Alberto Trinidad © 2019 /
¿Recuerdas? El viento comenzó a excitarse a primera hora de la tarde, fui consciente de ello por el golpeteo que la ventana (que no me había decidido a cerrar todavía) ocasionaba intermitentemente sobre su quicio una vez tras otra. Yo me había sentado a la mesa del escritorio a escribir mi artículo para el próximo número de la revista Lecturas Sumergidas, que trataría sobre Farabeuf, el artefacto literario de Salvador Elizondo. No lo habrás olvidado porque fuiste precisamente tú, durante una mañana de verano, quien me descubrió el libro depositándolo sobre la arena de una playa todavía vacía a esa hora temprana, y en un gesto que yo confundí con una ola del mar (o con la caricia de un cangrejo vagabundo sobre el dorso de mi mano).
Mi mesa de trabajo, como siempre, estaba atestada de libros, legajos de hojas, artículos fotocopiados y textos antiguos que se amontonaban a mi alrededor como una presencia anónima que me alentaba a escribir. El sonido provocado por el viento en la ventana cada vez se parecía más a un mensaje proveniente de otro mundo dictado en morse. La luz silenciosa de mi teléfono móvil parpadeaba a mi lado anunciando una llamada. Y yo comencé a teclear, con mis dedos arácnidos, sobre el panel del ordenador. A escribir que Farabeuf o la crónica de un instante fue concebida por Salvador Elizondo a partir de una fotografía que azarosamente se encontró entre las páginas de un libro de Georges Bataille, Les larmes d’Éros. Esta fotografía muestra a un ser humano siendo víctima de la ejecución de un suplicio a principios del siglo XX,durante la guerra de los bóxers en China. Dicha tortura consistía en la amputación minuciosa y ordenada del cuerpo del condenado de manera que, por medio de técnicas específicas, se le mantenía vivo durante todo el proceso. El instante que capta la cámara es el de una persona (a causa de las diversas mutilaciones no puede discernirse si se trata de un hombre o de una mujer) lisiada y ensangrentada mirando extáticamente hacia el cielo a punto de morir.
“La fotografía del suplicio —que capta ese momento— es el punto de partida de todo el libro. Todo lo que pasa en ese libro pasa a partir de la visión de la fotografía. Esa fotografía forma parte del texto y es legible en tanto que “ideograma”, o sea como la representación escrita de una idea; en resumidas cuentas: una palabra”. La otra clave de la que emana el desarrollo de la novela es la presencia del doctor Farabeuf. Farabeuf fue un cirujano y anatomista real que escribió un tratado (Manual de técnica quirúrgica) en que se describen la instrumentación y metodología necesarias para llevar a cabo con absoluta precisión cualquier tipo de amputación en un cuerpo humano. Elizondo quedó fascinado por este libro e incorporó al doctor, como personaje de ficción, en su indescriptible obra. “Estos grabados, de una pulcritud incisiva sorprendente, complementaron gráficamente las imágenes que se habían formado en mi mente a partir de la fotografía de la tortura china y me sirvieron en la escritura de Farabeuf para establecer ciertas dimensiones de atmósferas y de contrapunto de imágenes”.

