Fotografías por Karina Beltrán /
Emma Rodríguez © 2019 /
Señala el historiador francés Alain Corbin que “en otros tiempos, los occidentales apreciaban la profundidad y los sabores del silencio”. Nos dice que “lo consideraban como la condición del recogimiento, de la escucha de uno mismo, de la meditación, de la plegaria, de la fantasía, de la creación, sobre todo, como el lugar interior del que surge la palabra”. Todo esto lo contrapone el autor al olvido y al miedo que nos provoca el silencio en la actualidad. ¿Por qué nos cuesta tanto parar el ruido, por qué necesitamos estar permanentemente conectados? ¿Tememos conocernos, acceder a nuestras inquietudes?
Todas estas preguntas me las fui formulando mientras leía Historia del silencio. Del Renacimiento a nuestros días, un ensayo cargado de inspiraciones donde Corbin (Lonlay-l’Abbaye, 1936), bucea en la cultura, en la literatura, en el arte, en el cine, en la religión, para trazar un mapa de aproximaciones, de sensibilidades, a una experiencia, a un espacio que se ha ido perdiendo a medida que la sociedad se ha entregado a las prisas, a la producción de satisfacciones materiales como objetivo primordial, y que, sin embargo, cada vez empezamos a apreciar más al ser conscientes de lo mucho que nos empobrece y limita su pérdida.
“Hoy en día, es difícil que se guarde silencio, y ello impide oír la palabra interior que calma y apacigua. La sociedad nos conmina a someternos al ruido para formar así parte del todo, en lugar de mantenernos a la escucha de nosotros mismos”, argumenta el autor, en la línea de otros pensadores y creadores que intentan llamar nuestra atención sobre la necesidad de recuperar algo esencial, de despertarnos del letargo en el que nos sume este presente que nos arrastra en su velocidad y entorpece el viaje más auténtico, el interior.
“Hoy en día, es difícil que se guarde silencio, y ello impide oír la palabra interior que calma y apacigua. La sociedad nos conmina a someternos al ruido para formar así parte del todo, en lugar de mantenernos a la escucha de nosotros mismos…” escribe Alain Corbin.
Pienso ahora en las palabras que le transmitió el escritor noruego Jon Fosse a Erling Kagge, autor de El silencio en la era del ruido, ensayo al que que me he referido ya en otro artículo de Lecturas Sumergidas. “El silencio conlleva el hecho de maravillarse, pero también le es inherente una suerte de poderío, es como un mar, sí, como una gran extensión nevada. Y quien no se maravilla ante ese poderío es porque le tiene miedo. Seguramente sea esa la razón por la que muchas personas temen el silencio (y por eso hay hilo musical por todas partes y por encima de todo otro ruido)”.

Por ese mar que nombra Fosse, en dirección a esa quietud poderosa, navega Alain Corbin, quien nos invita a parar el flujo de la hipermediatización, de la conexión continua, del incesante flujo de palabras que se nos impone en el devenir cotidiano. Es el paso obligado, necesario, para acometer el “reaprendizaje del silencio, es decir, del estar con uno mismo”. Si estáis leyendo estas líneas y os sentís afectados de algún modo, os aseguro que el ejercicio no es tan complicado. No os digo nada nuevo. Lo sabéis. Basta con mantenerse apartado de los dispositivos electrónicos durante una jornada; de permanecer lejos del teléfono móvil durante períodos de tiempo cada vez más prolongados, para comprobar el efecto beneficioso que obra sobre nosotros la apropiación de esos territorios abandonados de la contemplación.
Es suficiente con prestar atención a las cosas más simples, al espectáculo de las sensaciones, de los paisajes que se despliegan ante nosotros en cada momento. Habitualmente soy consciente de todo esto y me afano por tenerlo presente, pero este último verano, pertrechada de lecturas sobre el tema, decidí dedicarme al cultivo del silencio desde el más absoluto agradecimiento, paladeándolo, incluso grabando su melodía de fondo: el sonido leve de unas hojas movidas por el viento, el oleaje del mar, el trino de los pájaros y de las lagartijas moviéndose por el jardín, el ritmo de la respiración, todo ese mundo sencillo, inmediato, próximo, que apreciamos cuando estamos en calma, en soledad, a la escucha, mirando hacia lo que nos rodea y nos nutre.
