(CONVERSACIÓN EN 2 TIEMPOS) (I)
Por Emma Rodríguez © 2017 / En El balcón en invierno cuenta Luis Landero que en su niñez no había libros, pero sí magníficos narradores orales que, con toda seguridad, le inculcaron el gusto por las historias a medias entre lo vivido, lo soñado y lo inventado. Habla de la familia, de la presencia poderosa del padre, de la dureza y los misterios del campo donde se crió, de sus andanzas como chico de barrio cuando los suyos decidieron dejar Extremadura y arribar a Madrid. Y también de sus primeras e intensas lecturas, de su entrega a la literatura, tras paréntesis y tanteos en otros oficios, de la vida y de los momentos que le han convertido en la persona que es, en el escritor que, desde Juegos de la edad tardía, su espectacular carta de presentación, ha ido levantando una obra que indaga en la búsqueda de la identidad, en la distancia que separa los deseos de la realidad, en las mentiras que creamos para hacer más llevaderas las rutinas. Es, sin duda, El balcón en invierno un libro fundamental para todo el que se quiera acercar a Luis Landero y a su obra. Un mapa existencial atravesado de honduras, a medio camino entre la novela, la biografía y el diario reflexivo.
Por eso, recorriendo sus páginas se inicia esta conversación que tuvo lugar cuando el autor acababa de entregar a su editorial de siempre, Tusquets, una nueva novela, La vida negociable. “Me pillas en la fase del idilio, de la felicidad, de la liberación y la satisfacción por el trabajo realizado”, confesaba con sonrisa, mostrando las primeras pruebas de la portada, la imagen de una pareja que, en su opinión, reflejaba muy bien el físico, los ademanes, de sus protagonistas. “Ella es un poco andrógina, que es como yo he imaginado a la chica, y él tiene el gesto de no saber nada de su vida, de no saber lo que quiere… Su historia de amor es tumultuosa… Las suyas son vidas extrañas, bueno, todas las vidas lo son si escarbas un poco en ellas”, contaba un Landero ensimismado, haciéndonos pensar en que esas existencias anónimas, narradas en su ritmo cotidiano, en ocasiones sorprendentes en su corriente transcurrir, son las que llenan sus novelas.
Desde Juegos de la edad tardía, su espectacular carta de presentación, Landero ha ido levantando una obra que indaga en la búsqueda de la identidad, en la distancia que separa los deseos de la realidad, en las mentiras que creamos para hacer más llevaderas las rutinas.
“La vida negociable” es la de historia de un hombre maduro que empieza a mirar hacia atrás, hacia su adolescencia, hacia los anhelos de entonces. Se trata de un hombre que carece completamente de cualidades, de un perfecto inútil que se cree un genio y piensa que tiene un montón de dones. Pero, a pesar de sus creencias, el destino no se encargará de premiarlo por ello. Va pasando el tiempo y el destino no lo premia. Termina siendo peluquero, pero no se resigna y está buscando todo el tiempo algo, no se sabe muy bien qué… Bueno, en el fondo, toda novela es eso, una búsqueda. Como siempre, lo que he pretendido es contar una vida en apariencia normal, pero con un fondo de verdadera tempestad, una tempestad de carácter, un alma en ebullición permanente…”.

Tiene Luis Landero una voz radiofónica, pausada, cercana, cautivadora. Su voz y sus ademanes son rasgos distintivos de su perfil de hombre tranquilo, afable. En el momento en que tuvo lugar este encuentro, y en espera de nuevos ímpetus narrativos, el escritor había vuelto a recuperar el tiempo de los paseos largos, ya sin premuras por volver a casa a vivir las vidas ajenas de la ficción, más atento a la actualidad, al persistente ruido de la inmediatez política y mediática que le resulta tan cansina, ramplona, y preocupante al mismo tiempo, sabiendo que, en su caso, siempre puede recurrir al refugio que le proporciona el mundo de las palabras y la imaginación, un territorio al que sabe que tarde o temprano ha de volver, del que tal vez nunca se retira del todo.
Nada que ver este Landero, entusiasta ante la historia concluida, aún muy apegado a ella, pero ya separándose poco a poco de sus atmósferas, con los momentos de bajón, de dudas, que también llegan, y de los que habla en las primeras páginas de El balcón, donde se refiere a esas inevitables etapas que, muy probablemente, atraviesa todo escritor, etapas de estar “reñido con la literatura, saturado de ficción”, hasta aburrido de los buenos libros.
– ¿Para qué escribo?, te preguntas en El balcón en invierno. El tono es muy pesimista. ¿La nueva novela es una especie de superación de ese estado de cuestionamiento?
– No. No lo creo. En el momento en que escribía El balcón, que de hecho iba a ser la historia de un jubilado, la que aparece al principio, hasta que me encontré con otro libro en el camino, que es el que finalmente se impuso, hubo un momento en el que me sentí un poco harto. Es algo que suele suceder en ocasiones. Uno se harta de la novela, de la escritura, hasta de la vida misma. Hay fases en las que acabamos saciados de todo esto, en los que repudiamos incluso leer libros. Yo he llegado a aborrecer la literatura y he dejado constancia de ello en las páginas de este libro, pero son cansancios pasajeros. Siempre acaban pasando y vuelven otra vez las ganas. Pero, como te decía, esto pasa en todos los ámbitos de la vida, incluso en el amor, salvo en el caso de esos amores eternos que aparecen en los libros.
– Bueno, en la vida hay amores que se prolongan y se enriquecen…
– Sí, pero en muchos casos a lo que se llama amor habría que llamarlo costumbre. Es la costumbre lo que se prolonga, la resignación. Igual que cuando tienes un trabajo y hay una suerte de resignación que te hace continuar levantándote cada día y acudiendo a la oficina. Es algo lógico, por otra parte, porque sería tremendo estar permanentemente en un estado de rebeldía contra todo. De lo que yo hablo es de resignación en el buen sentido de la palabra, de resignarte a tu suerte. Vamos a dejar de soñar, vamos a dejarnos de romanticismos, vamos a dejar de ser Emma Bovary… Me refiero a eso.
– ¿Cada nueva novela entonces es como un principio, como un nuevo enamoramiento, se renueva la pasión por la literatura, se olvidan los desamores del pasado?
– Sí, claro, siempre sucede así. Yo siempre he pasado por esos momentos y siempre los he superado. Cuando empecé a escribir Juegos, mi primera novela, la abandoné durante un año, porque no me gustaba, porque no era lo que quería escribir. Eso es algo muy habitual, le sucede a muchos autores, pero es que, además, en mi caso, mi temperamento es muy dado a los altibajos. A menudo paso de estar contentísimo con lo que estoy escribiendo a cansarme de repente. Un día, sin saber cómo, de pronto, deja de gustarme lo que estoy haciendo, se rompe el idilio y resulta duro, porque cuesta volver a recuperarlo. Lo que escribí en El balcón sobre mi repudio de la novela fue fruto de uno de esos momentos, de una de esas crisis pasajeras que uno tiene y que también resultan necesarias. No hay nada peor que la complacencia en esta profesión.
