Sentados en el muelle de la bahía con Otis Redding

“Ahí tenéis la ciudad insular de los Manhattos, ceñida en torno por los muelles como las islas indias por los arrecifes de coral: el comercio la rodea con su resaca. A derecha y a izquierda, las calles os llevan al agua. Su extremo inferior es La Batería, donde esa noble mole es bañada por olas y refrescada por brisas que pocas horas antes no habían llegado a avistar tierra. Mirad allí las turbas de contempladores del agua. Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora tarde de día sabático. Id desde Corlears Hook a Coentis Ship, y desde allí hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veis? Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares de seres absortos en ensueños oceánicos.”

HERMAN MELVILLE
Moby Dick

Por Fidel Oltra © 2017 / Solo la gente que ha crecido junto al mar puede entender completamente a esas “turbas de contempladores del agua” de las que habla Ismael al inicio de la inmortal obra de Melville. En la época en que se escribió Moby Dick aquellos ensueños oceánicos pasaban por conseguir un trabajo que les permitiera ganarse la vida y tal vez vivir aventuras, en el caso de los jóvenes, y en el de los más viejos acentuaban la nostalgia de las ya vividas. Hoy en día, sin embargo, es posible encontrar a personas de lo más variopintas sentadas frente a un muelle, una escollera o una playa. Turistas, pescadores y curiosos, por supuesto, pero también gente que encuentra un íntimo placer en el recogimiento que produce escuchar las olas, los cantos de las gaviotas, los motores de los barcos que se alejan o vuelven al puerto. El placer de respirar el olor a mar, ese aroma que forma parte ya inseparable de tantos pueblos costeros. Una estampa idílica, alejada de esas playas abarrotadas cuya imagen nos arroja la televisión cada mes de agosto, que muchos pueblos recuperan en septiembre. Es entonces cuando, paseando junto a la orilla, más gente solitaria puede verse frente al mar. Personas tumbadas en una toalla, tomando el sol; otras paseando, sin prisa, recogidas en sus pensamientos; algunas formando una estampa esperanzadora en la era de los móviles y las tablets, sentadas con un libro en las manos. También las hay contemplando las idas y venidas de los barcos de pesca, de las embarcaciones recreativas, o las imágenes de los grandes cargueros que se ven a lo lejos, prácticamente fusionados con la línea del horizonte. Absortos, seguramente, en sus propios ensueños oceánicos.

Era el mes de agosto, precisamente, cuando un joven de 25 años salía de su habitación en una casa flotante en Sausalito, California, bajaba las escaleras y se asomaba a la orilla, a contemplar las bellas vistas de la bahía de San Francisco. Aunque el imponente Golden Gate domina el horizonte, los ojos del joven Otis Ray Redding Jr. se posan sobre los barcos que entran y salen de la bahía. Sus ensueños, sin embargo, no tienen demasiado de oceánicos. Envuelto por la brisa, apaciguado por la calma del momento, rememora el vértigo de los últimos meses. En marzo había estado en Europa, en una gira conjunta con otros artistas de su sello, Stax, de la que regresó convertido en un ídolo. En Estados Unidos, sin embargo, su raza todavía le dificultaba acceder a todo tipo de públicos. Pero eso cambió a principios del verano, cuando le llamaron para actuar en el Festival de Monterrey para cubrir alguna de las muchas bajas que se produjeron en un evento que, inicialmente, pretendía reunir a los Beach Boys, los Beatles, los Stones, The Kinks, The Who… A Otis Redding le tocó actuar, junto a la que entonces era su banda de acompañamiento, Booker T. & The MG’s, cerrando la jornada del sábado 17 de junio. Era la primera vez que Otis Redding se veía frente a una audiencia mayoritariamente blanca, pero la respuesta fue impresionante. Al bajar del escenario, Otis sabe que aquella actuación no solo ha cambiado su carrera para siempre, sino que posiblemente haya destrozado de manera definitiva la infame división entre música para blancos y para negros que todavía existía a aquellas alturas de los 60. De hecho, se encontraba en Sausalito descansando después de una actuación en el mítico Fillmore Auditorium, un local donde principalmente tocaban grupos y artistas de rock y que prácticamente era el hogar musical de los Grateful Dead, una banda en las antípodas de la música directa y sin rodeos que él practicaba.

