Kavafis: un faro y una enseñanza eterna

Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.

Por José Esteban Marín © 2018 / Anegado, oculto en la vorágine de cultura o pseudo cultura que nos rodea y que nos sobrecarga a diario, Kavafis es una de esas lecturas, sumergidas, que conviene descubrir como pecio sobre el que zambullirse, con el firme propósito de paladearlo y con la intención de reposar, recuperar fuerzas y retomar el trayecto, procurando que ese ánimo nos acompañe en el proceso de ánimas varadas en el que nos convertimos con demasiada frecuencia. A él acudo siempre que siento que todo transcurre a demasiada velocidad, cuando me pierdo… Son muchas, afortunadamente, las veces que he retomado su poesía y he descubierto y redescubierto los efectos benefactores de su lectura. Su fresca y rebosante zambullida, todo un oasis de parabienes.

Desde su particular e inconfundible atalaya, Kavafis se constituye como un referente, un poeta del ser humano, razón ésta por la que conviene encumbrarlo a la categoría de universal, sin perder de vista que a su obra hay que acercarse siempre desde el horizonte de la individualidad que todos afrontamos, individualidad que sale fortalecida si sabe compartirse, porque todos tenemos un Kavafis muy particular dentro que se descubre, se reencuentra y crece con cada lectura. No nos equivocamos si apostillamos que todas las vidas encierran un Ítaca muy particular, engrandecido simplemente por el hecho de que hay que vivir e interrogarse en un lance en el que nos jugamos la diferencia de una vida al amparo del ser o al amparo del estar.

Alejandría

Constantin Kavafis supo construirse de igual forma que modelaba cada uno de sus versos, cincelando la materia prima de la literatura hasta encontrar el término exacto, adecuado, preciso, el exiguo que supiera elevar su pensamiento a la categoría de arte ilustrado, de clásico que, desafortunadamente, no todo el mundo sabe incorporar en el bagaje personal que consciente o inconscientemente -¡ay!- nos acompaña. Hay una sonda juanramoniana en su parecer cultural: siempre a la minoría, siempre a la referencia ilustrada que busca incesantemente las respuestas que todo individuo anhela en este devenir de días en los que no hay asideros firmes, porque todos han saltado por los aires en sucesivas voladuras… Buen testimonio de ello ofrecen ilustres pensadores como Friedrich Nietzsche –”Dios ha muerto”–; Antonio DamasioEl error de Descartes– o Zygmunt Bauman – “la sociedad líquida”–, entre otros.

Imposible no imaginar a Kavafis como un rapsoda, un epígono homérico de los que, con su cantar, calienta los espíritus –desde su particular hogar ahíto de palabras a las que conviene rescatar– para que estos crezcan y se sientan reconfortados, iluminados en sus pechos –¡tremolantes que diría el rapsoda original!– con tanta intensidad que ya no quepa un solo derroche de pesadumbre en el camino. Como buen continuador del egregio rapsoda, nuestro ilustre poeta [¿nació en 1863 o 3000 años antes? ¿Cuál exactamente es su anclaje temporal? ¿Es nuestro coetáneo o lo es del ciego poeta?] Kavafis, modelado como sus palabras, ocultando y descifrando la manera adecuada de esquivar la etiqueta que acorta las luces y que apenas si deja margen para la identidad propia…

Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.

No teme a sus personales cíclopes, que obviamente le acompañaron, los ha aherrojado fuera de su alma, cincelando cada uno de los términos que compone su obra. No hay margen para Poseidón, sus miedos se disipan a la luz de las palabras que componen su personal cosmos. Imposible no imaginarse su propio regocijo cuando descubre que se ha topado con el encuadre perfecto, con las palabras encontradas en el rocío de la mañana, en la plácida sobremesa que a muchos adormece y que a él le infunde intensidad por el lenguaje; o en el anegado abismo diario de palabras superficiales que nos acompañan. En esos momentos, no cabe mayor dicha porque todas las piezas encajan, la obra personal cobra sentido, se llena de luz, la luz mediterránea que siempre orientó sus pasos por el mundo.

Curiosa la paradoja entre tanta luz en el día a día de su desarrollo como poeta ilustrado y la oscuridad autoinducida, la que se impone desde su prisma tan personal, para que esa misma luz no sea compartida por nadie más. Su creación apenas fue conocida en sus tiempos, toda una epopeya personal en estos momentos de hedonismo perenne. Kavafis renegó de muchas obras, en la línea de los famosos arrepentimientos velazqueños, que no llegó a publicar, sus poemas “reconocidos” no alcanzan lo doble centena, todos ellos breves, intensos, barroquizantes y cargados de una enjundia que sorprende a cada relectura que se hace. Sus versos circularon en pequeñas hojas sueltas y en privado. Imposible no fabular con la idea de ser portadores originales de esas primeras impresiones que se mueven de mano en mano por círculos íntimos que no entienden ese lenguaje o que lo encuentran de una belleza sobrenatural. Quizá ese sea el electrizante hechizo que domina las obras maestras: arrojan luz hecha palabra sobre esas verdades cotidianas que todos portamos y que tan ocasionalmente derramamos en compañía de los nuestros.

Kavafis se propuso cuidar de las palabras con una clara intencionalidad: no mostrarse de manera nítida, para no ser identificado en el momento, en un juego de enorme cultismo que lo ha lanzado al estrellato con una voz tremendamente propia y minoritaria. Es su pura estrategia del lenguaje: ha decidido volver a la caverna platónica a pesar de la enorme lucidez de su discurrir, una vez que se ha desatado de las férreas ataduras que lo anclaban en la caverna; ha vuelto y lo ha hecho con toda la intención, como una coraza para poder sobrevivir.

Cómo detestaría las simplificaciones (¿bienintencionadas?) que de su obra se hacen para que alcancen a más personas, cómo en esas aberraciones cromáticas se pierde toda la idiosincrasia del autor. Él que, de forma eminentemente intencionada, con tanto sesgo particular, apostó por el lenguaje gongorino, barroquizante y segregador, no perdería ni un solo instante en difamar a los responsables de tamaña injusticia. Se hizo palabra egregia y se hizo con todo el propósito del buscador de referencias esotéricas, para adobar las palabras hasta conseguir el andamiaje perfecto, oculto y hacedor de caminos, pues sus versos conducen a mundos de antaño, debidamente eclipsados, poco transitados y a los que uno debe encaminarse dispuesto a la pausa, dispuesto a sumergirse, incluso sin oxígeno..

Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano en que llegues
-¡con qué placer y alegría!-a puertos nunca vistos antes.

De su propio periplo personal, universal y cosmopolita, podemos apuntar que Kavafis, quien fuera el menor de una familia de nueve hermanos, tuvo que afrontar la singladura humana al amparo de una nave que visitó muchos y ricos puertos sobre los que enriquecerse. Su padre, Juan Kavafis, comerciante y su madre, Hariclea Fotiadis, de una familia noble de Constantinopla. De la mano paterna, el mar, el Mare Nostrum, el comercio que ha mecido la cultura mediterránea en sucesivas oleadas de impregnación de elementos culturales amplios y diversos. De la mano materna, la raigambre de una aristocracia que identifica en la palabra, en la cultura, un poderoso asidero de proyección personal.

Los puertos que tuvo que atisbar en varias ocasiones y que lo convirtieron en un auténtico sabio fueron las ciudades de Liverpool y Londres, a las que acude tras la muerte de su padre, en agosto de 1870, cuando la familia se traslada a Inglaterra, país en el que aprendería con total perfección la lengua inglesa. Y Alejandría, a la que volvió después de la estancia en Inglaterra y de la que saldría como consecuencia de los disturbios políticos que acabaron con la ocupación de Egipto por los ingleses.

Constantinopla fue la siguiente parada. Allí permaneció hasta el mes de octubre de 1885. Después, regreso definitivo a Alejandría, ciudad que el poeta solo abandonó con motivo de unos viajes que realizó a París en 1897, a Londres en 1901 y a Atenas en 1903. Una serie de puertos en los que fueron muchas las madrugadas en las que se aproximó a la hora de la alborada como caminante que quería identificar cada una de las nuevas expresiones materiales y culturales que mecían el puerto en cuestión…

Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.

Ten siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.

Quizá, de todas ellas, Alejandría supone su Ítaca más personal, en la que su ancla permaneció más tiempo y en la que pudo desplegar todo el conocimiento adquirido. Es su Ítaca más genuino, el que le aporta la luz que le va a permitir que su palabra adquiera mayor poso, mayor cimentación.

Vamos aterrizando, descubriendo en lontananza nuestro hermoso faro de Ítaca. Kavafis nos aporta una lección memorable que conviene recordar y esculpir en nuestro frontispicio más cercano y visible: la lección del disfrute del momento, del recorrido personal que se hace presente y que continúa de la mano de la sabiduría, del conocimiento. Incuestionable la ligazón con otro gran maestro, también minoritario, Henry David Thoreau, quien se engarza en ese presente que delimita Kavafis, al afirmar que solo se vive ahí, al menos él así lo consiguió y nos lo atestigua para que podamos encontrar nuestro presente, rodeado de dos eternidades, el pasado y el futuro. Es la clave del arco, la pieza maestra por la que nuestro poeta; a qué negarlo, también Thoreau, se convierten en esenciales maestros de vida: solo el presente trasciende, solo desde el presente el recorrido cobra una importancia inusitada, memorable y recreativa, a pesar de los posibles y certeros desvelos. Nos alecciona sobre la importancia de asumir las cartas de nuestra partida, son las que nos van a acompañar en nuestro recorrido, son las que nos van a convertir en sabios independientemente de los pasos que nos corresponda hollar en distintos y diversos horizontes…

Casi cegado por la luz del faro, me confieso agradecido de poder aparecer por estas ventanas de calma, de sosiego –marca de la casa– para encontrarse con ideas de calado para la vida, como es este poema de Ítaca, una de las pasiones que acompaña mi deambular por el mundo. Hace tiempo que Kavafis me fue descubierto, desde entonces, este pecio es materia reservada a la que no dudo en acudir cuando las dudas y la incertidumbre me acechan, momentos en los que el poeta parece susurrarme, susurrarnos que es en el camino, en el compartir sereno y amable con los demás donde se ancla la enseñanza que perdura y el recorrido que alumbra, donde está, en definitiva, la vida.

Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.

La edición del poema con la que ha trabajado el autor de este artículo es la que se incluye en el volumen “Konstantino Kavafis. Poesías completas” (Poesía Hiperión). Con traducción de José María Álvarez.


Firmas Sumergidas

José Esteban Marín, (Jaén, 1978) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Jaén, profesor bilingüe de Geografía e Historia en el IES Auringis, centro público de Jaén capital; en la actualidad, trabaja como asesor de formación en el Centro del Profesorado de Jaén.
En esta profesión, malo si algún día piensas que todo está aprendido…
Padre de familia numerosa (4), con aspiraciones de atleta, fotógrafo, montañero y juntaletras, en estos tiempos revueltos en los que, por supuesto, sumergirse en la lectura y en la escritura supone un bálsamo muy poderoso para lo ajetreado de nuestro día a día.
Escribo sobre educación en Ined21 y sobre libros en lapiedradesísifo.com
Todos los artículos, aparte de otros, variados, siempre de mi cosecha personal, los podéis ver en mi blog, https://medium.com/jestebanprofe
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