Arundhati Roy, caminando con los desconsolados.

Arundhati Roy. Fotografía por Mayank Austen Soofi, 2017

Por Emma Rodríguez © 2017 / ¿Cómo contar una novela como El ministerio de la felicidad suprema de Arundhati Roy? Me hago esta pregunta cuando ante mí todo es aún una página en blanco en la que intentaré poner en orden las muchas ideas que bullen en mi cabeza, con las emociones a flor de piel por el impacto de una historia dura y estremecedora a la vez, capaz de agitar, de doler, de añadir también algo de sentido, de calma, de luz, a las oscuridades y tormentos del presente. ¿Cómo contar una novela cuyo primer capítulo es también un interrogante: ¿Adónde van a morir los pájaros viejos?” Una poética, sugerente, cuestión que encierra un hondo significado que descubriréis cuando os dejéis atrapar por la corriente de este río turbulento.

La escritora india, que se dio a conocer, hace dos décadas ya, con El dios de las pequeñas cosas, uno de esos libros arrolladores capaces de romper fronteras, dedica esta nueva entrega “a los Desconsolados”, pero podríamos añadir: a los marginados, los caídos, los fracasados, los diferentes, los inconformistas, los resistentes, los que ven, escuchan y piensan por sí mismos, los que no se resignan pese a los obstáculos del camino, los que no acatan normas y consignas que consideran injustas, los que luchan por sus ideales y defienden a los débiles, los que siguen soñando… Todo esto lo encontramos en esta novela que nos muestra a una escritora en plena madurez, desplegando nuevamente sus dotes innatas de contadora de historias, su capacidad de unir voces, de trasladarnos a un territorio donde podemos escuchar los lamentos y las risas de todo un pueblo, una ciudad, un país, un mundo. Porque leer este libro es como andar por una calle llena de gente, como cruzar infinidad de puentes y paisajes, avanzar por estrechas callejuelas y tomar trenes hacia parajes apenas imaginados. De la mano de la autora vamos abriendo la espesura y accediendo a habitaciones en penumbra donde cada vez alguien distinto nos hablará de su vida y nos hará conectar con su destino.

No podía ser otra la novela que devolviese a la ficción a Arundhati Roy. Ninguna otra podría ajustarse mejor a las vivencias, a la biografía de esta mujer que durante veinte años se ha dedicado a escribir ensayos en los que ha ido denunciando las injusticias de su país y el devenir de sociedades cada vez más desiguales. La veo dando la palabra a los más desfavorecidos, participando en movimientos de resistencia, aún a riesgo de ser condenada a penas de cárcel. El compromiso de Roy, su papel como activista, ha ocupado su tiempo y todo lo que ha aprendido, lo que ha visto, lo que ha sentido en tantos años de enfrentarse al poder, de no doblegarse, nutre las páginas de esta novela. Imagino a la autora defendiendo causas que la mayoría darían por perdidas, mientras, al fondo, agazapados, sus personajes aguardaban el momento de abordar las páginas que ahora recorremos. O tal vez, esos protagonistas, que nos resultan tan próximos, se le fueron presentando a la escritora, a lo largo de sus tránsitos por terrenos nada cómodos.

No podía ser otra la novela que devolviese a la ficción a Arundhati Roy. Ninguna otra podría ajustarse mejor a las vivencias, a la biografía de esta mujer que durante veinte años se ha dedicado a escribir ensayos en los que ha ido denunciando las injusticias de su país y el devenir de sociedades cada vez más desiguales.

Mis ensayos responden a intervenciones urgentes. Todo en mí se vuelca para abrir, de manera diferente, discursos que están muy contaminados, muy cerrados, que no pueden llegar a la gente a través de los medios convencionales porque estos se mueven por intereses. Pero cuando escribo ficción, toda la urgencia desaparece. Ahí se trata de construir algo con mucho cuidado, con mucho amor. Ensayo y novela son dos cosas que se suceden de manera muy diferente en mi cabeza y en mi corazón”, señalaba la autora en un acto celebrado en el Auditorio Nouvel (Centro de Arte Reina Sofía de Madrid) hace unos meses, durante la gira promocional por distintos países de El ministerio de la felicidad suprema.

