“Léolo”, la escritura en el cine

Por Alberto Trinidad © 2018 / «Porque sueño yo no estoy loco. Porque sueño, yo no lo estoy». Cualquier persona que haya visto Léolo tendrá estas frases grabadas a fuego en su memoria. Y no solo las frases sino también la cadencia, la textura de la voz que las pronuncia, ya sea en su versión original o en su magnífico doblaje al español. «Porque sueño yo no estoy loco». «Porque me abandono por las noches a mis sueños…». La imagen del pequeño Léolo sentado en el quicio de la realidad, con su libreta apoyada en las rodillas, escribiendo y, a un mismo tiempo, siendo narrado por él mismo de adulto, desde un presente inexistente que se cuela en los intersticios de dicha narración, a caballo de lo nunca acontecido, de lo soñado y de lo demasiado real. Años después de haberla visto, la imagen de ese niño, la voz que lo narra, las palabras que engarzan los secretos que más tarde brotarán en la imaginación de los hombres permanecen indelebles en mí, en nosotros. Y no podemos dejar de repetirlo. «Porque sueño yo no estoy loco. Porque sueño yo no estoy loco. Parce que je rêve, je ne suis pas». Yo no lo estoy / Yo no soy.

Léolo es probablemente la película más próxima a la experiencia literaria de todas las que existen en el mundo. No solo porque hay momentos de pura poesía en su guion, sino sobre todo porque en el transcurso del film, como en ningún otro, se explica lo que significa la experiencia extrema del acto de la escritura y lo que se pone en juego en ella. Jean Claude Lauzon vuelca en la carne de Léolo, el niño protagonista, aquella sentencia irrevocable de Michel Leiris en la que se afirma que «la literatura es una cuestión de vida o muerte». Porque ambos saben, Leiris y Lauzon, que toda escritura que se acomete desde una perspectiva diferente a esa no es más que una pantomima de renglones secos, dedicados únicamente a inflar de excrementos bibliográficos los cementerios de mierda en que se han convertido hoy en día la mayoría de las librerías. Desde un inicio, Léolo se aferra a ella, a la escritura, como única tabla de salvación posible al desmoronamiento crónico que padece su entorno, y, por consiguiente, también su interior.

Retrocedamos, Léolo es un chaval ubicado en un decadente barrio obrero de Montreal,  que convive junto a su familia, un grupo de personas afectadas por diferentes grados de locura, de la cual Léolo culpa a su padre. «Yo sé que no soy su hijo, porque ese hombre está loco. Y yo no lo estoy». Incapaz de construir un relato simbólico que haya fundado su identidad en base a la figura paterna, Léolo rechaza la que le ha sido concedida (y que emana de la realidad insoportable de ser hijo de un hombre-animal de carga, sumiso y antítesis de la palabra) para elaborarse una propia. Como consecuencia de ello, exige que dejen de llamarlo Leo Lauzeau (como lo bautizaron) para instaurar una nueva realidad que existe solo en el plano de lo imaginario: en la que su nombre es Léolo Lozone y ha nacido en Italia, en una bella Sicilia idealizada que no se corresponde con ninguna Sicilia verdadera, y que elabora a través de sus textos.

Esta elaboración se nos muestra como una metáfora de la búsqueda del origen que se plantea en todo acto de escritura. Una vez el lenguaje ha perdido el mundo real porque se sabe autoreferencial, la literatura alimenta consigo misma el mito de un origen primordial de la palabra donde esta sí que permanece indisociable a aquello que representa. Léolo se sabe ajeno a la realidad que se le representa a su alrededor; el lugar que ubica su cuerpo en ese barrio decadente, junto a esa familia que está loca, en un país al que no pertenece, no es el mismo en el que percibe su ser, su identidad. De ahí que deba crearse un origen mítico, un lugar donde coincida él consigo mismo; su hogar con el lugar que ubica en el espacio.

Durante toda la película, escuchamos una voz en off que narra en primera persona las vivencias de Léolo y lee lo que este escribe, una voz de un Léolo adulto que no se sabe desde qué presente nos habla, precisamente porque se trata de un presente que no puede representarse desde el plano de la realidad al que remite. El sujeto de esa enunciación (extemporáneo y ajeno a la trama) se intercala en el texto fílmico para rescatar el sentido de lo que le sucede al personaje, cuyo final trágico permanece latente en cada secuencia de la película.

Léolo se enfrenta pues a una dualidad primordial que queda patente solo en francés en el repetitivo leitmotiv de la película: «Porque sueño yo no estoy loco. Parce que je reve, je ne suis pas (porque sueño yo no lo estoy / yo no soy)». Es decir: porque él es capaz de soñar (y no olvidemos que para Léolo soñar equivale a escribir), de construirse una identidad alternativa, mítica, aceptable, que constituya un espacio simbólico en el que ser,  él no está loco como su padre, él no es su hijo, él no es canadiense. Pero a un mismo tiempo, si ese espacio simbólico, en tanto que irreal, irrepresentable en la realidad, inaccesible, acaba ocupando la totalidad de su consciencia erigiéndose como delirio consumado, entonces, si sueña, él deja de ser: Porque sueño, yo no soy.

Nunca en el cine se ha narrado con mayor rigor y belleza la paradójica encrucijada en la que se halla la literatura desde la posmodernidad. Si no escribo (si no sueño) no me construyo, no elaboro con mi propia voz un sujeto diferenciado en el entramado simbólico del mundo; si escribo (si sueño), diluyo eso que aspiro a ser en un entramado textual (onírico/delirante) que jamás alcanza las cotas míticas de la representación coincidente con su enunciado, la vivencia tangible. El arte va en busca de lo Absoluto pero desespera de alcanzarlo alguna vez. La esencia del mundo es la Inexistencia (René Wellek).

Pero Léolo no está completamente solo en esta encrucijada. Toda construcción identitaria necesita de un intercambio simbólico con un otro que le devuelva la promesa del sentido de las palabras escritas, y Léolo lo encuentra en un anciano al que bautiza como «El domador de versos». La función separadora de las palabras, aquella que permite fundar un Yo en correlación con un Tú, se establece con alguien que, sin embargo, no puede hacer nada por él, que debiera constituirse como un padre, un maestro, un guía, pero que, finalmente, tan solo puede adoptar la figura (tal como lo nombra el propio Léolo) de un Quijote. Pero ¿quién es El domador de versos…?

Lo vemos deambulando por la película más como una especie de fantasma que como un personaje verídico. Conviviendo entre el mundo real de la trama y el espacio inasible de la voz del narrador. En primer lugar, como la persona que, casi de manera mágica, coloca la pieza angular del mito del protagonista en el interior de su casa: un libro, El valle de los avasallados, puesto casi sin querer, pero con todo el sentido del mundo, debajo de la pata de una mesa (como calzador) en una irrelevante visita que hace a la casa de Léolo; también en ese plano lo vemos tratando de buscar, sin suerte, la complicidad del maestro del chico para que lo ayude a prosperar, a escapar del «abismo de su familia» gracias a su inteligencia, a su talento con la escritura. Y en segundo lugar, aparece como el garante que le muestra el secreto que existe en las palabras, aquel que recoge los textos arrugados, rotos y desechados del propio Léolo para archivarlos, releerlos y dotarlos, como decíamos líneas atrás, de la promesa del sentido siempre aplazado que atesoran. «Léolo, hay que soñar, hay que soñar», le dice mientras se reúnen bajo la tormenta, alrededor de un fuego siempre a punto de extinguirse, quemando las cartas y fotografías que recogen de la basura «para que se mezclen en las cenizas de los versos y renazcan en la imaginación de los hombres». Hay que soñar, le insiste, es decir, hay que escribir. Porque solo hay identidad si esta es narrada (Paul Ricoeur). Y para que sueñe (escriba), El domador introdujo en su vida el origen del mito de su propia escritura: El valle de los avasallados, en cuya portadilla se leen manuscritas las palabras: Parce que moi je rêve, moi je ne le suis pas. A partir de ahí, y de esta relación irresoluble que existe entre la lectura y la escritura, entre la urgencia de actuar («solo le pido a un libro que me recuerde la urgencia de actuar») y la de escribir, la dicotomía existente entre la única manera posible de ser, que es la escritura, y la única plausible de existir, que es la vida, Léolo comienza a elaborar un discurso propio en el que sea posible aunar estas dos imposibilidades: la escritura tangible y la vida vivible. Se construye, como ya hemos dicho, un origen en la ciudad de Sicilia, un nombre que verdaderamente le nombre, Léolo Lauzone y, llegados los primeros años de la adolescencia, y con ellos la llamada incesante del deseo, un amor a través del cual articularlo: Bianca.

