El nombre de la banda es Talking Heads

Fidel Oltra © 2019 /

Allá por 1978 en España todavía existía la EGB. Seis cursos, desde los seis hasta los doce años, que en general uno recorría sin moverse de su escuela. Ocurría, sin embargo, que en pueblos muy pequeños como el mío no había bastante espacio físico, y muchas veces tampoco suficiente alumnado, así que cuando terminábamos 6º de EGB debíamos desplazarnos al pueblo de al lado. Nada grave: nos ponían autobús para ir y volver, teníamos comedor… El único problema es que ese pueblo tenía una variada oferta de escuelas donde poder cursar los dos años que nos quedaban de EGB, y no todos nuestros padres optaban por la misma. Entre esa diáspora que se producía en sexto, colegas que al acabar octavo optaban por la FP, o abandonaban los estudios, y otros que, puestos a salir del pueblo, se iban a otras ciudades o centros privados, podías llegar al instituto, un par de años después, habiendo perdido por el camino a casi todos tus amigos de la infancia. Claro que luego nos veíamos en el pueblo los fines de semana, pero había que esperar cinco largos días. La única ventaja es que hacíamos amigos nuevos. Qué remedio.

Con uno de esos amigos nuevos, a quien no recuerdo exactamente en qué año empecé a tratar aunque seguro que era entre 1979 y 1980, compartía interés por la música. Lo exiguo de nuestras discotecas, debido a las penurias propias de la época, de nuestra edad, y en mi caso de mi familia, nos obligaba a exprimir al máximo cada nuevo disco – entonces solían ser casetes – que entraba en casa. Por suerte no teníamos ningún artista en común en nuestros minúsculos altares: en el mío estaban Supertramp, la ELO y los Bee Gees; en el suyo, más sofisticado, o eso me parecía a mí entonces, aparecían en lugares destacados Kraftwerk, Police, B-52s o Talking Heads. De Police, a quienes solo conocía por el omnipresente single Message in a bottle, caí enamorado en el mismo instante que pude escuchar por primera vez Masoko Tanga, esa barbaridad de casi seis minutos que cerraba su LP Outlandos d’Amour. Aquello era algo diferente, desafiante, incluso sonaba amenazador con sus ruidos de la jungla. No se parecía a nada que hubiese escuchado yo anteriormente, aunque es evidente que con trece o catorce años mi experiencia como oyente era más bien reducida. La banda de Sting, Andy Summers y uno de los mejores baterías de la historia, Stuart Copeland, se convirtió en una de mis favoritas desde ese momento. Más me costó entrar en el resto de propuestas que mi nuevo amigo me dio a conocer. Ahora la mayoría de aquellas bandas tienen también lugar destacado en mis estanterías, pero tuve que esperar unos años a que mis gustos se ampliaran y evolucionaran. Sin embargo, a pesar de tratarse de una de esas bandas que no supe disfrutar en su totalidad hasta bastante tiempo después, cierro los ojos y creo que recuerdo el momento exacto y las intensas sensaciones de la primera vez que me invitó a escuchar Psycho Killer, de Talking Heads.

Talking Heads

Talking Heads eran una banda distinta a todas. En uno de los lugares y momentos más convulsos de la segunda mitad del siglo XX, el Nueva York de mediados de los 70, cuando la mayoría de las bandas se formaban en garajes y antros de mala muerte, David Byrne, Tina Weymouth y Chris Frantz se conocieron y crearon su grupo en una prestigiosa escuela de diseño. El primer nombre que escogieron para sí mismos, The Artistics, dice bastante de sus inquietudes y de los fundamentos de su proyecto. Unos pulcros estudiantes de arte envueltos en toda la movida punk, que además buscaban sus influencias en cualquier música que les resultara novedosa o desafiante, desde el funk hasta los sonidos africanos, pasando por el art rock. No sería descabellado asegurar que esa apertura de miras ayudó a que el punk tuviese una vida breve y fulgurante para diluirse en lo que vendríamos a llamar la new wave, y más adelante el post punk.

