Por Emma Rodríguez © 2015 / En este número de invierno de “Lecturas Sumergidas” qué mejor libro que uno que nos transporte a paisajes nevados. No conocía al filósofo Michel Onfray (Normandía, 1959) y me encuentro con él, por primera vez, en una geografía lejana que siempre ha tenido para mí connotaciones de leyenda. Estética del Polo Norte parte precisamente de la leyenda, del ideal, del imaginario de una naturaleza salvaje, virgen. Pensar en esas tierras es pensar en grandes extensiones blancas, en trineos, en iglús, en soledad, en silencio esquimal, en cuentos…
Eso esperaba encontrarme al abrir las páginas del libro, pero ni siquiera esos sueños permanecen. En el mundo globalizado en el que vivimos cada vez hay menos lugar para la diferencia, para la disidencia, y, sin embargo, somos conscientes de que necesitamos creer en que aún hay rincones incontaminados, indomables, y no me refiero a inaccesibles porque su naturaleza accidentada, arisca, nos impida atravesarlos, sino a espacios humanos indomesticados, en los que que las poblaciones no hayan caído bajo las garras del capitalismo extremo. Necesitamos creer que existen lugares a los que poder huir, con los que poder soñar, en los que ser otros.
Ese deseo planea en la primera parte de Estética del Polo Norte, donde el autor apresa poética, pictórica y filosóficamente los orígenes de unos entornos y de una cultura en la que los hombres se medían con los animales y con las inclemencias del clima, sólo atentos a la ley de la supervivencia, al diálogo con las cosas esenciales. El lenguaje que utiliza Onfray es como una piel que se ajusta a los terrenos que pisa, a los terrenos primigenios. “Allí donde se manifiesta el mineral, la eternidad habla; cuando lo hace la luz, es el tiempo el que se expresa. Ante la ausencia de referencias cronológicas, la niebla, la lluvia y el sol se encargan de modular las variaciones, los cambios, las transformaciones. Cuando uno cree quedarse sin aliento, cuando la eternidad parece oprimirnos la garganta, el tiempo regresa en forma de sombras, de fulgores, de opacidad, de multitudes oscuras, de soplos apagados, tenues, difuminados…”
No estamos ante un viaje cualquiera. El recorrido se abre en dos planos: uno metafórico y emocional en el que el ensayista dialoga con los paisajes, los recrea y los recupera tal cual fueron, con sus significados intactos, y otro en el que la realidad, el presente, se muestra tal cual es, un presente de usurpación, de derrota, donde las costumbres y rituales de antaño se han convertido en un mero reclamo para turistas, en un recuerdo de épocas en las que los hombres aún creían en su condición de exploradores.
Michel Onfray apresa poética, pictórica y filosóficamente los orígenes de unos entornos y de una cultura en la que los hombres se medían con los animales y con las inclemencias del clima, sólo atentos a la ley de la supervivencia, al diálogo con las cosas esenciales. El lenguaje que utiliza es como una piel que se ajusta a los terrenos que pisa, a los terrenos primigenios.
Es bellísimo el punto de partida del trayecto. Un día, un niño llamado Michael Onfray, hijo de una humilde familia de campesinos de Normandía, le preguntó a su padre, que nunca se había movido de su región, a qué lugar le gustaría ir si un genio se cruzara en su camino y le permitiera hacer realidad sus sueños. Ni corto ni perezoso, el hombre le dijo que al Polo Norte, donde la estrella polar no duerme y sirve al navegante para no perder el rumbo. Y cuando el niño se hizo adulto, se convirtió en ese genio y le regaló a su progenitor, ya con 80 años, un viaje a la Tierra de Baffin, donde sus habitantes, los inuit, conservan a duras penas algunas migajas de sus tradiciones, bajo la mirada atenta, poderosa, de los osos polares.
Son muchos los motivos por los que os recomiendo este libro (gracias a Gallo Nero por publicarlo, gracias desde aquí a tantas y tan buenas editoriales independientes, porque nos salvan). Os he hablado ya de la poesía que emana de sus páginas, del modo en el que Michel Onfray nos lleva a pisar suelos que nunca hubiéramos pisado sin su compañía, no porque no podamos permitirnos ir al Polo Norte, no, no se trata de eso, sino de que la palabra, la reflexión lúcida, es capaz muchas veces de hacernos llegar más lejos, de alargar el paso en busca de matices y emociones que sólo los auténticos viajeros, los que atracan a los puertos de la verdad, de la literatura, del conocimiento, quieren conocer, son capaces de percibir.
