Foto Cabecera: J. A. González Sainz © J. Aspiunza-B /
EMMA RODRÍGUEZ © 2021 /
Es hora de “reconsiderar”, de “rehacer mejor la vida”. Quien lo dice, lo escribe, lo argumenta, es J. Á González Sainz en La vida pequeña, una entrega difícil de clasificar y por ello tan especial. Este compendio de búsquedas, de reflexiones, de meditaciones, que se subtitula El arte de la fuga, va directamente a la sección de joyas de mi biblioteca personal, porque es uno de esos libros que nos animan a no olvidar las cosas esenciales, que nos ayuda a afrontar la vida como “un continuo aprendizaje de la alegría y de la gratitud”.
El escritor parte de sus propias observaciones y experiencias, pero en sus deseos de huida, de silencios, de tiempos lentos, podemos reconocernos. Nos llega muy de cerca lo que nos cuenta y nos deslumbra la manera en que lo hace, desde la belleza de un estilo que se adentra en los fondos del corazón, que se eleva a través del lenguaje de la emoción, de la mirada lúcida, limpia de lugares comunes, de trivialidades. El presente es el lugar del que parte, un lugar del que huir con urgencia en busca de espacios al margen, espacios de la conciencia, de la intimidad, de la dignidad.
Artífice de libros de relatos y novelas que lo han convertido en autor de culto (Los encuentros, Un mundo exasperado, Ojos que no ven…) González Sainz (Soria, 1956), emprende en esta ocasión un trayecto de indagación detenida que tendrá continuación en otras dos entregas: El arte del lugar y El arte del instante. Una trilogía a contracorriente con la que hacer un llamamiento a la calma en medio de la aceleración de un siglo que nos arrastra, que nos enreda y desorienta con sus prisas, volcado en avances tecnológicos que siempre van por delante de las necesidades, de las capacidades de adaptación de las personas. ¿Cómo alcanzar el equilibrio y no perder el control? es la pregunta de fondo que late en esta obra llena de diálogos, pues el escritor entabla complicidades con autores de referencia, a la manera de quien emprende la caminata, el paseo, en buena compañía, admirando los paisajes abiertos de las afueras y de los adentros.
González Sainz parte de sus propias observaciones y experiencias, pero en sus deseos de huida, de silencios, de tiempos lentos, podemos reconocernos. lo que nos cuenta nos llega muy de cerca y nos deslumbra la manera en que lo hace.
La catástrofe, la pandemia que lo ha trastocado todo, aparece en la primera página de La vida pequeña y marca su rumbo. Es difícil sustraerse a un drama de dimensiones globales, históricas. Todos los libros que forman parte de este número de Lecturas Sumergidas están unidos por esta circunstancia. La necesidad de cambiar de vía, de rumbo, a partir de la constatación de nuestra fragilidad, es el motor que mueve a Remedios Zafra, a Victoria Camps, desde el ámbito del ensayo; también a Silvia Bardelás y a Hervé Le Tellier en el espacio de la ficción, a partir de la exploración del sentido de comunidad de la autora gallega; del vuelo de la imaginación del escritor francés, quien parte de una extraña anomalía para indagar en los modos de vida del ahora. González Sainz aborda la necesidad de cambio, de transformación, desde la intimidad, desde lo más próximo, desde el pensar y el pensarse, paso primordial para entender el momento que vivimos y la dirección que queremos tomar.
“Si esa vida que llevábamos antes era buena o dejaba mucho que desear, si era realmente mala o bien podía haber sido mejor con todo lo que teníamos, es lo que ahora tenemos ocasión de añorar o deplorar, pero sobre todo de pensar. De reconsiderar, de lleno y a fondo, a fin de poder reparar lo reparable, no solo del dolor y la angustia causados por la catástrofe sino también de nuestros hábitos y actitudes de hasta ahora. Sólo así, tratando de hacer de la necesidad de salir adelante tras el cataclismo la virtud de rehacer mejor la vida, de rastrear, con más olfato y clarividencia ahora, lo que en verdad es o podría ser la vida de la buena, podremos decir que, pese a todo y aunque todo haya sido mucho, no habrá sido quizá en balde”, reflexiona el autor en las páginas iniciales, fijando un propósito claro, esperanzador.