En todo aquello pensaba ese joven de 25 años que veía a los barcos entrar y salir del puerto. Sentía tanta paz en su espíritu que se planteó si debía seguir interpretando aquellas canciones de dolor, sufrimiento, tristeza y rebeldía. ¿Hacía falta seguir cantando Respect una vez el respeto, aparentemente, se había conseguido? Se sentía feliz, en calma. ¿Por qué no podía escribir una canción que, en lugar de protestar por todo lo que todavía estaba mal en el mundo, fuera un canto de felicidad, de agradecimiento por lo que estaba bien? Sabía que su público le amaba por aquellas incendiarias interpretaciones llenas de soul, de sudor, de reivindicación. Le adoraban por mantener viva la llama de Sam Cooke, por seguir creyendo que el cambio iba a llegar y por hacerlo posible. Pero ahora él estaba allí, frente a la bahía de San Francisco, respirando el olor del mar, pensando en su mujer y sus hijos. En su corazón y en su cabeza solo había imágenes de sosiego y satisfacción. Se encontraba en paz, y necesitaba escribir sobre eso. Alzó la vista, miró una vez más los barcos que entraban y salían de la bahía. Se volvió y buscó con la mirada su guitarra. La cogió y empezó a tocar unos acordes. En los últimos días había estado escuchando con verdadera obsesión el nuevo álbum de Los Beatles, Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. No se veía capaz de hacer algo similar, aquello era verdaderamente innovador y explotaba al máximo las posibilidades de los nuevos métodos de grabación, pero le apetecía intentarlo. Se lo había dicho semanas antes a sus más allegados, y volvería a insistir en las semanas siguientes: quería cambiar su estilo. Echó un último vistazo a la bahía antes de volver a su cubículo. Cogió un trozo de papel y escribió una línea: “watching the ships roll in, then I watch them roll away”.

Pero ese nuevo estilo que perseguía Otis Redding no parecía gustar a nadie. Ni a su compañía, ni a sus músicos, ni siquiera a su esposa Zelma. Todo el mundo esperaba más R&B energético, y aquello era bello, inspirador…pero era otra cosa. Solo una persona confiaba en ese boceto que había hecho el cantante, pero se trataba justamente de la persona cuya confianza era más necesaria. Steve Cropper no solo era el guitarrista de Booker T. & The MG’s, era también un compositor excelente que había contribuido a crear canciones como Knock on wood junto a Eddie Floyd, o In the midnight hour con Wilson Pickett. Un par de años antes Redding y Cropper ya habían compuesto juntos éxitos como Mr. Pitiful, pero esta vez el proceso fue diferente. Lo que hizo Cropper fue partir de las frases que había esbozado Otis Redding para convertir la canción en una pequeña historia de los últimos meses del artista. Empezó añadiendo un par de versos que contaban cómo había llegado el cantante hasta San Francisco:

I left my home in Georgia
Headed for the Frisco Bay

(Dejé mi hogar en Georgia, camino a la bahía Frisco)

También añadió una estrofa, no sabemos si con la colaboración de Redding o no (aunque Cropper siempre ha dicho que Otis no solía escribir nada autobiográfico), que parecía una queja sobre las presiones que el artista recibía para seguir con el estilo que tantos éxitos le había dado:

Looks like nothing’s gonna change
Everything still remains the same
I can’t do what ten people tell me to do
So I guess I’ll remain the same, listen

(Parece que nada va a cambiar, todo permanece igual. No puedo hacer lo que la gente me dice que haga. Por tanto creo que seguiré de la misma forma, escuchando.)