“Piedras salvajes y anárquicas, piedras civilizadas y domesticadas, los minerales de la Tierra de Baffin también son utilizados por los pocos escultores de la isla. La piedra labrada permite que siga vigente un mundo ancestral, mítico, de mitología secreta, discreta, que se presiente, que a veces se muestra vagamente en la creación de una forma insólita; es el eco del panteísmo, del chamanismo o de otras manifestaciones inuit que aún resisten”, escribe el autor. Y nos pide que no tengamos en cuenta las piezas “destinadas al consumo occidental, al espectáculo mercantil y a las estrategias de consumo”, tales como “escenas de caza o de pesca en una banquisa, trineos tirados por perros pensados para encandilar a los turistas, figuritas de osos, focas, narvales o ballenas, abocadas a las mesas de los salones burgueses...” Onfray nos anima a que “conservemos los escasos testimonios de un mundo misterioso y sagrado que tiene los días contados en el mundo de la abundancia”.
De eso trata este ensayo, de preservar la memoria de un pueblo que aún tiene mucho que contarnos, que decirnos de nosotros mismos, de nuestras búsquedas, inconsistencias y deseos. De eso trata este libro, de mostrar que hay cosas que nos siguen importando y estremeciendo. “En la noche polar se traman las cosmogonías con las que los hombres construyen un sentido, una manera de relacionarse entre ellos, con los demás y con el mundo”, vamos leyendo. “El clima genera un orden solar y otro nocturno, construye una lógica e instaura una estética. Sumidos en el frío de las noches polares, los inuit experimentan en sus cuerpos la violencia de un tiempo primitivo reducido a lo esencial (…) Con sólo un puñado de certezas, el hombre queda desprovisto frente a la grandeza de los elementos, frente a la enormidad del medio en el que debe organizar su supervivencia. En ese contexto surgen los filósofos…”, seguimos pasando las páginas.
Hay momentos bellísimos en este recorrido. Momentos en los que Onfray nos habla de cómo al atravesar las comarcas glaciales del estrecho de Bering, los pueblos venidos de Siberia “se quedaron helados para siempre” y cómo “llevan el frío en su sangre y en su alma, en su carne y en su visión del mundo”, transformándolo en “una increíble energía blanca”. Hay momentos en los que podemos creer que aún existen lugares en los que palpar los materiales indescifrables del universo, de una vida que tantas veces se escapa de entre las manos sin que seamos capaces de intuir su enigma. “Eternidad de los elementos y vacuidad de la persona”, lo dice con sus palabras el pensador, “tiempo lento y prolongado de las piedras, del agua y del aire contra el tiempo rápido y breve de los hombres y de sus ridículas preocupaciones”.
“Sumidos en el frío de las noches polares, los inuit experimentan en sus cuerpos la violencia de un tiempo primitivo reducido a lo esencial (…) Con sólo un puñado de certezas, el hombre queda desprovisto frente a la grandeza de los elementos, frente a la enormidad del medio en el que debe organizar su supervivencia. En ese contexto surgen los filósofos…” escribe el ensayista.
En Estética del Polo Norte nos sentimos cerca de los primeros pobladores de esas tierras gélidas. Frente al espectáculo de las ballenas, de los osos polares, nos vemos tal cual somos, en nuestra insignificante dimensión. Escuchamos un preludio, una fuga de Bach, interpretada por Glenn Gould, un apasionado de las geografías glaciales, que, como nos cuenta el autor, llegó en un rompehielos al Polo Norte con su fantástico piano “embalado, protegido, preservado como un gran señor sonoro” para hacer realidad su sueño de tocar “en la noche eterna del hielo ártico”.
“No hay necesidad hoy día de experimentar las condiciones de supervivencia de los viejos esquimales para acercarse a este pueblo, y es que, desde hace casi un siglo, ni siquiera ellos mismos consideran que el sufrimiento sea salvador, redentor o provechoso”, nos dice Michel Onfray, quien se pregunta por qué, en cuanto se decide franquear el círculo polar se piensan las vidas o los comportamientos en forma de redención, quien arremete contra los europeos con poder adquisitivo que viajan a aquellas tierras con el afán de jugar a ser exploradores.
