Doctor Deseo, abrazados al instante

Fotografía de cabecera por Joseba Barrenetxea

Preámbulo

Alberto Trinidad © 2018 / Escucho una melodía a lo lejos, dentro de mí, mientras desciendo de la terraza desde la que observaba los ciento doce mil cadáveres de Leopoldo María Panero. Y me subo a un escenario vacío.

Estoy desnudo, me he despojado de los cadáveres que, encaramados unos encima de los otros, conformaban esta columna identitaria que vertebra lo que estoy dejando de ser.

Y en el escenario vacío veo un lápiz de labios, una boa de plumas y una liga, todo rojo, y veo purpurina que se derrama por los bordes, añicos de cristales de espejos y botellas de cerveza rotos, de estrellas desmenuzadas. Y enseguida reconozco la melodía, y el lugar, el territorio al que me he abocado en esta ocasión. El del deseo, la ternura y el misterio. El de la fragilidad, el sexo y los naufragios. Cartografía imposible.

Señoras y señores, niños y niñas, con todos ustedes, Doctor Deseo

Intro

En este decorado confuso que parpadea a intervalos de realidad y sueño, escucho el eco de unos aplausos que recorren tres décadas. Participan de la melodía lejana que me tiene, que está tan dentro de mí que puedo deshacerme en ella y diluirme en el mar que se abre detrás del escenario… Dentro mismo del escenario. Porque mar, vida y escenario son ahora una misma cosa, y Francis, el cantante y letrista del grupo, lo sabe. Coge el lápiz rojo y se pinta los labios, se pone una peca impostada en la mejilla que lo aproxima al cabaret alemán de los años veinte y treinta que tanto le gusta. Guantes de rejilla, las uñas pintadas también de rojo y la liga, que no falte, sobre el pantalón del traje que lleva. Francis surge entonces de las entrañas del mar como una ola más del maremoto que se desborda sobre el escenario. De repente la sala se ha llenado de gente. Puedo verlo desde esta gota de mar que ha quedado suspendida, como un rocío de semen, en la pestaña de la chica que baila en la primera fila. Desde ahí puedo verlo y sentirlo. Francis se arrastra como una ola disfrazada de gato sobre la orilla incendiada. Vamos a vivir en sus canciones. Vamos a respirar el paso del tiempo

Cielos

Pero ¿cómo empieza todo?

Todo empieza con Francis descendiendo de las nubes. En cada uno de sus conciertos, busca un lugar en las alturas desde el cual descender: ya sea con un trapecio, una cuerda de alpinista o trepando él mismo por las estructuras de la sala que nos acoge. Como una aparición, en mitad de los acordes del primer tema que los músicos llevan unos minutos interpretando, se materializa de la nada, con su voz rasgada de años afilándola con el peligroso acero de los sueños inalcanzables. Esa es la primera toma de contacto con la cosmogonía del grupo. La primera metáfora que nos deja caer, nunca mejor dicho: Lo etéreo, lo celeste, lo inaprensible baja a los infiernos y se mezcla con la degradación material de la vida puesta en práctica, como un mensaje envuelto en la botella turbia de su voz siendo estrellada contra nuestros oídos. Lo etéreo, lo frágil de su vuelo, del trapecista a punto de caerse, que llega de un lugar desconocido, inenarrable tal vez, para ser compartido con todos nosotros en el lugar donde solamente puede ponerse en práctica, pero donde, a la vez, es imposible desarrollarlo como lo que es: etéreo, puro…, ausente.

Francis se descuelga del trapecio, de la cuerda, del andamio, salta y nos da la bienvenida a un mundo en el que puede ocurrir cualquier cosa. Porque la vida, en su máxima expresión, no es más que la sensación de que ahora, en este momento, pueda ocurrir algo que no ha sucedido nunca antes: sentir ese aliento, esa llamada que nos empuja a lo nuevo, a abrirnos a experiencias insólitas. Y es que si algo se desprende de la actitud de Doctor Deseo, de sus letras, es este amor incondicional a la vida, la necesidad de exprimirla hasta sus últimas consecuencias, sea lo que sea el jugo que se extraiga al hacerlo: sangre, flujo, semen, saliva, lágrimas, sudor, espuma, tuétano de horizonte o bilis de estrella. (“Que no se me escape nada, ni siquiera un segundo, aunque este sea triste”).

Asumiendo, por supuesto, que la apuesta de la vida es una apuesta perdida, a todos los números, como decía Roberto Juarroz, pero perdida de antemano. Y reconociéndolo, sonreír, arrancarle el máximo de partido a lo que estas cuantas décadas de obsequio inaudito nos pueda ofrecer. Sonreír como hizo el Cirujano del Cielo frente al abismo. Como Peter Pan sobre la roca que lo conducía a un naufragio inevitable: “Morir tiene que ser una aventura tremendamente grande”.