El autor de “Historia del silencio” nos invita a parar el flujo de la hipermediatización, de la conexión continua, del incesante flujo de palabras que se nos impone en el devenir cotidiano. Es el paso obligado, necesario, para acometer el “reaprendizaje del silencio”.
Permanecer al margen de la actualidad se convierte hoy en una experiencia que, pese a su facilidad, se vuelve compleja. Creemos que necesitamos estar al tanto de las noticias que se suceden; que el mundo puede cambiar en el instante en que dejamos de estar pendientes de él. Sin embargo, lo importante sigue ahí, y cuando, tras esa saludable parada, volvemos a conectarnos, sentimos que somos capaces de mirar a los acontecimientos de otra manera, con mayor claridad y perspectiva. El silencio es saludable también porque nos devuelve una percepción más limpia, menos contaminada de lo que está sucediendo.

“Escucha ese fino ruido que es continuo y que es el silencio. Escucha lo que se oye cuando nada se hace oír”, aconsejaba Paul Valéry. A sus palabras recurre Alain Corbin, quien nos dice que “hay lugares de privilegio donde el silencio impone una sutil omnipresencia” y a partir de ahí nos lleva de la mano por distintos escenarios de la intimidad: estancias particulares, espacios propios, de recogimiento, especialmente apreciados durante los siglos XIX y XX.
“Marcel Proust hizo recubrir de corcho las paredes de su habitación, y pagó a los operarios para que no hicieran los trabajos que debían efectuar en el piso de arriba. Más tarde, Kafka expresará el deseo de tener una habitación de hotel que le “ofrecía la posibilidad de aislarse, de permanecer callado, de disfrutar del silencio, de escribir durante toda la noche”, voy leyendo al historiador. El recorrido está lleno de referencias literarias, tal vez demasiadas. En mi opinión, el exceso puede llegar a sobrepasarnos. Son muchas las citas de obras que, fuera de contexto, no nos alcanzan. El ensayo gana en sus pasajes de largo aliento, cuando el autor parte de la lectura de los otros para meditar por sí mismo sobre el objeto de su atención. Lo que más aprecio son esos determinados destellos que el autor nos regala y que actúan sobre nosotros como despertadores.
Los silencios de la naturaleza no pueden faltar en un recorrido que se abre a los espacios nocturnos, a los paisajes nevados, a las geografías del desierto, del bosque, de la montaña, del campo, del mar, de los entornos de ruinas, de las ciudades de provincia que tan bien describió Balzac en sus novelas. Alain Corbin se hace acompañar de Saint-Exupéry, de Thoreau, de Camus, de Patrick Modiano, de tantos otros, en este trecho del camino que invita a la introspección, al viaje reflexivo. “Las búsquedas del silencio son múltiples, auténticas, universales. Impregnan toda la historia humana: hindúes, budistas, taoístas, pitagóricos, y, claro está, cristianos, católicos, y tal vez más aún, ortodoxos han experimentado la necesidad y los beneficios del silencio; tal necesidad desborda, además, la esfera de lo sagrado y de lo religioso”, señala el historiador, quien alude incluso a la búsqueda del silencio como atractivo turístico (hoteles y albergues del silencio, para desconectar), algo que debemos valorar siempre que no se trate meramente de una moda, de un síntoma más de estos tiempos donde todo es producto de consumo.
“Escucha ese fino ruido que es continuo y que es el silencio. Escucha lo que se oye cuando nada se hace oír”, aconsejaba Paul Valéry.
“El aprendizaje del silencio es tanto más esencial porque el silencio es el elemento en el que se forjan las cosas importantes. Para que éstas puedan finalmente surgir se requiere aprender el silencio (…) La palabra, por el contrario, es con frecuencia el arte de ahogar y de suspender el pensamiento, que sólo trabaja en el silencio. Por todas estas razones, el silencio nos asusta y pasamos buena parte de la vida buscando lugares donde no reine”, recoge Alain Corbin las reflexiones del pensador Maurice Maeterlinck.
En muchas de las páginas de este libro el autor nos conduce a iglesias sombrías y nos acerca a la experiencia de los místicos, a la intensidad de sus meditaciones y diálogos con lo divino, pero también, como os decía anteriormente, analiza las búsquedas del silencio a través de la música, de la pintura, del cine, de la escritura… “La relación entre silencio y escritura ha fascinado a un buen número de autores. El vértigo de la página en blanco está impregnado de silencio”, apunta. “Toda gran obra nace del silencio y vuelve a él”, toma las palabras del escritor François Mauriac.

