Destino París con Jean Echenoz

Por Emma Rodríguez © 2015 / Hay ocasiones en las que el mejor plan es sumergirse en mundos literarios conocidos y volver a esos autores en los que, de un modo u otro, acabamos reconociéndonos y recuperando marcas de nuestra vida. Hay otras en las que, sin embargo, lo que más estímulo nos proporciona es la posibilidad de descubrir nuevos territorios. Nos embarga entonces una especie de alegría, de excitación, consecuencia del no saber si nos gustará ese nuevo lugar, si la expedición será fructífera. Buscamos los libros como exploradores que se pertrechan de brújulas y mapas y nos lanzamos a la aventura, sabedores de que estamos abriendo una brecha, una grieta, un camino nuevo.

El escritor francés Jean Echenoz era para mí una asignatura pendiente. Deseaba conocerlo desde hacía tiempo, pero, como sucede tantas veces, otras lecturas se iban imponiendo, y siempre lo dejaba para más adelante. Un reciente, corto, viaje a París (de esos viajes que llegan inesperadamente, de sorpresa, empaquetados como regalo) fue la excusa perfecta. Me apetecía leer a un autor francés, a un autor que trazase sus propias coordenadas emocionales sobre el relieve de la ciudad y enseguida pensé en él. Elegí dos libros: Capricho de la reina, el más actual, que acaba de ser publicado en nuestro país por Anagrama y que es una recopilación de relatos muy especial, y uno más antiguo, Me voy, una novela con la que el escritor dio la bienvenida al siglo XXI y con la que obtuvo el Premio Goncourt.

En el trayecto de ida empecé a familiarizarme con los ritmos y las maneras de Echenoz a través de sus narraciones breves, narraciones que pueden ser tomadas como experimentos, fogonazos, contemplaciones. En el de vuelta conseguí olvidarme por completo de todo lo que no fuesen las peripecias y tramas paralelas de una novela escurridiza, hipnótica, abierta, original, con la que el autor ha conseguido que me convierta en una transeúnte entregada a los merodeos por sus calles y distritos.

Últimamente he reflexionado y leído mucho sobre el tiempo y sobre la velocidad a la que actualmente nos sentimos sometidos, un asunto clave en la última novela de David Trueba, Blitz, sobre el que conversamos largamente en la entrevista que se publica en este número de “Lecturas Sumergidas”. “La sensación de que el tiempo pasa mucho más rápido que antes tiene su origen en que la gente, hoy en día, ya no es capaz de demorarse, en que la experiencia de la duración es cada vez más insólita”, escribe el filósofo surcoreano, afincado en Berlín, Byun-Chul Han en El aroma del tiempo. Consciente de ello, paladeando la palabra, “demora”, fue como me entregué a la lectura de Echenoz, a los trechos del viaje, a los tres días pasados en París, días de caminatas placenteras, de detenimiento.

En el trayecto de ida empecé a familiarizarme con los ritmos y las maneras de Echenoz a través de sus narraciones breves, narraciones que pueden ser tomadas como experimentos, fogonazos, contemplaciones. En el de vuelta conseguí olvidarme por completo de todo lo que no fuesen las peripecias y tramas paralelas de una novela escurridiza, hipnótica, abierta, original, con la que el autor ha conseguido que me convierta en una transeúnte entregada a los merodeos por sus calles y distritos.

Recorrer la ciudad sin prisas, parar en uno de mis rincones favoritos, la plaza de los Vosgos, en el hermoso barrio del Marais, y seguir disfrutando del Capricho de la reina de Echenoz, ha sido uno de los momentos placenteros de este mes de septiembre al que ya decimos adiós. Echenoz, al que le basta con describir a las reinas y demás protagonistas femeninas que habitan en los jardines de Luxemburgo (célebres estatuas de las que también habla Kundera en La fiesta de la insignificancia) para construir un relato, también nos enseña a parar, a mirar. Lo hace a través de su literatura, absorta en los pequeños detalles, en los objetos que nos rodean y que tanto dicen de nosotros. Junto a él es fácil percibir los efectos de la contemplación y sentir, como dice Byun-Chul Han que con ella la vida gana tiempo y espacio, duración y amplitud.

