Fidel Oltra © 2020 /
De entre todos los monstruos cinematográficos que acechaban mis noches durante mi infancia, el que más me fascinaba era la criatura creada por el Dr. Frankenstein. Incluso siendo un niño crédulo que muchas veces no distinguía entre la realidad y la fantasía, era capaz de entender que aquel monstruo no era como el resto. Me aterraba, pero también me hacía experimentar un sentimiento que no me causaban el malvado Conde Drácula ni la Momia: sentía pena por él. Desde mi punto de vista infantil en el que solo existían los buenos y los malos, el monstruo de Frankenstein me desorientaba, puesto que basculaba de un lado a otro según iba avanzando la película. El único análisis que era capaz de hacer, apenas cumplida mi primera década de vida, era muy simple: el monstruo era malo, pero no quería serlo; hacía daño a la gente, pero solo porque quería que lo dejaran en paz y no controlaba sus instintos, sus movimientos, su fuerza física.
Mi fascinación fue en aumento cuando, años después, pude leer el libro en el que se basaban las películas que había visto de niño. Me atrapó la historia de aquel ser que no pidió ser devuelto a la vida, que no entendía lo que pasaba a su alrededor y que solo buscaba saber por qué existía y quién era. Un ser que apreciaba la belleza y anhelaba compartirla con los demás. Me sorprendió que, a diferencia de lo que ocurría en las películas, la criatura de la novela era capaz no solo de hablar, sino también de dialogar, de expresar sus sentimientos, de admirar la belleza y de sufrir por su soledad. Era, en definitiva, una criatura tan perdida, tan rebosante de sentimientos, tan anhelante de amor, tan deseosa de entender su esencia, su origen y el motivo de su presencia en el mundo como cualquier otro ser humano. Es cierto que causó daño, que lo hizo intencionadamente en varias ocasiones y que en algún momento parece que su principal meta en la vida es infringir dolor a su creador. Sin embargo, en su desajustada mente, tiene sus razones: de nuevo como muchos seres humanos, no entiende por qué ha sido dotado de vida por un Creador para después ser abandonado a su suerte. Me impactó, entre muchos otros, el siguiente párrafo en el que la criatura se dirige a su hacedor:
Me atrapó la historia de aquel ser que no pidió ser devuelto a la vida, que no entendía lo que pasaba a su alrededor y que solo buscaba saber por qué existía y quién era.
“Debía ser vuestro Adán, pero soy más bien el ángel caído a quien negáis toda dicha. Doquiera que mire, veo felicidad de la cual sólo yo estoy irrevocablemente excluido. Yo era bueno y cariñoso; el sufrimiento me ha envilecido. Concededme la felicidad y volveré a ser virtuoso.”
Para proseguir, tras la inicial negativa del Dr. Frankenstein a cualquier tipo de entendimiento o acercamiento, de la siguiente manera:
“¿Cómo podré conmoveros? ¿No conseguirán mis súplicas que os apiadéis de vuestra criatura, que suplica vuestra compasión y bondad? Creedme, Frankenstein: yo era bueno; mi espíritu estaba lleno de amor y humanidad, pero estoy solo, horriblemente solo. Vos, mi creador, me odiáis. ¿Qué puedo esperar de aquellos que no me deben nada?”

La novela es un prodigio de escritura en muchos sentidos. Está llena de referencias científicas, rebosa de la sed de conocimiento propia de la época, pero sobre todo relata el alma humana, a través de las reflexiones del monstruo, de una manera conmovedora y al mismo tiempo dolorosa, porque las preguntas que se hace la criatura nos las hemos hecho todos en algún momento de nuestras vidas. Sus dudas son también las nuestras. Frankenstein se adelanta en ese sentido, de una forma que quizás no ha sido suficientemente reconocida, a corrientes de pensamiento como el Existencialismo, a la vez que retrata a la perfección los ideales románticos de la época: el anhelo de tiempos mejores y formas de vida más sencillas, el desasosiego ante los rápidos avances tecnológicos, los peligros de intentar dominar la naturaleza en lugar de abandonarse a ella. Todo ello expresado no en boca del hombre civilizado, del poeta o del idealista cultivado, sino a través del supuesto monstruo, engendrado justamente a partir del mal uso de la tecnología, del deseo del ser humano por elevarse sobre ella hasta llegar a alcanzar la altura de un Dios.
