Sandman: Un sueño de ti

Alberto Trinidad © 2019 / 

Estoy caminando por la calle. Cruzo las Ramblas y me adentro en la calle Tallers en dirección a alguna de las tiendas de discos que suelo frecuentar. Nos encontramos a principios de los años 90; puedo verme, desde esta lejanía que habito, a través de la pantalla de mi memoria quebrada.

Estoy en el interior de una de esas tiendas, removiendo discos con la mirada perdida, el pensamiento ovillado en tantas cosas que me quedan por hacer, que sueño en llevar a cabo pero permanecen enredadas en la no existencia. Puedo verme desde aquí, reflejado en una de las grietas de esta pantalla que me habla, que se me clava en los ojos. La escena en la que alguien que se acerca a mí, o que ya está a mi lado, me dice en una suerte de pirueta gestual: “Te pareces a Sandman”. Yo, a cámara lenta, como suelo moverme siempre (o como solía hacerlo en aquella época, a principios de los 90), giro el cuello y la miro. Es una chica un poco mayor que yo, tiene el pelo rojo y una sonrisa rara. Me dice que me parezco a Sandman. “Ya sabes, a Sueño, el cómic”, dice, acentuando la sonrisa. Como yo no estoy acostumbrado a que me hablen, a tratar con personas desconocidas y pronunciar junto a ellas las palabras en el orden correcto, simplemente chasqueó los labios y le digo que no sé quién es. “No lo conozco”, digo. Luego ella me señala; señala hacia mi gabardina de tela color azul ceniza, mi despeinado pelo hirsuto que cae sobre los ojos, hacia mi delgadez y mis ojeras… Señala y dice: “Eres igualito, deberías leerlo”. Enseguida esa persona se esfuma de la pantalla, de la misma manera que lo hacen la tienda de discos y mi sombra tatuada en la portada de un vinilo de The Cure.

Un par de años después se repite una escena similar, y otra vez más, meses más tarde. Durante ese tiempo me ha dado tiempo de investigar, de saber que Sueño es el protagonista de una saga de cómics llamada The Sandman; que, realmente, en algunos de los dibujos, su silueta es idéntica a la mía cuando me desplazo como una sombra vagabunda por los crepúsculos de Barcelona. Pero como yo no entiendo de cómics, no me decido a leerlo: una voz dentro de mí me dice que llegará el momento más adelante. Tal vez cuando la historia haya concluido, dice otra voz. Cuando sea necesario que lo hayas leído, dice. Esa otra voz la pronuncia una chica alegre, con aspecto postpunk, igualita que Siouxsie y que susurra sus sentencias siempre desde el otro lado del horizonte, sin mover los labios, mientras baila risueña bajo la lluvia. Ella, claro está, es Muerte. Pero me estoy adelantando. La descuartizada pantalla de mi memoria presenta sus secuencias sin concierto alguno, exactamente igual que ocurre en los sueños, y así es imposible hilar una narración convincente.

El día llegó, la saga completa cayó en mis manos y la devoré como quien se embarca en un viaje y no echa la mirada atrás hasta que regresa. Acabamos de estrenar el siglo XXI, mis anhelos adolescentes siguen tan frustrados como antes, pero en mis ojos y en la punta de mis dedos brilla un fulgor desconocido que es capaz de arrasar mundos enteros (o eso pienso yo); ninguna de las pueriles profecías del fin del mundo han cumplido su promesa y yo, sentado en mi sofá, encaro la lectura final del último número del cómic dando por hecho que acabo de concluir una de las obras literarias más importantes del siglo anterior. Hoy (qué raro me resulta siempre pronunciar este adverbio, ¡cuánto más escribirlo!), después de cien mil lecturas más, de todos mis estudios universitarios y de posgrado en el ámbito de la literatura, sigo opinando lo mismo: The Sandman, en su conjunto, es una de las grandes obras de la literatura contemporánea.

Neil Gaiman, su creador, se apropió de un personaje antiguo de DC llamado Sandman, que no pasaba de ser un prototipo de justiciero sin demasiada profundidad, y, utilizando alguno de sus emblemas, lo convirtió en el Rey de los Sueños, Morfeo, Oniromante o cualquiera de las decenas de nombres con los que se le conoce. Acompañado de inicio por el maestro del diseño gráfico, Dave McKean, que aportó a las portadas el aire artístico y surrealista que el guion reclamaba, dieron a luz a una epopeya posmoderna que habría de variar el futuro del cómic norteamericano. Porque The Sandman es, ante todo, eso: una epopeya, la narración de las aventuras de unos héroes, o anti-héroes, que se mezclan con las historias cotidianas de los seres humanos y acaban convirtiéndose en mito. 