Cuando The Artistics se disolvieron, David, Tina y Chris se mudaron a Nueva York en busca de aventuras artísticas. Como casi todo el mundo con inquietudes hacía en aquellos años, se instalaron en un loft, una especie de galería abandonada con espacio para desarrollar todo tipo de actividades. Casi al mismo tiempo cambiaron su anterior nombre por el más llamativo de Talking Heads, «cabezas parlantes», un apelativo con el que solían referirse a los presentadores de televisión más estáticos. Con su nuevo nombre, y con Tina dedicada definitivamente a tocar el bajo, consiguieron su primer concierto. Una actuación que tal vez entonces pasara desapercibida, pero que consistió nada menos que en abrir para los Ramones en el hoy mítico CBGB. Aunque entonces (y siempre) fuese un antro sucio y destartalado, impresiona la nómina de las bandas que dieron allí sus primeros pasos. Meses después, cuando Talking Heads ya habían publicado su primer single Love – Building on fire se unió a la banda el teclista Jerry Harrison, quien venía de formar parte de otra banda que rompió moldes con su particular manera de entender la música: los Modern Lovers de Jonathan Richman.

En abril de 1977 Talking Heads entraron al estudio a grabar su primer álbum, un disco que publicaría Sire Records en septiembre de aquel mismo año con el nombre de Talking Heads: 77. Un álbum que pilló a la mayoría de los críticos con el pie cambiado, ya que lo que el grupo ofrecía no tenía nada que ver con las modas del rock ni con los espasmos violentos del punk. Como dijo uno de ellos, el prestigioso Robert Christgau, lo que hacían Byrne y los suyos era racionalizar la rabia. Donde el punk arremetía contra el pasado, Talking Heads lo abrazaban con una actitud que no sabemos donde ponía la frontera entre la reverencia y la ironía. Su disco de 1977 se abre con Uh-oh, love comes to town, un tema que marca la senda que han de seguir los siguientes: la música pop de los 60 se combina con ritmos caribeños, bajos hiperactivos, guitarras entrecortadas a lo Bo Diddley, retazos del art rock más elegante y menos enrevesado… Un desafío para quien intentara catalogarles, algo que muchas veces se vuelve en contra de los propios artistas. No fue el caso, ya que con los singles Pulled up y sobre todo Psycho killer consiguieron sonar en las radios de medio mundo. Empezando como un experimento sonoro y artístico en el que compartieron espacio con otras bandas como Contortions o Throbbing Gristle, tuvieron el talento, la suerte, o ambas cosas, de que su propuesta se reveló como la más popular y comercialmente exitosa, aunque su presencia en listas de momento fuese casi testimonial. Psycho killer, por cierto, no se libró de la controversia: cuando se publicó el disco apenas hacía un par de meses que habían detenido al infame «Hijo de Sam», el asesino en serie que había aterrorizado a Nueva York durante casi un año.

Talking Heads

Cuando la estela de su debut todavía no se había desvanecido, Talking Heads ya estaban preparando un nuevo trabajo. Su propuesta artística era perfecta para colaborar con otro experimentador y explorador nato: Brian Eno. El productor había sido miembro de Roxy Music, un grupo con el que pudo, durante un breve tiempo, dar rienda suelta a sus inquietudes vanguardistas. En More Songs About Buildings and Food podría decirse que se consolida el estilo de los Talking Heads que pronto se convertiría en una de las grandes bandas de los 80: ritmos marcados, trazas de músicas de fuera del ámbito anglosajón, conversión del pop experimental en algo divertido y que se pudiese bailar, y todo ello sin dejar de resultar desafiantes, adelantados a su tiempo y sarcásticos. Un estilo que no era estrictamente particular, puesto que otras bandas como Wire, Gang of Four o PIL se movían en coordinadas similares. Sin embargo, una vez más fueron Talking Heads los que dieron ese paso adelante que otros tantos no pudieron – en ciertos casos tal vez no quisieron – acometer.

Curiosamente, después de debutar con un disco que únicamente contenía canciones originales, su primer gran éxito comercial les llegó con una versión: Take me to the river, de Al Green. Brian Eno había sido lo suficientemente astuto para que su mano apenas se notara, dejando que el barco siguiera el rumbo establecido con su primer disco, pero dejando caer aquí y allá pistas de que su instinto comercial estaba tan despierto como su espíritu vanguardista. Un equilibrio fino, difícil de conseguir, de cuya genialidad es una muestra que temas como Found a job, Thank you for sending me an angel o Warning sign, por citar solo tres, fueran una marcianada en su momento, mientras que ahora nos podrían resultar más que familiares a los que hemos atendido al desarrollo del llamado rock independiente en las primeras décadas del siglo XXI. Talking Heads estaban empezando a convertirse en una banda que, aunque todavía no lo sabía nadie, iba a ser una de las más influyentes y veneradas en el entonces todavía lejano cambio de siglo. Lo mejor, y también lo peor, estaba sin embargo por llegar.

En 1979 Talking Heads lanzaron su tercer álbum, Fear of Music, un disco influido tanto por la situación política mundial como por la llamada «World Music». Aunque era común en los grupos del post punk primigenio incluir sonidos caribeños o africanos en su música, como siempre Talking Heads llevaron ese estilo a un terreno propio y reconocible, ayudados también por la presencia escénica de un David Byrne que empezaba a convertirse en un icono. Volvieron a contar con la colaboración de Brian Eno, insistiendo en esa mixtura de música de baile y vanguardia. Quizás temerosos de que, como ocurrió en su anterior disco, la gente se centrara solo en un single que además no era una canción suya, volvieron a recurrir solo a originales. Además intentaron darle un concepto sonoro al álbum para que resultara una unidad compacta, apreciable en su totalidad. I zimbra, el tema que abre el disco, adaptando una poesía dadaísta de Hugo Ball, muestra como el grupo, sobre todo Byrne, estaban cada vez más interesados por los sonidos africanos. En palabras de la propia banda, I Zimbra les marcó el camino que deseaban recorrer en su siguiente trabajo. Pero antes deslumbraron con la nerviosa Cities, con una Life during wartime, que anticipaba los 80 o con esa maravilla melódica y lírica que es Heaven. Una canción que convertía el tedio y el aburrimiento en algo ensoñador, deseable y hasta encantador.

Everyone is trying to get to the bar
The name of the bar, the bar is called Heaven
The band in Heaven, they play my favorite song
They play it once again, they play it all night long

Heaven
Heaven is a place
A place where nothing
Nothing ever happens

[ Todo el mundo está tratando de acceder al bar / el nombre del bar, el bar se llama Cielo / La banda en el Cielo, tocan mi canción favorita, la tocan una vez más, la tocan durante toda la noche / El Cielo, El Cielo es un lugar, un lugar donde nada, nada pasa nunca.]

Talking Heads

Durante las sesiones de Fear of Music hubo ocasión para que Eno y Byrne compartieran afición por los sonidos tribales africanos. Eno introdujo a David en la música del legendario Fela Kuti, el rey del “afrobeat”. Encontraron así que su música tenía bastante en común, sobre todo en cuanto a la exploración de variantes rítmicas poco usuales, al menos en el pop. Espoleados por dicho interés, influidos también por el incipiente hip hop que empezaba a saltar de las calles a las pistas de baile, y tomando como dijimos anteriormente I zimbra como piedra fundacional, Talking Heads crearon en 1980 su obra maestra: Remain in Light. Su música se volvió más intrincada si cabe, para lo que tuvieron que recurrir a más músicos en las sesiones de grabación. Uno de ellos sería el guitarrista Adrian Belew, fundamental en el devenir de la banda.

Con Remain in Light los Talking Heads lograron la hazaña de avanzar en su proceso de experimentación, ser todavía más apreciados por la crítica, y a la vez asomarse a las listas de éxitos, aunque alejados todavía de los puestos de honor. Temas como Born under punches o Crosseyed and painless jugaban con el contraste entre el frenético colchón instrumental, insistente y polirrítmico, y las letanías nada convencionales, a medio camino entre el «spoken word», el hip hop y el gospel, que cantaba David Byrne. Canciones que parecían diseñadas para no dar descanso al oyente, avasallando y casi asfixiando con su imparable ímpetu, al tiempo que desde el fondo surgía, hipnótica, la voz de Byrne para mantener ese toque casi místico que siempre supo darle a sus canciones, incluso a las más bailables. Un estilo propio ya establecido por trabajos anteriores que, seguramente, alcanzó su pico de popularidad, accesibilidad y comercialidad con la extraordinaria Once in a lifetime, una espléndida obra de arte que introdujo en nuestras casas los sermones de los predicadores junto a la música de club más vanguardista, todo ello bien servido en un cóctel que, sorprendentemente, resultó ser del gusto de todos los públicos a pesar de ser una feroz crítica al consumismo. Hoy puede sonar en las radios “oldies” y quizás lo veamos como un recuerdo del pasado, pero pocas canciones en aquellos momentos sonaban tan frescas, diferentes, desconcertantes e incluso apocalípticas.

Después de Remain in Light se impuso un descanso. El ritmo, con cuatro enormes discos en otros tantos años, había sido muy elevado. Talking Heads se tomaron un tiempo para encontrar nuevas ideas, distanciarse, trabajar en otros proyectos. Chris Frantz y Tina Weymouth formaron Tom Tom Club, un grupo muy particular que seguía la línea sonora de la banda madre, no en vano eran la sección rítmica que le daba buena parte de su personalidad, pero de una forma más desenfadada, introduciendo también ecos de la música rap y la cultura hip hop. En algún momento, aunque no lo puedo asegurar, quizás se cruzaran en las listas y en las emisoras de radio el Once in a lifetime de Talking Heads y el juguetón e innovador Wordy rappinghood de Tom Tom Club. David Byrne aprovechó para colaborar con Brian Eno ya sin las reservas que podían tener siendo un grupo famoso. Juntos crearon el disco My Life in the Bush of Ghosts, un disco donde el pop desaparecía de un plumazo dejando experimentación, sonidos grabados de la naturaleza, samples, bucles de sonidos de las más diferentes procedencias… Un artefacto extrañamente bello dentro de su excentricidad.

Talking Heads

Aunque grabaron en 1982 un disco en directo, The Name of the Band is Talking Heads, hubo que esperar hasta 1983 para una nueva entrega de material inédito. En los tres años de silencio discográfico habían pasado bastantes cosas, entre ellas la aparición de la MTV. El vídeo era un instrumento excepcional en manos de una banda tan arriesgada, artísticamente ambiciosa y visualmente atractiva como eran Talking Heads. Su nuevo álbum, Speaking in Tongues, se benefició de esta nueva herramienta. Con Burning down the house y su videoclip consiguieron por fin colarse en el top-10 de las listas norteamericanas. El sonido de la banda se vuelve quizás más accesible y menos arriesgado, o quizás han depurado su estilo y lo han despojado de pretensiones «artys», como dijo un crítico de la época. El caso es que después del parón de tres años estos Talking Heads parecen otra banda, más acomodada que la que hizo I zimbra o incluso Psycho Killer. Sus discos de los 80 siguen esa senda acomodaticia, entregando éxitos como And she was, Road to nowhere o Wild wild life, llevándoles a un nivel de popularidad que no habían alcanzado anteriormente, pero difuminando ese aura de magia, de riesgo, que marcaba profundamente sus trabajos anteriores. No obstante, si profundizamos en sus discos, más allá de los singles de éxito, todavía podemos encontrar fogonazos de esa inquietud artística que los hizo tan especiales, aunque ciertamente a cuentagotas.

Sin embargo, en ese periodo antes de alcanzar finalmente el estrellato mediático, Talking Heads dejaron el que quizás sea su legado más apreciado y recordado: el documental musical Stop Making Sense, filmado por Jonathan Demme durante unos conciertos que la banda ofreció en el Pantages Theatre de Hollywood. Quizás el último momento de pura creatividad de una banda que, tras concluir las presentaciones de su entonces reciente Speaking in Tongues, no volvió a hacer giras a pesar de que en años siguientes alcanzaría la cima de su popularidad. Los caminos de Byrne y los del resto de componentes de su banda se habían distanciado de una manera casi irremediable, y finalmente a finales de 1991, tres años después de la publicación de su último álbum, Naked, la banda anunciaba oficialmente una disolución que para muchos era evidente que ya se había producido con anterioridad.

El mito de Talking Heads se ha visto potenciado por el hecho de que, en una época tan dada a esa retromanía que acuñó Simon Reynolds, con docenas de bandas retiradas durante décadas que vuelven a los escenarios o incluso a los estudios, Byrne sigue empecinado en dejar que su grupo descanse en ese merecido lugar que se ganó en la historia de la música en vez de intentar rescatar, quizás empañar, su leyenda. Sería, tal vez junto con la de The Smiths, Genesis o ABBA, por hablar de grupos que todavía estarían en condiciones de hacerlo con sus miembros originales, una de las reuniones que más expectación causaría a un nivel que superaría lo estrictamente musical. Sin embargo, todo parece indicar que no se producirá. Quizás sea mejor así.

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