El hecho de que el libro estuviera escrito por una mujer, Mary Shelley, en una época en la que las mujeres eran poco más que objetos de devoción, personas frágiles que había que cuidar, subordinadas a sus esposos y sin apenas derechos, me causó admiración. Más todavía me asombró enterarme de la edad con la que la autora había sido capaz de escribir una obra de tal profundidad: ni siquiera llegaba a la veintena. Es cierto, sin embargo, que en su momento tuvo que publicar su obra con un seudónimo, como también lo es que parte de la obra fue revisada y completada por Percy Shelley, entonces su amante y poco después su marido, y que la novela fue prácticamente reescrita por la propia Mary quince años después. Posteriores reediciones de Frankenstein o el Moderno Prometeo han dado a conocer el texto original escrito por Mary Shelley en 1817, sin ningún cambio ni aportación externa, y sigue resultando igualmente fascinante. ¿Cómo podía nacer tal universo moral, tecnológico y filosófico de la imaginación de una chica de 18 años? La respuesta está en la propia vida de Mary Shelley, sobre todo en el entorno cultural y social en el que se desarrollaron sus primeros años de vida.

Mary Wollstonecraft Godwin vino al mundo en agosto de 1797. Su padre, William Godwin, era escritor, filósofo y sobre todo un perspicaz analista político, cercano según algunas fuentes a las ideas anarquistas. Unas ideas que, de alguna manera, acabaron filtrándose en la obra de su hija: el monstruo de su novela era bueno por naturaleza, pero la sociedad (para el anarquismo serían el Estado y sus instituciones vinculadas) le impidió realizar sus ansias de felicidad. En cuanto a su madre, Mary Wollstonecraft, no solo era también filósofa y escritora, sino que está considerada de manera unánime como una de las pioneras del movimiento feminista: su obra A Vindication of the Rights of Woman, de 1792, es seguramente una de las primeras en las que se aboga abiertamente por una equiparación de los derechos de las mujeres en igualdad con los hombres. Las osadas ideas de su esposa fueron no solo apoyadas sino también divulgadas, en una biografía publicada tras su fallecimiento, por William Godwin. Muchas veces con resultados opuestos a los deseados, puesto que algunas revelaciones sobre la vida de su esposa fueron usadas como munición por parte de quienes buscaban destruir su reputación y por tanto desactivar sus reivindicaciones. Con esos antecedentes es obvio que Mary Shelley, aunque no llegó apenas a conocer a su madre, fallecida a los pocos días del parto, recibió una educación muy avanzada en relación a lo que los estándares de la época le tenían reservado a una señorita de buena familia.
¿Cómo podía nacer tal universo moral, tecnológico y filosófico de la imaginación de una chica de 18 años? La respuesta está en la propia vida de Mary Shelley, quien recibió una educación muy avanzada en relación a lo que los estándares de la época le tenían reservado a una señorita de buena familia.
Son más que conocidas las circunstancias que dieron nacimiento a la novela más famosa de Mary Shelley. En 1814 Mary, con solo 16 años, empezó una relación amorosa con el poeta Percy Shelley, a pesar de que este todavía estaba casado. Las avanzadas ideas respecto al matrimonio y el amor libre tanto de Percy como del propio padre de Mary, de quien el poeta era furibundo seguidor político, impedían cualquier tipo de remordimiento moral al respecto. En el verano de 1816, antes de contraer un matrimonio que se celebraría – más por intentar retener la custodia de los hijos de Percy que por convenciones sociales con las que no comulgaban – meses después, tras el suicidio de la esposa de Percy, la pareja inició un viaje que les llevaría a pasar un tiempo en Suiza. Junto a Percy y Mary viajaba la hermanastra de Mary, Claire Clairmont, quien buscaba reflotar su romance con el también poeta Lord Byron.