– Pero ahora estás en la fase del idilio. La novela que tanto te ha absorbido ha llegado a su fin y la historia está ya en manos de la editorial, a punto de salir… ¿Qué sensaciones estás experimentando?
– Bueno, son los momentos del idilio, sí, de la felicidad, de la liberación y la alegría por el trabajo hecho. Estás contento, pese a que a veces tienes dudas. Como has trabajado mucho te entregas al gusto de haber acabado, de tener la obra realizada. Supongo que de manera similar se siente el ebanista que ha terminado una mesa, una silla, o el luthier que ha construido su instrumento musical. Es la hora de contemplarlo, de sentir la satisfacción porque has logrado hacerlo una vez más y de disfrutar de la tregua. ¿Sabes las treguas que había entre ejércitos enemigos en Navidad, cuando se acordaba que no iba a haber disparos? Pues es algo parecido (risas). No tienes la obligación de escribir, estás eximido de todo, como los niños en vacaciones, cuando pueden dedicarse a jugar, cuando los padres les consienten todo y el colegio está todavía muy lejos… Este para mí es un momento de disfrute y de descanso… Luego, poco a poco, en un plazo de tiempo no demasiado largo, la verdad, ese descanso se va convirtiendo en tedio porque no sabes qué hacer y las mañanas empiezan a ser pesadas. Ahí regresas con más ímpetu a anotar cosas en el diario. Empiezas a escribir aunque sea una página sin ningún tema en concreto, como quien va por el bosque y de repente se encuentra con algo que le sorprende. ¡Ah, mira una flor, una seta, una ardilla…! Son paseitos como de convaleciente en los que te vas reconciliando con la escritura.
– ¿En qué momento acaba el idilio?
– Cuando la novela se publica empieza a perderse. La fiesta para dos, a la que solamente están invitados el autor y los personajes de la novela, se termina y se abre la puerta a todo el mundo. Ya hay demasiada gente, ya te sientes demasiado observado y percibes que la novela deja de ser tuya. Es un poco de todos. La soberanía ha pasado al lector. El idilio se acaba y llega el divorcio. Yo no quiero saber nada más de las novelas en cuanto se publican, las aparto y ya no quiero saber más…
– ¿Estás atento a las críticas? ¿Te afectan?
– Me gustaría decirte que no, pero te engañaría. Sí, estoy atento a las críticas, aunque cada vez menos. Al principio era algo tremendo, pero ya me ha salido callo y hasta me permito mirar con una cierta sonrisa algunas críticas. Me sé cómo funciona este mundo, puedo imaginar incluso lo que van a decir determinadas personas. La crítica literaria, además, ha cambiado bastante desde que publiqué mi primera novela hasta ahora. En esta etapa de mi trayectoria las malas críticas me siguen afectando, pero me dan un día malo, raramente dos. Con uno vale. Y en cuanto a las buenas no me producen grandes satisfacciones, su efecto es momentáneo. Son más las críticas negativas que recuerdo, son más perdurables. Por supuesto que las buenas siempre gustan, devuelven la seguridad en uno mismo, pero se tienden a olvidar más pronto.
– ¿En qué ha cambiado la situación? ¿A qué te refieres?
– Bueno, antes había como más entusiasmo y autenticidad en la crítica. Ahora percibo una suerte de insinceridad en lo que se escribe, una especie de desidia. No sé si serán cosas mías, a lo mejor es que me estoy haciendo viejo y empiezo a idealizar los tiempos pasados… Pero recuerdo que en los años 80, los 90, había más pasión. Quizá porque entonces la novela tenía una cierta importancia. Desde que Internet empezó a hacerse popular, a ocupar los espacios, el tiempo de la gente, la literatura ha pasado a ser considerada de otra manera y eso ha ido empalideciendo a la crítica. Los suplementos literarios ya no tienen el vigor que tenían antes y mucho menos la influencia. Antes una buena crítica en un periódico le daba un empujón al libro, pero ya no es lo mismo, y también se han acentuado los intereses espurios, los amiguismos. Los medios en general, en el área de la política de manera vergonzosa, pero también en el ámbito cultural, han perdido independencia. De hecho, la falta de independencia, de libertad, de pluralidad, de los medios de comunicación es uno de los graves problemas de la democracia española. Hoy la cultura no tiene importancia en los medios, pero tampoco en la sociedad. Te voy a poner un ejemplo muy sencillo: en los años 90, yo creo que hasta el 2000, siempre que ocurría un acontecimiento importante, a nivel político o social, desde los periódicos se solía llamar a los escritores para pedirles su opinión, pero ahora ya no llama nadie, ya no interesa… No es que me parezca mal que no se nos tenga en cuenta, pero resulta muy significativo. La cultura ha pasado a ser un suburbio del entretenimiento.
Los medios en general, en el área de la política de manera vergonzosa, pero también en el ámbito cultural, han perdido independencia. De hecho, la falta de independencia, de libertad, de pluralidad, de los medios de comunicación es uno de los graves problemas de la democracia española.
– ¿Estás de acuerdo en que para conocer de cerca a Luis Landero hay que leer El balcón en invierno?
– Sin duda. Mientras escribía el libro era muy consciente del material autobiográfico que estaba manejando. Hay elementos que están presentes desde mi primera novela. En Juegos de la edad tardía sale también mi padre y mi adolescencia en el barrio de Prosperidad, aunque de manera más novelada. Desde siempre he jugado con los materiales de mi propia vida. La única diferencia es que aquí todo eso aparece de manera mucho más frontal. Está escrito con el ánimo de contar las cosas tal como fueron. Es evidente que quien haya leído mis novelas cuando abra las páginas de este libro se dará cuenta de muchas cosas y se dirá: ¡Ah por eso aparece aquí esto, por eso lo de más allá…!
– Hay una imagen que me gusta mucho, que es la de los lectores como una especie de detectives que disfrutamos encontrando las pistas desparramadas por las carreteras literarias que frecuentamos, pistas que nos llevan de un libro a otro, de una región a otra. Ese ejercicio es muy creativo.
– Bueno, eso es algo que nos ha pasado a todos, a todos los buenos lectores. Yo lo recuerdo, por ejemplo, con García Márquez, el gran placer de leer El coronel no tiene quien le escriba y luego encontrarlo en Cien años de soledad y después en un cuento. Poco a poco se van descubriendo los datos que ayudan a identificar un mundo literario concreto. Me ha pasado también con Faulkner, con Onetti, sobre quien hice la tesina, y, por supuesto, con Kafka, con mi querido Kafka. Estoy muy de acuerdo en que la lectura es una actividad creativa. Siempre se habla de la inspiración del escritor, pero muy poco de la del lector. Y hay lectores inspirados, claro que sí. Hay lectores inspirados y los hay no inspirados. Y los primeros, los buenos lectores, enriquecen la obra, sin duda. ¿Qué pasa con el Quijote? Pues que es la novela de Cervantes más 400 años de experiencias de lectura. Son muchas las generaciones que han contribuido a lo que es actualmente. El Quijote ya no es el que escribió Cervantes, es algo más, porque detrás hay muchas capas, muchas generaciones, millones de lectores. Es ya un libro muy manoseado, con muchas experiencias vitales añadidas a sus capítulos. Los clásicos tienen ese sello que deja el lector sobre sus páginas.
