Por Francisco Llorca © 2014 / La fotografía está tomada a finales de los años setenta y tiene un color sepia y lavado propio de las imágenes anteriores a Instagram. Sentado en una cafetería está Alejo Carpentier: las comisuras de una boca grande apuntando hacia abajo, el gesto serio, como si estuviera enfrascado en una digestión pesada y ulcerosa. Flanqueando al cubano los dos Antonios, Saura y Pérez, Pérez y Saura junto a un grupo de personas sin identificar. Personajes pues. ¿Quién sacó la foto? ¿otro personaje? ¿la pareja de alguno de ellos? (no hay ninguna mujer en el grupo, así que puede que hubiera una al otro lado del objetivo) ¿el camarero del bar que amablemente se prestó a inmortalizar el momento?. Volteo la imagen y constato que en el reverso no figuran nombres ni fechas. No obstante, hay varias cosas seguras: que todos se lo están pasando bien como demuestran algunas botellas mediadas de vino (bueno… todos menos Carpentier, claro) y que esa cafetería está en Sigüenza, provincia de Guadalajara, para más señas. Lo sé porque yo he estado sentado en esa misma mesa en muchas ocasiones.
Es curioso que mi primer contacto con Alejo Carpentier fuera a través de esta foto. No sería hasta muchos años después que leería alguno de sus libros. En concreto El siglo de las luces en una edición carente de toda gracia que acompañaba al diario conservador que mi padre solía comprar hasta que descubrió que podía leer las mismas mentiras en internet. Descuelgo el teléfono para intentar saber algo más de la foto. Antonio. ¿Quién? ¡Antonio, tú… (con Antonio hay que levantar mucho la voz cuando se habla con él porque, a pesar de sus convicciones antimilitaristas, está completamente teniente) …la foto. ¿Qué foto? ¿Cuál va a ser, Antonio? La foto con Carpentier que me enseñaste… Sigüenza. Sí eso ya lo he dicho yo un párrafo antes. ¿Has leído El arpa y la sombra? No. Pues tienes que leerla. Sí, sí… pero ¿y la foto? ¿qué foto?… bueno, déjalo, un beso, Antonio.
Empecemos entonces por el final. Es el final porque El arpa y la sombra es la última obra que se publicó en vida de Alejo Carpentier. En la novela, una gran humorada sobre el fracasado proceso de canonización de Cristobal Colón, (¿trasunto de las abortadas candidaturas al Nobel del cubano?) se observa una de las dicotomías o polaridades, o dialécticas por decirlo con el lenguaje de la época, en torno a las que se articula la obra del escritor. A saber: la existente entre historia y mito, entre los hechos históricos y las narraciones legendarias. Desde esta perspectiva Carpentier puede ser visto como un postmoderno avant la lettre que abre nuevas vías para la novela histórica. Un camino que ya había iniciado en El reino de este mundo pero que perfecciona en esta obra irónica y desmitificadora por la que desfila no sólo la sombra del navegante genovés, sino la de otros personajes reales como Bartolomé de las Casas, Leon Bloy, Pío IX o Martín Vázquez de Arce, más conocido como el Doncel de Sigüenza (¡ajá!). Desmitificadora por cuanto el retrato de este patriarca de la Hispanidad es de todo menos halagüeño: iluminado, putero, falsario, esclavista… menuda joya. Cuando uno concluye su lectura constata que al fin -del mundo- y al cabo -de Palos- este Cristóbal Colón no era el tipo que esperábamos. Desde luego no es el de los libros de texto o el que se encuentra al final de las Ramblas. Vaya… parece que tampoco Alejo Carpentier era el tipo malhumorado que aparentaba en la foto. Hacemos nuestra su lección: hay que desconfiar de los documentos e interrogarlos, ya sean crónicas de ultramar o fotografías familiares, se encuentren estos en archivos de Indias o en las buhardillas de nuestros hogares.
Y este punto es importante, porque todos parecemos tener una idea preconcebida de Alejo Carpentier y de sus obras: lo real maravilloso, su cubanidad, lo barroco, la presencia de la música en sus libros, lo negroide y un largo y soporífero etcétera. Sin embargo, cuando hablamos del autor, a ninguno nos viene a la cabeza sus páginas más divertidas. Y sin embargo las tiene. Muchas. En El recurso del método también es posible echarse unas risas, pero como estamos hablando de una novela de dictador, ese género tan latam por otra parte, uno se ríe un poco culpable, mirando hacia atrás por si alguien nos pudiera afear la conducta. Pero es, en El arpa y la sombra, donde el humor de Carpentier alcanza un mayor vuelo. No es un aspecto menor, sino la demostración de hasta que punto Carpentier ha sabido leer la tradición, en especial la novela picaresca y la obra cervantina (nota: no ganó en Nobel, pero sí el Cervantes en 1977, en cuya entrega pronunció uno de los discursos más memorables de la historia del galardón). Y aquí tenemos otra de esas polaridades de las que hablábamos, pues hay muy pocos autores que hayan hecho tanto ejercicio teórico por descolonizar la literatura latinoamericana y, que al mismo tiempo, haya sido tan deudor de la tradición europea, ya sea esta española o francesa. Y aquí sí sería pertinente recuperar herramientas conceptuales anteriores y hablar de un síntesis o superación de los contrarios en la obra de Carpentier, quien reapropiándose del lenguaje y la tradición anterior, consigue crear algo nuevo, un método que a mi me gusta llamar “el método Carpentier”.
Es curioso que mi primer contacto con Alejo Carpentier fuera a través de esta foto. No sería hasta muchos años después que leería alguno de sus libros. En concreto El siglo de las luces en una edición carente de toda gracia que acompañaba al diario conservador que mi padre solía comprar hasta que descubrió que podía leer las mismas mentiras en internet
Pero si existen reparos al hablar del escritor como un autor cómico, imaginen los que surgen cuando hablamos de él como autor de género fantástico. Sin embargo no les costará aceptar esta idea si leen el temprano relato Viaje a la semilla. Tranquilos, no les llevará mucho tiempo, ya que se trata del producto de una noche de insomnio y que el autor escribió de corrido. La historia de Marcial, Marqués de Capellanías, es la de un Benjamin Button tropical que se va desviviendo progresivamente hacia su propio origen haciendo válidos los versos de Valente: “Tal vez morir no sea más que esto,/volver suavemente”. Ya sea por el influjo de un uso horario alterado o como resultado de una decisión madurada, Carpentier comienza a trastocar la temporalidad lineal y a moldear, violentar, el material con el que habrá de trabajar a partir de entonces: el tiempo. Hace poco Jacobo Siruela editó el texto junto a la nouvelle Concierto barroco (por cierto: una de sus obras más cervantinas, con su Quijote indiano y su Sancho negro y todo). En el catálogo de Atalanta Carpentier dialoga de forma natural con el uruguayo Felisberto Hernández, el argentino José Bianco y el mexicano Francisco Tario, autores para quienes, al igual que para el cubano, lo fantástico está en la realidad misma, al alcance de la mano. Sólo hace falta extender los dedos para acariciarlo.
Pero intentemos poner algo de orden en este texto antes de que los lectores que hayan llegado hasta este punto desistan de proseguir. Tal y como les dije lo primero que leí del autor fue El Siglo de las Luces. Hasta entonces, como cualquier letraherido de provincias, había aprendido a leer con Borges y Cortázar. Pero aquel primer encuentro con Carpentier fue para mí más que un deslumbramiento. Fue una fiesta. No era solo la musicalidad y sensualidad de unas palabras que no había leído nunca, sino un cierto tempo musical en la prosa totalmente nuevo. Una sensualidad, que lo inundaba todo y que, en ocasiones, se tornaba voluptuosa. Y es que, como apuntó un contemporáneo suyo, “el barroco americano, como la naturaleza misma, aborrece el vacío”. El siglo de las luces es la historia de la llegada de la revolución al Caribe, pero también la de su reverso, la libertad y la guillotina dadas a un mismo tiempo: los rojos corales de las Antillas y la sangre de los inocentes manando a borbotones. ¿Cómo no iba a impresionar esto al joven que yo era? Y todo esto lo narraba valiéndose de una prosa de orfebre, morosa en los detalles, de una plasticidad alucinante y alucinada hasta su épico desenlace (y es que a Carpentier, justo es reconocerlo, en su coqueteo con la historia a veces se le iba la mano con la épica. Algo que es más visible en La consagración de la primavera, un auténtico who is who del período comprendido entre la revolución rusa y la cubana). Curiosamente cuando leí El siglo de las luces no sabía que acabaría viviendo en las mismas calles en las que se desarrolla el final de la novela. Pero los meandros de nuestra biografía son imprevisibles y ahora todo es diferente: hace meses que abandoné Madrid y al asomarme por la ventana ya no veo los restos del antiguo cuartel de Monteleón, sino el dedo de Colón apuntando hacia el Nuevo Mundo (aunque irónicamente América queda justo hacia el otro lado… ¿acaso tendrían razón Carpentier y los detractores del almirante en cuanto a su inoperancia náutica?).
Todos parecemos tener una idea preconcebida de Alejo Carpentier y de sus obras: lo real maravilloso, su cubanidad, lo barroco, la presencia de la música en sus libros, lo negroide y un largo y soporífero etcétera. Sin embargo, cuando hablamos del autor, a ninguno nos viene a la cabeza sus páginas más divertidas. Y sin embargo las tiene. Muchas.