Salvador Elizondo
Una ráfaga de viento desordenó aún más los papeles que tenía sobre la mesa, ¿recuerdas?, e hizo que algunos de ellos se desparramaran sobre el suelo. Mi mirada quedó entonces dividida entre la pantalla, las hojas caídas y el visor iluminado de mi celular, en el que podía leerse tu nombre. Dos golpeteos rápidos en la ventana, seguidos de uno más largo, devolvieron mi atención al viento, en cuyo persistente ulular quise reconocer la textura de mi voz, ¿o era de la tuya? En la pantalla del móvil seguían latiendo las letras de tu nombre, que, de repente, creí ver escritas en morse, o en ideogramas chinos, o como el rastro de un cangrejo que trepara un brazo mío, amputado de mi cuerpo, diciéndome adiós desde la distancia (o tal vez hola). En la pantalla del móvil o en la del ordenador, en que podía leer que Salvador Elizondo proyectó Farabeuf como la narración de un solo instante. El del momento en que el supliciado abraza, vivo aún, las aristas melladas de la muerte. Pero también el del orgasmo de un acto de amor que se ejecuta sobre la camilla de una sala de operaciones acomodada en la habitación donde discurre la obra. “Esa imagen se fijó en mi mente a partir del primer momento que la vi, con tanta fuerza y con tanta angustia, que el solo mirarla me iba dando la pauta casi automática para tramar en torno a su representación una historia, turbiamente concebida, sobre las relaciones amorosas de un hombre y una mujer”.
Alrededor de esos dos instantes que son uno, y con un mantra que se repite insistentemente durante toda la novela (un «¿recuerdas?» ambivalente que no llegamos nunca a comprender a quién va dirigido, y cuando creemos saberlo preferimos haberlo olvidado), se van reiteradamente describiendo una serie de acontecimientos que constituyen el propio marco de la (in)acción. Entre otros, la llegada del doctor Farabeuf a la casa en un día de lluvia; la caída de tres monedas sobre una mesa, que se interpreta como alguien leyendo el método de adivinación china I Ching; una mujer mirando por la ventana y escribiendo algo en el vaho sobre el cristal; la “Enfermera” esperando, y observando, a través de la puerta y reflejados en un espejo, a la mujer y a un hombre, o, también, la reproducción de un cuadro de Tiziano. La mujer tropezando con la mesa y tocando la mano del hombre. La mujer leyendo una carta en que una pareja camina y conversa en una playa… “Yo traté de abolir el sentido tradicional del personaje, considerado como una psicología integral, y de abolir la trama y la continuidad de los hechos. Quise crear así un procedimiento de orden estrictamente retórico, no de orden literario, que permitiera la permanencia de un hecho instantáneo”.

Las páginas derramadas revoloteaban a ras del suelo como una baraja de Tarot que, extendiéndose, estuviera a punto de explicarme el sentido de mi vida. Seguramente no lo has olvidado porque en esas páginas volcadas al azar estaba escrita la novela en que te narré sin darme cuenta. El móvil se movía a mi lado producto de la luz, de la vibración, de la insistencia de mi propia memoria indicándome que, en realidad, ya lo había descolgado pero que no fue tu voz la que escuché. Que fue la mía. ¿Recuerdas? Hablé entonces con un hombre que me dijo que no podía atenderme, que en ese momento se encontraba enfrascado escribiendo un artículo sobre un libro llamado Farabeuf; que no podía atenderme. Yo me quedé pensativo, no sé en qué lado, tratando de averiguar de qué me sonaba a mí ese título, en qué momento conocí yo ese libro que imaginé en tus manos abiertas, una mañana que amanecía en una playa en que no había nada más que cangrejos.
«¿Recuerdas?» es el mantra que hila el laberíntico bucle a través del cual se desarrolla la novela de Elizondo, invocando constantemente la presencia vacante de unos personajes que permanecen suspendidos en el instante que no acaba de acaecer nunca, pero que es el único que se describe. Superponiéndose los unos a los otros hasta quedar ocultos en una trama de ausencias urdidas con el magistral hilo de las palabras del narrador, que no narra. Reflejados unos en otros en espejos que no existen más allá de los ojos que los miran. “Tú recuerdas todo esto, ¿no es así? Hemos jugado, innumerables veces, a encontrarnos de pronto en el espejo. Hubiéramos pasado a formar parte de una realidad ajena a nuestra vida si en verdad allí nos hubiéramos encontrado. Hemos jugado a tocar nuestros cuerpos sobre esta superficie fría, a besarnos en la imagen reflejada sin que nuestros labios se tocaran jamás”.*

