Frankenstein, el 2º advenimiento de Cristo

Por Alberto Trinidad © 2018 / Siento a mi alrededor las voces susurrantes de los ángeles caídos como una híbrida hermandad que me abraza. Puedo verlos flotando a mi alrededor, más como el rastro de las historias labradas por ellos que como la personificación de las entidades que se desdibujan en el inconsciente colectivo de la humanidad.  Oigo sus voces como brazos que me acogen en esta desaprensiva orfandad que compartimos. Hermanos todos, pájaros mudos que susurramos la voz del silencio mientras caemos permanentemente de un Cielo extinguido. De quiénes son estas voces, quiénes somos los huérfanos del Cielo que habitamos (hubimos habitado) el territorio de la Tierra como flagrantes heridas abiertas de la creación. Qué clase de incesto trágico pergeñamos cuando nos abrazamos, cuando desafiamos a nuestro Padre, mientras permanecemos en una Caída libre de ángel-pájaro endemoniado que no acaba de estrellarse nunca en ningún nacimiento válido, en ninguna vida verdadera. Qué somos…

Desde mi más temprana adolescencia existen cuatro mitos que me han marcado profundamente. A través de los cuales, puede decirse, se fue forjando la columna vertebral de mi identidad, y que, más tarde, amasaron los cimientos sobre los que edifiqué mi marginal y marginada obra literaria. Se trata de dos mitos de la época antigua (Odiseo y Jesucristo) y otros dos de la época moderna (Frankenstein y Peter Pan). No veo necesario, a día de hoy, extenderme sobre la influencia que los mitos tienen en relación con la construcción de la cultura y las sociedades, puesto que mucho se ha escrito ya sobre ello y es una idea asentada en las bases del conocimiento popular. Simplemente citaré, a modo de síntesis introductoria, una de las definiciones que Levi-Strauss ofrece de ellos: «Mentiras que cuentan la verdad».

Odiseo, Jesucristo, Peter Pan y Frankenstein construyeron con sus voces entretejidas, tan relacionadas entre sí, según mi modo de ver, una realidad ficcional que explicaba mis terrores, mis odios, mi ternura, mis anhelos y, en definitiva, mi orfandad existencial. Hoy, que siento de forma especialmente enconada ese abrazo y que nos encontramos cada vez más cerca de no acabar de morir jamás, me detendré especialmente en la del Monstruo de Frankenstein, a quien siento, en lo más hondo de mí, como el Segundo Advenimiento de Cristo.

Iniciaré esta travesía precisamente en su génesis, explicando que ambos personajes son fruto de la ambición desmedida de un Padre creador, víctimas de los planes y deseos privados de un ser que se percibe a sí mismo como omnipotente, que desea manejar los designios de una raza creada por él e influir en sus decisiones para, a la postre, recibir su adoración: “Una nueva especie me bendeciría como a su creador, muchos seres felices y maravillosos me deberían su existencia” (Viktor Frankenstein). El Monstruo de Frankenstein es creado en el siglo XVIII, en pleno esplendor de la Ilustración, una época que deposita su fe en el progreso y en la razón, de modo que su nacimiento se percibe como una consecuencia de ese progreso científico y tecnológico. Por el contrario, Jesucristo es «concebido sin mácula» en una época dominada por el pensamiento religioso, por la superstición, y regida por el mito mesiánico; por lo tanto, nuestro «monstruo divino» es señalado como una consecuencia del poder que emana de los Cielos. Estas diferentes maneras epocales de interpretar un mismo acontecimiento (la creación no «natural» de un ser vivo) son relevantes a la hora de entender cómo reaccionarán sus coetáneos a su existencia. El linchamiento que ambos sufren por la masa enfervorecida, al dictado de las leyes predominantes de sus respectivas sociedades, es exactamente el mismo. La única diferencia radica en que a uno se le personifica como la aberración de aquello que surge del progreso científico, y al otro como aquel que, de manera ilegal o blasfema, pretende ocupar el espacio de lo inaccesible (en ese caso, el poder religioso y político, que, en aquella época —si no en esta también— eran equivalentes).

Pintura del pintor El Greco (1541-1614): “El Salvador”

Tras ese linchamiento, Cristo, después de ser crucificado por los hombres y abandonado por su Padre, reaparecerá en la historia mitológica en forma de un monstruo cuyo único objetivo, precisamente, es vengarse de su creador… Pero no quiero adelantarme a los acontecimientos. Prosigo.