Todos ellos, junto al también escritor y médico John William Polidori, secretario personal de Byron, alquilaron una casa a orillas del lago Lemán, cerca de Ginebra. Una espectacular mansión llamada Villa Diodati en la que se vieron obligados a refugiarse durante varios días debido al mal tiempo. Allí, en una de las noches de tormenta, con la imaginación desbordada por los destellos y ruidos de la noche, se propuso que cada uno de los asistentes escribiera una historia de terror. Solo Mary Shelley y Polidori acabaron cumpliendo con el encargo.
El médico escribió un relato que llamó Ernestus Bertchtold o el moderno Edipo y que años después se publicaría como El vampiro, adelantándose en muchos años a la famosa novela Drácula de Bram Stoker. Por su parte, Mary Shelley combinó en su ya de por sí desbocada imaginación diversos elementos que había ido reuniendo en lecturas y conversaciones de años anteriores: los experimentos de Galvani y Crosse con la entonces todavía misteriosa electricidad, los avances de la medicina, las novelas góticas de moda en aquel final de siglo, los dilemas morales ligados a los descubrimientos científicos… Todo ello tomó forma, según ella misma contó, en un sueño en el que vio a un estudiante de medicina arrodillado frente a una criatura que él mismo había creado. Todo estaba a punto para que se pusiera en marcha el relato que acabó siendo Frankenstein o el Moderno Prometeo.

Una novela que, sin duda, ensombreció el resto de la obra de Mary Shelley. Así pues, en general se considera que aquel fue el primer texto escrito de Mary, al igual que se suele ignorar que aquel viaje de 1816 no era el primero que realizaba por Europa. De ambas cosas nos saca de dudas la editorial Malpaso, a través del sello Jus Ediciones, con Crónica de un Viaje de Seis Semanas, un pequeño libro que recoge, traducidos al castellano, algunos de los textos, diarios y cartas que Mary, junto a Percy, escribieron durante sus escapadas por Europa. La primera de ellas y la menos conocida tuvo lugar en 1814, dos años antes de la famosa estancia en Villa Diodati.
Mary, que por entonces contaba 16 años y acababa de iniciar su relación con Percy Shelley, se fugó con el poeta llevando consigo a su hermanastra Claire. Una travesía que les llevó a pasar varias semanas viajando por Alemania, Holanda, Francia y Suiza dejando tras de sí el escándalo consiguiente en la puritana y encorsetada sociedad inglesa de la época. Como buenos románticos, se liberaron de rígidos corsés sociales y se dedicaron principalmente a leer, escribir y maravillarse con la contemplación de la naturaleza. Durante todo el viaje, Mary y Percy llevaban un diario a cuatro manos, con anotaciones dispersas que Mary utilizó posteriormente para escribir los textos que abren el mencionado librito: cuatro capítulos dedicados a Francia, Suiza, Alemania y Holanda.
“Crónica de un Viaje de Seis Semanas” es un pequeño libro que recogE algunos de los textos, diarios y cartas que Mary, junto a Percy SHELLEY, escribieron durante sus escapadas por Europa.
En esos capítulos asistimos a un casi humorístico equilibrio entre la candidez juvenil de quien sale por primera vez de su país, el sincero asombro ante la diversidad de gentes y costumbres que se van cruzando en su camino, las incomodidades del viaje y la fascinación por el descubrimiento, el riesgo, la belleza de los paisajes. Mary relata con una inocencia propia de su edad todos los detalles de su periplo continental. Lo hace también con una sinceridad que desarma y que desde hoy pudiera parecer incluso hiriente, como en sus comentarios sobre las distintas clases sociales que van encontrando en su camino o describiendo las penurias sufridas en algunos momentos del viaje, comparándolos con cierto desprecio con su cómoda existencia inglesa. Se refleja también en sus textos, sin embargo, una progresiva liberación de prejuicios y una comunión con la naturaleza que se va afianzando según dejan atrás los “aburridos” campos franceses para acercarse a los monumentales paisajes montañosos de Los Alpes.