Gaiman tuvo el acierto de construir una mitología que funciona, narrativa y evocadoramente, como un reloj. Le bastó con escoger siete conceptos arquetípicos que asientan el comportamiento y el sentido del ser humano y convertirlos en personajes de ficción: Destino, Muerte, Sueño, Destrucción, Deseo, Desespero y Delirio. Llamados los Eternos, configuran una pléyade de semi-dioses que conviven con una amalgama de deidades, superhéroes, demonios, ángeles, espectros y, por supuesto, seres humanos. Y aquí es donde radica el otro gran acierto de Gaiman: la forma en que logra mezclar todas las mitologías creadas por el hombre en un universo homogéneo, creíble y con un sello de identidad inconfundible. Desde la mitología nórdica o clásica al folklore hindú o africano, pasando por el cristianismo y la Marvel, los distintos personajes de estas culturas van desfilando por sus páginas sin que sientas que te están tomando el pelo. Y conseguir que Batman, Lucifer, Odín, Orfeo y una calabaza que habla convivan en un mismo mundo y creas que ese mundo es verosímil es, cuanto menos, digno de alabanza.

Si Neil Gaiman logra conseguirlo es porque, desde las primeras entregas, crea una atmósfera singular alrededor no solo de los personajes totémicos que ha construido, sino también en relación a cómo se vinculan estos con el mundo llamémosle “real”; es decir, la manera en que entreteje la presencia de los seres ficticios o mitológicos con la “nuestra” está teñida de una pátina de verosimilitud narrativa tan sólida que le permite prácticamente hacer cualquier cosa con la historia que nos cuenta.

Desde el primer instante en que indagamos entre las páginas de su creación, sabemos que estamos a merced de los envites de las arenas del sueño, que —tal como dice la mitología vasca— todo aquello que tiene un nombre existe, y que, por tanto, aquello con lo que convivimos depende directamente de nosotros; y eso es tanto como decir que no hay nada que quede al margen de lo posible.

Sueño se eleva en el cómic como el dador de forma, el contador de historias, aquel que construye los mundos en donde se sostienen las narraciones. Con esta premisa como punto de partida de la saga no es difícil que, más adelante, uno pueda creer en cada una de las propuestas que se le plantean como hipótesis de las diferentes tramas. Si existe como personaje un ser que hace posible las historias, cualquier narración creada por el hombre tiene cabida en este mundo, por tanto, existe una manera (onírica, claro está) en que estas puedan cohabitar. La manera en que esto encaja en The Sandman, la astucia que tiene Gaiman (y sus ilustradores) a la hora de hacer aparecer a Morfeo como un neo-punk en los años 90, un lord romántico en el siglo XVIII, un elegante felino en cierto reino de los gatos o una forma geométrica en una esfera inimaginable, por ejemplo, es formidable; Sueño es una representación, una proyección de los otros, tanto en cuanto en todos los territorios en los que él está existe el sueño. Y ese sueño (esos diferentes territorios del sueño, de las narraciones) coexisten de la misma manera que cohabitan en una sola Literatura todos los libros del mundo. Esta comparación se hace aún más pertinente si nos detenemos un momento en uno de los lugares más asombrosos que se describen en el cómic. Se trata de la biblioteca que hay en el Palacio donde habita Sueño (o directamente “el Sueño”). En esa biblioteca, dirigida por otro de sus personajes inolvidables, Lucien, no solo están todos los libros escritos por los hombres, sino, y esto es lo más apasionante, también aquellos que los autores no llegaron a escribir nunca. Esta es una de las claves, yo diría incluso de las contraseñas, que nos permiten comprender en qué clase de mundo nos adentramos cuando leemos The Sandman, y la razón por la cual la obra, el personaje, no nos abandona nunca incluso después de cerrado el tomo.

Si The Sandman, y en concreto el personaje de Lord Morpheus, se limitaran a lo que he estado describiendo hasta ahora, el cómic sería una gran obra, pero tal vez no ubicaría el escalafón al que con anterioridad lo he ascendido en la historia de la literatura contemporánea. Aquello que acaba por convertirlo en una obra imprescindible, y a sus siete protagonistas (algunos más que otros) en iconos, es que estos no solo representan su papel de Eternos de la manera creíble y bien entretejida que he desarrollado, sino que además adquieren una perspectiva humana y emocional que evoluciona durante sus páginas dotándolos de las clásicas características del mito.

Sueño, por ejemplo, es un ser altivo marcado trágicamente por una impenitente responsabilidad respecto a su labor en el Universo, arrogante y con un alto sentido del honor, que, sin embargo, tiene su pequeño talón de Aquiles. Durante la obra somos testigos de cómo, con el paso de los siglos, su actitud respecto a los demás se va transformando, pasando de ser alguien capaz de condenar a la más terrible de las condenas a una mujer porque lo rechazó, o a su propio hijo (curiosamente, en The Sandman, Orfeo es el hijo de Morfeo) por no comportarse como él esperaba, a un ser que acaba aprendiendo a empatizar y a sufrir por el dolor producido. Esta evolución en realidad entra dentro de la lógica: alguien que asume sus responsabilidades de una manera tan radical al final no puede soportar haber sido injusto precisamente con las personas a quienes más ha amado. Eso, como sabréis los que habéis leído hasta el final la saga, se convertirá en el punto culminante del último arco argumental.

Los momentos más habituales en que se nos permite adentrarnos una pizca en el enigmático corazón de Sueño suceden en el trascurso de sus encuentros con su hermana mayor, Muerte. La única con quien parece sincerarse y con la que no se avergüenza de mostrarse débil. Las conversaciones entre Muerte y Morfeo son ya parte esencial de la historia del cómic y comprenden buena parte de las viñetas más brillantes del título. Que Gaiman dibuje a Sueño como un ser apesadumbrado, melancólico, hasta cierto punto mezquino, arisco, y sin embargo a Muerte como una chica jovial, alegre, encantadoramente amable y extrovertida es una auténtica genialidad. Fue tal el éxito de este personaje que llevó al autor a escribir dos volúmenes en los que ella era la protagonista y que tuvieron tanto éxito como los propios de The Sandman. Muerte, aunque parezca contradictorio, es la que resta importancia siempre a los mil problemas que atosigan al Rey de los Sueños, la que le muestra la relatividad de cualquier asunto. Pese a ello, la relación entre ellos nunca es fácil, al igual que no lo es la que tienen entre sí los demás miembros de esta inusual familia.

El mayor de ellos es Destino, el ser en el que está escrito y que a su vez narra lo que acontece. Se deja ver poco en las páginas y siempre aparece oculto con una capucha y con un libro encadenado a la muñeca. Apenas sabemos mucho más de él.

En orden de edad vienen después Muerte y Sueño (en realidad, el orden simbólico de los nacimientos de los Siete explica en buena parte una manera de entender la estructura de la vida y del ser humano), tras ellos los hermanos mellizos Desespero y Deseo. Desespero fue otra en los albores del tiempo, pero durante la saga del cómic es un ser demencial, horrendo, emponzoñado en su propio estiércol, que se autolesiona sin cesar. Deseo es su opuesto, y, en realidad, también la otra cara de Sueño. Sin duda, uno de los personajes mejores logrados por Gaiman y con mayores posibilidades narrativas. Se trata de un ser andrógino, puede mostrarse tanto como hombre o como mujer, o como una mezcla indivisible de ambos. Es frívola y saca de quicio a Sueño porque este entiende que no cumple con su cometido como es debido (y esto para él es el peor defecto que puede tener un Eterno). Inocula en las mentes de los pobres humanos los anhelos más extravagantes e inalcanzables y no discierne entre aquello que es bueno o malo. Con esta descripción, y en manos de Gaiman, uno puede imaginar cómo son de memorables los encuentros entre ambos.

Mención aparte merece Delirio. El joven que fui, al que observo desde este rincón elíptico de la memoria desde donde no se atisba presente alguno, cayó profundamente enamorado de ella. El resto de las personas se mostraban rendidos ante Muerte, yo, sin embargo, me dejé acunar por los enclenques y veleidosos brazos de la hermana pequeña. Delirio, ataviada con ropas de colores rotas, la cabeza rapada o medio rapada y un pez como querido animal de compañía (un trasunto de Cindy Lauper anoréxica y punky), se pasea por las viñetas como la niña loca que es: diciendo nada, pero hilando, en su desarticulado discurso, las verdades más trágicas y certeras de toda la historia. La única que reconoce que no entiende nada, pero que, al hacerlo, comprehende mucho mejor la naturaleza del Universo. Delirio permite a Gaiman sumergirse en un género en el que se le nota cómodo y avezado, y en el que, es probable, no había tenido antes la oportunidad de profundizar: el surrealismo. Y cuando menciono este término en relación a Delirio no lo hago como el adjetivo en el que se ha convertido en las últimas décadas, como un simple aderezo “estilístico” a una obra de arte, sino que pretendo darle todo su sentido sustantivo. Me aventuro a pensar que Gaiman conoce la obra de André Breton y que este personaje, conscientemente, se elabora a partir de algunos de los postulados básicos del autor de L’amour fou. Cómo, entonces, no dejarse abrazar por este delirio encantador, por esta enferma incurable que alimentaba mis, por entonces, laberínticos senderos del absurdo. Cómo no buscar en su desarticulado lenguaje de loca la imprevista combinación que, de pronto, le diera un sentido a mi vida, a nuestra vida, iluminando en los ojos del Sueño el camino inusitado hacia… quién sabe dónde.