¿Quiénes somos? El verdadero drama que subyace en el relato de Frankenstein es la trágica soledad en la que se encuentra el Monstruo. Una vez consciente de sí mismo, de su existencia, lo primero que trata de encontrar es un otro con quien relacionarse, a quien amar y con quien sentirse amado. Un otro, en definitiva, que le corresponda la mirada imprescindible con la cual establecer una identidad propia. Desde un principio, esa posibilidad se le escamotea. Su propio creador lo abandonó al mundo, arrepentido, cuando constató que el ser que había construido no estaba a la altura de sus expectativas, que a sus ojos resultaba ser una aberración monstruosa. Exactamente igual que el Dios de la Biblia, el doctor Frankenstein quiso crear una especie a su imagen y semejanza, ensamblando en un solo cuerpo los miembros y órganos humanos más bellos y poderosos que encontrara. No obstante, cuando contempló su obra libre y autónoma, decidió que no le gustaba su apariencia y la maldijo. Igual que Dios maldijo al Hombre una vez creado, cuando este se comportó de una manera que Él no consideró adecuada.

La perversión del Dios de la Biblia, en realidad, es doble. No satisfecho únicamente con crear una especie a la cual condena al sufrimiento, una especie a la que le ofrece el libre albedrío, para después castigarla si no se comporta como él ordena, el Ser más maquiavélico y perverso de la Literatura universal decide engendrar, en la matriz de una de sus cachorras humanas, un hijo suyo para que arrostre con todos los pecados que, según su visión, el Hombre ha perpetrado contra Él. Lo abandona al mundo, lo empuja al abismo para que padezca los horrores que su mente perversa ha concebido, y no le ofrece más explicación que la Fe incuestionable.

Escena de la película “Frankenstein”, dirigida en 1931 por James Whale.

Ambos personajes, por lo tanto, se encuentran infinita y existencialmente solos porque han sido abandonados a un lugar donde no son como los demás. El Monstruo comprende enseguida que los personas le rehúyen, que su apariencia repugnante no se corresponde con el amor que hierve en su interior. “Logré convencerme de que realmente era el monstruo que soy” Esa íntima soledad no solamente se funda en el rechazo de los demás, sino sobre todo en la autocomprensión de no ser nadie, de no poder establecer un relato sobre sí mismo apto que edifique una identidad en la que serse. ¿Quién es aquel que es creado y luego mortificado por su creador, con qué voz arrebatada puede expresarse? Únicamente con la voz del Otro, con aquella en la que se sumergirá la literatura de la posmodernidad ya en el siglo XX. La voz, en definitiva, de los desamparados, del esclavo, del marginal. De aquellos que en todas las épocas del mundo han visto usurpada su identidad en pos de una cultura, una ideología o una clase dominantes. La voz que narra el relato de quien no tiene relato, de aquel a quien, literalmente, le han robado el relato. Esa es la voz que escucho susurrante como un abrazo, como una hermandad, como la del pájaro mudo que delinea su vuelo en los pentagramas del silencio. La misma, en realidad, que Jesucristo se murmura a sí mismo por las noches ante la ausencia de Dios Padre, la que esconde cuando María le pregunta, preocupada, hacia dónde miran sus ojos tristes, cansados y enajenados. El relato inenarrable de sus años de peregrinación por el desierto, del delirio de una prédica incapaz de ser sostenida en esta realidad. Cristo, al igual que el Monstruo de Frankenstein, se da cuenta de que no pertenece a ningún mundo, que no es como nadie de aquellos que lo rodean. No es Hombre porque es el Unigénito de Dios, y no es Dios porque está encarnado y padece como uno más de los trágicos vástagos del Señor.

Están igual de solos porque en realidad ninguno es el hijo verdadero de nadie tangible a quien llamar padre o madre, en cuyo regazo descansar tranquilos bajo las manos acariciadoras de alguien que los proteja. No existe la mano de la madre apartando de la frente las pesadillas, porque ellos mismos son las pesadillas que pueblan la imaginación de los hombres: por un lado el Monstruo aberrante que atormenta con su fealdad el orden y la sensatez de la estética (ética) predominante; por otro, el Mesías incomprensible que pretende atentar contra el orden social establecido a través de una revolución de los desarraigados. Sin embargo, lo único que ambos anhelan por encima de cualquier otra cuestión es sentir amor, el amor directo de un prójimo que les es vetado. A uno porque lo consideran aborrecible, al otro porque, o bien lo admiran (y lo temen) demasiado para poder establecer con él un vínculo fraternal de igual a igual, o bien lo odian por representar aquello que consideran como el icono de la blasfemia.