“Los desiertos, calientes o fríos”, argumenta, “llevan a cotas existenciales imposibles de conocer por alguien que se encuentra de paso (…) Uno puede acercarse, claro está, y mirar, pero es mucho mejor si uno se deja llevar por la intuición, por la improvisación, por la colisión, por la emoción, sin pretender una inmersión artificial con la que no se aprende nada sobre su realidad –ni sobre uno mismo, ni sobre los demás–. La supervivencia no se imita; uno no puede representarla teniéndolo todo bajo control…”
En estos párrafos traza el autor su declaración de principios, de intenciones, las claves de una ruta, de un viaje en el que se deja llevar por los entornos, por las experiencias vividas, por las emociones. Hay belleza y sabiduría en el trayecto. Hay páginas interesantísimas en las que el se reflexiona sobre la oralidad de los pueblos esquimales, a las características y efectos de la cultura oral frente a la escrita. “La sociedad sin escritura funciona también sin dinero. Sin papel no hay papel moneda, ni escribas, contables, clérigos, sacerdotes, agentes fiscales o comerciantes, como tampoco transacciones que provoquen perturbaciones contantes y sonantes”.
La oralidad apela al trueque, al intercambio, a la economía de subsistencia (“se caza, se pesca, se da, se comparte, se cambia, eso es todo…”), apunta Onfray. Son muchos los motivos, os decía antes, por los que os recomiendo este libro. Con todo lo ya expuesto espero que haya conseguido dar cuenta de su indudable atractivo, pero siendo todo lo comentado hasta aquí altamente cautivador, hay mucho más; apenas hemos llegado al ecuador de la lectura. Tras esa primera parte en la que el filósofo nos lleva a imaginar el pasado, a tomar contacto con esos pueblos esquimales que tantas evocaciones nos despierta, llega el momento del cuestionamiento, de la crítica abierta, del despertar. Poco a poco el autor nos conduce a hacernos preguntas, a enfrentarnos al presente en todos los sentidos.
“¿A cuento de qué se rompe el orden prehistórico? ¿Para limitarse a calcar la historia de Occidente? ¿Tiempo rápido? ¿Aceleración? ¿Velocidad? ¿Precipitación? ¿Excitación? ¿Nerviosismo? ¿Destrucción? ¿Huida hacia adelante? ¿Carrera hacia el abismo?” , abre un amplio abanico de interrogantes, tras el que constata que durante mucho tiempo los inuit resistieron y rechazaron esa propuesta.
Pero ahora ya han claudicado, obligados por los poderes de Canadá y Estados Unidos, que a través de la fuerza, de la colonización, les han acogido bajo las alas de un sistema aparentemente protector. Cuenta muy bien la historia de esa usurpación Michel Onfray, quien expone: “Los americano-canadienses de hoy aceleran el cambio al proponer, exactamente de la misma manera, la conversión al mundo digital, presentando el ordenador, o la informática, como el remedio para todos los males de la actual civilización inuit. Un salto de gigante en cincuenta años: han pasado de los cuentos mitológicos compartidos en el iglú al teclado del Mac conectado durante todo el día…”
Son muchas las alteraciones que se están produciendo en los tiempos y en el modo de vivir de un pueblo abocado a pasar del Paleolítico al Posmodernismo a marchas forzadas. Eso “altera hasta los comportamientos más pacíficos”, señala Onfray, dando cuenta de la agresividad, de las altas dosis de alcoholismo y de la pasividad y dependencia de ayudas oficiales de una población antaño pacífica y capaz de sobrevivir por sus propios medios. Frente a la uniformidad de los horizontes, el autor canta a la diferencia, a la diversidad. Frente al patetismo de la cultura capitalista, hace una reivindicación en este ensayo de los pueblos nómadas, de los individuos de espíritu nómada.
Son muchas las alteraciones que se están produciendo en los tiempos y en el modo de vivir de un pueblo abocado a pasar del Paleolítico al Posmodernismo a marchas forzadas. Eso “altera hasta los comportamientos más pacíficos”, señala Onfray, dando cuenta de la agresividad, de las altas dosis de alcoholismo y de la pasividad y dependencia de ayudas oficiales de una población antaño pacífica y capaz de sobrevivir por sus propios medios.
“Los pueblos nómadas molestan, inquietan, se les tiene por vagabundos, itinerantes, y por lo tanto, por ladrones sin patria ni bandera, imposibles de acorralar, de contener, de retener (…) El nómada inquieta al poder, al ser incontrolable molesta a la máquina estatal que pretende encasillar, controlar, asignar a cada uno su lugar y confinarlos en una residencia estable…”, seguimos las palabras del Onfray, ya al final del recorrido, en un hermoso capítulo que es todo un ejercicio de rebeldía.