En el diálogo que mantuvo entonces con la poeta y pensadora Chantal Maillard, Roy confesaba: “En estos veinte años mi universo se ha expandido muchísimo. Han entrado los conflictos”. Y señalaba que esta nueva novela, construida a la manera de “una ciudad por la que pasas y ves a los personajes”, no fue escrita “con la intención de ser una obra fácil, para ser consumida sin más”. Estamos, en efecto, ante una historia compleja, llena de bifurcaciones, por la que hay que dejarse arrastrar sin miedo, con la confianza de que en el camino vamos a encontrar sentido y unidad entre todas las piezas, entre todos los fragmentos de vida que la escritora nos va mostrando poco a poco, a ráfagas, hasta que llegamos a entender el motor que mueve el mecanismo de la novela: un hondo anhelo de convertirse, de convertirnos, en todos los seres que la habitan, de ser todos ellos a la vez, en un único abrazo, idea que me condujo a la contestación del filósofo Juan Arnau ante la pregunta de qué es lo que nos enseña el budismo: “Las cosas se apoyan las unas en las otras. Para vivir necesitamos la capa de ozono, el aire, las plantas, el planeta, y nos necesitamos los unos a los otros. Entonces lo que tenemos que hacer es ayudarnos”, extraigo este fragmento de una respuesta más amplia incluida en una entrevista publicada en Lecturas Sumergidas.

Arundhati Roy y Chantal Maillard. Fotografía por Nacho Goberna (2017)

La solidaridad, el cauce de la empatía, de la afectividad, están muy presentes en El ministerio de la felicidad suprema y en la obra y la vida de Arundhati Roy. Ella representa el compromiso con mayúsculas en las sociedades actuales, donde demasiadas veces vemos como se intenta manchar y demonizar a aquellos que combaten las desigualdades y se ponen al lado de los menos favorecidos. No fue casual que Chantal Maillard hiciese las veces de presentadora ese día. En sus viajes, búsquedas y ahondamientos en la cultura india, la poeta se cruzó con la autora y con sus luchas en contra de las pruebas nucleares, las grandes presas, las mujeres violadas, los campesinos despojados de sus tierras, el sistema de castas…

Quiero hacer aquí otro inciso y abrir las páginas de India, un libro donde se reúnen todos los escritos de Maillard sobre el país asiático y en uno de cuyos capítulos se refiere a “la infatigable Arundhati Roy, una de las personas que más se ha movido para la causa de los pueblos sin voz”. En el texto en concreto se menciona un artículo de nuestra autora en el que relata su larga marcha por la jungla al encuentro de los denominados maoístas o naxalitas, indígenas que se han resistido a verse despojados de sus tierras con el objetivo de beneficiar a compañías mineras, sufriendo por ello las violentas represalias del gobierno y viéndose obligados a desplazarse.

En Karnakata, por cada tonelada de mineral de hierro extraído por una compañía privada, el gobierno recibe un royalty de veintisiete rupias y la compañía minera se hace con cinco mil. En los sectores de la bauxita y el aluminio las cifras son mucho peores. Hablamos de robo a la luz del día, hablamos de miles de dólares. Lo suficiente como para comprar elecciones, gobiernos, jueces, periódicos, cadenas de televisión, ONGs y agencias de ayuda humanitaria (…) Al revés. Al derecho. Sea como sea, el Enemigo siempre es el Pueblo”, ha denunciado Roy en esta publicación urgente, a partir de sus investigaciones sobre el terreno, absolutamente volcada en la causa, en esta y en otras causas que la han llevado a granjearse el odio de las élites de su país.

Por defender a estos pueblos campesinos, por mi crítica continuada a la expropiación de sus tierras, por denunciar el juego sucio y sostener que las cosas no podían resolverse con dinero, porque esta gente no entiende de ansia, de avidez, me metí en problemas y acabé en la cárcel por mi insolencia, acusada de desacato”, declaró la escritora durante el encuentro citado. Y prosiguió: “Todo esto va en contra de las bases de la filosofía hinduista. Tampoco el cristianismo ni el Islam predican la avaricia. La celebración de la avaricia va a conducir a la especie humana a un lugar muy oscuro, muy difícil, el del capitalismo como única religión. El progreso basado en el consumo lleva a la destrucción, a que cada vez menos personas acumulen la riqueza del mundo” .