Al respecto nos encontramos con pasajes interesantísimos e inspiradores. Me detengo, en la parte en la que se refiere a la obra de un artista, Caspar David Friedrich, hijo del romanticismo del XIX, que sitúo la quietud en el centro de cuadros como El caminante sobre el mar de nubes. Al mirarlo percibimos lo mismo que al contemplar un paisaje en silencio, nos dice Corbin. “Los personajes de este pintor comunican su asombro en una inmovilidad muda. Muestran un recogimiento que traduce el “pathos” religioso de la contemplación auténtica de la naturaleza (….) Ciertas páginas del diario de Friedrich hablan de la necesidad que experimenta el pintor de escuchar su voz interior, antes de salir a la luz, en su obra, lo que ha visto en el silencio y la oscuridad”.
En otro capítulo, nos pide el autor que dejemos de lado los efectos del recogimiento y la meditación interior y nos concentremos en otro aspecto, en el papel que desempeña el silencio en las relaciones sociales, “en las tácticas aconsejadas por los moralistas y, de manera más amplia, por todos aquellos que reflexionan sobre los beneficios y los daños del silencio vivido fuera de la soledad”. En este apartado sobre las artes del callar adquiere gran protagonismo Baltasar Gracián y su obra Oráculo manual y arte de prudencia, una senda en la que se inscriben no pocos pensadores en los siglos XVII y XVIII, cuando la conversación, como nos indica Alain Corbin, adquiere una importancia capital y debe sumar a la brillantez de las intervenciones la prudencia de los silencios.
El pintor Caspar David Friedrich, hijo del romanticismo del XIX, sitúo la quietud en el centro de cuadros. Al mirar El caminante sobre el mar de nubes percibimos lo mismo que al contemplar un paisaje en silencio.
En su recorrido nuestro autor nos anima a detectar y a saber interpretar los silencios del amor y del odio, concluyendo el trayecto con una parada en la otra cara de la moneda, en la parte menos luminosa, más trágica, del silencio. Nos introduce en ese espacio con unas palabras del escritor suizo Max Picard. “En el silencio no hay solo un elemento sano; amable; hay también un elemento oscuro, telúrico, terrible, hostil, que puede surgir del fondo del silencio, infernal, demónico”.
Alain Corbin se refiere al silencio de Dios, sobre el que tantas veces se han detenido los teólogos, y a los silencios que acompañan a la enfermedad, a la muerte, al duelo… Cuántos matices, gamas, texturas aporta este ensayo. ¿Dónde radica el miedo a nuestro propio silencio? ¿En qué medida nos ayuda huir de él?, son preguntas que seguimos haciéndonos. En su recorrido Alain Corbin nos ayuda a encontrar posibles respuestas, a bucear en nuestras propias vivencias. En mí ha actuado como un reajuste, una alarma, un estímulo renovado.
La lectura de Historia del silencio la he acompañado de la de Tacet. Un ensayo sobre el silencio, del profesor italiano Giovanni Pozzi (1923-2002) Se trata de un texto breve, centrado en el sentimiento místico. No es fácil su comprensión, pero al avanzar por sus páginas a ciegas, sin oponer resistencia, dejándonos llevar por el flujo de su corriente, nos vamos encontrando con no pocas ideas valiosas, deslumbramientos que nos tocan y se acaban posando en nosotros. Pese a la lejanía de los místicos, pese al complejo lenguaje de sus búsquedas, Pozzi consigue que, de un modo natural, frente a las agitaciones del mundo, recuperemos el territorio de la introspección, de la calma.

Cuando todo alrededor es ruido y sobresalto, el autor nos recuerda que siempre podemos acceder a nuestra “celda” interior, a ese lugar al que somos libres de retirarnos en cualquier momento. Y nos indica que a nuestro alcance tenemos la salida de la lectura pausada, consciente, una especie de “experiencia espiritual” que nos permite dialogar con el otro, acercarnos a su palabra, tal como señalan en el prólogo de la entrega Victoria Cirlot y Massimo Danzi.
Cuando todo alrededor es ruido y sobresalto, Giovanni Pozzi nos recuerda que siempre podemos acceder a nuestra “celda” interior, y nos indica que a nuestro alcance tenemos la salida de la lectura pausada, consciente, una especie de “experiencia espiritual”.
Ambos especialistas se refieren a esta obra del siguiente modo: “La imagen que sugiere Tacet es la de una escalera por la que el lector va ascendiendo de escalón en escalón, o bien la de una montaña por la que debe subir para luego descender. El libro se inicia con la soledad para continuar con la palabra y el silencio hasta alcanzar la contemplación, a la que sigue el descenso, que en el libro se denomina la “bajada aniquilante”. Y más adelante señalan que el texto de Pozzi nos lleva a confrontar el pasado con el presente y a reflexionar sobre todo cuanto hemos perdido, “por ejemplo, la experiencia de la alternancia entre el día y la noche, o entre la palabra y el silencio…”
A través de dos figuras femeninas del misticismo, Ángela de Foligno y Verónica Giuliani, nos conduce Pozzi a espacios de sublimes espesuras, de difícil acceso desde el presente, pero que acaban ofreciendo, a través del análisis que realiza Giovanni Pozzi, esos deslumbramientos, claridades, de las que antes os hablaba. “Hay que imponer silencio al trajín del propio pensamiento, calmar el desasosiego del corazón, la agitación de las preocupaciones, eliminar toda clase de distracción. No hay nada como la escucha, la verdadera escucha, para comprender la correlación entre el silencio y la palabra. Por analogía, la música se escucha plenamente cuando todo calla a nuestro alrededor y dentro de nosotros. La forma más perfecta de escucharla es con los ojos cerrados…”, voy leyendo.

Y me detengo en algunos de los tramos más diáfanos de este fugaz, intenso y hondo recorrido:
– “Vivimos en una época en la que el silencio está proscrito. El mundo está oprimido por una pesada capa de palabras, sonidos y ruidos. Los babilonios pensaban que los dioses habían enviado el diluvio a la tierra porque estaban hartos del parloteo de los hombres. Hoy no se conformarían con enviarnos solo un diluvio. Antaño solo se percibían las palabras del vecino. Bastaba con alejarse un poco para que no te molestaran palabras importunas; hoy estas nos llegan desde las antípodas...”
– “La paz de la montaña o del bosque asusta; y vamos con una radio; asusta la quietud del lugar retirado, y ahí también la encendemos. El silencio se nos ha vuelto tan molesto que nos sentimos obligados a turbarlo cuando es impuesto (…) El hombre había extraído de la alternancia entre el día y la noche, entre la palabra y el silencio, los símbolos que le permitían definir realidades interiores; hoy estos símbolos han dejado de funcionar. Nuestra existencia se ha empobrecido por no saber ya traducir en formas interiores esas experiencias primordiales”.
– “El silencio de la escucha llega a su culmen en la lectura, cuando la palabra misma se presenta en silencio sin perder nada de su vitalidad. Se trata del encuentro de una palabra sin sonido con un destinatario sin voz, en perfecta soledad. El lector es solitario, porque, mientras lee, crea con el libro una relación exclusiva (…) La lectura implica no solo la escucha más intensa que se pueda imaginar, sino también la más libre, al no estar coaccionada por la emisión vocal de otros interlocutores…”
Nos regala Giovanni Pozzi esta maravillosa visión de la lectura. Nos dice que como lectores pasamos del silencio de la escucha a experimentar dentro de nosotros el silencio del recuerdo de lo que hemos leído. Mi acercamiento a estos manuales sobre el silencio de los que os he hablado han estimulado todas estas sensaciones en mí este último verano, mientras accedía a los territorios de Joan Didion, de Theodor Kallifatides, de Deborah Levy, tres autores llenos de afinidad porque sus entregas son testimonios literarios de vida, de resistencia, de supervivencia. Los he leído desde el agradecimiento a un tiempo de silencio buscado, hallando en sus prosas los ritmos, las pausas, esas texturas del silencio a las que tanto se refiere Alain Corbin; esos milagrosos espacios de escucha de los que habla Giovanni Pozzi, tan necesarios para acceder a los otros y para encontrarnos, para sentirnos.

“Historia del silencio. Del Renacimiento a nuestros días”, de Alain Corbin, traducido por Jordi Bayod, ha sido publicado por Acantilado.
“Tacet. Un ensayo sobre el silencio”, de Giovanni Pozzi, con prólogo de Victoria Cirlot y Massimo Danzi; traducido del italiano por Mercedes Corral, ha sido publicado en la Biblioteca de Ensayo de Siruela.
Las fotografías fueron realizadas por Karina Beltrán en Buenavista del Norte, en la isla canaria de Tenerife. Verano 2019.