Alberto Trinidad © 2020 / La ciencia ficción y lo fantástico son géneros que pueden afrontarse de maneras radicalmente distintas. En las dos últimas décadas, por ejemplo, tanto en el cine como en la literatura se han puesto muy de moda un par de corrientes: una que mezcla dichos géneros con el de acción en su faceta más superficial y deplorable, como en películas tipo Riddik o Fortaleza infernal; y otra enfocada al público adolescente menos exigido intelectualmente, o, dicho de otra manera: con muy pocas ganas de explorar laberintos insólitos y muchas de liberar el ardor de sus hormonas revolucionadas. Me estoy refiriendo, como ya habrá adivinado el lector, a trilogías del estilo Juegos del hambre o la serie Divergente.
Por otro lado, disponemos de una larga lista de títulos variopintos destinados puramente al entretenimiento. Habitualmente, estas obras mainstream se subdividen en dos categorías: comedia (donde podemos encontrar ejemplos lamentables pero también grandes obras maestras como Regreso al futuro); y, en ciencia ficción, las space opera (como punto culminante tenemos la grandísima primera trilogía de Star Wars), y su equivalente en el género fantástico: la épica, con obras legendarias como El Señor de los Anillos, Conan o, recientemente, Juego de Tronos.
Por fortuna, aquellas personas que nos sentimos seducidos por estos géneros pero que, a un mismo tiempo, consideramos la literatura (o el cine) como parcelas del arte performativas y no únicamente como instrumentos de consumo fugaz, tenemos a nuestro alcance otro tipo de lecturas. Lejos de menospreciar la calidad de las obras anteriormente citadas, dentro del ámbito al que pertenecen, lo cierto es que la literatura fantástica y de ciencia ficción donde ha encontrado un refugio de compromiso con la cultura es en la corriente underground conocida como new weird. Si bien, como en todo movimiento que se precie, uno no puede quedarse en la superficie de dicha ola y debe explorar en los confines menos visibles sus verdaderas joyas narrativas, vinculados a este fenómeno hallamos, posiblemente, buena parte de los libros más interesantes que ha dado el género en los últimos años. Así, podría citar Ciudad y ciudad de China Mieville (no me resulta estrambótico pensar en la propia Julia Kristeva leyéndolo y disfrutando de sus implicaciones semióticas), Amatka de Karin Tidbeck (una oda a la capacidad del lenguaje como elemento transformador de la experiencia de la realidad) o El vivo de Anna Staronibets (estremecedora distopía que lleva la premisa de 1984 un paso más allá para integrar a toda la humanidad en un solo ente vivo e interconectado).
Sin embargo, dicho esto y emplazando al lector de esta sección a una ulterior publicación en la que, seguramente, se trate a fondo una de estas tres novelas, querría detenerme hoy en otro tipo de autor más outsider si cabe dentro del género. A poco que usted haya ojeado alguno de los artículos anteriores de Territorios de fuga, se habrá hecho una idea de la querencia de su humilde creador por los personajes más minoritarios, marginales y fronterizos de la historia de la literatura y el arte en general. No le será difícil comprender pues que, en el campo que nos ocupa hoy, me haya decantado por alguien que ha encarado el género desde el punto de vista más delirante y surrealista posible. Se trata de Jeffrey Ford, un escritor que, al margen de cualquier etiqueta plausible, ha elaborado una obra sujeta únicamente a sus propias normas. Unas normas maceradas en el corazón del caos y que dejan su impronta, de la manera más notable, en su obra cumbre, una trilogía llamada La Ciudad Bien Construida, compuesta por tres novelas que pueden leerse por separado sin demasiados problemas; hoy nos detendremos particularmente en la segunda, llamada Memoranda.

Para colocarnos en situación: imagínese un continente dominado por una ciudad central, La Ciudad Bien Construida, creada a imagen y semejanza (literalmente es parte de su propio ser) por Drachton Bellow, un personaje al que llaman el Amo. Imagine que el Amo tiene a su disposición diferentes empleados: seres híbridos que él mismo crea con una suerte de tecnología mecánica y genética; y seres humanos, como Cley, el protagonista, cuya labor es la fisiognomía, una ciencia a través de la cual puede comprender los más íntimos secretos de las personas, presentes y futuras, mediante el estudio de las formas de sus caras y sus cuerpos.