En su nueva novela Arundhati Roy enfrenta a sus personajes a esta realidad. A través de sus vivencias, de sus desgracias, de sus descubrimientos, nos sentimos muy cerca de quienes padecen, y percibimos con absoluta lucidez que la vida tendría que ser otra cosa, lejos de las trampas de lo material, de los anuncios de felicidad barata que nos inundan. Es difícil contar una novela que toca tanto, a la que cada cual deberá enfrentarse poniéndose en cuestión y dejando fuera de la puerta de acceso a sus páginas prejuicios y argumentos asumidos. Los aprendizajes, las verdades que la autora se ha ido encontrando por el camino en estos veinte años están aquí, contados desde el corazón. El conflicto de los maoístas aparece en un capítulo, a través de una desgarradora carta que llega a destino. El mapa de India, con todas sus contradicciones, se despliega en esta obra que tan bien refleja los males de la globalización, que tanto nos ayuda a entender los resortes que maneja el poder, el modo en que inocula mentiras y miedo.

“La celebración de la avaricia va a conducir a la especie humana a un lugar muy oscuro, muy difícil, el del capitalismo como única religión. El progreso basado en el consumo lleva a la destrucción, a que cada vez menos personas acumulen la riqueza del mundo”, ha declarado la escritora india.

Estamos, pues, ante una obra que reivindica la acción, la lucha, el activismo, pero, sobre todo, la solidaridad, los grandes y pequeños gestos de apoyo, de acompañamiento, que dan sentido a la vida. Estamos ante una historia de amor en toda su amplitud, en todas sus vertientes. Una historia de amor en un mundo nada idílico, pero donde cabe, como siempre a lo largo de la Historia, aún en sus capítulos más negros, la esperanza en la nobleza del ser humano, porque pese a tanta maldad como se muestra, la luz de la dignidad, cuando se enciende, deslumbra con su potencia.

Como os decía antes, muchas voces y vidas se van encontrando a lo largo del camino. La autora va mostrándonos fragmentos, situaciones diversas, a la manera de piezas separadas que se acaban engarzando, adquiriendo significado. Hay enigmas que se abren, preguntas sin respuesta que se van desvelando a medida que avanzamos en la lectura. Al comienzo es Anyum (“ella vivía en el cementerio como si fuese un árbol más”) quien nos cuenta su historia, la historia de una hermafrodita que huye de la incomprensión y la vergüenza de su familia   y se traslada, en un primer momento, a vivir a la Jwabgah, un lugar con residentes de su misma condición, las hijras, que establecen sus propios códigos y normas de convivencia en una especie de islote dentro de la ciudad de Delhi. El suyo es el relato de una transformación; mejor de varias transformaciones, porque su trayecto será largo. El suyo es el relato de cómo aceptar la diferencia, de cómo acabar encontrando, a partir del rechazo, un lugar en el mundo que pueda servir de inspiración, acogida y refugio para otros.

A través de este personaje y de su entorno accedemos a la lucha por los Derechos de Género, al cruce entre tradición y modernidad. Hay un pasaje que nos sitúa en el tiempo en el que todo está transcurriendo, aunque otros episodios suceden en etapas anteriores y hacen referencia a hechos históricos como el asesinato de Indira Ghandi en 1984. Quienes un 11 de septiembre de 2001 se encuentran en la Jwabgah tienen la televisión encendida y tardan algún tiempo en reaccionar, en comprender que esas imágenes de gente diminuta lanzándose al vació desde las ventanas de las Torres Gemelas no corresponden a ninguna película sino a la realidad de aquel terrible día Nueva York. Los efectos del drama se hacen notar poco después en el país. “Cuando llegó diciembre, la Vieja Delhi estaba inundada de familias afganas que huían de los aviones de guerra que zumbaban en sus cielos como mosquitos fuera de temporada y de las bombas que caían como lluvia de acero. Por supuesto que los grandes políticos (que en la zona antigua de Delhi incluía a todos los tenderos y a los ulemas) tenían sus propias teorías. El resto de los habitantes de la ciudad no entendía qué tenía que ver toda esa pobre gente con aquellos edificios altísimos de Estados Unidos”, leemos, entendiendo más adelante cómo a los principales ministros les convenía la tragedia para hacer crecer la hostilidad contra los musulmanes, alentar la idea de una república hinduista y promover una nueva ley antiterrorista como medida de seguridad.