Jesucristo: Pintura de El Greco

Desamparados, en un momento culminante de sus vidas, los dos buscan la compañía imposible de un igual a quien aferrarse, con quien establecerse al margen de la sociedad, y burlar así sus trágicos destinos. El Monstruo le exige a su Creador, con el fin de perdonarle la ignominia que ha perpetrado contra él, que le fabrique una compañera. Alguien también contrahecho, con quien pueda compartir la desgracia del rechazo y la soledad, alguien a fin de cuentas que lo ame tal como es. De un modo similar, Jesucristo encuentra en el estrato más bajo de la sociedad, en aquella a quien todo el mundo tilda de impura y vilipendia, en la prostituta, el único corazón desnudo que no lo ve ni como a un Dios ni como a un hereje, la única que es capaz de tratarlo como Hombre, amarlo como tal, ajena a las vicisitudes que se ciernen sobre sus estigmas. Alguien con quien apartar de sí el drama de su congénita soledad, de su trágica sentencia.

Desgraciadamente, la injusticia y maldad de sus Creadores no tiene límite. Incapaces de asumir la responsabilidad que les corresponde respecto a sus criaturas, les deniegan esa mínima posibilidad de felicidad, de compañía, de vivir el amor. El doctor Frankenstein se opone rotundamente a crear un nuevo espécimen que duplique lo que él considera una aberración, y Dios le prohíbe a su Unigénito seguir la senda del Hombre, condenándolo a la Redención que le tiene reservada desde el principio de los Tiempos. El Monstruo entonces jura eterna venganza contra su «Padre». “Si aceptáis mis condiciones os dejaré tranquilo, tanto a vos como a vuestros semejantes. Pero si rehusáis, me hundiré en el crimen hasta saciar mi sed de sangre en la de todos aquellos que os aman y a los que amáis”Cristo se arrodilla en el Huerto de los Olivos y suplica a Dios: “Aparta de mí ese cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Abandona, pues, su empeño, a cambio de que sea él mismo, Dios, quien asuma la carga de lo inevitable.

La suerte está echada, el Monstruo en su prometida venganza ejecuta una a una a todas las personas a quien Frankenstein ama, y luego huye al Polo en espera de un último y amargo encuentro. Cristo se deja traicionar por Judas para sufrir el ignominioso destino que su Padre le ha reservado: la crucifixión.

No existe nada ni nadie que pueda apaciguar la soledad existencial que los asfixia. Jesús, linchado por esa masa esclavizada de la que hablábamos al principio, que en realidad no hace otra cosa que ejecutar las órdenes de quienes los tienen esclavizados como en cualquier dictadura eficaz (aquella que logra que los súbditos amen al caudillo y aborrezcan al marginado), no puede sino compadecerse de los hombres. “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”. En ese último instante es capaz de sentir una empatía hacia ellos que los otros han sido incapaces de sentir hacia él: siempre el Otro a imagen del Hombre, siempre el Distinguido, el Elegido, el Hereje. Comprende que, como él, no son más que marionetas en manos del Creador, y siente el impulso de una última y definitiva rebelión. La que debe perpetrar contra Él, contra el Padre. Colgado en la Cruz lo llama, exige su presencia para que mire su sufrimiento, para que contemple en sus ojos el extremo dolor, no ya de los clavos y la corona de espina arañando su piel, sino la de toda una vida de orfandad, de soledad. “¿Dónde estás?”, le pregunta, con ecos Maldororianos (“quiero que el Creador contemple, a cualquier hora de su eternidad, su abierta grieta”). Cristo-Maldoror expira. Lo hace, sin embargo, con una leve sonrisa, sabiendo que llegará el momento de su venganza. Que sabrá perpetrarla en el momento adecuado, a través de los siglos, entretejido en los mitos de los hombres en ese Segundo Advenimiento suyo que es el Monstruo. Lo hará cuando por fin, al final de los días, en el límite de los mundos allá en el Polo Norte del siglo XVIII, se enfrente por fin, cara a cara y de igual a igual, con su creador y lo ejecute. Exactamente igual que Roy Batty, el replicante Nexus 6 de Blade Runner (ese otro mito contemporáneo) en aquella inolvidable escena de la historia del cine en la que hunde sus dedos pulgares en los ojos de su fabricante.

El Padre ha muerto, lo hemos ejecutado cumpliendo con la promesa de una venganza que no nos sacia. El fabricante de la inteligencia artificial de unos androides, el creador de un engendro ensamblado de miembros cadavéricos y aquel que arrojó a su Hijo a la redención de su propia especie condenándolo a la Cruz. Ya no existen. Estamos solos. Escucho vuestras voces como la mía propia en este cántico mudo de pájaros sin cielo. Entrañamos en ese silencio la contraseña que traduzca la vida, una vida que se aleja cada vez más de la carencia de nacimiento que nos une. Así que nos abrazamos, y soñamos el incesto atroz a través del cual permanecer cayendo, susurrando, observando…, amando.

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