Elizondo se confesaba fascinado por la escritura china, por su manera de estructurar la escritura como un montaje, como una síntesis de imágenes que se conjugan entre sí dando lugar a otra. Así quiso que funcionara su obra, del mismo modo también en que se desarrollan las películas de Eisenstein. De hecho, el proyecto de Farabeuf fue inicialmente ideado como una película; más tarde convirtió el film nunca llevado a cabo en una novela que aspira a no ser concluida nunca, puesto que responde a la única pretensión de plasmar la descripción de un instante eterno, de excavar en él las mil y una posibilidades de su desarrollo. “Aun el final o el principio podrían trastocarse. (…) Pero la construcción ideal sería legible a partir de cualquier punto de su desarrollo. Como no hay un transcurso de tiempo en “Farabeuf”, puesto que se supone que es un instante, es indistinto. No hay ni principio ni final. Es una forma instantánea del mundo”.
Oigo el golpear del viento en la ventana como si fuera el pico de un pájaro hambriento reclamando el prodigio de su vuelo. Con una cadencia que si traduzco del morse soy capaz de interpretar, de leer. De reconocer la huella de mi puño en ese cristal. ¿Recuerdas? Desde el suelo, las páginas de libros que son míos y que no son míos se ordenan dibujando sentencias adivinatorias en lenguajes extranjeros. La luz del móvil sigue encendida, envolviendo en su halo las letras de un nombre que estoy escribiendo en la pantalla del ordenador mientras pienso en el encargo de la revista Lecturas Sumergidas. ¿Me oyes? Sí, dice una voz, ahora mismo no puedo atenderte, dice, estoy escribiendo un artículo sobre Farabeuf. ¿Recuerdas? El artefacto literario escrito por Salvador Elizondo que una mañana de verano te sacaste del corazón para depositar sobre la arena fría de mi cuerpo desnudo.
¿Soy yo?, te pregunté. Y tú me respondiste que toda la novela transita repetidamente una misma escena en la que se vuelcan de forma arbitraria una serie de actos cotidianos, que la voz y la presencia de los personajes se mezclan entre sí para acabar conformando una polifonía alejada del psicologismo y emparentada con la experiencia mística de la disolución, como un éxtasis cenital de la muerte, el dolor y el placer. Sí, dijiste. Eres tú, lo he sabido siempre. Un cangrejo ermitaño trepaba tu tobillo blanco y agujereaba con sus tenazas una de las páginas del libro, como la caricia de un bisturí de sentido sobre la pupila de un ojo vacío.

El instante irreconocible en que la vida pierde su último hálito y acontece la muerte, dijiste, como el punto inexistente en que no se abrazan nunca, en el horizonte, el cielo y el mar; el instante inicial del orgasmo producido por el dolor, esa asíntota que baila enamorada con una pareja a quien no llega a tocar nunca. Eso es únicamente lo que describen las 149 páginas del libro. En definitiva, el instante en que la literatura acaece en el acto de la escritura. Congregada en ese acto como Mallarmé soñara, despojando a la palabra de su ligazón conceptual, del propio dueño de su enunciación, para permitirle acontecer idéntica a sí misma ya no como signo sino como anti-signo, envés de lo mostrado. Porque como decía Roland Barthes, la literatura solo se obra en la escritura en tanto está siendo escrita, ni antes de empezar a hacerlo es posible ni tampoco una vez ha quedado fijada en signos. Tan solo se revela en el… demorado… momento… de… estar… escribi…
“El instante es el tiempo sin transcurso. Una posibilidad literaria en la que es preciso descomponer el movimiento de la flecha de Zenón para poder formular la paradoja. Lo sagrado es siempre liminal en ese sentido, la concreción de un instante que media entre dos eternidades. En ese sentido “Farabeuf” es una tentativa que se dirime en el instante que media entre la eternidad del Yo y la eternidad del mundo”.

Quise coger el teléfono móvil, descolgarlo por fin y atender la llamada que persistentemente distraía mi atención del artículo que estaba a punto de escribir. El viento jaleaba la ventana que, a trompicones, parecía querer desquiciarse y arrojarse al vacío de una calle que daba al mar, o al interior de un dormitorio donde tantas veces me empotraste contra la pared. ¿Recuerdas? Agarré el teléfono, en la pantalla aparecía un número desconocido que evocó en mí un escalofrío similar al que recorrió mi espina dorsal aquella mañana en que, por fin, te atreviste a acariciarme la espalda con un bisturí afilado y caliente. Como en la novela de Elizondo, me susurraste al oído, cuando en el momento álgido, sobre la camilla previamente acomodada por la Enfermera, la mujer, locamente excitada por la contemplación de la fotografía del supliciado, exige al doctor, o al hombre, que la posea con los instrumentos quirúrgicos del amor y del dolor, de la tortura y del placer. Escribe ese instante, me dijiste, en que convergen la vida y la muerte, el placer y el dolor, el orgasmo y la tortura, el amor y la locura, la literatura y la nada, tú y yo. Fue entonces, ¿recuerdas?, cuando sin darme cuenta comencé a escribir el artículo para Lecturas Sumergidas sobre Farabeuf, crónica de un instante, el libro que me regalaste una mañana de verano fría, envuelto en tus manos empapadas de sexo y delito. O, quizá, en realidad, fue entonces cuando acabé de escribirlo. ¿Me oyes?, dijiste. Sí, cómo iba a olvidarlo.
“Por otra parte yo creo que la tortura es esencialmente eso: la violación de una interioridad ajena. En esto es casi igual que el amor”.
(Todos los textos en cursiva son citas de Salvador Elizondo, menos * que está extraído directamente de Farabeuf, crónica de un instante.)