Arundhati Roy y Chantal Maillard. Fotografía por Nacho Goberna (2017)

Los diferentes, los extraños, los que se sitúan fuera de los márgenes, de lo supuestamente normal, aceptado, son los protagonistas de una historia que nos acerca al demoledor sistema de castas en la India, un viejo caballo de batalla de Arundhati Roy, que en uno de sus ensayos ha llegado a desmitificar la sagrada figura de Ghandi demostrando que siempre se mostró a favor de su pervivencia como pilar de la civilización hindú. Me detengo en sus palabras el día que conversó en el Centro Nacional de Arte Reina Sofía con Chantal Maillard. “Ghandi fue un visionario y un magnífico político, pero hay muchas falsedades en su leyenda. No podemos sacralizar la India antigua porque se sostiene sobre el sistema de castas. Y en el país neoliberal, en la potencia nuclear de hoy en día, siguen existiendo tareas heredadas. Las castas se han fundido con el capitalismo moderno y el resultado es terrible. Impera un sistema jerárquico, segregador… La sociedad está dentro de una rejilla de hierro, absolutamente rígida”, señalaba.

“El ministerio de la felicidad suprema” nos acerca al demoledor sistema de castas en la India, un viejo caballo de batalla de Arundhati Roy, que en uno de sus ensayos ha llegado a desmitificar la sagrada figura de Ghandi demostrando que siempre se mostró a favor de su pervivencia como pilar de la civilización hindú.

A través de la novela Roy nos acerca a “la supercapital de la nueva superpotencia del mundo”, donde, según las brillantes noticias difundidas al mundo, todos parecían felices y donde los favorecidos se dedicaban a pensar en “el apartamento que iban a comprar, el jacuzzi que iban a instalar y la tinta aún fresca del contrato increíblemente ventajoso que acababan de firmar con la administración pública”, al tiempo que encontraban la calma en las clases de meditación y la iluminación a través de la práctica del yoga. Pero “lejos de las luces y los anuncios, las aldeas se despoblaban. Las ciudades, también. Millones de personas se vieron desplazadas, pero nadie sabía hacia dónde”, nos cuenta la voz narradora. Y continúa: “Los expertos ofrecían sus expertas opiniones a cambio de unos honorarios: Alguien tiene que pagar el precio del progreso…”

Arundhati Roy habla de India, pero por momentos nos identificamos con el retrato que traza. En muchos aspectos el Delhi que dibuja se parece a las ciudades del Primer Mundo que habitamos, donde la desigualdad es cada vez más creciente y donde la corrupción se practica con descaro. “Los políticos, los hombres de negocios, los hombres de negocios-políticos y los políticos-hombres de negocios se habían quedado con cantidades inimaginables de dinero público”, leemos en la novela.

Arundhati Roy habla de India desde distintos prismas y matices. En un momento dado, uno de los protagonistas, observando un callejón de Delhi desde la ventana de la casa en que se encuentra, reflexiona: “Comparado con Kabul o con cualquier lugar de Afganistán o Pakistán o, si me apuran, con cualquier otro país de nuestro entorno, este pequeño callejón, con su monotonía cotidiana, su vulgaridad y sus desafortunadas pero tolerables iniquidades, sus burros y sus pequeñas crueldades, es como un rinconcito del paraíso. Las tiendas del mercado venden comidas, flores, ropa y teléfonos móviles en lugar de granadas y ametralladoras. Los niños juegan a llamar a los timbres y no a ser terroristas suicidas…”

En este libro son los personajes los que, a través de sus circunstancias, muestran cómo se mueve todo, cómo funciona el sistema de castas, cómo oprime a los de posiciones inferiores y beneficia a los intocables, privilegiados. A través del joven Sadam y su trabajo en el depósito de cadáveres sabemos, por ejemplo, que los médicos hindúes, “responsables de llevar a cabo las autopsias, se consideraban a sí mismos de la casta superior y no tocaban a los muertos por miedo a contaminarse”, mientras que los hombres que lo hacían “eran contratados como limpiadores y pertenecían a una casta de barrenderos y curtidores a los que llamaban chamares”. También Sadam es otra figura que crece, que se transforma en la novela; en realidad todos los pobladores de esta prodigiosa ciudad literaria lo hacen, y tal vez por eso, se quedan con nosotros durante largo tiempo, pasando a formar parte de la gran saga de la ficción que cada lector va forjando a lo largo del tiempo.

