Por Emma Rodríguez © 2013 / Me siento afortunada y les voy a decir por qué. Me siento afortunada cada vez que tengo la enorme suerte de descubrir a un nuevo escritor-escritora; en el momento en el que percibo que su mundo es también parte del mío, que las honduras que logra traspasar me ayudan a comprender los movimientos del exterior, pero también a bucear en mis perplejidades, en mis fisuras, en mis planos interiores, múltiples, cargados de perspectivas diferentes, de certezas y de contradicciones.
Entre todas las cosas que la literatura aporta está la complicidad, esa línea de afinidades que nos lleva a trazar nuestro particular e intransferible mapa de títulos y de obras, un mapa hecho de lecturas, de conocimientos, de interrelaciones, pero también de texturas, de sabores, de olores, de atmósferas, de emociones, de todo lo que sentimos y apresamos mientras recorremos las páginas de un libro. Pienso en todo esto mientras me adentro en “La gran casa”, de Nicole Krauss, uno de los más firmes talentos de la actual narrativa estadounidense. Como carta de presentación su anterior novela, “La historia del amor”; como dato biográfico, su cercanía personal y literaria a Jonathan Safran Foer, (ambos comparten obsesiones y mirada); como anotación, el hecho de que su obra sea publicada en España por Salamandra, una editorial a la que sigo muy de cerca y cuyos gustos comparto.
Reflexiono sobre el poder de la literatura para hacernos crecer como personas. Tomo un sorbo de café -qué grata la sensación de la taza caliente y el libro dejado sobre la mesa, con tantos misterios aún por desvelar- y pienso como en mi caso el miedo está asociado a una novela de Truman Capote, “A sangre fría”, y la percepción de los brumosos límites del mal a un clásico ruso, “Crimen y castigo”, de Dostoievski. Recuerdo el día en el que leyendo el “Cuarteto de Alejandría”, de Lawrence Durrell, fui consciente de que no existe un único relato de la realidad, de que todo depende de la forma de mirar de cada cual, o cuando “Memorias de Adriano”, de Marguerite Yourcenar, me condujo a largas jornadas de meditación sobre la grandeza de envejecer y sobre la sabiduría del paso del tiempo. Por algún motivo, la novela de Krauss me ha llevado a otras lecturas no sólo placenteras sino esenciales para determinar quién soy hoy. Me ha hecho pararme a detectar descubrimientos, hallazgos que ya forman parte de mí. Jane Austen, Kafka, Proust, Bioy Casares, Paul Bowles, Francisco Ayala y su “Jardín de las delicias”… tantos y tantos otros que me han proporcionado rutas de viaje, experiencias que llevo pegadas a la piel. Somos, sí, el fruto de nuestros orígenes y circunstancias, pero también de los libros que hemos leído, de las películas que hemos visto, de la música y del arte que han ido forjando nuestra sensibilidad.
Atravesando las habitaciones, los pasadizos de “La gran casa”, una novela de espacios interiores, cerrados, en la que los muebles, los objetos, las querencias, tienen gran importancia, he vuelto a darme cuenta de cuanto me gusta la instrospección en la novela, el modo pausado, lento, de ir sacando a la luz las extrañezas, los misterios de las relaciones humanas, en ocasiones sin que aparentemente esté pasando nada de puertas afuera.“A veces, cuando me despertaba antes que los demás y vagaba por la casa envuelta en una manta o me tomaba un té a solas en la cocina, tenía la más insólita de las sensaciones, la de que el mundo, siempre tan abrumador e incomprensible, tenía realmente un orden, por extraño que pareciera, y yo un lugar en él”, relata una de las protagonistas. Conecto con ella, conecto con el modo reflexivo con el que la escritora mueve a sus personajes, esa necesidad de cuestionar, de comprender lo que son; lo que les conduce; lo que les hace tomar determinadas decisiones; avanzar por un tramo u otro del camino; arriesgar o resignarse.
Conecto con el modo reflexivo con el que la escritora mueve a sus personajes, esa necesidad de cuestionar, de comprender lo que son; lo que les conduce; lo que les hace tomar determinadas decisiones; avanzar por un tramo u otro del camino; arriesgar o resignarse.
Hay en “La gran casa” un escritorio, sólido, pesado, en torno al que todo gira: la felicidad, el dolor, la búsqueda… Hay un padre, un viejo anticuario, que somete a sus hijos a una reclusión insana, impidiéndoles volar por sí mismos, y otro que mantiene un monólogo atormentado con el suyo, “un niño raro, dueño de una sabiduría secreta” al que nunca entendió y cuyas puertas nunca fue capaz de abrir, tal vez porque detrás de ellas podía encontrarse con el reflejo de sí mismo, de sus inseguridades, de sus carencias, de lo que no pudo ser.
Hay también dos escritoras, dos mujeres ajenas entre sí, pero unidas por la incapacidad de entregarse del todo. Ambas se aferran a las palabras, roban vivencias ajenas y se dejan atrapar en el adictivo juego de juntar frases hasta alcanzar la otra orilla como el único modo de aprehender una vida que se les escapa. Nicole Krauss también se deja llevar y es fácil imaginarla soñando otros sueños, buscando verdades en las oquedades de la existencia, cosiendo historias diversas, piezas de un puzzle secreto. En el espacio, en los espacios de su Gran Casa, entra la mentira, la tristeza, la culpa, el arrepentimiento, la impostura, la decepción, la pérdida, el abismo insalvable entre padres e hijos, el afán de protección… Pero hay un tema que sobrevuela sobre los demás, ese gran tronco del que brotan todas las ramas: el desconocimiento del otro, incluso del ser amado, esa sensación que en uno u otro momento todos acabamos percibiendo de ser islas, islas complejas y extrañas, paradisiacas en ocasiones, áridas otras.
Hay un tema que sobrevuela sobre los demás, ese gran tronco del que brotan todas las ramas: el desconocimiento del otro, incluso del ser amado, esa sensación que en uno u otro momento todos acabamos percibiendo de ser islas, islas complejas y extrañas, paradisiacas en ocasiones, áridas otras.
Dar las llaves del propio ser, permitir que alguien penetre en la estancia, en nuestra estancia privada, y tenga acceso a sus códigos, desnudarnos, permitir que nuestras páginas subterráneas sean leídas… Ser o no ser, siguiendo la reflexión de una de las protagonistas, “la única persona que con un solo movimiento podía rescatar y devolver la paz” a otra. Todo eso planea en esta novela enigmática y envolvente que habla también del destino de los pueblos, del mosaico de la memoria, que abre las ventanas de sus cuartos en penumbra hacia paisajes como el de II Guerra Mundial, el Chile de los desaparecidos o el de un Israel en conflicto permanente. Es la Historia con mayúsculas filtrándose en las travesías cotidianas, ese inmenso y apabullante río que nos arrastra en su corriente.
¿Qué buscamos cuando elegimos una obra de ficción determinada, al iniciar un viaje que ha de transcurrir en paralelo al avance de los días? ¿Por qué unas historias simplemente nos entretienen y otras se quedan dentro de nosotros? Sigo pensando en todo esto mientras leo esta novela y me dejo mecer en el ritmo, en los tiempos de unos personajes que, como me ha sucedido tantas otras veces, me han dejado atrapar pequeñas rendijas de luz, pequeñas perlas de lucidez, de comprensión, de intensidad, de emoción… Por todo eso, sí, me siento afortunada.
“La gran casa”, de Nicole Krauss, traducida al español por Rita da Costa, está publicada en la editorial Salamandra.