autor, El clamor de los bosques, pero aquí se han intensificado, unidas a un sentimiento de trascendencia, de esperanza, que surge del aprecio por la lucha y resistencia de los personajes ante el continuo derribo que sufre nuestro planeta, ante la constatación de lo imprevisible, de lo extraño de la vida.

En este caso he empezado por el final, por las impresiones que me ha deparado una obra en la que me he sumergido sin escafandra, expuesta abiertamente al frío de sus profundidades. Durante días me fui introduciendo en sus fondos, llegando a identificarme plenamente con sus protagonistas, a convertirlos en mis amigos, en mis cómplices, algo que me reconcilió con mi yo de joven lectora en busca de afinidades que no alcanzaba a encontrar en la vida real, con etapas pasadas en las que determinados libros e inmersiones literarias lograron salvarme de momentos tormentosos, convulsos, de cambio. 

Desconcierto es una entrega cargada de filosofía, de preguntas trascendentales. Su carácter visionario la hace partícipe de la mejor ciencia ficción, por la que el astrobiólogo Theo Byrne siente devoción. Y, como sucede en muchas de las incontestables aportaciones del género, pese a presentar materiales, planos e invenciones aún imposibles, participa de la habilidad para reflejar nuestro mundo con sus males, con sus fallos y contradicciones, con sus malévolos intereses y juegos de poder, haciéndolo de manera tan patente, tan clara, que duele y se convierte en un auténtico aldabonazo para las conciencias. 

Theo Byrne es un científico que se dedica a investigar la posibilidad de vida en otros planetas a través de sofisticados programas, de simulaciones virtuales. Ha sufrido una gran pérdida, la de su mujer, una amante de los pájaros y una valiente defensora del medioambiente y de las especies en extinción, y debe hacerse cargo de la educación de su hijo Robbie, un pequeño genio, un niño diferente, extremadamente sensible con lo que sucede a su alrededor, en un mundo incapaz de reaccionar ante la pérdida de biodiversidad, ante el cambio climático, ante tantos desastres que no se pueden parar en el imperio del progreso sin escrúpulos, del dios dinero. Poco más os voy a contar de la línea argumental, porque es lo de menos. Aquí lo importante son las ideas, los cuestionamientos, los diálogos, las búsquedas de sentido ante un presente que parece romperse, ante “la frágil piel del mundo”, como dice el filósofo Jean-Luc Nancy, un buen acompañamiento para la historia que nos ocupa.

“Desconcierto” es una novela cargada de filosofía, de preguntas trascendentales. Su carácter visionario la hace partícipe de la mejor ciencia ficción, por la que el narrador, el astrobiólogo Theo Byrne, siente devoción.

La relación entre padre e hijo es crucial en el libro y me lleva de nuevo a las páginas de El clamor de los bosques, novela de la que se da cuenta en otro artículo de Lecturas Sumergidas. En ella, compuesta de tramas cruzadas frente a la única historia que compone la nueva entrega que os estoy comentando, se despliegan relaciones similares de progenitores con vástagos llamados a cambiar el orden de las cosas, las reglas del juego. En las dos entregas los protagonistas se enfrentan al sistema desde la investigación, el activismo, la denuncia, la resistencia. En ambas nos sentimos conmovidos por sus dones para llegar más allá de lo que la mayoría de los mortales percibimos, por sus afanes por obrar milagrosas transformaciones. 

En Desconcierto Robbie, que hereda el escepticismo y la rebeldía de sus padres, es un niño brillante (al principio nos cuesta creer que se plantee cuestiones de tanta profundidad con apenas nueve años), “un niño “triste, singular, en guerra con el mundo”, como se refiere a él su padre, el narrador, quien nos va contando la historia. Las estrellas, las galaxias, son espacios a los que huir, con los que soñar; los bosques y las montañas, son paisajes en los que refugiarse cuando las presiones del día a día, el colegio, el trabajo, se hacen insoportables.

En la escuela, sujeta a plazos, a programas cuadriculados, nadie parece entender a quien mira de manera diferente, a quien no se ajusta a la supuesta normalidad. Nadie comprende lo que le sucede a ese niño “acostumbrado a la pérdida”, que sufre acoso por parte de sus compañeros y que, por momentos, puede llegar a mostrarse agresivo… Nadie, ni los profesores, ni los pediatras, salvo el padre astrobiólogo que se niega a medicarlo, con quien disfruta viajando a extraños planetas donde se desarrollan maneras de existir diferentes, diversas alternativas de supervivencia; donde es posible “alejarse lo suficiente de la especie dominante” y despejar la cabeza.