Reconsiderar examinar, recuperar la atención, pensar, aplicar otras perspectivas, enfoques, sistemas de medidas… Pararse, saber ver, escrutar, interpretar las señales, buscar… He aquí los verbos, todos de intención, de acción transformadora, que dirigen el recorrido. González Sainz hace una invitación a adoptarlos como corriente, como viento, como impulso. Cuando pensábamos que estábamos a salvo de las grandes hecatombes colectivas, nos dice, el destino histórico nos ha dado alcance, nos ha atropellado, pero al mismo tiempo ha abierto una ventana de oportunidad, la de “darse cuenta” de lo que se tenía, de esa felicidad, dentro de lo que cabe, de la que se disfrutaba y de la que no éramos conscientes “porque estábamos aturdidos y ciegos, entontecidos de banalidad y narcisismo y desperdiciando siempre, desaprovechando atolondradamente, despilfarrando los años buenos y los buenos recursos, las energías y los esfuerzos”.
Pero “otro mundo nos aguarda tras esta esquina como siempre que ocurre una catástrofe”, señala el autor. “Ya veremos cuál”, indica, confiando en que las páginas de su libro puedan ser “útiles, acompañadoras, a que algo valgan para la tarea de reconstrucción del mundo, de desescombro primero de los cascotes de banalidad e inconsistencia que nos abruman y de reconstrucción después tal vez sobre otras bases”, voy leyendo.
Y mientras lo hago constato lo mucho que a mí me ha proporcionado esta entrega, lo muy identificada que me he sentido con su idea de “reconsiderar”, de cuestionar lo vivido, de volver a pensarlo todo, de “dar a las cosas el valor y la importancia debida”. De hecho, en ello estaba cuando llegó a mis manos. Estoy segura de que muchas personas estamos en ello, de ahí su oportunidad, su capacidad para atrapar una necesidad, un espíritu, un latido; para conectarnos a través de una sensación de vulnerabilidad que nos enlaza, que nos convierte en cómplices de las mismas exploraciones.
Confía el autor en que las páginas de su libro puedan ser “útiles, acompañadoras, a que algo valgan para la tarea de reconstrucción del mundo, de desescombro primero de los cascotes de banalidad e inconsistencia que nos abruman y de reconstrucción después tal vez sobre otras bases”,
Nos pregunta González Sainz dónde nos pilló la pandemia, con qué guerras interiores a cuestas (interesante ejercicio reflexionar sobre ello para identificar esencialidades). Nos cuenta que a él, siempre en tránsito, viajero por Europa, ocupado en impartir enseñanzas, en traducir otras lenguas y geografías, le pilló en Soria, de regreso a su tierra natal, en la pequeña ciudad a la que había vuelto para apartarse “en algo de los mundanales ruidos y las globales puñeterías”, movido por el deseo de buscar otra forma de tomarse las cosas, de hallar “una vida pequeña que lo volviera a conjugar todo, los tiempos y las personas, las acciones y las cosas, de otros modos posibles y con otras jerarquías de importancia”.
En esta entrega el escritor celebra lo pequeño, lo básico, pero no nos engañemos, sus propósitos trascienden esa esfera y sus búsquedas son complejas desde su primera capa de sencillez, ya que no hay nada más difícil hoy que saber ver dónde está aquello que realmente merece la pena, identificar los cauces de la alegría, del goce que brota de lo más profundo del ser, y que los ruidos persistentes, los reclamos publicitarios, el solapamiento de mensajes e imágenes, impiden percibir.
Muchas veces la grandeza, el descubrimiento, asoma tras lo más pequeño, tras la mirada que se detiene, contempla, es capaz de asombrarse. Muchas veces la belleza, el sentido, se encuentran tras el disfrute de un paseo, una conversación, un encuentro, un poema. González Sainz propone un cambio de vida, de rumbo, una recuperación de la espera, de la demora. Todo ello conduce al deseo de huida, a ese anhelo de abandonarlo todo y aparecer en un nuevo lugar, en un espacio renovado.
“Quien no haya sentido nunca un vivo deseo de escapar y dejarlo todo, de decir basta, se acabó, hasta aquí hemos llegado, y mandarlo todo y a todos a paseo, es que sencillamente ha perdido su más íntima capacidad de desear y ya no vale querer más que lo que el gran dispositivo del mundo le manda a desear”, señala. El ansia de fuga, de abandono de lo conocido, propiciado por las vueltas de un mundo que atosiga con su juego de intereses, de falsas intenciones, de disparates, de inconsistencias, es muy frecuente, pero pocas personas son capaces de realizar la escapada. Aquí, en este punto, La vida pequeña es cómplice de otra entrega a la que me he asomado con anterioridad en esta “Ventana” de Lecturas Sumergidas. Se trata de Pequeño elogio de la fuga del mundo, del sociólogo francés Remy Oudghiri, un paseo junto a distintas figuras relevantes, en su mayoría del mundo de la creación, también de la ficción, que sí se han atrevido a cambiar de rumbo.
“Quien no haya sentido nunca un vivo deseo de escapar y dejarlo todo, de decir basta, se acabó, hasta aquí hemos llegado, y mandarlo todo y a todos a paseo, es que sencillamente ha perdido su más íntima capacidad de desear y ya no vale querer más que lo que el gran dispositivo del mundo le manda a desear”.
Romper con todo (con las bullas, con las multitudes, con la invasión de noticias e imágenes, con las aceleraciones y agobios, con las falsedades, con las desazones, con las adicciones, con la tendencia a rentabilizarlo todo, con las amistades interesadas, con el exceso de conexiones…), y empezar de nuevo no es fácil, pero también es cierto que no siempre es necesario irse lejos, buscar geografías distantes. Se trata más bien de un nuevo estado del ánimo, de una variación del enfoque con el que nos enfrentamos a las cosas. J. Á. González Sainz lo explica esta manera tan inspiradora: “Lo que importa en principio es apartarse, poner tierra por medio, tiempo por medio, silencio, gratitud y silencio por medio y una antigua alegría para estar con lo que está y poder así empezar de nuevo en otro sitio a relacionarme de otro modo con las cosas como en las épocas de los inicios pero con un temple y una predisposición de entereza también en principio distintos”.
El autor alude al tan manido argumento de que “vivimos en el mejor de los mundos” y lo pone en cuestión, porque, como señala en uno de los puntos /capítulos de su obra –en total 61– estamos “rebosantes y faltos (jorobaditos)”. Estamos, sí, rebosantes de cosas, de tecnologías, de posibilidades, de fascinaciones, pero también de penurias. Y, al mismo tiempo, nos sentimos agobiados, abotargados, vacíos, sin resuello, tecleando todo el rato, “encerrados en una atmósfera extranjera de pantallas y pulsaciones”; opinando de todo, muchas veces sin saber si esas opiniones son propias o nos han sido inoculadas por la publicidad, por la propaganda.
¿Acaso la sobreabundancia de cosas, de palabras, no será debida a la “inmensa fragilidad de fondo”,? se pregunta el autor. Y argumenta que quien sale fuera de la “asfixia y el barullo” ha de enfrentarse a la intemperie, a un espacio de invisibilidad en el gran espectáculo del mundo. Tal vez en ese espacio, alejados de “los dispositivos de consecución y cálculo”, de las premuras por alcanzarlo todo de inmediato, sea posible recuperar los ritmos naturales del vivir, el sentido del tiempo, de los ahoras, de las esperas.

Son muchas las variaciones, los ramajes de esta obra que nos despierta, que nos levanta del sofá y nos invita a apagar el ordenador y darnos un paseo atento, contemplativo, por los alrededores y las cercanías de nuestras vidas. Se trata de levantar los ojos de la pantalla y recuperar la mirada asombrada, llamamiento que también hace Remedios Zafra en su ensayo Frágiles. Se trata también de liberar a las palabras de servidumbres y usos interesados, porque “ya hemos agusanado tanto el lenguaje y lo hemos retorcido y ahuecado y empobrecido y utilizado tanto enteramente en vano y en falso que a saber ya si es o no de fiar”, apunta el escritor.
Lúcido, crítico, cínico, escéptico y a la vez esperanzado, se muestra J. Á. González Sainz en esta obra filosófica, lírica, volcada hacia los interiores y al mismo tiempo acogedora, en el sentido de abrazar sentires, desconsuelos, búsquedas. El análisis del hoy que se ofrece en La vida pequeña es demoledor, pero está muy próximo a la inquietud que tantas veces percibimos sin saber exactamente dónde están sus fuentes. Lo que la sociedad que habitamos valora no es la bondad, ni la belleza, ni la generosidad, ni la honradez, ni la decencia, ni la verdad. Lo que funciona es la falsedad, la apariencia, la arrogancia… En las páginas de las que os hablo se traza un certero diagnóstico de todo esto y duele, claro que duele, que incomoda, ser conscientes de todo ello, ponerle palabras, vernos dentro del juego, participando del mismo, o intentando salir de sus laberintos con esfuerzo, con dificultad.
“Distinguir lo mejor puede que ya no sepamos, lo peor no lo queremos ver o nos reímos sin ojos, a recordar lo crucial le hemos perdido el hábito o nos parece una pesadez, un aburrimiento, también hemos olvidado cómo orientarnos por nuestra cuenta y madurar un juicio propio cuesta o ni se nos antoja, de prever nos burlamos. ¿Ver?, ¿qué es ver si de verdad hemos perdido los ojos, si nos los hemos dejado en la luz de jauja que todo lo ve por ella misma?, ¿Si adocenadamente todo lo confiamos a las invenciones de la técnica que se ha puesto al mando de nuestras vidas y a la técnica del ardid contra toda moral?”, se plantea, nos plantea el escritor.
Por momentos tenemos la impresión de que somos señalados con enojo, acusados de seguir el ritmo que nos marca la actualidad sin rebelarnos, pero os aseguro que el efecto que provoca esta lectura acaba siendo motivador. Lo es porque nos enseña que es posible cambiar, reconocer, volver a empezar de nuevo una y otra vez, detenerse, decir basta, aprender cada día, por cuenta propia, ver lo extraordinario en lo ordinario. Todas son acciones que dependen de la voluntad. Dichosos si no la hemos perdido.
Por momentos tenemos la impresión de que somos señalados con enojo, acusados de seguir el ritmo que nos marca la actualidad sin rebelarnos, pero el efecto que provoca esta lectura acaba siendo motivador porque nos enseña que es posible cambiar.
La vida pequeña es una obra estimulante y me atrevería a decir sanadora, transformadora. Cuenta, como os decía, con 61 apartados, un largo trecho por delante de meditaciones, de propuestas. Me detengo en un capítulo, el 12, que me atrae especialmente y que alude a “los días buenos”. En él González Sainz se refiere a alguien que desapareció de su vida, no recuerda muy bien quién, pero que le dejó la siguiente frase: “En los días buenos, acuérdate de mí”.
Ese alguien sabía que “la mejor forma de permanecer vivo es que quien has amado de veras se acuerde de ti –te tenga presente– cuando está alegre, cuando hace bueno en su alma y está despejado y con luz”. A partir de aquí el autor nos incita a reconocer, a identificar, esos días buenos, a recordar con quiénes los hemos vivido y, sobre todo, qué es lo que hace buenos esos días, para que podamos aprovecharlo, recobrarlo y repetirlo una y otra vez. González Sainz nos dirige hacia “la experiencia de la alegría” en estas páginas que voy recorriendo, una experiencia que tan bien conocían los campesinos de antaño, acostumbrados a esperar y sacar el fruto de la tierra.
Nada que ver con la permanente inquietud, con el disgusto, con el tedio y la tristeza de fondo del presente, pese a sus bullicios, nos dice, recurriendo a Machado, uno de sus acompañantes en el trayecto, quien identificaba el peor de los males y al peor de los hombres malos, con la imagen de quien “en los días buenos va siempre cabizbajo”.
Son muchos los pasajes luminosos que nos ofrece esta obra que incita a aprovechar los momentos, a dejar de lado el desgaste de un vivir desde el descontento sin sentido, caprichoso. Huir, como señalaba antes, de lo que nos aturde e insatisface, no supone realizar travesías hacia lo lejano. En La pequeña vida se aborda otro tipo de viaje, de carácter interior. “Huir, huir de veras o al menos tratar de hacerlo no es consumir un producto; huir es huir de consumir las cosas y los ratos como única forma de relacionarse con ellos, e incluso huir de huir. Es una querencia, una inclinación o un temple, un sesgo, un ramalazo tozudo. No sé si una realización –no creo– pero desde luego una perspectiva, una baza, un tiento”, va argumentando el autor.
Y nos dice que, aunque pueda parecer una cobardía, algún tipo de deserción, huir hacia una vivencia más delicada, más lenta, más considerada y atenta a las relaciones, a las cosas del mundo,”no tiene por qué ser forzosamente renunciar a presentar batalla”; que, muy al contrario, puede suponer “una forma de entablarla mejor o llevarla quizá a un terreno menos desfavorable”.
“huir es huir de consumir las cosas y los ratos como única forma de relacionarse con ellos, e incluso huir de huir. Es una querencia, una inclinación o un temple, un sesgo, un ramalazo tozudo”, Escribe el autor.
Hay momentos en los que González Sainz nos ofrece escenas de su propia vida, de sus huidas, de sus puntos de partida y de llegada a nuevos puertos; algunas de ellas abordadas desde el humor, desde el recurso al contraste, a la constatación de que en toda vivencia cabe la luz y la sombra, la belleza y la fealdad. Hay otras ocasiones en las que observa y aprende de los recorridos de personajes como Rousseau, Thoreau, Montaigne, capaces de apartarse para encontrar el sentido. Apartarse para crear de nuevo el asombro, para encontrar el camino, para alejarse de las políticas engañosas, para meditar despacio sobre los errores cometidos, para entender el proceso de crecer, para “desencasillarse” y “salir por cuenta y riesgo propios a la intemperie”, para “retirarse a la vida pequeña” y degustar “la heroicidad de la alegría”, de la alegría auténtica, no de la que se vende, sino de la que se eleva, de la que tiene que ver, como dice el autor, “con la gratitud, con la gracia, con recibir gracia y ser gratos, con donarla, con lo gratuito”.

Queda mucho camino por delante en la intensa caminata que nos propone el escritor soriano. Los horizontes son amplios y abiertos. El silencio y la calma nos envuelven. Ya en el tramo final sentimos que merece la pena ser “buscadores de instantes”, que la vida plena consiste en aprovechar los momentos. Para terminar, os dejo con las palabras del autor y os digo que este es uno de esos libros que merece la pena tener a mano, en la mesilla de noche, para en momentos de zozobra abrir sus páginas y recordar lo que de verdad importa.
– “Pocas cosas como saber dar valor, como saber dar y experimentar el valor de lo que se recibe a diario, de lo que está ahí en cada instante por minúsculo que parezca o inadvertido que pudiera pasar, para poder saber lo que es bueno, pocas cosas como saber apreciar cada cosa y cada rato de nuestro día a día, más en lo que es, en lo que trae y tiene en sí, con sus conveniencias e inconveniencias, con su realidad en esencia irrepetible, para saber vivir bien, para desbrozar y liberar de tantas rémoras como se nos van acumulando la “vividura” de cada uno de los momentos de nuestros días y adensarla y profundizarla, emplazándola en esa indispensable tensión de búsqueda de lo que es verdaderamente bueno y, asimismo, de la alegría de la gratitud”.
La vida pequeña. El arte de la fuga, de J. Á. González Sainz, ha sido publicado por Anagrama.