Por Alberto Trinidad © 2018 / En qué territorios hundo mi viaje. A veces asisto al mausoleo de la memoria como quien avista las costas desaparecidas del paraíso perdido del niño… En qué altares se desintegra la mirada que abandona los ojos, por qué criptas resbala la pupila como una semilla preñada de vacío. En qué territorios hundo mi viaje. Qué desolación me precede, qué clase de vacío me sostiene desde que hilvano territorios inasibles a través de una fuga imposible, pero irrenunciable. He dicho que a veces asisto al mausoleo de la memoria como quien avista… He dicho que a veces asisto al mausoleo de la memoria. Y miro lo que fui como fugaces inventos de alguien que nunca ha existido. Mira, dice uno de ellos, y veo un hilo, veo dos hilos, veo tres hilos, observo el inicio de una urdimbre, su desarrollo, contemplo el relato ficticio de uno mismo. Un hilo y dos hilos y tres hilos para tramar el recuerdo como una invención que no nace de mí. A veces asisto al mausoleo de la memoria y me entretengo limpiando los huesos de los cadáveres, adivinando la propiedad de un cráneo por una singular hendidura, como hacía la tía de Leopoldo María Panero. La madre de Leopoldo María Panero. Como decía Michi, el hermano de Leopoldo María Panero, que hacía su tía o hacía su madre con los restos de la fosa común de los Panero, con una sonrisa en los labios, Erección del labio sobre la página… He dicho que a veces asisto al mausoleo de la memoria como quien se sienta a descansar ante la renuncia de sí mismo. Como quien abandona un barco en el que ya hace años que no navega. Lo he dicho y siento que mis palabras se escurren por la tierra de este cementerio en que no somos nadie, nada, donde remedo por primera vez aquello que siempre ha permanecido en nuestro corazón, trágicamente indeleble, y que insiste con su latido en recordarnos la envergadura de la derrota.
Porque el lenguaje no existe. Y sin darme cuenta he pronunciado ya el nombre de quien ha aparecido asomándose por la ventana de la cárcel, por la brecha del cementerio, por las grietas de los cristales rotos del manicomio. Leopoldo María Panero dice que el lenguaje no existe. Leopoldo María Panero ha muerto. Leopoldo María Panero ha muerto el 5 de marzo del año de nuestro Señor Jesucristo 2014 en Las Palmas de Gran Canaria en el hospital Juan Car… Y dice que el lenguaje no existe. Y yo he pronunciado ya su nombre en este camino mío que recorro sentado a las orillas de costas desvanecidas, sin darme cuenta, mientras he dicho que a veces asisto al mausoleo de la memoria para presenciar que no hay nadie detrás de mí que sea yo. Soy el rey de la nada / y rezo porque ya no existo. / Mi mano sembrada de dioses / reza ante un ser que no existe. Leopoldo María Panero ha muerto a la vuelta de la esquina de la vida. Siempre a trasluz de los recovecos de la vida invivible que los repugnantes vates de la literatura le envidiaban. ¿Dónde está la vida? En qué convergencias inesperadas de la existencia se celebra la vida. Dijimos. Y no vimos más que delirantes tangentes revoloteando al alcance de nadie.
Leopoldo María Panero tiene la edad que tienen sus poemas. El poema es el único supuesto que yo existo / la única garantía de mi ser: / el único rezo por que el no ser sea como el ser. Leopoldo María Panero se mira a los ojos en la pantalla de una televisión cuyo volumen, demasiado alto o demasiado bajo, no llega a sus oídos por culpa del vocerío de los locos del manicomio a los que odia. Panero pensaba que el sufrimiento atroz haría de los locos buenas personas, pero pronto descubrió su maldad, su inquina. Los locos me quieren matar, dice, me pegan y me odian porque encarno los momentos de lucidez que ellos ansían extraviados en las espirales de sus mentes desahuciadas. Leopoldo María Panero se mira a los ojos en la pantalla de una televisión y oye que dice que la vida es una larga tentativa de suicidio. Oye que dice que trató de ahorcarse en la cárcel. Que trató de emborracharse hasta la muerte con ciento diecinueve barbitúricos antes de que una empleada andaluza del hogar lo impidiera. Y se ríe con su risa de loco. Y mira a la nueva cámara que le enfoca, hoy, que está tan avejentado, y le dice: Yo me destruyo para saber que yo soy yo y no todos ellos, y se queda con la mirada in albis, la boca abierta que babea una línea de poemas que germina en su regazo, muda y sorda. Un instante después vocaliza el nombre de Antonin Artaud. Fin de la cita.