No obstante, Mary no ahorra calificativos con respecto a la gente con la que se cruza, siendo tan efusiva en los elogios cuando las cosas salen bien como en los vituperios cuando algo no funciona como sería debido. Aunque se ceba especialmente con los franceses, no es mucho más amable con los suizos ni con los alemanes, siendo algo más respetuosa con los holandeses. La aventura, el paisaje, las emociones, las lecturas combinadas con la belleza del panorama, todo ello despierta bastante más su pasión y su locuacidad que la gente, en consonancia con los sentimientos románticos, y quizás también con los ideales políticos, con los que había convivido durante su infancia. En todo caso, un bello aunque breve relato de viajes en los que podemos encontrar pinceladas quizás irregulares pero llamativas de lo que era la vida rural en la Europa de principios del siglo XIX, una época turbia y efervescente en todos los sentidos, con la Revolución Francesa aún reciente y las tensiones entre países sin resolver completamente. Recordemos que las Guerras napoleónicas apenas habían terminado unos meses antes y que poco después el propio Napoleón regresaría de su exilio en Elba para ser derrotado definitivamente en Waterloo.

La segunda parte del libro la ocupan las cartas que Mary escribió durante su segunda y más famosa estancia en Suiza, la de aquel verano en el que escribió Frankenstein. Aunque la mayor parte está dedicada a describir los paisajes y el efecto que le provoca la contemplación de las maravillas naturales por las que se vio rodeada durante aquellos días, es interesante la forma en que salpica el texto de opiniones políticas, literarias y sociales, como cuando habla de la frialdad de los franceses o describe las mazmorras de un castillo cercano, lo que aprovecha para reflexionar sobre las tiranías. Quizás por tratarse de textos epistolares, más directos en comparación con la primera parte del libro que pasó por un proceso de elaboración literaria años después del viaje, en estas cartas Mary Shelley se muestra más entusiasta, se deja llevar por la contemplación del sublime entorno y notamos en sus frases los vaivenes del espíritu juvenil, libre y desbocado, apasionado por descubrir, mirar, sentir. Un entusiasmo que llega a su punto culminante con la vista del Mont Blanc, paisaje que inspira a Percy Shelley a escribir algunos versos que cierran el libro.
en SUS cartas Mary Shelley se muestra entusiasta, se deja llevar por la contemplación del sublime entorno y notamos en sus frases los vaivenes del espíritu juvenil, libre y desbocado, apasionado por descubrir, mirar, sentir.
Aunque estas cartas, que constituyen la mayor parte de la segunda mitad del libro, están escritas durante el viaje de verano de 1816 en el que coincidieron con Lord Byron y Polidori en el lago Lemán, no hay referencia alguna a aquellas notables e históricas veladas. Este detalle que no es menor, y que sin ninguna duda en principio decepcionará a quienes busquen detalles de primera mano sobre la mítica reunión de talentos literarios, no hace sino subrayar el hecho de que Mary Shelley fue mucho más que su novela más conocida.
Estamos, aunque este pequeño libro sea solo un esbozo restringido a un pequeño periodo temporal, ante una joven con ideas propias, una personalidad libre aunque inevitablemente condicionada por el entorno social en el que vivió, una cultura más allá de lo común para su edad y unas inquietudes, sobre todo las políticas, poco habituales en una mujer de su época. Solo en las últimas décadas se ha prestado atención al resto de su obra, con novelas como El Último Hombre, Valperga o Lodore, así como a sus últimos escritos sobre los viajes que realizó, junto a su hijo y varios amigos, por Alemania e Italia a mediados de siglo. Viajes realizados pocos años antes de fallecer, en 1851, a causa de un tumor cerebral. Nunca es tarde para reivindicar el talento y el carisma – más allá de Frankenstein, pero también analizando la obra dentro del contexto adecuado – de una persona tan avanzada a su tiempo como lo fue Mary Shelley.