En ese capítulo el ensayista hace una encendida defensa del pueblo inuit, que, como tantos pueblos esquilmados, también ha sufrido “la ley del Imperio estadounidense”. “¿Su defecto?, argumenta, “Actuar o moverse en función del cielo o de la nieve, de la solidez del hielo o de la posición del sol en el cielo. ¿Su error? Atender a las indicaciones de la estrella polar y de las constelaciones antes que a los dictados de las burocracias centralizadas. ¿Su arrogancia? No conocer la Ley, ni la igualdad, pretendidamente republicana, y preferir la independencia, la libertad, la autorregulación, la insumisión de la tribu a la norma general. ¿Su condena? Arrodillarse, olvidar sus costumbres, abandonar el nomadismo: la obligatoriedad del sedentarismo, la casa en pie. Prisión y decadencia”.
Nos informa Michel Onfray en este ensayo, que va de la calma al grito, de la deportación de las poblaciones inuit en 1962 a campos de refugiados en los que les prometieron salud, educación y seguridad. Nos cuenta cómo los antiguos poblados fueron arrasados, destruidos, incendiados, mientras los perros de trineo eran abatidos y sus dueños humillados. Todo a cambio de la construcción de un territorio autónomo sobre el papel, Nunavut, pero en realidad un irrealizable ideal de independencia. Nos informa de que durante la guerra fría en la zona se instalaron radares; de que hoy grandes aviones de carga aterrizan en las amplias y despobladas tierras y vierten en ellas “todo tipo de residuos radioactivos, químicos y bacteriológicos”; de que en el subsuelo excavado por bulldozers, “traídos en portaviones y manejados por militares (…) no sólo pueden enterrar estos cubos de basura modernos, sino también hacer acopio de reservas de queroseno y petróleo, en inmensas cubas de hormigón”.
A esto ha quedado reducida una zona en la que muchos seguimos soñando como una de las reservas naturales y espirituales del mundo. Esta es una historia más de desposesión, una historia de un pueblo al que se ha arrebatado el orgullo, los valores, que asiste en silencio al espectáculo de la violencia y del suicidio de sus jóvenes, en definitiva, al drama de su lenta desaparición. Y, pese a todo, aún hay atisbos del pasado, gente mayor que mantiene en pie algunos rituales. A ello se agarra Michel Onfray en este libro del que aún me queda por contaros una última parte esencial, el homenaje de un hijo a su padre, el relato de la dignidad, del respeto, del amor, porque Estética del Polo Norte se convierte también en una especie de memoria, de testimonio vital, de su autor.
A la Tierra de Baffin llegó el filósofo como regalo a su padre, un campesino austero, silencioso, del que aprendió las lecciones de la sobriedad y de la honestidad. Esos principios son los que definen al pensador, los que marcan su obra. A través de esos rasgos Onfray traza un paralelismo entre dos realidades, la de los inuit y su historia de supervivencia, de colonización, de sometimiento, y la de los campesinos de Normandía, sujetos también a la tiranía de los dueños de las tierras. Su padre es un ejemplo para él, del mismo modo que Pauloosie, el hombre que les guía en el viaje, que les deja asistir a las pocas ceremonias auténticas que conserva su pueblo. La relación entre los dos personajes es lo más conmovedor de todo el recorrido.
Son hermosísimos los pasajes en los que el autor observa cómo el veterano esquimal muestra amistad y respeto hacia el hombre aún mayor que él, cómo ambos se comunican y se sienten cómplices sin apenas palabras. Son hermosísimas las páginas finales en las que Onfray vuelve a la infancia y expresa todo su amor a su anciano progenitor, dándole las gracias por haberle ayudado a trazar su camino, a decir no ante todo aquello ante lo que él hubo de callar.
Cierro las páginas del libro con la idea final de la blancura, de la serenidad, que el autor, pese a todo, encontró en el Polo Norte. Un tiempo, un viaje, para él, lleno de “maravillosas certezas”. Parte de este libro que os recomiendo encarecidamente, sí, por todo lo que he intentado transmitiros y por todas las riquezas apenas entrevistas, esbozadas, que os vais a encontrar, lo leí un atardecer en el parque del Retiro, un atardecer frío, de diciembre, en los alrededores del Palacio de Cristal. Por algún motivo, aunque no nevaba, todo a mi alrededor era blanco y permanecía en silencio.
“Estética del Polo Norte”, de Michel Onfray, ha sido publicado por Gallo Nero. La traducción ha corrido a cargo de Delfín Gómez Marcos.
Todas las fotografías fueron tomadas por Nacho Goberna.