Y, como en toda familia desestructurada, también existe un hijo pródigo: Destrucción, ubicado cronológicamente entre Sueño y los mellizos, es dibujado habitualmente como un hombretón del bosque, un leñador, que no quiso ajustarse a los patrones de la familia y se exilió de ella al mundo. A experimentar la vida “tranquila” de campo de un hombre normal, al lado de su perro Barnabás. La que bajo mi punto de vista es la mejor de las novelas gráficas de la saga, Vidas breves, nace precisamente de la necesidad de Delirio de ir en busca de Destrucción. Obsesionada con esta idea trata de convencer a su hermano Sueño para que la acompañe, y él, a regañadientes (ya se sabe, tiene muchas responsabilidades que atender, no tiene tiempo para esas futilidades y además se pasa las horas creando lluvia porque su última amada no le desea) accede a ir con ella.

A los Eternos los acompañan una lista interminable de personajes que aparecen y desparecen de la trama sin que uno logre en cada momento vaticinar su verdadera importancia. Algunos de ellos al final se revelan como primordiales y otros quedan olvidados en los incontables recovecos de sus páginas. Entre ellos, Lucifer, del que recientemente se ha hecho una serie de televisión; Matthew, un cuervo que vive en Sueño y que antes fue un hombre; Nada, Caín y Abel o, por supuesto, los humanos protagonistas de cada volumen (cada uno de ellos daría para una novela aparte), además de algunos personajes recurrentes a quien Morfeo les concede una inmortalidad ficticia, como el delicioso caso del escritor William Shakespeare.

Cinco años después, durante el verano de 2005, durante la época en la que se desarrollaron los acontecimientos que luego narré en mi novela El Cirujano del Cielo, leí la obra entera por segunda vez. Como suele decirse, cada relectura de un mismo libro supone la lectura de un libro diferente, y en esa ocasión descubrí matices que me pasaron por alto la primera vez, hasta el punto de reinterpretar su desenlace. Hay algo que todavía no he dicho, tal vez porque en este aposento sin presente se me hace complicado hablar de finales. La cuestión es que una de las grandes virtudes de The Sandman es su extraordinario volumen final, la manera épica y brillante como concluye la saga. Vivimos una época nefasta en lo que se refiere a este asunto. El público se ha acostumbrado a que les vendan productos sin conclusión; hoy en día se generan series de televisión con el simple reclamo de la novedad para buscar un cupo de espectadores. Si ese cupo se cumple, generan otra temporada sin que nadie se sienta en la obligación de concebir un final para ese trabajo. El 80% de las series que se estrenan en el mundo carecen de una temporada final que cierre su argumento, y una obra solamente puede comprenderse, abarcarse y analizarse cuando está completa, cuando se ha concebido para ella una manera de darle el punto final, aunque este punto final nos abra a otra narración, se enrede en las espirales de la ficción o nos trampee de manera sibilina para que en realidad no estemos ante un final de la obra verdadero: todo ello forma parte de los recursos artísticos de uno o varios autores. No hablo de eso (para más información al respecto, mi anterior artículo: “Si un viajero en la noche de la Eterna”), hablo de la peor traición que una obra pueda generar en el espectador, esto es que no cumpla la promesa de su inicio, que quede abortada sin que ese cisma sea decisión del autor (de la propia trama ficcional), sino de una productora de los mil demonios. El velatorio, la novela gráfica que da por concluida la saga, es una despedida de las grandes, a la altura del personaje y del cómic en general y una de las baldosas inspiratorias que me ayudaron a construir aquel Cirujano del Cielo. No solo eso, también uno de los ladrillos que construyeron el hogar en el que desaparecí del mundo un lejano, ya, 1 de octubre.

Estoy caminando por la calle, arrastro mi gabardina de negra ceniza azulada por los adoquines mojados de la ciudad. La mirada hundida en el suelo me habla de lugares lejanos que conquistar más allá del horizonte. Me veo desde aquí, desde esta pantalla intermitente de mi memoria. Veo que una voz me susurra al oído que todo es posible, que la lectura precisa acaecerá en el momento oportuno. Sí, es la voz de Muerte, me habla y me dice que escribiré, que leeré. Que nos acercaremos despacio. Es su voz, pero quien me espera de pie en equilibrio sobre la línea que me separa del abismo, sonriendo como loca y con una lágrima surcándole la mejilla desde uno de sus ojos violáceos, es Delirio. Hola, Delirio, digo, diré. ¿Saltamos?

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