Me he sentido conmovida por tanta biografía del fracaso, por tantos ejemplos de gente nadando a contracorriente, a la búsqueda de tablas de salvación. Me ha fascinado la historia de Tilo, una enigmática mujer que, en cierto modo, por esos paralelismos que entablamos dentro de nuestra familia literaria, me ha recordado a La Maga de Cortázar. Es absolutamente cautivadora su relación con Naga, Musa y Biplab. Todos se conocen en su etapa de estudiantes, mientras ensayan una obra de teatro que nunca llega a representarse, y a partir de ese momento sus destinos se entrelazan en una compleja maraña de amores, encuentros y desencuentros, tanto ideológicos como vitales.

Naga es un periodista de izquierdas de feroz lenguaje que acaba colaborando, desde su posición de experto en temas de seguridad, para los Servicios de Inteligencia del Estado a través de su relación con Biplab, que es un alto cargo en los mismos, mientras Musa se acaba convirtiendo en un guerrillero perseguido, defensor de la independencia de los musulmanes de Cachemira, obligado a vivir en la clandestinidad. Tilo es parte fundamental de la vida de todos ellos. Es un personaje de mujer valiente, independiente, compleja, que se sitúa en los márgenes de lo establecido y que, a través de la comprensión y complicidad con la lucha del pueblo cachemir, acaba encontrándose a sí misma. Su relato, contado a ráfagas, lleno de misterios, nos mantiene expectantes, porque queremos conocerla mejor, entender sus sentimientos y motivaciones.

Arundhati Roy. Fotografía por Nacho Goberna (2017)

Cachemira, su permanente conflicto, ocupa una parte importante de esta novela, que nos ayuda a mirar de otra manera, lejos de las verdades oficiales, a las minorías, en este caso la musulmana, víctima de la superioridad del gobierno indio. Arundhati Roy se asoma al drama de un pueblo en el momento más duro de la represión, un pueblo que convive diariamente con la muerte y con las pesadillas. “No había ningún guía turístico a mano que le dijese que en Cachemira las pesadillas eran promiscuas. Que les eran infieles a sus dueños, que se colaban dando volteretas, sin rubor, en los sueños de los demás, que no respetaban límite alguno y que eran las mayores expertas en emboscadas. No había fortificación ni edificio vallado que pudiera mantenerlas a raya. Lo único que uno podía hacer con las pesadillas en Cachemira era abrazarlas como a viejos enemigos…”

La escritora se aproxima al fondo de la manipulación, de la violencia, a los subterráneos del poder, sin medias tintas; nos hace partícipes de la complejidad de situaciones ante las que no caben verdades absolutas y sí mucha amplitud de miras para aceptar la diversidad de culturas, costumbres y creencias. El retrato de personajes como el del sanguinario Amrik Singh, el Carnicero de Cachemira, nos lleva a pensar en los inolvidables sátrapas y dictadores que habitan en la literatura latinoamericana. No en balde, Roy siempre se ha sentido cercana a autores como Gabriel García Márquez, a ese realismo, denominado mágico que, de alguna manera, en determinados pasajes, emana de las páginas de sus ficciones.

La escritora se aproxima al fondo de la manipulación, de la violencia, a los subterráneos del poder, sin medias tintas; nos hace partícipes de la complejidad de situaciones ante las que no caben verdades absolutas y sí mucha amplitud de miras para aceptar la diversidad de culturas, costumbres y creencias.

Hay muchos capítulos que merece la pena destacar de esta novela tan llena de preguntas, que arranca de la indignación y de la lucidez, absolutamente crítica, demoledora, dura, por cuyos senderos avanzamos angustiados por el destino de sus protagonistas. No quiero terminar sin aludir al mensaje que lanza el doctor Azad Bhartiya, otro personaje inolvidable, desde Jantar Mantar, lugar en el que mantiene una huelga de hambre desde hace once años y donde se reúnen los desposeídos, todos los que quieren que sus causas sean tenidas en cuenta. “Toda esta gente viene desde el último rincón de la India con sus sueños y peticiones. No hay nadie que les escuche. Nadie escucha. La policía les golpea. El gobierno les ignora. Esta pobre gente no puede quedarse aquí, puesto que la mayoría vienen de aldeas y suburbios y tienen que ganarse la vida. Deben volver a sus tierras o la de sus terratenientes, volver a sus prestamistas, a sus vacas y búfalos que salen más caros que un ser humano, o a sus chabolas. Pero yo permanezco aquí en su nombre. Ayuno por su progreso en la vida, por que se acepten sus peticiones, para que sus sueños se hagan realidad…”, escuchamos su voz.

Como decía antes, esta es una novela llena de transformaciones.  Biblap y Naga se convierten en otros hombres. “Todas las noches, cuando veo las noticias, me sorprendo ante la exhibición de tanta ignorancia e idiotez”, se dirige a nosotros el primero, consciente de haber sido “un opresor de clase alta, de una casta superior”. En una esclarecedora conversación que acaba manteniendo con Musa –el antiguo compañero de teatro, el guerrillero que no teme por su vida, poseedor de una maravillosa historia de amor y dolor– este le dice que al final es probable que Cachemira logre que la India se acabe autodestruyendo, forzada a mirar, a recordar, sus crímenes, cercada por jóvenes generaciones de guerreros “más duros, más intolerantes y menos compasivos”, que tendrán más posibilidades de ganar “porque pertenecían a una generación que no había conocido otra cosa más que la guerra”.

Al final, si hubiera que elegir una palabra, sería dignidad. La propia escritora está convencida de que sin dignidad no puede haber cambios en India ni en ninguna parte del mundo; que solo a través de la dignidad puede hacerse frente a tanta hipocresía y falsedad. En la novela es Musa quien habla de “lucha por la dignidad”. Y son muchos los personajes de esta historia que demuestran el alcance y el sentido de esa lucha en el día a día, en el transcurrir de vidas anónimas en las que pequeños gestos pueden acabar convirtiéndose en grandes gestas, en la que los sueños, los anhelos de felicidad, están muy presentes. “La materia del sueño tiene mucho que ver con la India y la espiritualidad sigue estando presente, pese a todo. Es ahí donde está la parte que sigue sin ser conquistada, que aún no ha sido colonizada. Los lugares son lo que la gente quiere que sea”, contestaba Arundhati Roy a Chantal Maillard cuando esta le preguntaba si también la espiritualidad había sido un invento del nacionalismo hindú.

Arundhati Roy y Chantal Maillard. Fotografía por Nacho Goberna (2017)

Un nacionalismo cada vez más enardecido que “está poniendo en peligro las bases de la Democracia, con dos partidos, uno de línea dura y otro un poco más moderado, que juegan a disputarse el poder, aunque ambos obedecen a las mismas empresas, defendiendo, al precio que sea, el tan aclamado progreso”, señaló la escritora, mientras Maillard apuntó que la historia le resultaba familiar, en alusión al bipartidismo español. Ahora, una vez  concluida mi lectura de la novela, al repasar las notas que fui tomando mientras se desarrollaba el diálogo entre ambas autoras, compruebo cuán reveladora fue esa charla, porque Roy dejó clara su posición como mujer, como ciudadana india, como escritora. “No podemos dejar de mirar al mundo en el que vivimos, a la situación política, y tomar posiciones, decidir, sabiendo que esas decisiones no siempre pueden ser puras y hermosas. Cuando escribí esta novela mi compromiso fue estar en todos los personajes, convertirme, poco a poco, en todo. Hablar de Delhi, de Cachemira, a través de protagonistas tan complejos, fue adentrarme en ojos y almas muy diferentes, aceptar los matices, lejos de la justicia absoluta, de la maldad absoluta…”

Vuelvo a las páginas de la novela: “¿Cómo contar una historia hecha añicos? Convirtiéndote poco a poco en toda la gente. No. Convirtiéndote poco a poco en todo”. He ahí, en esas palabras, la mejor manera de apresar su espíritu. Es ahí, como señalaba, Chantal Maillard, en esa conversión, en ese abrazo, al todo, donde aún podemos aprender algo de India, de las creencias y filosofías que nutren sus raíces, que recorren su Historia.

  • El Ministerio de la felicidad suprema, de Arundhati Roy, está publicado por Anagrama. La traducción ha corrido a cargo de Cecilia Ceriani.
  • La fotografía de Arundhati Roy que aparece en la cabecera del artículo es de Mayank Austen Soofi (2017)
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