«Entre mi habitación y Sicilia hay mil ochocientos ochenta y nueve kilómetros, entre mi habitación y la casa de Bianca hay cinco metros ochenta, y sin embargo está tan lejos de mí. Bianca, amor mío, bastan tres palabras para escribir “Bianca, amor mío”: he tomado el camino más corto».

Bianca es la vecina de Léolo, una hermosa y aparentemente cándida adolescente, unos pocos años mayor que él, que se convierte de inmediato en su objeto de deseo inalcanzable. Dado que le resulta imposible acceder a ella, como la realidad se muestra terca e insalvable una vez más, decide soñarla (escribirla): «He tomado el camino más corto». Ayudado por la canción italiana que la joven interpreta con su dulce voz cuando sale al patio a tender la ropa, a Léolo no le cuesta ningún trabajo ubicarla en el escenario de su origen mítico, Sicilia. Bianca, pues, se funde con ese origen impostado, metáfora a su vez de una apócrifa matriz materna, donde, según la mecánica del deseo de Lacan, el sujeto establece una unión indisoluble con la madre previa a la escisión del parto. Una vez el sujeto es arrojado al mundo y separado de la madre, del lugar donde todos sus instintos eran satisfechos, se instaura entre ese sujeto y el cuerpo irrecuperable de la madre una escisión primordial que lo condenará a perseguir permanentemente un objeto de deseo que jamás será coincidente con el recuerdo que aquella unidad conformaba.

Atendiendo a esta definición, nuevamente se establece un hiato infranqueable entre la escritura, el sueño, el relato que Léolo construye sobre sí mismo, y la realidad cotidiana. Cuánto más cuando Léolo descubre las verdaderas actividades de Bianca, en los baños de su casa, prostituyéndose con su propio abuelo. El amor y el odio, el asco de ver a su objeto único de amor, tan puro, siendo brutalmente mancillado por la perversión de su abuelo, que la empuja a que le corte las uñas de los pies con la boca, producen en él los primeros conatos de desconexión, de abandono. Se deja llevar entonces por sus impulsos más vinculados al instinto y trata, por un lado, de sustituir ese objeto de deseo insustituible por la oronda presencia de una prostituta gigante a la cual solo se atreve a sobar, y, por otro, de asesinar a su abuelo para consumar una venganza que, en realidad, se tiene a sí mismo como depositario, más que a una Bianca sexuada, real y no coincidente con la de sus sueños.

Este cúmulo de decepciones provoca que se separe de manera definitiva de ella, de su amor, de «su único amor». Bianca desaparece paulatinamente de sus escritos, ya no viene a visitarlo en el acto mágico de la escritura porque él se siente incapaz de continuar sosteniendo la farsa que lleva implícita cualquier acto de escritura. La escritura se enfrenta así a su propio fracaso; la consumación real del amor se diluye entre los espacios en blanco de una literatura que no puede afrontar permanentemente una nueva página que mantenga firme y fiel la promesa de algo inalcanzable.

No existe en la realidad que envuelve a Léolo nada que se adapte a la narración que él ha construido sobre sí mismo. Ni una Sicilia imperecedera amanece en su ventana cuando la abre al despertar, ni la bella Bianca le susurra su canción de amor en las orillas de sus sueños, ni “El domador de versos” logró ser nunca más que un Quijote que buscaba infructuosamente devolverle a la poesía un espacio en este mundo impermeable por completo a los sueños, a la literatura y al amor verdadero…

En numerosas escenas de la película hemos visto a Léolo escribiendo al socaire de puertas que no conducían a ninguna parte: junto a una nevera o un armario, recibiendo del interior de estos muebles inoperantes la claridad cegadora de una luz blanca proveniente de ese mundo imaginado. Léolo ha dejado de escribir, ha quedado al margen de cualquier orden del lenguaje y se funde con esa luz, con la letra de la canción italiana que Bianca cantaba: «Tú sabes que solo el sueño es realidad». Es entonces cuando Léolo cruza la puerta de la nevera y del armario y accede definitivamente al delirio. Lo vemos con una camisa blanca corriendo por los campos soleados de su tierra, de su hogar, lejos del orden de la realidad, lejos de la trama del film, solamente sostenido, nuevamente, por esa voz que lo narra (que se narra, no olvidemos jamás que esa voz adulta es la del propio Léolo) y que describe ese final desde el plano de la poesía, de la literatura, porque solamente desde el plano de la escritura, escribiéndolo, diciéndolo, se puede dejar de escribir…

Se puede dejar de…

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