Emma Rodríguez por Karina Beltrán © 2015

La lectura y el viaje como dos formas paralelas de detener el tiempo, de vencer la premura, la urgencia que imponen los artefactos tecnológicos. La lectura y el viaje como caminos que nos conducen lejos de las rutinas y los ruidos habituales y nos llevan a escuchar nuestros propios latidos… Pero en esta entrada, más que reflexionar, quería hablaros de Jean Echenoz, de mi lectura de Jean Echenoz. No tenía intención de referirme al autor de obras como la citada El aroma del tiempo o La sociedad del cansancio, al que, seguramente volveré en alguna otra ocasión, pero lo cierto es que, además de por todo lo que os he contado, el autor francés me ha remitido a él porque, hay nociones sobre el tiempo en una novela como Me voy, entrega que, de algún modo, también registra ese modo fragmentado de tomar en manos el paso de las horas, los días, los años, las estaciones y edades de las sociedades contemporáneos. “El impulso de la novedad reduce los ciclos de renovación. Ello se debe a que nada es capaz de generar una duración. No hay ninguna obra, ningún final, solo una sucesión de versiones y variaciones…”, argumenta el filósofo.

Jean Echenoz es un maestro de los paralelismos, de las variaciones, de las probabilidades, de los azares, de las fugas. Hay un relato magistral en Capricho de la reina, Ingeniería civil, donde resulta evidente. Se trata de una narración sobre los viajes y las metas. Se trata de la historia de un constructor de puentes que acaba recorriendo el mundo para escribir sobre los más imponentes pasadizos colgantes que existen y acaba siendo consciente de su inmensa soledad (“cuantos más puentes veía, menos gente veía y su tarea avivaba su soledad”, leemos), a la vez que se convierte en testigo y víctima de las perversas jugadas que, en ocasiones, tiende el azar con sus imprevisibles cartas.

Hay también mucha imprevisibilidad en Me voy, una de esas novelas, os advierto, que no podemos dejar de leer en cuanto abrimos sus puertas, que nos envuelve irremediablemente en una tela de araña de la que no queremos salir. Félix Ferrer, su protagonista, no permite que nada adquiera un carácter de duración, principalmente los afectos, las relaciones. Todo cambia en su vida, las localizaciones, los amores, en una huida permanente, en la apreciación de un vacío sordo, que es su manera de estar en el mundo.

Me encanta el estilo sobrio, el manejo del ritmo de este hombre para el que la música es esencial (ha dedicado uno de sus libros a Ravel), así como su capacidad para componer imágenes con las palabras, imágenes que llegamos a interiorizar como si se tratase de sueños. Me encanta la distancia que adopta con sus personajes, el modo en el que juega, a dos o tres bandas, con sus historias, su sentido del humor y al mismo tiempo el aliento crítico sobre un presente de desigualdad en el que todo parece diseñado para los ricos.

Félix Ferrer, protagonista de Me voy, novela con la que Echenoz ganó el  Premio Goncourt, no permite que nada adquiera un carácter de duración, principalmente los afectos, las relaciones. Todo cambia en su vida, las localizaciones, los amores, en una huida permanente, en la apreciación de un vacío sordo, que es su manera de estar en el mundo.

Vayamos por partes. En Me voy, frase que lo define todo, vemos a Ferrer, un artista convertido en dueño de una galería, cerrando la puerta de la casa que comparte con Suzanne, su mujer. No hay gritos ni escenas en la ruptura. El personaje echa a andar hacia la estación de metro de Corentin-Celton rumbo a la de Madeleine. Se sube al vagón y se siente alguien que comparte su soledad con el de otros viajeros. La vida sigue, todo es movimiento. Nuevas experiencias, nuevos abrazos y estímulos, le aguardan.

Emma Rodríguez por Karina Beltrán © 2015

Le espera, además, aunque aún no lo sabe, una apasionante aventura, un viaje al Ártico en busca de las valiosas obras de arte, antigüedades, de un naufragio. Echenoz juega magistralmente con los dos tiempos. Va desarrollando a la vez las dos tramas narrativas. En la primera Ferrer sigue su vida en París, la vida de un galerista que ha de hacer frente a un momento de crisis en el mercado del arte; que maniobra sobre las carreras de sus artistas y también sobre el criterio y la voluntad de coleccionistas incapaces de apreciar por sí mismos la belleza o el valor de una creación.

En la segunda vemos al protagonista en el aeropuerto Roissy-Charles-de-Gaulle, buscando un sitio tranquilo antes de partir, lo que no resulta fácil, porque, como bien señala la voz narradora, un aeropuerto no es “nada propiamente dicho”, sino “un mero lugar de paso, un cedazo, una frágil fachada en medio de una planicie…” Le vemos subiendo al avión rumbo a Montreal y después tomando un autobús hasta Quebec, al que seguirá un taxi que le llevará al puerto de la ciudad, donde se embarcará en un rompehielos hacia una geografía lejana, exótica.

Dar cuenta de los puntos de destino, de las llegadas y de las rutas, es importante en esta novela en la que todo es huida, avance. El viaje hacia el Ártico, la expedición que allí se desarrolla, además, proporcionan al autor la posibilidad de alcanzar sublimes momentos poéticos, imágenes, a las que me refería antes, que parecen formar parte del tejido de los sueños. Durante la travesía todo es “un perpetuo domingo cuyo afelpado silencio marca una distancia entre los sonidos, las cosas, los instantes mismos. La distancia contra el espacio y el frío hace más lento el tiempo. El cuerpo se embota en la tibieza amniótica del rompehielos…”, escribe Echenoz, quien habla de “la inmensidad blanca, de nieblas que “no contentas con enturbiar la transparencia del aire y hurtar los objetos a la mirada (…) podían también agrandarlos de modo considerable”.

Hay un clima de aventuras, de relato conradiano, en esta obra que también se abre a la pesquisa policial, al thriller, porque, mientras Ferrer vive su hazaña en ese universo glacial, en París están surgiendo cosas y otros personajes, en apariencia secundarios, cobran importancia, caso del desaliñado ayudante Delahaye, que evoluciona de manera insospechada. Los aeropuertos, los barcos, las carreteras, son claves en esta novela en movimiento que, acaba, ¡oh sorpresa! en San Sebastián, ciudad balneario, llena de “amplias avenidas apacibles, aireadas, esmeradamente limpias”, atravesada por un río de agua verde, “tirando al azul al arrojarse al océano”.

Si bien toda lectura es un diálogo con el autor, en este caso ese diálogo, se intensifica porque el escritor lo propicia y se acerca con la máxima naturalidad a sus lectores, haciéndoles partícipes del discurrir de la acción. A la manera de un narrador oral hay momentos en los que Echenoz da paso a un nuevo escenario con un simple. “Cambiemos un instante de horizontes, si no les importa…” o expresando lo cansado que, personalmente, está de un determinado personaje.

Emma Rodríguez por Karina Beltrán © 2015

El gusto por los detalles, por elaborar listas, por anotar datos en cuadernos, así como la elegancia y la sobriedad del estilo y el halo enigmático que rodea a las historias, hace que irremediablemente piense en otro autor, el Nobel Patrick Modiano, amigo, como Echenoz, de deambular por las calles de París, de dibujar su particular mapa de una ciudad que no sería la misma sin los paseos literarios por sus orillas.

Si bien toda lectura es un diálogo con el autor, en este caso ese diálogo, se intensifica porque el escritor lo propicia y se acerca con la máxima naturalidad a sus lectores, haciéndoles partícipes del discurrir de la acción. A la manera de un narrador oral hay momentos en los que Echenoz da paso a un nuevo escenario con un simple. “Cambiemos un instante de horizontes, si no les importa…” o expresando lo cansado que, personalmente, está de un personaje.

Quiero acabar esta crónica aludiendo al carácter donjuanesco de Félix Ferrer, un conquistador contemporáneo que acaba siendo conquistado, que abandona y también es abandonado sin que aparentemente haya dolor en las rupturas, sólo el ahondamiento en un vacío vital que le define. Quiero acabar aquí porque el motivo de este viaje a París del que os he hablado y en en el que me adentré en el reino Echenoz, fue la invitación a la nueva representación del montaje del cineasta Michael Haneke del Don Giovanni de Mozart en la Ópera Nacional de París.

Una imagen de Karina Beltrán, quien firma las fotos de esta página; una imagen sugerente y sensual de una mujer de rojo a la que no se le ve el rostro, ha sido la causante de todo, pues ella es la imagen promocional de esta versión de la célebre pieza de Mozart que Haneke traslada hasta el presente, a través de una llamativa, moderna e impactante puesta en escena que nos lleva a reflexionar, no sólo sobre el abuso ejercido por un seductor sin escrúpulos sobre sus víctimas, sino sobre el abuso de poder, en el sentido más amplio, de los más fuertes sobre los débiles.

Karina Beltrán © 2015
Karina Beltrán © 2010

 

Los libros de Jean Echenoz de los que se habla en esta entrada son: Capricho de la reina y Me voy, ambos traducidos para Anagrama por Javier Albiñana.

También se hace referencia al ensayo de Byung-Chul Han, El aroma del tiempo (traducción de Paula Kuffer para Herder).

Las fotografías a Emma Rodríguez fueron tomadas por Karina Beltrán © 2015 en París.

Karina Beltrán es la autora de la última imagen, que sirve de reclamo al Don Giovanni de Michael Haneke para la Ópera Nacional de París. Forma parte de la serie de la artista Hide and Seek (2010).

Etiquetado con: