José de María Romero Barea © 2019 /
Somos seres sociables. Nos repelen los medios de comunicación centralizados, queremos subvertirlos, descentrarlos, socializarlos. Creer que las nuevas tecnologías no nos han cambiado para siempre es caer en la trampa de pensar que las máquinas son distintas a nosotros. Las hemos creado para que reflejen nuestros deseos e íntimas necesidades. Ellas, a cambio, fusionan universos. Barajan jerarquías. Generan mecanismos de exclusión. Vivimos inmersos en una amalgama de carne y ciberespacio en la que no dejamos de interpenetrarnos. Nos hemos convertido en un engendro eternamente vigilado.
En los libros del periodista y escritor Antonio Di Benedetto (Mendoza, 1922 – Buenos Aires, 1986) se socavan los mitos de habilitación / empoderamiento / esclarecimiento. Se ahonda en divisiones y desigualdades, se redunda en preocupaciones de género, poder e influencia. Su literatura pre-tecnológica supone un invaluable manual para nuestro tiempo fieramente digital, donde nada es lo que parece. Mucho menos, la red que habitamos. Hoy que la interconexión permanente ha logrado, al fin, desorganizar lo organizado, globalizar lo local, armonizar una lúdica regeneración autosuficiente, aunque psicológicamente dispersa, nada más procedente que una literatura que privilegia la transmisión holística mediante interdependientes redes colaborativas.

Zama
Entonces, como ahora, las noticias, los rumores y la sabiduría se movían entre personas que se amaban, se odiaban o tenían intereses en común: el Facebook de antaño se cumplía en cartas copiadas a mano, comentadas y vueltas a copiar. En el Paraguay del XVIII se intercambiaban citas, se contaban chismes, se cantaban poemas. Como ahora. No interesan demasiado a nuestro interlocutor, sin embargo, los accidentes de la cotidianeidad: “El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos. Ahí estábamos, por irnos y no”.
Nuestra tecnología se afana en registrar imágenes, procesarlas, geolocalizarlas. Tras la esencia de lo experimental, el inasible fuego de la soledad. En su fidelidad a la noción pura, a decir más que mostrar, a instruir más que a seducirnos, el relato, conceptualmente denso, de un artefacto implacable, que nos invita a considerar las múltiples filosofías de la ficción: “Ningún hombre – me dije – desdeña la perspectiva de un amor ilícito. Es un juego, un juego de peligro y satisfacciones. Si se da el triunfo, ha ganado la simulación ante el interesado tercero y contra la sociedad, guardiana gratuita”.
He releído lo anterior tratando de encontrar significados ocultos en el alegórico constructo. Me he replanteado la cuestión de qué es el realismo y para qué sirve. Frente a los intentos por derrocar el modo mítico, el volumen logra su impacto a base de misterios. La novela Zama (1956) revisada así, resulta actual, convenientemente oscura, a menudo divertida, plena de repentinas profundidades: “Yo, en medio de toda la tierra de un Continente, que me resultaba invisible, aunque lo sentía en torno, como un paraíso desolado y excesivamente inmenso para mis piernas. Para nadie existía América, sino para mí. Pero no existía sino en mis necesidades, en mis deseos y en mis temores”.
La novela “Zama ” resulta actual, convenientemente oscura, a menudo divertida, plena de repentinas profundidades.
De forma oblicua, el libro revela sus significados, entrega sus humildes verdades significativas, sin mensaje central, obstinadamente comprometido con su propia manera de hacer las cosas. El Caballero de la Orden del Mérito (1969) se entrega a un lenguaje despojado de todo adorno. Contra el sonido regular del cliché, la austeridad de una melodía desprovista de afecto: “El hogar estaba atrás; el traslado, adelante, pero muy a distancia. Debía tener un futuro más próximo, asible, inmediato, algo que se sometiera a mí pronto e incesantemente”. Entre parábolas que delimitan, propiedades seductoras de una literatura no mimética, que impulsa a establecer identificaciones imaginativas. Sobre las evidencias de una austera, apenas realizada mise-en-scène, el siniestro escenario desapasionado donde los seres humanos son meros objetos que medir, ordenar, inspeccionar.

¿Por qué se habla español del siglo de Oro en la posmodernidad de Zama? Prevalecen las ideas: “El mayor fracaso del dios consistió en que podía ver al hombre, pero el hombre no podía verlo a él, no podía devolverle ninguna de sus miradas enternecidas de padre”. Lo que sucede es secundario, apenas diseñado para pasar de un debate a otro. ¿La naturaleza de lo creado? ¿El amor? ¿La libertad? ¿El yo? La energía impulsora es menos narratológica que pasional: “Los hijos se realizan, pero no se sabe si para el bien o para el mal. Los libros se hacen sólo para la verdad y la belleza”. Más preocupado por la ideología que por la trama, el autor de El silenciero despliega su enigmática ficción, genera sus propios paradigmas, opera fuera del entorno histórico y geográfico (dieciochesco y latinoamericano) para incurrir en universales psicologías.
Despojadas, a menudo rudimentarias, las cuestiones proyectan sombras. El hecho de aplicar la contemporaneidad al pasado no basta. La incomunicación a la que nos hemos acostumbrado, parece concluir el protagonista, es una aberración vinculada a una fase preindustrial de la historia. La paradoja consiste en que, a pesar de su individualismo, el héroe se acerca a la colectividad de forma sesgada: “Necesitaba, rigurosamente, vivir tomado de las posibilidades, porque las cosas – demasiadas cosas – se desprendían de mí. Yo iba quedando desnudo. Son terribles los azotes en las carnes desnudas”.
Más preocupado por la ideología que por la trama, el autor de “El silenciero” despliega su enigmática ficción, genera sus propios paradigmas, opera fuera del entorno histórico y geográfico para incurrir en universales psicologías.
El funcionario español Diego de Zama inventa sus propias historias para acompañar las ilustraciones de su biografía. En su sentido de autoridad, en su obstinado rechazo de los sistemas, el creador de Los suicidas (1969) sabe que son nuestras fantasías las que nos conforman. Su afinidad natural es con el transgresor, el voluble autor que reflexiona sobre la culpa y la justicia: “Todo era un acogedor y dilatado silencio”. Empeñada, como parece, en minar todas las satisfacciones que buscamos en un relato, Zama sugiere tanto un lugar de nuevos comienzos como un género total en que se encuentran personajes y peripecias, el sitio definitivo donde reinventar la realidad.
El silenciero
Difícil definir al silencio con palabras, paradójico imaginar una exploración escrita de sus diferentes usos y costumbres, precisar una cartografía de sus diversos lugares, sean islas o desiertos. Más contundente pero menos explícito, nos entregamos a un discurso de interminables comienzos. ¿No es el mutismo lo que tratamos desterrar mediante el abuso indiscriminado de la telefonía móvil? Nunca el ruido ha estado tan presente, alentado por la industria del entretenimiento, y, sin embargo, arduo concebir la actualidad sin el motor de autocombustión de la verborrea. Insisto: el sosiego ¿implica una ausencia o una presencia? ¿Supone un cautiverio o una liberación?

“Denuncias, no sé a quién; comprobación, pruebas, alegatos; la sanción para los otros; para mí, la hostilidad de los culpables, aún innominados”. No ignora el autor y periodista mendocino la paradoja de que, al escribir, evidenciamos la ocultación que todo lenguaje propugna. Por raro que parezca, el narrador de El silenciero (1964) adora hablar, mientras “los mecánicos viviseccionan motores (…) hienden y liman con chirridos cosas de metal; prueban en seco el motor recién compuesto, aceleran a fondo y ruge la máquina”. Entre el lector y su justificada reserva, la narración formativa de lo que se afana en el sigilo.
Suenan como silbidos, llamativos pero vacíos: se quejan de la degradación del debate y los efectos perniciosos de la simplicidad, mientras transmiten en el flujo de actualizaciones que, a medida que se hacen virales, escapan a nuestro control. Los detalles de la vida cotidiana, tomados de los noticieros y los testimonios recopilados, conforman el corazón enojado de una elocuencia sórdida. Aprende el alter ego a callar en mitad del barullo, “lo que entra allí es progreso, pero no está donde tendría que estar, porque todo alrededor se halla habitado, y la gente no puede ni dormir, ni comer, ni leer, ni hablar en medio del desorden de los sonidos”. Acecha la mística alteridad en el centro de sus múltiples identidades. Se apodera del elemento ajeno un sistema propio usado para denunciar inestabilidades. “Me refugio en el cuarto. Si bien atemperada, lo mismo me alcanza esa mezcla de automóviles reales, en proceso de lavado o compostura, y coches no evidentes”. La invectiva resultante forma parte de la estructura mientras escapa a su lógica. La ausencia de retórica canaliza nuestra locura.
No ignora el autor y periodista mendocino la paradoja de que, al escribir, evidenciamos la ocultación que todo lenguaje propugna.
Contra la arrogancia de creer que, al abrir la boca, sabemos qué decir, la aversión a la charla del autor de Zama, el deseo de identidad a través de la heterogeneidad, “fragua y fuelle, un yunque y sus martillos. Mi desconsuelo”. Contra las normas, las doctrinas y los movimientos de la comunidad, los márgenes y las desviaciones del disimulo, “la búsqueda de recursos para azuzar el desalojo por las grietas”. Sostiene el novelista argentino en el prólogo: “La conciencia, a la vez omnipresente y discreta, de ese narrador sin nombre, diagrama los acontecimientos hasta que a cierta altura del relato, percepción y delirio, sentido común y racionalización paranoica, se vuelven, sin énfasis y sin discursos explicativos, psicológicos o de cualquier otro orden, imagen vivaz de la doliente complejidad del mundo”.

Esta breve historia de la desinformación contiene momentos de déjà vu. Previa a las redes sociales, demuestra que nuestras ansiedades vienen de lejos. Entre la contradicción y el oxímoron, la nouvelle revela gradualmente su núcleo, como una semilla que se despliega en plena oscuridad, con un mensaje mudo de esperanza: “Siento el cerebro machucado; como si estuviese al cabo de un abnegado esfuerzo de creación. Como si hubiera escrito un libro”. Lo que emerge del retrato hablado del Gran Premio de Honor de la SADE 1986 es un alma subversiva con repentinos brotes de mudez. Imposible vivir aislados, parece concluir el creador de Los suicidas. “Sin embargo, seriamente… ¿qué es lo que se me extravía, lo que se turba: mi personalidad o mi persona? Laberintos”. Bajo la apariencia de una prolija disquisición, un sucinto volumen diagnostica la humana necesidad de reposo en un viaje espiritual en busca de la circunspección.
Liberar, empoderar, democratizar
Nada nuevo, salvo el hecho de que comunicar se ha convertido en un fenómeno global e instantáneo: aumentan el volumen y la frecuencia de los intercambios online, pero eso no ha conducido a un cambio cualitativo en la transmisión de la información. Esta aceleración sin precedentes no incide en la comprensión de lo publicado: los significados del mensaje subyacen a la estulticia emergente. Nuestra existencia en línea erosiona nuestra capacidad de atención mientras coloniza nuestras mentes. Pretendemos entender el constructo paradójico que la fusión de cibernética y sensualidad han engendrado.
Zama demuestra que nuestras preocupaciones han sido siempre las mismas. Seguimos creyéndonos importantes en la retina de cada cual, entes explícitos completados por el omnipresente poder tácito de los algoritmos. El silenciero se hace eco de nuestro miedo a la afasia. Lo que encontramos en ambas publicaciones es la certeza de que, por un lado, seguimos enganchados a una narrativa acerca del poder liberador, empoderador, democratizador de la información, mientras que, por el otro, nos encontramos cada vez más dominados por las corporaciones que nosotros mismos hemos creado. Intoxicados por nuestras propias amonestaciones, nos perdemos en dimensiones no significativas.

Las principales inquietudes del autor, Medalla de Oro de la Alianza Francesa 1971, reeditada por la editorial hispano-argentina Adriana Hidalgo, son la civilización y una creatividad que desconfía de la retórica vertiginosa que exalta las posibilidades de lo nuevo para apropiarse, muestrear y mezclar productos dizque culturales. Su narrativa se empeña en probar que, pese a nuestros esfuerzos, no somos del todo conscientes de los pensamientos, estados de ánimo y acciones de los demás. No se trata de compartir, parece decirnos, sino de conectar, de sentirnos menos solos. Nos invita a asumir el impulso que subyace a nuestras etéreas conexiones: interactuamos en el espacio virtual, pero nos hemos olvidado de la vida.
FIRMA SUMERGIDA: JOSÉ DE MARÍA ROMERO BAREA
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José de María Romero Barea (Córdoba, 1972) es profesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Autor del libro de poemas Agnusdéi (Ediciones en Huida, 2018) y la novela WTBTC (Amargord, 2018). Ha traducido Gerald Stern. Esta vez. Antología Poética, Robert Lowell. Poesía completa y el poemario Ornitología en tiempos de guerra (los tres en Ediciones Vaso Roto) y el número especial de “Revista Ánfora Nova” (2017) Ríos ancestrales: poesía afroamericana contemporánea. Colabora, entre otros, con los diarios “Le Monde Diplomatique”, “La Vanguardia (Revista de Letras)” y las revistas “Claves de Razón Práctica”, “Quimera” y “Nueva Grecia”, de cuyo consejo de redacción forma parte.