– Hay autores como Patrick Modiano que juegan continuamente a esto, que estimulan esa capacidad detectivesca de sus lectores. Sus historias son como puentes que conducen a otras historias, dentro de su territorio, un territorio literario acotado, absolutamente identificable. Su obra es como un laberinto. Te metes por unas calles y sales por las mismas en otro libro. En él está muy claro todo esto de lo que hablamos.
– Sí, así es. Yo distingo entre dos tipos de autores: los nómadas y los sedentarios. No digo que unos sean mejores que los otros, no entro a valorar, simplemente me dedico a nombrarlos. Los primeros pueden novelar no importa qué. Mario Vargas Llosa, por ejemplo, puede escribir una novela de un dictador dominicano y después escribir sobre una guerra que sucedió en Brasil. Puede novelar una experiencia suya de cuando estuvo en el colegio y adentrarse en una novela erótica. Puede escribir no importa de qué. Y luego hay otra serie de escritores que son los sedentarios, que están moliendo una y otra vez el mismo grano, dando vueltas y vueltas sobre una misma historia, desembocando siempre en algo un poco parecido. Faulkner es un caso muy claro. A veces sus personajes son intercambiables. A Popeye, el protagonista de Santuario, lo puedes intercambiar por Christmas, el de Luz de agosto. Son prácticamente iguales: en sus gestos, en su manera de ser, en todo. En Faulkner, hay como unos demonios literarios, unas obsesiones que se repiten continuamente en sus novelas. Es un mundo del que él no puede escapar. Y a Kafka también le sucede. El castillo o El proceso son prácticamente lo mismo.
Siempre se habla de la inspiración del escritor, pero muy poco de la del lector. Y hay lectores inspirados, claro que sí. Los buenos lectores, enriquecen la obra, sin duda. ¿Qué pasa con el Quijote? Pues que es la novela de Cervantes más 400 años de experiencias de lectura. Son muchas las generaciones que han contribuido a lo que es actualmente.
– Y tú eres claramente sedentario.
– Sí. Yo más bien soy sedentario. Ya estoy resignado a esto, porque siempre que escribo lo hago en torno a una materia narrativa que está emparentada y tiene un aire de familia. Los asuntos que trato, que me interesan, se repiten y cada novela es como una variante del mismo tema.
– Antes señalabas que Internet está perjudicando a la lectura. En El balcón llegas a expresar el temor de que los lectores se lleguen a convertir en una especie de secta, “como los cristianos de las catacumbas”. Te refieres a esa minoría capaz de resistir a otras tentadoras ofertas de entretenimiento. Pero, sin embargo, hay obras, no necesariamente best-sellers que siguen funcionando. De El balcón se han hecho ya diez ediciones. Hay lectores, aún quedan lectores.
– Así es y estoy encantado. Es un libro que está yendo muy bien. Y los medios siguen ayudando, también las redes sociales. Pese a todo lo dicho, a mi pesimismo innato, soy consciente de que los libros circulan ahora de otra manera, a través de otros canales. Hay blogs magníficos que estimulan la lectura, claro que sí. Pero lo que yo me planteo es si la actual generación de lectores, que tienen ahora en torno a treinta y tantos, cuarenta, cincuenta, va a tener sucesores. ¿Los jóvenes leen? Ojalá, pero es que las tentaciones de la tecnología son tantas, son tan atrayentes para cualquiera y son tan idiotizantes a la vez… Es muy difícil pasar de ahí a la lectura, porque exige esfuerzo, soledad, recogimiento. ¿Y ese esfuerzo están dispuestos a hacerlo? No lo sé. Lo que digo de la secta, de la probabilidad de volver a las catacumbas en este sentido, es algo muy exagerado, pero que responde a mis reflexiones sobre todo esto. En gran parte el futuro depende de la educación, de las escuelas.
– Siempre se acaba hablando de educación. No puede haber una sociedad crítica sin educación. No puede haber transformaciones sin una buena educación, capaz de crear lectores con criterio. Es fundamental.
– Sí. Siempre acabamos en lo mismo, pero lo cierto es que el panorama actual es muy triste, muy penoso. Parece que hoy existe una conspiración en contra de las humanidades. Yo creo que la hay claramente. La literatura se está desvaneciendo en los planes de estudio, lo mismo que la filosofía, que las humanidades en general. El poder siempre ha perseguido gobernar para sociedades dormidas, dóciles, sin criterio, porque ese tipo de sociedades son más fáciles de manejar. Tiene los medios para hacerlo y ahora echa mano de ellos con más razón porque algo se está moviendo en la sociedad y hay que evitar que la gente sea aún más consciente de la necesidad de cambios. Se necesitan ciudadanos cada vez menos críticos, cada vez más dóciles, y, por otro lado, se fomenta que las humanidades no valen para nada, que son conocimientos inútiles, que no llevan a encontrar trabajo. En esto último también es cómplice la gente. ¿Para qué indagar en el pasado si vivimos en el tiempo de la actualidad, de una actualidad que cambia a marchas forzadas? ¿Para qué, si a través de twitter estamos viviendo el momento, la historia en directo, nos vamos a ocupar de lo que pasó aquí hace 40 años; y no digamos 200? El no querer saber, el sostener la desmemoria, es muy preocupante.
El poder siempre ha perseguido gobernar para sociedades dormidas, dóciles, sin criterio, porque son más fáciles de manejar. Tiene los medios para hacerlo y ahora echa mano de ellos con más razón porque algo se está moviendo en la sociedad y hay que evitar que la gente sea aún más consciente de la necesidad de cambios.
– Es que, volvemos a lo mismo, a la enseñanza. Para moverse en twitter, para que de verdad las redes sociales se conviertan en un medio enriquecedor, a través del que informarse y contrastar opiniones, hace falta criterio.
– Claro, hace falta criterio y hay que saber dedicarle el tiempo justo. Yo prefiero no estar dentro, pero me interesa el fenómeno y de vez en cuando me acerco como observador. Es indudable que se trata de un medio que te engancha. Pero mi impresión es que, quitando un cinco por ciento, el resto de los contenidos que te encuentras son totalmente prescindibles. Lo que yo veo en twitter con demasiada frecuencia es un semillero de imbecilidad, de rencor y de mala hostia. Por cada cosa interesante que descubres hay unas simplezas y unas obviedades tremendas, y, lo peor de todo es el cultivo exagerado del insulto. Hay demasiado insulto, demasiada falta de respeto hacia los demás. Hay demasiada basura, con las debidas y nobles excepciones. Y digo todo esto sabiendo que la herramienta podría ser maravillosa, que Internet podría ser maravilloso.