“Vamos a engañarnos, mi cielo, y dime que esto va a durar siempre” (Corazón de tango).

(Post)Feminidad

Inmediatamente, Francis despliega su exhibicionista ambigüedad, como un animal en celo se contonea sobre el escenario, agita su cerveza entre las piernas y expulsa el contenido como un géiser de esperma sobre el público, se desnuda y manosea su sexo a lo Iggy Pop, lame la lengua del guitarrista y se enzarza en una batalla de besos con quienquiera que haya en las primeras filas. Adopta una máscara tras otra en una construcción encadenada de identidades que elabora la puesta en escena en que se convierte cada uno de sus conciertos. Personajes que invitan a vivir cientos de vidas diferentes, de roles, no tan lejos del Drama en gente alrededor del cual Fernando Pessoa elaboró toda su carrera literaria: una multitud de heterónimos que dieron cuerpo a su obra literaria desde los más diversos puntos de vista (vitales y estilísticos). De una manera similar, Francis recrea sobre el escenario y a través de sus canciones, diferentes sujetos, marginales y complejos en la mayoría de los casos (los más interesantes, por supuesto), que cada uno puede habitar e, incluso, diseminar y extender, desde la postura más radicalmente deconstructiva de Derrida. Es decir, desde aquella que entiende la construcción de los sujetos partiendo de la propia destrucción de sus límites, de sus etiquetas y de sus definiciones fijas. Y en eso, Francis, y por ende Doctor Deseo, es un mago. En él, y sobre el escenario, se ejecuta sistemáticamente el ritual de esta diseminación de identidades, sexuales, sí, pero también de cualquier otro tipo: ¿por qué ser un hombre o una mujer, frágil o fuerte, tierno o sucio, si puedes ser todas las cosas a la vez y ninguna según sea el caso? Doctor Deseo se postula como una de las voces actuales que mejor definen y defienden el postfeminismo de autoras como Hélène Cixous o Monique Wittig, en el que se denuncia que el pensamiento filosófico siempre ha funcionado por una oposición dual y jerarquizante, instaurado en una unión del logocentrismo y el falocentrismo que impone a la «mujer» un rol de pasividad fabricado a la medida del «hombre».

Según esta perspectiva, el concepto de «feminidad», que Francis expone hasta la saciedad, tanto en su estética como en su comportamiento, engloba una serie de características que no están necesariamente vinculadas a la mujer como ser biológico. El valor que se le otorga a este femenino, por tanto, es precisamente el de barrer toda dualidad y destruir la estructura filosófica del mundo a través de la cual este se organiza de forma binaria. Apelar así a los matices, a la diferencia, concretamente a la différance. Término derridiano que invierte la teoría del signo de Saussure, aquella en que a cada significante le corresponde un significado concreto con quien se relaciona de forma equivalente y recíproca. La différance de Derrida, por el contrario, construye una idea del signo en el que cada significante remite a otro perpetuamente, sustituyendo una idea de la significancia metafórica por otra metonímica, en donde no existe origen alguno ni fijación, sino movimiento continuo, cambio, transformación permanente. Ora Francis es (te hace ser) el personaje que se corre en tu boca (la boca de alguien) con su polla delirante; ora el personaje que se aúpa a horcajadas sobre tus (sus) caderas para cabalgarte hasta las costas imposibles del deseo. Ora somos los niños que tumbados en la arena de una playa desierta dibujamos otros cielos que asaltar, otros castillos que conquistar, y que, finalmente, cerramos los ojos ante la inevitable inminencia de la tormenta…