Fin de la…

Tal vez ahora que está muerto, es posible que Leopoldo María resucite al fin a su madre (a Michi) con la técnica del boca a boca, quisiera revivirla y resucitarla en el país de los muertos, como quiso hacer y no le dejaron. Esa bruja asquerosa que era su madre, que él decía que era, y con quien quisiera haberse acostado como negación esquizofrénica del Edipo. Esa bruja que lo confinó en diferentes sanatorios cuando solo tenía diecinueve años simplemente porque fumaba grifa, porque quiso suicidarse enamorando a su lengua con pastillas de colores, porque estrellaba su cráneo contra los cráneos de otros individuos que enturbiaban el insólito balbuceo de la nada. Dice que va a resucitarla con la técnica india del boca a boca, respirando en su boca…
A quién observa Leopoldo María Panero en la pantalla del televisor cuando se ve hablando de su padre. Cuando se ve recitando en medio de un bar con sonido urbano de fondo, de voces de las personas que jamás alcanzarán a saber qué es la vida, de los cláxones de los coches. Mientras recita que Dios es un cerdo, un animal dormido buscando el límite de la pesadilla, el límite atroz donde lloran las sienes buscando vagamente el lugar perdido. Mientras mira a los ojos de Fernando Sánchez Dragó con el odio tranquilo de quien se sabe al margen de la estupidez de esos hombres. A quién mira mientras su rostro se queda petrificado en un gesto que retrocede de la muerte, que choca sus aristas contra las descarnadas molduras de la realidad. Que habita, tal vez, los espacios en blanco de la poesía de Mallarmé, l’aboli bibelot d’inanité sonore*, que hurga en las facetas de sus dados lanzados al vacío del azar, buscando quién sabe qué. Quién sabe quién. La sonrisa del sapo. La sonrisa del conejo blanco, como llamaba a su padre. Al dios violento de los hombres. Al dueño y señor de la razón, de las palizas. Oh, señor Dios / gritando contra el asno de la vida / Contra la perfección del ridículo y el alma que no existe y grita. A quién mira ese rostro que increpa a su madre. Que contempla el rostro joven de su hermano Michi diciendo que en aquellos tiempos, tras la muerte del padre, «Éramos tan felices».

Leopoldo María Panero, viejo y alienado, bebiendo coca-colas sin parar junto a dos jovenzuelos músicos que no saben ni dónde meterse para ocultar su inculta e ignorante congoja ante la presencia del poeta, un tal Enrique Bunbury, un tal Carlos Ann, y él se ríe, recita en alemán o en francés, dice que Los libros hablaban y hablaban pero Dios sigue diciendo: el mundo acabará. Y se calla. Y su rostro vuelve a quedar impertérrito en un gesto que retrocede de la muerte. Artaud, Bataille y Lautréamont le dan la bienvenida en una sala de espera sin puertas. Le dicen que se siente a su lado en la sala sin sillas, que desde la ventana que no se dibuja en la pared esfumada se ve a Dios llorando, a Jesucristo masturbándose frente a la Virgen María, a cien mil páginas en blanco copulándose entre sí y destripándose la matriz estéril. Mira, dicen. Y Leopoldo se ve de niño en la escuela, pergeñando con sus compañeros maldades por las cuales recibirá diferentes castigos. Se ve de niño deshojando su infancia con las manos empapadas de la sangre de sus poemas precoces. El colegio es una institución penal en la que se nos enseña a olvidar la infancia. Mira, dicen Bataille, Lautréamont y Rimbaud, mira. Y Leopoldo se ve transitando sanatorios como quien teje cicatrices sobre la piel de España, esta España que considera el país más asqueroso que ha visto nunca. Contra la que vomita en defensa propia, porque ella se ha encargado de destruirlo. En la que alienta a una E.T.A revolucionaria como único estilete que la derrumbe. Estar loco. Posar la frente que quema en el frío cristal de la celda. Y decir oh, y decir ah, como dice el poema. Dios mío que solo se queda el poema / Que dice oh y ah como un ángel para la tumba / Como un ángel grabado en la nada de la que cae el hombre. Estar loco y mirar a los ojos del infinito saboreando la soledad amarga del loco, del hombre, de la palabra huérfana… A quién mira Leopoldo cuando se ve en la pantalla de la televisión tan joven y guapo hablando de sus penurias en los centros psiquiátricos, diciéndole a su madre que con diecinueve años, cuando ella lo encerró, era la época de tener amantes, y que los únicos que pudo tener fueron los niños subnormales que se la chupaban a cambio de tabaco. Era la época de tener amantes y no de ser torturado en las celdas de los manicomios, con los locos. A quién mira Leopoldo mientras se le cae la baba, los ojos vueltos del revés, mientras llama a la puerta esmerilada de la habitación de su hermano Michi, una vez tras otra, enajenado, para decirle que hay que llamar urgentemente a la Cruz Roja para que internen a su madre porque está loca. Michi, hay que llamar urgentemente a la Cruz Roja para que internen a mamá porque está loca. A quién mira Leopoldo desde la tumba, ahora que está muerto y sus poemas se arremolinan junto a su cadáver como gusanos hambrientos reclamándole clemencia. Mañana al amanecer escupirán sobre mí / Y morderán en la carne como letras, como sílabas de la nada / Y bajo el sol, rodeado de recuerdos, tengo frío.