– Bueno, antes te referías a la falta de independencia, de pluralidad, en los medios de comunicación. Ese vacío lo está llenando en cierto modo Internet, donde se puede acceder y compartir informaciones, contenidos, que no aparecen en las publicaciones en papel.
– Sí. Tienes razón y eso es algo muy triste y peligroso, porque ese vacío del que hablas también da lugar a mucha información falsa, no contrastada. Hay bulos, hay calumnias, hay demasiadas sombras de sospecha. Es un mundo un tanto sombrío desde ese punto de vista, pero, como decía antes, en principio es una buena herramienta. Lo que sucede es que el papel de mediadores, de puentes de acceso a la información, a una información veraz, seleccionada, contrastada, lo tendrían que seguir cumpliendo los medios de comunicación. Pero la única manera de que un medio funcionara hoy es que estuviera subvencionado por los lectores y eso parece que está lejos de suceder. Es tremendo lo que está pasando en los medios, los intereses que entran en juego. Los accionistas son las oligarquías. Eso está quedando cada vez más en evidencia y de ahí que muchos asuntos que antes se trataban de manera sutil, con cuidado, ahora se exponen de la forma más burda. Yo sigo leyendo todos los días siete periódicos en Internet. Filtrar y contrastar mucho es la única manera de estar mínimamente informados.
Lo que yo veo en twitter con demasiada frecuencia es un semillero de imbecilidad, de rencor y de mala hostia. Por cada cosa interesante que descubres hay unas simplezas y unas obviedades tremendas, y, lo peor de todo es el cultivo exagerado del insulto.
– ¿La actualidad te influye, entra de algún modo en lo que escribes?
– No, no demasiado. Para mí el mundo de la literatura, de la novela, es un mundo impermeable a lo que ocurre, porque es un mundo ya cerrado. Puede que algo se acabe filtrando, porque la escritura se está alimentando continuamente de todo lo que hay alrededor, de todo lo que se vive y se observa. Pero yo no creo que me afecte demasiado o pudiera ser que algo se filtre y yo no sea consciente de ello. La verdad es que no lo sé.
– De nuevo tengo que abrir las páginas de Un balcón en invierno. Hay un momento en que dices que de estar en alguna parte la vida para ti está en el piso de arriba [“en mi cuarto, junto a la acacia y ante el atril, entre mis cuadernos y mis libros y mi material de papelería, y en las palabras, y en la imaginación que, poco o mucha, me ha concedido la naturaleza, ese es mi mundo, a él me debo, y sólo en él me toca laborar”, has escrito]. La literatura te da una y otra vez la oportunidad de revisitarte, de habitar en un tiempo paralelo. Separas muy bien las dos esferas: la realidad y la invención, lo vivido y lo novelado.
– Sí. Lo mío va más por ahí. Concibo la novela como un mundo autónomo. La actualidad no sé de qué manera pudiera tener cabida, salvo que me propusiera en algún momento dar forma a una historia muy abierta. Yo cuando pienso en cualquier obra literaria me doy cuenta de que lo importante no es la época concreta en la que fue escrita, sino donde está fechado ese mundo que se describe, que afecta y determina de algún modo las vidas de los personajes. Alguien puede escribir una novela en 1980 pero que en realidad transcurre en 1960. El mundo desde el que el autor escribe no es tan significativo.
– Pero, ¿no te parece bastante novelesco el mundo en el que estamos viviendo ahora?
– ¿Novelesco? No, más que novelesco me parece un poco siniestro. Podría dar para una novela gótica. Realmente es un poco amenazante lo que estamos viviendo, pero, por otra parte, la vida del hombre siempre ha sido novelesca. Ya lo decía Galdós: “todo hombre lleva encima su novela”.
– Me refiero a la incertidumbre, al desasosiego del vivir. Los momentos actuales no pueden ser de mayor incertidumbre…
– Sí. Eso resulta evidente. Ha habido épocas en las que los referentes religiosos, políticos, sociales, han estado mucho más claros que ahora y eso producía una sensación de seguridad. Hemos vivido en tiempos estables durante gran parte de la segunda mitad del siglo XIX, incluso hasta la I Guerra Mundial. Fue ahí donde todos esos referentes se rompieron y se entró en una etapa más turbia, de incertidumbre, que la novela y la poesía reflejan muy bien. Empezó otra época donde lo anterior se eclipsó y entraron en juego el comunismo, el fascismo… Todavía estamos dentro de ese ciclo que se abrió después de la I Guerra Mundial, en el momento en que se quebraron los valores que habían regido hasta entonces. Fue ahí cuando la vida cambió completamente y la gente empezó a vivir de una manera diferente: apareció el cine; la luz eléctrica ya de un modo generalizado; el automóvil, la radio. Todo sucedió en muy poco tiempo, y aún permanecemos en esa fase, sabiendo que la incertidumbre se acrecentó tras la caída del muro de Berlín, cuando el capitalismo se quedó solo, sin contrapesos, dando lugar al imperio, a la dictadura del dinero, que cada vez se impone más. Hace poco Andrés Rábago, El Roto, dijo que lo que está sucediendo parece una voladura controlada del sistema y algo de esto hay. Se está deteriorando la democracia en todo el mundo, lo estamos viendo. En lo que respecta al ámbito laboral las condiciones son cada vez más penosas, casi decimonónicas en cuanto a salarios, a estabilidad, a oportunidad para los jóvenes… Ahora sí que nos encontramos absolutamente huérfanos de referentes. En los años 60 y 70 parecía que se afianzaban valores ciertamente alentadores, pero han vuelto a quebrarse otra vez. Hemos hecho tabla rasa con el pasado, atravesamos una etapa tremenda, de desesperanza, de desorientación, semejante a la posguerra de la I Guerra Mundial. No sabemos qué va a pasar, nos asombra que suceda algo tan inesperado como que Trump gane las elecciones en Estados Unidos. El dinero es el que manda, el que hace que los medios pierdan su independencia y que los políticos tengan cada vez menos capacidad de acción… Y en cuanto a la cultura, cada vez interesa menos, está en franca decadencia. En la literatura se ha pervertido el canon, de alguna manera, y, ahora mismo, en las editoriales hay colecciones de novela literaria para distinguirlas de otro tipo de narraciones más comerciales, pero en los suplementos, en cambio, está todo mezclado y resulta muy confuso. En cuanto a las humanidades, parece que ya no sirven. Como te decía antes, ya no se escucha a los filósofos, a los intelectuales. ¿A quiénes se escucha ahora?
– A los opinadores, a los tertulianos, ¿no?
– Exactamente, en las recientes décadas de los 80, de los 90, todavía se escuchaba a los intelectuales, que o bien escribían libros o bien publicaban en los periódicos artículos interesantes que podían orientar un poco. Pero ahora estamos en el siglo XXI y ya no pasa esto. Es el tiempo de la velocidad, se consume todo con demasiada rapidez, se escriben artículos muy buenos, que merecerían pervivir, que deberían ser publicados durante una semana entera, pero que en apenas un día se han quedado viejos. También es cierto que gracias a las redes hay textos que duran un poco más y esto hay que aplaudirlo. No todo va a ser malo…
– Hay un tema muy tuyo que estamos viviendo en esta época: la confrontación entre la verdad y la impostura. Decir la verdad se convierte cada vez más en un acto de rebeldía, de disidencia, porque estamos tan rodeados de falsedad, tan acostumbrados a utilizar palabras trampa, conceptos tergiversadores que son difundidos una y otra vez en los medios, que cuando alguien dice una verdad llega incluso a escandalizar.
– Sí. Hay una especie de dictadura invisible, incluso en lo que se denomina políticamente correcto hay una especie de dictadura invisible. Hay un cierto temor a decir determinadas cosas porque son impropias o nos hacen creer que lo son. No molestar a nadie, mantener las apariencias, las formas, parece ser lo único que importa. Una cosa es lo que se dice en privado y otra muy distinta lo que se comenta en público. De puertas adentro nos atrevemos a criticar, a llevar la contraria, pero no llegamos más allá, ahí se queda. Ahora mismo hay una inquietante falta de libertad, de frescura. A esta sociedad le hace falta hablar sin miedo a equivocarse; asumir que hablar ya implica equivocaciones, porque cuando nos expresamos estamos dentro de un proceso mental, el pensamiento está en marcha y se puede elegir un mal camino que conduzca a errores, a la utilización de palabras impropias. Es lógico. No pasa nada. Pero ahora la gente se anda con mucho tiento. Leemos y escuchamos por ahí entrevistas completamente asépticas, muy cuidadosas, con mucho miedo a meter la pata. Eso es lo habitual y cuando se rompe esa dinámica, cuando alguien comunica lo que piensa, lo que opina, lo que siente, con sinceridad, sin miedo, puede llegar a sorprender y hasta a escandalizar.
De puertas adentro nos atrevemos a criticar, a llevar la contraria, pero no llegamos más allá, ahí se queda. Ahora mismo hay una inquietante falta de libertad, de frescura. A esta sociedad le hace falta hablar sin miedo a equivocarse; asumir que hablar ya implica equivocaciones.
– Volviendo a la educación, ¿echas en falta tu época como profesor?
– No. Yo siempre fui un escritor que en su tiempo libre daba clases, no al revés. He sido profesor y si tuviera que volver a ganarme el pan lo sería nuevamente, porque es la profesión que más se ajusta a mi sensibilidad, a mi manera de relacionarme con los demás, pero a mí lo que de verdad me ha gustado siempre es dedicarme a conciencia a la escritura.
– Ahora, ya jubilado, tienes mucho más tiempo. ¿Cómo ha variado eso tu proceso creativo?
– Pues tampoco ha supuesto tanto cambio. Como decía Schopenhauer escribir más de dos horas es demasiado porque la mente empieza a ser improductiva. Yo creo que exageraba un poco… Puede que en filosofía sea así, pero en el territorio de la ficción el tiempo de trabajo se puede extender más, a cuatro, cinco horas. Por el hecho de estar jubilado no escribo más. Dedico las mañanas a escribir y las tardes a leer. Mi vida sigue siendo un poco la de siempre, aunque desde que estoy libre de acudir a un trabajo, de cumplir unos horarios, sí es cierto que he empezado a publicar novelas cada dos años y medio, lo cual quiere decir que igual me cunde más el tiempo o que le he pillado el truquillo a esto de hacer libros (risas). Lo que no ha cambiado es que sigo escribiendo con el mismo rigor, con el mismo afán de perfección de siempre.
– “Como en todas las vidas en la mía ha habido unos cuantos momentos esenciales, deslumbrantes de tan reveladores, que te sacan del alma las verdades más hondas y escondidas, y que de pronto te dicen más de ti mismo y del mundo que todos los libros y la sabiduría de los maestros”, leemos en El balcón. ¿Si tuvieras que destacar algunos de esos momentos de revelación cuáles serían?
– Pues se trata de momentos que podríamos denominar fundacionales, aunque no es una palabra que me guste demasiado. No tienen que referirse a acontecimientos trascendentes, a veces tienen que ver con cosas muy sencillas, con tonterías incluso. Esta misma mañana he escrito en mi diario, en esa página de obligado cumplimiento, que yo no recuerdo cuando tuve mi primer reloj, algo muy raro, porque es una cosa que suele quedarse grabada, pero que, sin embargo, sí tengo un recuerdo muy preciso, aunque muy pequeñito, de una noche que viajaba en el tren en compañía de un cura que me llevaba a mi pueblo –aquellos trenes nocturnos… ¡qué tiempos!– y que me dio las primeras lecciones sobre el manejo del reloj. Eso se ha quedado ahí, no sé muy bien por qué. Y, del mismo modo no olvido algo que me contó mi hermana Ángela y que viene muy bien a lo que estamos hablando. Ella me dijo que, a lo largo de su vida, fue perdiendo todas las cosas valiosas que tenía: un misal de nácar, la medalla de la Primera Comunión, una cadenita de oro que le regalaron, pero que, sin embargo, sí conservó hasta hoy un ciervito de plástico que le tocó en un paquete de café. A veces lo más importante no es lo más valioso, ni el misal de nácar, ni la medalla de oro, sino esos pequeños detalles. Decía un guionista de Hitchcock que una vez yendo en un trasatlántico, saliendo de Nueva York, se cruzó con otro trasatlántico, en un día de niebla, y tuvo una visión fugaz, la visión de una mujer vestida de blanco, asomada a la borda. Decía que ese pensamiento le había acompañado desde siempre, durante 60 años de su vida; que no le había abandonado nunca, que se había quedado en su memoria como si fuera el signo de la belleza suprema, como una imagen de enorme potencia simbólica para él. Sí, a veces esos destellos son más importantes que las cosas que parecen cruciales en el transcurrir de las biografías. Son ráfagas, deslumbramientos, pequeños detalles. En mi caso, hay momentos esenciales a los que he dado entrada en mis libros: la muerte de mi padre, sin duda, o, por ejemplo, el recuerdo de ese maestro que fue tan importante para mí… Pero volviendo a las tonterías, hubo una vez, cuando yo tenía 15 o 16 años, que alguien me dijo: “Los taxis, cuando van con viajeros, van muy rápido, pero cuando van sin viajeros van muy despacio y estorban el tráfico”. Fue algo que en aquel momento me pareció deslumbrante. De pronto me hizo entender muchas cosas. Desde entonces empecé a observar a los taxis y he repetido mucho esa frase. Fíjate qué chorrada. He podido olvidar frases de Kant, frases sobre cosas mucho más importantes, pero esta se me ha quedado grabada. La memoria es muy caprichosa… A veces más que un detalle perviven aromas, sombras vagas…. Quieres recordar algo, está ahí, pero el olvido lo tiene velado y no consigues llegar, pero sientes latir algo en tu memoria. La literatura se nutre mucho de eso.
– ¿Los momentos reveladores están siempre en el pasado?
– No, en el presente también. Son momentos intuitivos. La intuición es la vía de conocimiento más extraordinaria que existe. Es como un atajo. La razón te lleva por el camino que te lleva, pero de pronto la intuición se sale del camino y es un atajo extraordinario. Platón distinguía en Fedro –no sé exactamente si lo decía él o lo ponía en boca de Sócrates– entre el saber de la lógica y el saber de la locura, refiriéndose con el último, por el que manifestaba preferencia, a la irracionalidad en el sentido noble y bueno de la palabra. Los momentos intuitivos aparecen bastante en el proceso de la escritura y son momentos maravillosos, donde de pronto se te revela algo que no estaba dentro de ti, que no estaba dentro del esquema que habías planeado para tu relato. Aparece de pronto, de manera imprevista, un golpe de intuición, que estalla un poco como el amor, de manera similar a la experiencia del flechazo. Miras y de pronto te asomas, sientes algo extraordinario. La poesía surge así. Precisamente por eso la poesía es el gran género. Cuando el buen poeta consigue apresar el destello, el deslumbramiento, sucede algo extraordinario.
Los momentos intuitivos aparecen bastante en el proceso de la escritura y son momentos maravillosos, donde de pronto se te revela algo que no estaba dentro de ti, que no estaba dentro del esquema que habías planeado para tu relato. Aparece de pronto, de manera imprevista, un golpe de intuición, que estalla un poco como el amor, de manera similar a la experiencia del flechazo.
– Otra idea que aparece mucho en este libro es que tú eres un niño de pueblo, un niño rural. ¿De qué manera eso te ha determinado y te sigue determinando, definiendo?
– Quien ha tenido una infancia de pueblo, sobre todo en aquellos tiempos en que en los pueblos no había coches y sentías que todo el territorio era tuyo, que ibas y venías con total libertad, no puede olvidarlo. Además, siempre ha habido una suerte de humildad, una particular austeridad campesina de gente que lo ha pasado mal, y también un cultivo de la solidaridad entre las clases modestas. Yo recuerdo que en el pueblo de mi infancia siempre se ayudaban mucho los unos a los otros, que las puertas estaban siempre abiertas y la gente entraba y salía… Entonces, allí, una calle era como una gran familia. Yo me sigo reconociendo ahí, pero también me siento un chico de barrio, porque desde mi más tierna adolescencia viví en el barrio madrileño de Prosperidad, en La Prospe. En realidad he tenido mucha suerte porque soy un macarrilla de La Prospe y soy un niño de pueblo, y todo lo que escribo es deudor de esto, de esta doble identidad.
– En ambos casos, la experiencia de la libertad, de la calle…
– Sí. Yo tuve una infancia muy libre. Recuerdo que mi madre me daba un trozo de pan y de tomate con sal, o un puñado de aceitunas y venga, me echaba a correr. En esos tiempos te juntabas con otros chavales y andabas por todo el pueblo y por sus afueras. Robabas membrillos, ibas, venías… Y al anochecer las madres, siempre lo recuerdo, nos llamaban a gritos. Esa imagen, la misma, la de las madres en las puertas llamando a sus hijos, también se repitió aquí, cuando vine a Madrid. En La Prospe era un poco lo mismo. Me iba con mis amigos por ahí. Nuestros padres nos daban largas, valga la expresión. Ahora los niños están sobreprotegidos, controlados, demasiado ocupados con actividades extraescolares. Y luego se habla de si se traumatizan o no con los deberes. A los niños hay que dejarles tiempo para ser niños, para jugar. Yo recuerdo haber ayudado a mis hijos con los deberes, pero nunca les robé su tiempo de juego. Rafael Sánchez Ferlosio decía con toda la razón que hubo una época en que las cosas se arreglaban entre la gente. Si un niño tiraba una pelota y rompía una ventana hablaban los vecinos entre ellos y lo arreglaban, pero ahora enseguida se busca un intermediario… Se ha perdido esa manera limpia, espontánea, de solucionar los problemas. Si los niños se agobian con los deberes, asunto que últimamente ha dado lugar a una encendida polémica, lo lógico es que los padres acudan a la escuela directamente a hablar de ello con los profesores, a intentar solucionarlo. Yo he sido profesor y nunca he tenido problemas. Esto no tiene que ver con los planes de estudio. Los maestros son libres para poner más o menos tareas, para dedicar más o menos tiempo a hacer los trabajos correspondientes a sus asignaturas en el transcurso de las clases. Ahora los niños están sobreprotegidos, controlados, demasiado ocupados con actividades extraescolares. Y luego se habla de si se traumatizan o no con los deberes. A los niños hay que dejarles tiempo para ser niños, para jugar.
– ¿Qué conservas de ese niño que fuiste?
– Me reconozco en muchas cosas, como te decía antes. Sigo siendo un poco aquel niño de pueblo, con todas las prevenciones que habría que hacer. Considero que un escritor es alguien que prolonga su infancia y a mis alumnos siempre les he dicho que no dejen morir al niño que han sido hace poco, a ese niño que se asombra ante el mundo, que abre los ojos como platos ante todo, porque eso es ser artistas, porque ahí está Van Gogh abriendo los ojos ante los girasoles, asombrándose ante los humildes girasoles. Todo nace de ese instante del asombro. “Por eso no hay que dejar que pase lo mejor de vosotros mismos”, les he repetido una y otra vez. Si soy escritor es porque no crecí del todo, porque el niño aquel fue conmigo siempre y nunca le di la espalda. Aún sigue aquí ese niño sorprendido ante las cosas, claro que sí. Y te puedo contar, por ejemplo, que, igual que me pasaba en la niñez, todavía sigo sin entender todo ese asunto de los parentescos. Si a mí me hablan del hermano de mi nuera, o del hijo de mi cuñado, tengo que coger papel y lápiz. ¿Quién es el hijo de mi cuñado? Son cosas que no entendía entonces y que sigo sin querer entender ahora.
– Hoy, a distancia, con perspectiva, ¿cómo ves al Luis Landero de la primera novela?. Juegos de la edad tardía supuso toda una revelación, se hizo con el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa en 1989. ¿Cómo lo viviste?
– Bueno, si te digo la verdad no fui muy consciente de todo eso. Empecé a publicar tardíamente y todo fue llegando poco a poco. Mi vida pudo haber cambiado, es cierto, pero yo no quise que cambiara. Te voy a contar una cosa: recuerdo que allá por el 92, más o menos, me llamaron de Tele 5 para que me encargara de la sección de Cultura de las Noticias de la Noche. Me pagaban una importante suma de dinero, unas cuatrocientas mil pesetas, cuando entonces un profesor ganaba cien mil, por ahí. También María Teresa Campos llegó a ofrecerme salir en sus tertulias y hubo muchas más peticiones de colaboración en distintos medios. Todo surgió a la vez en aquellos años. Podía haber ganado mucho dinero. Existió la posibilidad. Pero no tomé ese camino. Siempre tuve muy claro que a mí no era el dinero lo que me movía en la vida, más allá, claro, de querer el bienestar de mi familia.
– Supongo que ya no suena el teléfono para este tipo de ofertas. Los tiempos han cambiado…
– Bueno, no te creas… Antes del verano me llamaron para ofrecerme escribir la biografía oficial de Rocío Jurado. ¡Qué cosas…! Quien lo hizo debía tener una noción vaga de mí, de mi época de guitarrista. Pensaría que yo era su hombre porque era de pueblo, porque conocía el mundo del flamenco… En fin… Son anécdotas… Pero volviendo a lo de antes, lo cierto es que no tengo una percepción clara de lo que pasó con Juegos de la edad tardía. A lo que yo aspiraba era a que por lo menos se vendieran mil de los tres mil ejemplares de la primera edición. Lo que quería es que mis editores no perdieran dinero. Me conformaba con eso y el deseo se cumplió con creces, pero para nada percibí que aquello fuera un bombazo, como algunos me dicen. Yo seguí yendo a mis clases y viniendo. Seguí haciendo mi vida.
– ¿Sientes predilección por algunos de tus libros?
– Sí. Por el primero, Juegos y también por En el balcón. Les tengo un cariño especial. No sé si son las más logrados o no, pero son los que menos me avergüenzan. También me gusta El guitarrista y Yo y Júpiter, mientras que Caballeros de fortuna y El mágico aprendiz son los que menos me convencen. Si tuviera que hacerlos hoy los abordaría de diferente manera. Pero, en realidad, de todos mis libros tengo un buen recuerdo, dentro de lo que es este oficio en el que siempre aspiras a mucho. Como escritor me siento un poco como Ícaro, incapaz de alcanzar los retos marcados. Creo que eso nos pasa un poco a todos. Por eso volvemos una y otra vez a intentarlo. Siempre te quedas con un sentimiento de satisfacción y de frustración al mismo tiempo, porque aspiras a mucho y luego la realidad te acaba poniendo en tu sitio.
– ¿Crees en el poder transformador de la lectura, de la literatura?
– Claro que sí. Hasta ahora lo he creído. La literatura del siglo XIX y de parte del XX ha ayudado a muchísima gente. Como decía Dámaso Alonso es como una gotita que va cayendo, que va erosionando y erosionando… Sin duda, la poesía, la novela, la literatura en general, va educando moralmente a las personas. Quien haya leído a Balzac, a Dickens, a Dostoievski, no puede permanecer impasible; de algún modo ha tenido que hacer mella en su alma, le ha tenido que hacer un bien moral y nutrirlo con experiencias. Yo me niego a pensar que el arte y la literatura no nos influyan, no nos iluminen como personas, como también el cine, el buen cine. Pensar eso sería terrible. La cultura es algo que naturalmente civiliza a esto que somos, a este mono que ha perdido el rabo no hace mucho. Todo el arte, la pintura, la música, nos sosiega y nos hace un poco mejores, aunque de un modo invisible, como evanescente. No se sabe muy bien cómo, pero nos va impregnando. A veces los profesores, quienes nos hemos dedicado a la enseñanza, nos quejamos de no ver los frutos de nuestra labor. “Tanto enseñar, tanto esforzarnos, ¿qué sentido tiene?”, solemos preguntarnos. Pero no cabe duda de que la escuela es importante porque va calando. El problema surge cuando la sociedad no va a la par, cuando es justamente lo contrario a lo que se transmite en la escuela. Eso es lo que pasa hoy con la televisión. Cuando un chaval pasa horas y horas frente a la pantalla llega a desaprender todo lo aprendido. Todo el edificio se viene abajo. Y también la familia es fundamental, sin duda. Hay que proteger a los niños frente a toda esa basura.
Yo me niego a pensar que el arte y la literatura no nos influyan, no nos iluminen como personas, como también el cine, el buen cine. Pensar eso sería terrible. La cultura es algo que naturalmente civiliza a esto que somos, a este mono que ha perdido el rabo no hace mucho.
– Dice el filósofo Santiago Alba Rico que la familia hoy debe ser un foco de resistencia.
– Estoy de acuerdo. Y pese a que muchas familias están contaminadas por el rumbo de la sociedad, hay padres muy concienciados, muy implicados, que se preocupan de la educación de los hijos. Y también están los jóvenes involucrados en política tras el 15M. Hay una parte de la sociedad muy sana. Pero luego está esa otra España, esa España que sigue inmersa en la ignorancia, que arrastra las rémoras de la España eterna, de la España de siempre. Puedo entender que la gente mayor siga instalada ahí, pero lo peor es que hay una parte importante de la juventud a la que no le importa nada del arte ni de la cultura, que no va a leer jamás, que se está empapando de lo peor de esta sociedad Y luego la amenaza del mundo laboral no ayuda, no ayuda a cambiar. Cuando yo estudié Filosofía no me preocupaba el futuro para nada. Pero ahora los estudiantes se preocupan con razón, están perdiendo la posibilidad de disfrutar del desarrollo de su vocación, de enriquecerse como personas haciendo lo que realmente les gusta hacer.
(CONVERSACIÓN EN 2 TIEMPOS) (II)
En el primer tiempo de esta entrevista, que fue publicada previamente en la revista “Turia”, Luis Landero se quedó repasando las pruebas de portada de La vida negociable. La novela aún no había salido a la calle, aún no había pasado a manos de los lectores, y por eso, a quien esto escribe, le resultó tan interesante conocer un poco más ese capítulo, esa fase preliminar. Una vez leída, disfrutada la historia, se hacía necesario un segundo encuentro, un segundo tiempo para prolongar la conversación en torno a una novela absolutamente cautivadora en la que el escritor indaga de manera implacable, en la sutil línea que separa el bien del mal; explorando esos momentos cruciales en la vida en los que todo puede darse la vuelta y torcerse. Hugo Bayo, el protagonista, un personaje que no se resigna a ser lo que es, que aprende a manipular a los demás utilizando los secretos que conoce, refleja muy bien un presente emponzoñado de corrupción y mentira.
En la Plaza de Olavide, en el madrileño barrio de Chamberí, donde vive, me encontré a un Landero relajado, “aún disfrutando el tiempo de la tregua”, del que ya me había hablado, pasada ya la fase de la promoción y superadas las críticas. Acababa de llegar de vacaciones, señalaba que todo en la plaza le recordaba los juegos recientes con su nieto, ese primer nieto que le ha descubierto “un nuevo tipo de amor”, y comentaba satisfecho que sobre la mesa de trabajo le aguardaban dos carpetas con dos proyectos distintos: uno de cariz ensayístico-biográfico; el otro una novela, “de las que surgen de repente, a partir de una idea feliz”, me dijo, añadiendo, entre risas, que no iba a decir nada más, porque era algo aún muy íntimo, solamente suyo.
– En “La vida negociable” vuelves a tratar el tema de los secretos, de la impostura, de los anhelos, los sueños, que se quedan en nada, pero hay un tono más agrio, más negro, que en historias anteriores. ¿Estás de acuerdo?
– El tono es quizá más agrio porque así lo exige el personaje. Hay en él una parte sombría, un tanto paranoica, que contagia la voz del relato. No es un personaje amable, ni predecible, sino ambiguo, amoral y un tanto canalla. Por lo demás, ya me he resignado a que en todas mis novelas aparezcan mis inevitables demonios literarios. De un modo o de otro, todo cuanto escribo tiene un aire de familia.
– La novela picaresca, la tradición cervantina, se rastrean aquí, como en toda tu obra, pero en las permanentes fantasías del protagonista, en la no resignación ante su destino, ante su presente, también percibo, no sé… un cierto tono flaubertiano, a lo Madame Bovary, pero en masculino… Bueno, de hecho, hay parentescos entre Don Quijote y la Emma de Flaubert… Tú protagonista también quiere parecerse a los héroes de las películas que ha visto…
– Claro, es que nombras a los dos soñadores más acreditados y ejemplares de la literatura: Don Quijote y Emma Bovary. Los dos huyen de la realidad objetiva hacia su realidad imaginaria cabalgando en esa especie de caballo Clavileño que son los modelos en los que han aprendido a soñar: Amadís de Gaula en el caso de don Quijote, y el romanticismo más sentimental y tópico en el caso de Emma. Muchos de nosotros, hemos encontrado esos modelos en el cine, y especialmente en el cine de Hollywood. Algunos de mis héroes novelescos, y también el protagonista de La vida negociable, Hugo Bayo, se han forjado su carácter en el molde de Bogart, Gable, Wayne… Casi todos tenemos, o hemos tenido en algún momento iniciático de nuestra vida, nuestros maestros en el arte de soñar.
– ¿Hasta qué punto la degradación, la corrupción del protagonista, es una metáfora de la sociedad en la que vivimos? Se empieza por pequeñas artimañas, por corruptelas asumidas, y se acaba asumiendo lo de la financiación B, lo de las “tarjetas black” y tantas otras cosas…
– Sí, la tentación del dinero, del dinero como poder y como llave maestra de la libertad, está en toda la novela. Y si es cierto que eso ha ocurrido en todas las épocas, en esta que vivimos ocurre de un modo especialmente cínico y casi excluyente. Comprar, consumir, poseer, gozar de las cosas, cuanto más caras mejor…esa es hoy la aspiración máxima para muchos. Y es el modelo de éxito que más se vende, el valor siempre en alza, el camino más difundido hacia la felicidad. Hugo Bayo también ha aprendido de ese modelo para formarse un carácter, un modo de ser, un proyecto de vida.
– “Los secretos nos hacen poderosos”. La primera parte de la novela, tan sugerente, tan teñida de perversidad, gira en torno a este descubrimiento, a esta idea. Al ser consciente de ello el protagonista pierde la inocencia propia de la infancia. Y ahí la novela da un giro hacia la etapa adulta, en la que cualquier atisbo de esperanza, de redención, acaba siendo pisoteado.
– A todos nos toca ir perdiendo la inocencia más tarde o más temprano. En la novela esa pérdida es temprana, abrupta, traumática, porque coincide con el descubrimiento del mal y de las ventajas que ofrece el mal, la posibilidad de convertirse, casi inconscientemente, en un canalla, y de adquirir poder sobre los otros, de dominarlos y explotarlos, y todo porque, en efecto, de pronto se encuentra dueño de algunos secretos que lo hacen poderoso, y con los que puede conseguir dinero y libertad.
– ¿Te interesaba explorar especialmente ese momento en el que un hecho, una noticia, una decisión, un malentendido, pueden cambiar, torcer, el rumbo de una vida?
– Sí, es lo que te acabo de decir. Un hecho casual (el descubrimiento de un secreto), se convierte en decisivo para la vida de Hugo. En ese hecho accidental está contenido de alguna forma su destino. De pronto el camino de su vida se bifurca: ¿qué hacer?, ¿qué dirección tomar? Y esto, con quince años. Porque todos hemos tenido que tomar en nuestra vida ese tipo de decisiones, pero quizá no a una edad donde todavía late la infancia. Es posible que a los quince años uno sea más vulnerable, y que la propia inocencia le lleve a comer de la fruta prohibida sin percibir el peligro que corre.
La tentación del dinero, del dinero como poder y como llave maestra de la libertad, está en toda la novela. Y si es cierto que eso ha ocurrido en todas las épocas, en esta que vivimos ocurre de un modo especialmente cínico y casi excluyente.
– ¿Podríamos considerar la novela una historia de formación?
– Siempre que se cuenta la vida de un adolescente estamos ante una novela de formación. Lo que pasa es que aquí esa formación viene marcada por la experiencia extrema de tener que elegir entre el bien y el mal de un modo casi repentino, como una moneda a cara o cruz, como un juego perverso cuyas reglas aún no se conocen.
– ¿Aprende Luis Landero algo con cada novela? ¿Cada una de ella le conduce hacia nuevas búsquedas? ¿Qué ha descubierto en el camino de La vida negociable?
– Cada novela te obliga a replantearte el oficio de narrador. El peor enemigo de este oficio es la rutina. Siempre que empiezo a escribir una novela, descubro para mi asombro que yo no sé escribir novelas. ¿Como se hace?, me pregunto. ¿Cómo hice las anteriores? En cada novela, tengo que volver a aprender, al menos hasta que la historia se pone en marcha, con todo su cortejo de personajes, tiempo, espacio, ritmo, tono, etcétera. Entonces sí, entonces la experiencia te ayuda mucho, cómo no. Pero eso es lo estupendo de escribir, que uno tiene que reinventarse el oficio continuamente.
– Por cierto, al final hubo un cambio de portada. Había una chica en la que me enseñaste, una pareja…
– Sí, teníamos ya elegida la portada cuando alguien de la editorial descubrió que esa imagen ya aparecía en una novela de Patrick Modiano. Pero, buscando buscando, encontramos otra, la definitiva, que yo creo que es aún mejor que la anterior.
De este encuentro que tuvo lugar una mañana de finales de agosto me quedo con una frase, con una reflexión de Luis Landero, que tiene que ver con todo lo que habíamos hablado de la vida, de su sentido, de la resignación o no ante el destino, de los sueños no cumplidos. “Yo, la verdad, me siento una persona privilegiada, no me puedo quejar. Levantarme por las mañanas y que me aguarden esas carpetas con nuevas historias para contar, saber que esas historias siguen surgiendo, da sentido a mi vida. Lo maravilloso es eso: seguir teniendo un propósito“.
Tanto El balcón en invierno como La vida negociable, los dos últimos títulos de Luis Landero, han sido publicados por Tusquets.
El primer tiempo de la entrevista está publicado en el número 121-122 de la revista “Turia”, acompañada de un interesante dossier (Cartapacio) sobre el escritor, en el que se recorre su trayectoria y se analizan a fondo distintos aspectos de su obra.
- Todos las fotografías fueron tomadas por Nacho Goberna en la Plaza de Olavide, barrio de Chamberí en Madrid © 2017