Catarsis

A mitad de travesía, después tal vez de haber bailado un Vals desafinado en el que dejamos de estremecernos ante la mirada de nuestro amante, o hemos olvidado tormentas en los puertos de una Isla de cielo, o acompañado a Alicia por Bilbao mientras busca una caricia perdida en el pajar de las agujas, vemos que Francis desciende del escenario y se mezcla con el público. Se pasea entre las piernas y los brazos de quienes lo escuchan, cumpliendo una promesa que ha permanecido latente desde que ha empezado el concierto (este concierto imaginario que sueño desde un territorio de fuga que no pertenece al mundo). La intensidad, la entrega que hemos percibido en él desde que bajara de los cielos como un ángel endemoniado, como un rayo que nos partiera en dos (en mil), llevaba consigo la promesa de una catarsis colectiva. Su actitud, la cadencia de su voz nos ha susurrado entre canción y canción que no hay final que valga, que esta noche no termina nunca, que aquí se muere y se vive (y se muere y se vive de nuevo), que entre el parpadeo de los focos, el guiño de un riff de guitarra, cada cual puede, por un instante, aprehender el sentido de su vida. Que atravesando las fronteras del exceso, colocándonos en sus límites, uno atisba lo que nos está vedado en la vida consensuada, rutinaria y preconcebida del hombre. Entonces Francis baja a decírnoslo de cerca a cada uno de nosotros. A abrazarnos. Y nos dice que está con nosotros. Que sea lo que sea lo que nos ocurra, lo comprenda él o no, está con nosotros, que hay alguien que te abraza, que te da la mano, que te mira a los ojos y no te pregunta nada, ni te pide explicación alguna, solamente te pellizca el corazón, lo acaricia y te dice: «Estoy a tu lado». Te veo, Francis, estamos ahora tú y yo solos en la platea vacía, vienes a abrazarme desde todos los años de las diferentes canciones que habitan la biografía inventada de mi vida, con todos tus trajes y todas tus edades (y las mías). Vienes a abrazarme, a bailar conmigo y a cantarme: “Un paisaje de nieve se acuna en la niebla con luces de abril. Que vive en tus ojos, llora por las esquinas, luna de ensoñación. Atrapado en tu silencio…”

Ahí está, la catarsis aflora, las emociones se desdoblan y desbordan como un torrente calmado, son reconocidas por unos instantes en que uno se expande consciente de que no es nadie. Y al comprenderlo, que no es nadie, se da cuenta de la grandeza que eso significa. Catarsis. El instante. La canción acaba, Francis regresa en silencio, las últimas notas del piano se disuelven en la marea de esta taberna marina en la que buceamos borrachos, drogados, enamorados y perdidos.

Equilibrista

Antes de volver al escenario, embarcado en el silencio de las voces del público, Francis ha torcido su camino y se extravía en la oscuridad de un rincón de la sala. Trepa, él que es un alpinista, por las gradas del teatro donde nos encontramos, al tiempo que suenan los acordes de la siguiente canción. Caminando funambulista por encima de los palcos empieza a cantar; y sin dejar de hacerlo nos mantiene suspendidos de su propio equilibrio cuando se balancea al alcance del abismo solamente sostenido de una mano. No temo a ningún peligro, dice, estoy aquí. Nuevamente, nos ancla a la voz del instante, se erige como un gurú que abole las jerarquías, más bien como el niño valiente que en invierno invita a sus amigos a bañarse en el lago arrojándose el primero de cabeza. Ahí lo tenemos, diciéndonos que no teme a ningún peligro a un solo resbalón de partirse la crisma contra todos nosotros. Nos dice que no hay que tener miedo, ser feliz significa poder percibirse a sí mismo sin temor, decía Walter Benjamin. Y él, como el niño valiente que no está convencido de lo que dice (el agua está helada, terriblemente helada, y lo sabe), pero que se arroja para infundirnos valor, nos quita el miedo con su determinación. Nos ofrece un huequito en la cuerda floja, en el asiento escarpado en lo alto de la montaña, en el aire que se respira desatando una pizca el nudo de la soga. Entonces, de su mano férrea (niño valiente que se enfrenta a monstruos desconocidos) nos vemos capaces de auparnos a la cuerda, sentarnos en el borde del risco, desafiar a la soga y enfrentarnos así al abismo desde la perspectiva de los hijos olvidados de Dios. Huérfanos de creencias inamovibles miramos a los ojos del abismo, suspendidos en el equilibrio al que nos ha invitado con sus canciones (su mirada), y nos acomodados tranquilos, sin temer ningún peligro. Porque estamos aquí.

Despedida sin final

El concierto está a punto de terminar, sentimos en el paladar el sabor agrio del alcohol, del sexo, de los recuerdos cicatrizándose a fuego lento. Sudamos. Nos aferramos a los acordes de una última canción deseando que realmente no sea la última, que se convierta en unos puntos suspensivos que enlacen con el principio de otro concierto, nunca se sabe dónde, tal vez en el salón de la casa de uno, en solitario, mientras nos enfrentamos al espejo distorsionado de la memoria. Suena Corazón de tango, su canción más emblemática, y con una sonrisa triste, como la mueca de un payaso, brindamos por los amores perdidos. Recogemos uno de los cristales rotos del suelo (botellas de cerveza, espejos truncados, estrellas partidas) y con su arista más afilada cortamos las ataduras que nos unen a esos amores necrosados. Las máscaras se dividen en nuestro rostro. Miramos hacia adelante y decimos que todo está por hacer, por inventar. El concierto ha acabado. Mi mente es un nido de abejas donde suenan todas sus canciones a la vez, y ninguna. Estoy solo. Pero alguien me abraza…

Un recuerdo a matar.

Ruinas de un adiós.

Dame una brizna de sol

para volver a empezar

en un lugar aún sin descubrir…

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