Y quién puede no tener frío… He dicho que a veces avisto el mausoleo de la memoria como quien avista las costas desaparecidas del paraíso perdido. Como quien finge creer que desaparece algo que no ha existido nunca. Y entonces siento que alguien me echa la mano por encima del hombro, y sin verlo ni saberlo descubro que es la mano de Antonin Artaud, la mano de Leolpoldo María Panero. Y me arrodillo para contemplar su cadáver crucificado de palabras, de medicamentos, de desafío castigado, mientras su mano, la de Panero, la de Artaud, me sujeta el hombro y me dice que me arroje, o me dice que fabrique una bomba, la bomba más peligrosa y silenciosa del mundo. En silencio…
Me miro en el espejo y me doy miedo, dice Leopoldo María. La faz demacrada. El infierno es la única realidad de la existencia. Dice. Y nosotros le escuchamos arrodillados, escuchando a lo lejos el murmullo del mundo, que pretende contextualizar sus palabras en la caja cuadrada de un televisor, en la pantalla rectangular de una sala de cine, en las astringentes cuatro paredes de un manicomio, allá, el murmullo del mundo, de la sociedad, trata de encapsular su discurso alienándolo del nuestro, para poder digerirlo, para calmarnos, para anestesiarnos. El Estado existe para amparar al hombre del miedo. Del miedo a la locura, al loco. Leopoldo María el loco, el poeta maldito, cuyo discurso no está aquí, en la vida de los hombres sanos, de los hombres que hacen programas de televisión y entrevistas con un deje de paternalismo intelectual hacia el que está loco, los hombres que construyen ciudades y poseen vehículos y teléfonos móviles de última generación, que violan y asesinan a las mujeres por las calles. Los hombres que mueren sin haberse parado un instante a fijarle los ojos al infinito. Niños que juegan con mi cabeza en la calle / Corriendo alrededor de la jaula en la que yo estoy.
Han muerto todos. Y no queda más que la leyenda. Las franjas aventajadas de los miserables críticos en los manuales de Literatura. La bacanal autocomplaciente de los escritorzuelos que le citan. Qué más. He dicho que a veces asisto al mausoleo de mi memoria… A quién mira Leopoldo María Panero… En el principio fue la masa, no el verbo / En el principio fue el terror del poema frente a la página desierta / De la página que solo es cierta / Frente al ser mudo, frente a la cosa que no habla, / frente a la realidad que conspira contra mí, / Que conspira contra el hombre y queda solo en el poema. Leopoldo se hace carne con la contradicción, dice un día que le gusta mucho Bukowski y otro día dice que no le gusta mucho Bukowski, y luego se ríe con su risa de loco. Y luego se ríe con su risa de cuerdo. A veces avisto el mausoleo de mi memoria… A quién observa Panero cuando se queda con la mirada perdida y el rostros petrificado, retrocediendo de la muerte y susurrándonos el balbuceo del fin del mundo, comment dire, que diría Beckett, comment dire… A quién miramos mientras descubrimos la farsa del mundo. La verdad siempre es una forma de violencia. Comment dire, Leopoldo…
Voy a ponerme de pie. A veces logro ponerme de pie y asomarme al balcón desde el que hilvano mis suicidios, y desde allí contemplo la sucesión de mis cadáveres imaginarios como si fueran la tanatográfica columna vertebral de mi identidad. Escoliosis del alma… Leopoldo. Comment dire… A quién miramos a los ojos cuando no tenemos enfrente a nadie. A nosotros. La verdad siempre es una forma de violencia. Arremetamos contra ella…
qué oscura es la luz, la luz de la nada
que ya a todos envuelve
luz del hombre hecha nada
para que, como una espada,
brille sobre el hombre, anunciando su fin,
y el terrible sacrilegio
de rezar donde ya no está el hombre.
Todos los textos en cursiva son de Leopoldo María Panero, menos *, de Stéphane Mallarmé.