Creé planetas calientes con enormes atmósferas húmedas donde la vida transcurría en las columnas de vapor de los géiseres. Cubrí planetas interestelares con capas de gases de efecto invernadero y los llené de criaturas que sobrevivían al añadir hidrógeno y nitrógeno al amoniaco. Hundí endolitos rupícolos en grietas profundas y les proporcioné monóxido de carbono para metabolizar. Inventé mundos de metano líquido donde los biofilms se daban banquete con el ácido sulfhídrico que llovía de los cielos tóxicos”.

El lenguaje de la ciencia, de la astronomía, marca el carácter de una obra diferente, interesantísima, en la que aprendemos mucho sobre estrellas, planetas y galaxias; sobre descubrimientos y sobre paradojas e hipótesis que responden a lo que parecen simples e inocentes interrogantes. “¿Cuántas estrellas decías que hay”?, pregunta el pequeño protagonista. “Multiplica todos los granos de arena de la Tierra por el número de árboles. Cien mil cuatrillones”, le responde el adulto. “¿Dónde está todo el mundo, por qué estamos tan solos en el universo?”, sigue planteando el niño. El vocabulario de la naturaleza impregna las páginas de un recorrido cuyos senderos se tornan cada vez más hondos, cuyas atmósferas y ritmos nos envuelven.

El lenguaje de la ciencia, de la astronomía, marca el carácter de una obra diferente, interesantísima, en la que aprendemos mucho sobre estrellas, planetas y galaxias; sobre descubrimientos y sobre paradojas e hipótesis.

Tienen mucho en común, la astronomía y la infancia. Ambas son viajes por enormes distancias. Ambas buscan realidades fuera de su alcance. Ambas teorizan mucho y dejan que las posibilidades se multipliquen sin límites. Ambas quedan desfasadas cada pocas semanas. Ambas funcionan a través de la ignorancia. Ambas se envuelven de misterio con el tiempo. Ambas comienzan una y otra vez. / Durante más de una década, mi trabajo me hizo sentir como un niño…”, vamos pasando las páginas.

La estrechez de la educación convencional, la no aceptación de la diferencia, de las singularidades, de las opiniones que no se ajustan a lo políticamente correcto en cada momento, es uno de los temas que aborda esta obra donde leemos: “La vida es algo que tenemos que dejar de corregir. Mi niño era un universo de bolsillo que yo jamás sondearía. Cada uno de nosotros somos un experimento y ni siquiera sabemos qué pretende demostrar / Mi mujer habría sabido cómo hablar con los médicos. “Nadie es perfecto”, le gustaba decir a ella. “Pero, tío, cuánta belleza hay en nuestros fallos”.

Los fallos, las singularidades, la manera de gestionar las emociones, nos definen. Y en esta novela hay un importante momento de inflexión que tiene que ver con todo ello y donde de nuevo la ciencia, concretamente la neurociencia, se convierte en protagonista, a través de un experimento denominado “neurofeedback decodificado”, una retroalimentación mediante inteligencia artificial que permite acceder a algunas regiones importantes del cerebro desde las que se registran los estados emocionales ante respuestas externas. Lo he explicado de la forma más sencilla que he podido y no os voy a revelar mucho más, pero lo cierto es que gracias a la técnica el niño protagonista conecta con los patrones cerebrales, con las respuestas emocionales grabadas con anterioridad de Aly (Alyssa), su madre, y llega a ver la vida como ella, con su misma alegría, con su misma aptitud para la felicidad.

El personaje femenino, vitalista, valiente, luminoso, “con una química cuerpo-mente excepcional”, como se dice en un momento dado, es una presencia muy poderosa, aunque esté ausente del ahora en que transcurre la acción. Los recuerdos de la vida a su lado, que tienen tanto el padre como el hijo, los secretos que guardaba y la influencia que ejerce en sus destinos, nos conducen a algunos de los momentos más sorprendentes del recorrido.  “Nunca llegué a conocer a la que fue mi mujer durante doce años. Ella era un planeta único”, piensa Theo Byrne.

Es muy profunda, compleja, hermosa, la parte del experimento / tratamiento, que actúa como un potente foco de luz que sirve a Richard Powers para plantear cómo sería el mundo si todos, como le sucede a Robbie en este momento crucial, revelador, de su corta vida, llegaramos a sentirnos parte de un todo, en armonía con las otras especies, capaces de desarrollar una total empatía. Hay un momento en el que Theo Byrne se refiere al invento de Martin Currier, su artífice, como una máquina de la empatía, que “podría haber salido de las dos mil novelas de ciencia ficción” de su biblioteca.

Todo parece prodigioso, un milagro, pero no podemos olvidar que la novela se desarrolla en el momento actual, una época que todo lo convierte en espectáculo, en fenómeno viral, en meme. Una época en la que los poderes pueden llegar a paralizar investigaciones en nombre de la seguridad, a condenar a quienes filtran verdades de sus turbios manejos. Desconcierto, como os decía anteriormente, es una obra que perfectamente podemos incluir en el género de la ciencia ficción, pero, por otro lado, está tan pegada a la actualidad; resulta tan, tan cercana, que nos estalla en la cara, que nos agita porque nos hace conscientes de las trampas, mentiras y desatinos del presente. Hay un personaje que emula a la jovencísima activista Greta Thunberg que se convierte en una especie de heroína para Robbie, cuyas acciones y palabras influyen en su comportamiento, en sus deseos de plantar batalla frente a la ceguera de gobernantes que no son capaces de cumplir con la reducción de emisiones, aunque lo hubieran prometido en foros y cumbres globales.

la novela se desarrolla en el momento actual, una época que todo lo convierte en espectáculo, en fenómeno viral, en meme. Una época en la que los poderes pueden llegar a paralizar investigaciones en nombre de la seguridad, a condenar a quienes filtran verdades de sus turbios manejos.

El cambio climático, cada vez más visible en sus manifestaciones (incendios, huracanes, inundaciones y demás desastres naturales), el ascenso del fascismo, los disturbios raciales, la idea de la inmigración como amenaza para la seguridad nacional de los estados, los conflictos entre potencias por hacerse con el poder hegemónico, el peligro nuclear, las teorías conspirativas difundidas por Internet, la dificultad, como señalaba, para contar la verdad (se alude a una periodista detenida por publicar informes de un confidente de la Casa Blanca, una historia que nos resulta muy familiar)… Todo entra en las páginas de esta novela deslumbrante que transcurre en Estados Unidos y en la que se transmite el agobio, la inquietud, que experimentamos ante la avalancha de noticias oscuras, negativas, que recibimos en grandes dosis cada día, que nos plantean el dilema de si silenciar los medios, las redes, o permanecer atentos ante lo que acontece, en un ahora en el que resulta tan difícil alcanzar un cierto equilibrio entre una posición y otra; en el que hallar informaciones veraces, constructivas, es cada vez más complicado.

Desconcierto es una novela que nos toca por muchos motivos, entre ellos su capacidad para hacernos reflexionar sobre nuestro mundo y sobre lo que hacemos y lo que estamos dispuestos a sacrificar, a “decrecer”, a “renunciar”, en nombre de mejores futuros. Robbie dibuja un enorme cartel sobre las muchísimas especies en extinción y, con la complicidad de su padre, acude al Capitolio para ejercer su derecho a la denuncia. “¿Nadie más protesta por nada? ¿Todo el mundo en el estado está contento y feliz tal y como están las cosas?”, se plantea. 

Nuestros protagonistas se dan de bruces una y otra vez con los discursos dominantes, con las reglas educativas, con la actuación de gobiernos que se saltan la ética y los derechos humanos cuando les conviene. Y es ahí de donde parte esa pena, impotencia y frustración que he sentido al leer la novela, la misma que, como os decía, ya experimenté con El clamor de los bosques. Las preguntas que una y otra vez se abren en el camino, llegan a doler: “¿Qué nos pasa a los humanos?” ¿Por qué es tan difícil que la gente se dé cuenta de lo que está pasando?

La desesperación del niño protagonista al ser consciente del aletargamiento, de la ceguera, de la falta de reacción a su alrededor, mientras los entornos naturales se deterioran, sobrecoge. Las reflexiones del padre sobre la educación, tendente a formar a ciudadanos triunfadores, entendido el éxito a la manera capitalista, en la veneración de los logros materiales, los ascensos y beneficios, aunque para lograrlos haya que dejar de lado la ética, la dignidad, la lucha por el futuro del planeta y las especies que hayan de habitarlo, nos sitúan ante una realidad que conocemos bien y que no por ello deja de resultar desconcertante, decepcionante. 

Richard Powers utiliza la ficción como una herramienta para la toma de conciencia. Lanza dardos contra los pilares de un sistema fallido, cruel, egoísta. ¿Cabe el optimismo frente a “la quiebra básica del mundo”? ¿Más empatía implica un mayor sufrimiento?, son otros interrogantes a los que dar vueltas mientras leemos y una vez cerradas las páginas de esta historia tan estimulante que no se ancla en el lamento, sino que despliega unas alas portentosas hacia los territorios de la creación, de la imaginación, del milagro. 

Richard Powers utiliza la ficción como una herramienta para la toma de conciencia. Lanza dardos contra los pilares de un sistema fallido, cruel, egoísta. ¿Cabe el optimismo frente a “la quiebra básica del mundo”? ¿Más empatía implica un mayor sufrimiento?

El proceso de transformación de Robbie resulta milagroso. Parece algo inalcanzable y, al mismo tiempo, resulta sencillo. Basta con cambiar la manera de pensar, basta con situarse en el lugar de los otros, de creer  en ese mundo multiespecies del que da cuenta en sus ensayos Donna Haraway, a la que no puedo evitar regresar al leer a Powers. Habla la bióloga de compromiso, trabajo, responsabilidad compartida, “juegos colaborativos profundos con otros terranos”(…) para hacer posible “el florecimiento de ricos ensamblajes multiespecies que incluyan a las personas”. En obras como Seguir con el problema, se refiere a “nutrir, inventar, descubrir o improvisar de alguna manera formas de vivir y morir bien de manera recíproca en los tejidos de una tierra cuya misma habitabilidad está amenazada”.

Todo ello, a través de las vivencias, experiencias y pensamientos de sus protagonistas, está presente en Desconcierto, donde el astrobiólogo Theo Byrne nos dice: “Robbie tenía razón: necesitábamos cursos universales obligatorios de retroalimentación neural del mismo modo que hacíamos exámenes sobre la Constitución o nos sacábamos el carnet de conducir. La plantilla animal podría pertenecer a un perro, un gato, un oso o incluso una de las adoradas aves de mi hijo. Cualquier cosa que nos enseñara qué se siente al no ser nosotros”.

En otro trecho de la narración, el niño que es feliz observando a los pájaros y viajando a planetas insólitos, se plantea una pregunta crucial: “¿Cómo vamos a conocer a los extraterrestres si ni siquiera conocemos a los pájaros?  Y en un momento de absoluto desaliento, cuando recuerda la tan querida oración laica de su madre (“Que todos los seres vivos se liberen del sufrimiento innecesario”), cambia la frase por esta otra: “Que toda la vida. Se libere. De nosotros”.

Creo que no es posible salir indemne de esta novela extraordinaria, que se prolonga hacia un final absolutamente conmovedor, sorprendente. Adentrarse en sus territorios transmite tanta tristeza como ternura, tanta angustia como consuelo, el consuelo de las palabras, de la capacidad del ser humano, pese a todo, para seguir soñando con otros planetas, con otras realidades, para seguir creyendo en la construcción de sociedades mejores.

En sus páginas finales, nuestro astrobiólogo se centra en otra de las preguntas de su hijo, el niño capaz de hacer del mundo un lugar mejor para él: “¿Qué crees que es más grande, el espacio exterior o el interior?” Y entonces recuerda un libro en el que no había pensado desde hacía décadas:  El hacedor de estrellas, de William Olaf Stapledon. Abrimos sus páginas en su compañía y leemos: “La totalidad del cosmos era infinitamente menor que la totalidad del ser, y la infinita totalidad del ser estaba presente en todo momento del cosmos”.

Desconcierto de Richard Powers ha sido publicado por AdN Alianza de Novelas, con traducción de Teresa Lanero. En el mismo sello se ha publicado El clamor de los bosques, al que dedicamos otro artículo en un número anterior de Lecturas Sumergidas.

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