Y es en Barcelona donde releo ahora Los pasos perdidos, el libro que salvaría de un incendio si mi biblioteca ardiera y que luego me llevaría a una isla desierta, para dar respuesta a dos preguntas que todos hemos tenido que responder en alguna ocasión sobre nuestras preferencias literarias. Y al hacerlo recurro al método Carpentier y me visualizo años atrás en la facultad, pues fue gracias a un profesor que leí el libro, algo por lo que siempre le estaré agradecido (Como no creo que gane nunca el Nobel de literatura para agradecérselo en público como Albert Camus, sirvan estas líneas como justo reconocimiento…). Pues bien, recuerdo que a este profesor le envolvía un cierto aire romántico ganado gracias a las continuas incursiones autobiográficas con las que jalonaba sus clases. En ellas no faltaban guerrilleros latinoamericanos, viajes al bloque del Este o un antifranquismo que ahora se me presenta de braserillo, pero que por entonces nos resultaba excitante y peligroso. Pero desandemos el camino y volvamos a Los pasos perdidos… El caso es que una mañana subí a su despacho y me lo encontré sumido en la contemplación de unas fotografías. Como parecía absorto en dicha actividad aproveché para echar un vistazo a las imágenes (unas instantáneas en las que aparecía él mismo en una canoa emulando a de la Quadra-Salcedo) y así poder contar algo cuando volviera a la cafetería con mis compañeros. Al cabo de unos segundos, y ante el aparente poco interés que revestían y lo absurdo del cuadro, decidí interrumpirle:
Jaime. ¿Quién? Yo… le traigo las copias compulsadas…por cierto, bonitas fotos. Son de un viaje por el Orinoco. Ah. ¿Has leído Los pasos perdidos? No. (¿no hemos tenido esta conversación antes?) Pues tienes que leerla. Sí, claro… ¿donde quiere que le deje las copias? ¿qué copias?… bueno, se las dejo aquí, yo ya me voy…
Unas horas después, y tras varios intentos por parte del librero de venderme un libro de André Breton de igual título, pude hacerme con él. Ahora que lo pienso, es curioso que Carpentier le diera el mismo nombre con el que Breton bautizó uno de sus primeros trabajos, más aún cuando Carpentier fue uno de los firmantes de Un cadavre, el manifiesto crítico que la facción disidente encabezada por Prévert, Desnos y Bataille, dirigió contra el pope del surrealismo (o del “baratillo surrealista” como lo llama un desencantado Carpentier).
Aquel primer encuentro con Carpentier fue para mí más que un deslumbramiento. Fue una fiesta. No era solo la musicalidad y sensualidad de unas palabras que no había leído nunca, sino un cierto tempo musical en la prosa totalmente nuevo. Una sensualidad, que lo inundaba todo y que, en ocasiones, se tornaba voluptuosa. Y es que, como apuntó un contemporáneo suyo, “el barroco americano, como la naturaleza misma, aborrece el vacío”.
Los pasos perdidos narra el viaje de un musicólogo por el Orinoco en busca de instrumentos primitivos Un argumento sencillo, pero que sirve al cubano para hablar de la imposibilidad de recuperar el paraiso perdido. A medida que el protagonista remonta el río y el lector avanza en la lectura el tiempo parece invertirse de una forma más radical incluso que en Viaje a la semilla. El río, pura fluencia, conduce al trasunto del autor hasta el origen, un punto en el que el tiempo queda anulado, abolido. Es entonces cuando la historia deja paso al mito y la civilización a la naturaleza. En este sentido el libro de Carpentier parece preceder a otras dos grandes novelas latinoamericanas en las que el tiempo se espesa hasta lo insoportable como son Zama, de Antonio di Benedetto y Sudeste, de Haroldo Conti. Los Pasos perdidos son muchos libros encuadernados en uno solo: novela existencial, utópica, de iniciación, de aventuras… un poliedro de infinitas caras y refulgentes prismas. Un libro total e inagotable. Solo por su relectura ha merecido la pena escribir este artículo que espero no se les haya hecho demasiado tedioso.
Por cierto: años después descubrí que aquel viaje sirvió al profesor como excusa para escribir un texto sobre la cultura en Venezuela que aparecería en un suplemento especial de LE MONDE diplomatique…¿dónde sino?

Viaje a la semilla. Concierto barroco, que se cita en el texto, ha sido publicado recientemente por Atalanta.
– La fotografía de Alejo Carpetier que abre este artículo es de Ida Kar y fue tomada en 1964. Nos ha sido imposible recabar la información sobre la autoría del resto.
FIRMAS SUMERGIDAS | FRANCISCO LLORCA ZABALA
Francisco Llorca Zabala. Nacido en Alicante, aunque de sangre tagala y meridional. Lector omnímodo y fundador de la librería Tipos Infames. En la actualidad reside en Barcelona.