Nada más encarar sus primeras páginas, uno comprende que tanto en la propia ciudad que se describe como en la técnica narrativa que Ford desarrolla puede ocurrir cualquier cosa. Pertrechado de un estilo limpio, claro y directo, sin embargo nos traslada a un mundo barroco saturado de pequeños detalles imposibles que nos enfrentan, continuamente, con la sensación de estar indagando en territorios desconocidos hasta la fecha en la literatura. Botellas de licor de Oreja de Rosa Dulce, frutas blancas en cuya pulpa dormitan milagros, un mono llamado Silencio que escribe quinientas veces las palabras «no soy un mono» y, por encima de todo, una droga con el estimulante nombre de Belleza, cuya adicción utiliza el Amo para asegurarse el control de las masas, son tan solo una pincelada de los innumerables elementos desconcertantes que pueblan las páginas de estos libros.
Imagínese ahora que la ciudad ha sido destruida, que sus habitantes han huido a una aldea en medio del bosque, lejos ya del influjo maligno de Below, pero que, un día, un ave mecánica producto de su mente enferma, regresa de no se sabe dónde y esparce un polvo amarillo sobre la población. Todo aquel que lo respira queda de inmediato preso de una enfermedad del sueño. Imagínese que Cley, el fisiognomista, se decide a ir a la ciudad destruida en busca del Amo para que le ofrezca el antídoto de ese polvo y curar así a sus conciudadanos. Y que una vez llega al lugar, tras un largo periplo repleto de peligros en que tiene que sortear la presencia abyecta de los hombres lobo de Below, se encuentra con un demonio del Más Allá, con rabo y con cuernos, pero también con unas gafas rectangulares, un paquete de tabaco y un educado vocabulario con el que insta a Cley a que se siente para explicarle que el Amo ha sucumbido también a la enfermedad del sueño, y que, además, es el padre del propio demonio.
Si ha imaginado todo esto, amigo lector, estará transitando ya las primeras páginas de Memoranda y se encontrará a punto de entrar en el extraordinario territorio al que le he querido conducir desde que comencé a escribir el presente artículo. Esté atento: el demonio, Misrix, le ha contado a Cley que el Amo lo fue a buscar al Más Allá y que, gracias a la Belleza (la droga de múltiples propiedades de la que hablé con anterioridad), desarrolló la capacidad del pensamiento, la inteligencia y la conciencia, que desde entonces se considera nacido en el mundo y al Amo como a su padre. También le ha contado que la fórmula del antídoto a la enfermedad del sueño existe, pero solo en la mente de Below, así que la única manera de acceder a ella, y salvar así a su pueblo, es viajando hasta allí.
Ahora sí: el demonio toca la frente de Cley con su zarpa, Jeffrey Ford toca los ojos del lector con sus palabras, y yo azuzo su imaginación con este artículo para adentramos, junto con Cley, en la memoria de Drachton Bellow.
A partir de aquí comienza la verdadera novela, el verdadero viaje. Si usted, amable lector, está avezado en los diferentes artículos escritos en esta sección, no se verá sorprendido si descubre que su autor trata de entreverar el sentido de su texto con el del tema que trata: en este caso, la aventura de un personaje en el interior de la memoria de un sabio loco dentro de la novela de un escritor de fantasía delirante.
Jeffrey Ford construye el territorio de la mente de Below como una isla flotante sobre un océano de mercurio. En esta isla conviven diferentes personajes que son la representación simbólica de aspectos de la memoria, la personalidad y las vivencias del Amo. Sin embargo, es Cley quien aparece en medio de ese mundo como un espécimen no-humano y entregado a esos personajes como cobaya de extrañas pruebas científicas, puesto que todos los allí presentes son doctores de diferentes disciplinas.
Detengámonos aquí, apreciado lector, para saborear las incontables connotaciones imaginativas de la premisa que acabamos de exponer. En la mente dormida de Below habitan unos personajes con consciencia, ignorantes de que tan solo son un conjunto de ideas simbólicas conceptualizadas en carne y hueso, que ven a Cley, precisamente, como un huésped no-humano en la isla que habitan. A un mismo tiempo, Cley, como un increíblemente intrusivo psicoanalista, debe desenmascarar en ese orbe de símbolos la fórmula científica del antídoto con que regresar a la realidad para salvar a su gente. Ahora quiero que se imagine a usted mismo como parte integrante de ese mundo, o mejor aún, como visitante, pongamos por caso, de su propia memoria. ¿Qué clase de personajes cree que hallaría en ella, los reconocería, descubriría qué simbolizan, les permitiría vivir a su libre albedrío?
La mente de Bellow, por ejemplo, ha creado una especie de espectro que bebe de los ojos de sus habitantes los conocimientos que estos desarrollan, con el fin de controlarlos. ¿Qué clase de entidades malignas crearía su cerebro para combatir o imponer el orden entre las díscolas representaciones simbólicas de esa misma mente, amigo lector?

El tiempo se agota, los habitantes de la isla han advertido que su territorio va desapareciendo; de la misma manera que la hambrienta Nada destruye el mundo de Fantasía a medida que la enfermedad de la Niña Empreatriz progresa, el mundo de la memoria de Below se desvanece al ritmo acechante de la muerte en su mente dormida. En ese momento de la historia se producen los instantes más emotivos y brillantes de la novela. Cley se encariña con las representaciones simbólicas encarnadas, comienza a olvidar dónde se encuentra (el olvido en el interior de la memoria ajena, querido lector, ¿qué le sugiere eso?), y a tratarlos como verdaderos seres humanos, a enamorarse, incluso, de una de esas personas (¿qué será aquello de lo que se enamora Cley en el interior de la mente de un ser despreciable como el Amo?).
Los personajes se dan cuenta de que Cley no es solo un espécimen y de que el señor que domina el lugar y las visiones que ven en los reflejos marinos de las olas de mercurio tienen más que ver con su verdadero origen de lo que querían creer. Entonces se confabulan para buscar la manera de salvarse. Pero la salvación de ellos y la de Cley tiene causas completamente distintas. La disyuntiva a la que se enfrenta Cley es paradigmática en la literatura universal: qué es más real, la historia de amor verdadero que vive en el interior de un mundo ficticio con alguien que es tan solo un cúmulo de ideas (la representación simbólica de algo que no desvelaré para quien no haya leído la novela y quiera hacerlo), o la férrea densidad de la verdad inane en un mundo tangible y carente de estímulos, de significados descifrables. Cley se deja llevar, mira a los ojos de la amada y no deja de decirle: «Creo en ti», con la terrible carga emocional, promisoria e intencional que conllevan esas palabras. En qué cree usted, querido lector, qué hay en el interior de su mente, o afuera, habitando la vida real, en lo que haya depositado una confianza ciega, en lo que crea hasta estar dispuesto a disolver su ente real en la pantomima de este mundo.
¿Dónde está ahora, en el interior de su mente, conversando con las conceptualizaciones encarnadas de su historia vital? ¿O quizá en la de su amada, en la mente de su último amor frustrado, siendo solo el recuerdo pincelado que ella tiene de usted? ¿Qué clase de ser, de lastre, de último suspiro sería entonces?
Ha seguido mis pasos, los pasos de este artículo hasta llegar a este punto, pero, insisto, ¿dónde está verdaderamente?
¿No será que es usted, en realidad, tan solo una representación simbólica del lector ideal del autor del artículo? Alguien que no habla, que no responde, sino que solo escucha las preguntas retóricas que le lanza el articulista, con quien él conversa, tal vez interrogándolo para hallar en el fondo un antídoto contra la vida que nos salve a todos. ¿Es así? ¿Ha resultado usted, al fin y al cabo, no ser más que una idea, un concepto dentro de la mente de un escritor fantasioso que a cada línea que escribe pierde más su cordura y se disuelve en ese territorio de su mente, de su memoria, del que no quiere salir jamás? ¿No ve de pronto, queridísimo lector, los restos de un polvo amarillento en los marcos de la pantalla de su ordenador, del móvil desde donde está leyendo? ¿No estará usted dormido, amigo mío…, durmiéndose?