Y, sobre todo, no importa si fue a Cropper o a Redding, a alguien se le ocurrió una simple frase que introducía la canción, que creaba el contexto en el que el protagonista miraba los barcos entrar y salir de la bahía, absorto en sus pensamientos y reflexiones. Una frase que acabaría convirtiéndose en el nombre de la canción, un nombre con el que pasó a la historia: Sittin’ on the dock of the bay.

Cuentan, aunque hay diversas versiones al respecto, que cuando Otis Redding llegó al estudio el 22 de noviembre de 1967 para grabar Sittin’ on the dock of the bay llevaba preparada una parte recitada para el final. La leyenda dice que, a la hora de recitar esa parte, se le olvidó y lo que hizo fue silbar una melodía. Al acabar la grabación le comentó a Cropper que no había problema, que esa versión no iba a ser la definitiva y que en diciembre volverían al estudio para terminar la canción. Efectivamente el 7 de diciembre añadieron algunos efectos a la grabación, pero seguían sin modificar esa parte silbada del final. Quedaron para otro día, después de una serie de actuaciones que Otis Redding tenía apalabradas en diferentes ciudades del Medio Oeste de los Estados Unidos junto a la que para entonces era su banda de acompañamiento, los Bar-Keys. El avión privado de Redding no tenía sitio para todos, así que los miembros de la comitiva se solían turnar para viajar bien por carretera, bien en otro avión. El día 10 de diciembre le tocó al bajista James Alexander viajar, junto con un asistente de la gira, en otro avión desde Cleveland hasta Milwaukee, en Wisconsin, donde el piloto de Redding los recogería después de dejar al grueso de la comitiva en Madison. Llegados a su destino, esperaron en vano durante horas sin que nadie pasara a por ellos. Más tarde supieron el motivo: el avión de Otis Redding se había estrellado en el Lago Monona antes de llegar a Madison. Todos los ocupantes del avión fallecieron excepto el trompetista Ben Cauley, quien refundaría los Bar-Keys junto a James Alexander.

Steve Cropper acudió a los estudios de Stax para terminar la canción, tal como había acordado con Otis Redding. Llegado el momento, no quiso modificar los silbidos que el cantante había improvisado en la grabación anterior. Lo que sí hizo fue añadir sonidos de gaviotas y olas que se escuchaban de fondo, junto a los silbidos del cantante mientras la canción se iba desvaneciendo poco a poco. Los mismos sonidos de olas y gaviotas que Otis Redding escuchaba aquel día en Sausalito mientras contemplaba el agua, absorto en sus ensueños oceánicos, deleitándose en su dulce momento vital y preparando planes para el futuro.

Sittin’ in the dock of the bay salió como single en enero de 1968, y se convirtió en el primer single póstumo en alcanzar el número 1 en las listas norteamericanas. Hoy, cuando se cumplen 50 años de la desaparición de Otis Redding, es también su canción más conocida.

LETRA DE ‘SITTIN’ ON THE DOCK OF THE BAY -SEntado en el muelle de la bahía- (EN CASTELLANO)

Sentado al sol de la mañana
Estaré sentado cuando llegue la tarde
Mirando girar los barcos
Y mirándolos alejarse de nuevo

Sentado en el muelle de la bahía
Mirando bajar la marea
Simplemente estoy sentado en el muelle de la bahía
Desperdiciando el tiempo

Dejé mi hogar en Georgia
Encabezado por la bahía Frisco
Porque no tenía nada por lo que vivir
Y parece que nada va a venir a mi camino

Pues simplemente estoy…

Parece que nada va a cambiar
Todo permanece igual
No puedo hacer lo que la gente me dice que haga
Por tanto creo que seguiré de la misma forma

Aquí sentado, descansando mis huesos
Y esta soledad no me dejará solo
He vagado dos mil millas
Solo para hacer de este muelle mi hogar

Ahora simplemente estoy…

Etiquetado con: