Por Emma Rodríguez © 2015 / Hay ocasiones en las que un libro llega a nosotros y nos habla de las emociones, de los tránsitos que estamos viviendo. Hay ocasiones en las que parece que ese libro estaba destinado para que abriésemos sus páginas y nos reflejásemos en su espejo. En mi particular experiencia de lectora esto es muy habitual y he escrito sobre ello una y otra vez en este diario de puertas abiertas. Nuevamente me ha sucedido con Gracias por la compañía, una entrega que ha acentuado en mí la sensación de estar en una etapa en la que mantener una cierta inocencia, un cierto idealismo y pureza ante la vida es algo que cuesta un esfuerzo, que se convierte en un gesto de resistencia.
Había leído a Lorrie Moore hace tiempo, sus Pájaros de América, y recordaba la particularidad y la potencia de una voz que, como en el caso de grandes cuentistas como Clarice Lispector, de Alice Munro, de Lydia Davis, me resultó absolutamente diferente, capaz de crear un propio lenguaje, unas construcciones a medida, un estilo extraño y como recién inventado, pero en esa ocasión su libro no fue capaz de removerme en la misma medida que este Gracias por la compañía, con el que la autora estadounidense (Glen Falls, Nueva York, 1957) ha vuelto al relato después de dieciséis años de silencio.
Entonces, quizás -no he sentido la necesidad de volver atrás- las historias de Moore no ofrecían una visión tan cruda de la realidad. Entonces, finales de los 90, los horizontes del destino colectivo no se dibujaban con colores tan oscuros, ni habíamos desenmascarado los engaños del poder, del sistema, como lo hemos hecho en los últimos años, ni, a nivel personal, yo había sufrido pérdidas dolorosas ni había percibido el mordisco del paso del tiempo y sus inevitables enseñanzas. Los cuentos de Lorrie Moore se pueden leer en cualquier fase de la vida, pero son relatos de la mediana edad que tocan el corazón cuando ya se ha percibido el lado de sombras de la existencia, ese nubarrón que se filtra en el cielo claro, nos entristece el semblante y, pese a todo, está ahí para hacernos conscientes de la importancia de los afectos, de la alegría, de la belleza, que retorna cuando el nubarrón desaparece. Es entonces cuando la vida nos enseña que hemos de tener paciencia y saber esperar, porque es muy probable que vuelvan a aparecer los claros. Es entonces cuando interiorizamos que el tiempo en su transcurso va cambiando los paisajes y nos va transformando y adquiere nuevos significados y nos quita cosas y nos da otras, exigiéndonos una calma que cuesta alcanzar cada vez más en un entorno dominado por la velocidad, por las exigencias, por las prisas.
Los cuentos de Lorrie Moore se pueden leer en cualquier fase de la vida, pero son relatos de la mediana edad que tocan el corazón cuando ya se ha percibido el lado de sombras de la existencia, ese nubarrón que se filtra en el cielo claro, nos entristece el rsemblante y, pese a todo, está ahí para hacernos conscientes de la importancia de los afectos, de la alegría, de la belleza, que retorna cuando el nubarrón desaparece.
Sobre todo esto he estado reflexionando desde el pasado mes de julio, cuando leí Gracias por la compañía, de Lorrie Moore. Empecé el libro en un viaje en tren rumbo a San Sebastián, una breve y necesaria escapada en busca del norte. Seguí avanzando por sus cuentos un día luminoso, sentada frente a la playa de La Concha, levantando la vista de unos textos cargados de fuerza, de dolor, de desengaño, para dar gracias por la brisa, el mar y los seres queridos que estaban a mi lado; también por el recuerdo constante de alguien muy cercano que había decidido irse hacía muy poco, otro día de verano en el que el móvil vibró para oscurecerlo todo.
“La vida nunca era perfecta”, señala la voz narradora en Alas, un relato difícil de olvidar, el más largo del conjunto, casi como una novela corta, donde KC, la protagonista una cantante en declive que vive una relación en proceso de destrucción, conoce a un anciano con el que entabla una particular amistad que la lleva a plantearse su lugar en el mundo. En Alas la autora maneja con maestría la ambigüedad y habla de la miseria de un presente en el que la desigualdad cada vez está más acentuada. La pareja protagonista, para nada una pareja ideal, siente la angustia de la falta de dinero, de trabajo. “¡Odiaba el dinero! aunque sabía que era como la sangre y lo necesitabas. Aún así, también se parecía a la sangre en que no soportaba verlo. A todo ese barrio privilegiado le vendría bien una pequeña guillotina o unas multitudes hambrientas con horcas…”, accedemos a los pensamientos de KC, y pensamos que, si dentro de mucho tiempo, un curioso lector del futuro quisiera saber cómo se sentía gran parte de la población a principios del siglo XXI, debería leer este cuento que tan bien describe la rabia soterrada de los que apenas tienen oportunidades.
Así es Lorrie Moore: directa, áspera, irónica, intensa, potente, rabiosa, lúcida. Así es esta narradora que vuelve a demostrarnos el poder de la literatura para aproximarnos a lo que de verdad sentimos en ocasiones sin ser conscientes de ello. La política, la guerra de Irak, la tragedia del 11S, el horror de cárceles como la de Guantánamo, las torturas a los presos… son hechos que va introduciendo la autora en los relatos, porque las vidas no se viven al margen de la política, de la actualidad, porque ese telón de fondo marca los destinos y las carga con el peso de la zozobra, de la impotencia.
“Se tambaleaba durante sus días, cansado o inseguro. En la oficina extraviaba archivos. A veces derribaba cosas por accidente: un vaso de agua o el manual de derechos laborales. Las noticias de la guerra inminente también se cobraban un peaje. Por la noche, en la cama, los momentos antes de dormir, eran una especie de encuentro poderoso con la muerte. ¿Qué le había pasado al mundo?”, leemos en el cuento que abre el conjunto, Muda, donde Ira, recién divorciado, con un anillo de bodas que no se ha quitado de su dedo hinchado seis meses después de la separación, decide rehacer su vida y conoce a Zora, también divorciada y madre de un adolescente que ejerce un gran poder sobre ella y es capaz de eliminar a cualquier candidato a entrar en la vida de su madre.
En esta ocasión Moore pone a su protagonista ante el telón de fondo de las preocupantes noticias de la inminente Guerra de Irak, mientras intenta seguir amando. “Me gustaría dejar de verla”, le dice a un amigo sobre Zora, “pero parece que no puedo. Especialmente con todo lo que está ocurriendo en el mundo. No puedo vivir sin algo de intimidad, compañía, como quieras llamarlo, para afrontar esta locura global”.
Este fragmento nos dice mucho del tono del libro, de las búsquedas de la escritora. En todas las piezas que lo componen, de un modo u otro, el exterior se cuela en los espacios interiores y los baña con la luz extraña de lo que no se puede controlar. En cada una de las historias Lorrie Moore parece decirnos que no podemos dar la espalda a los acontecimientos del tiempo en el que nos toca vivir, que debemos asumir hasta qué punto nos afectan y seguir adelante, dispuestos a seguir escribiendo nuestros propios relatos.
Hay momentos en los que Moore me conduce a Carver. Hay otros en los que me remite a Alice Munro. Sin duda, son maestros en su camino, pero, como decía anteriormente, hay una fiereza en sus escritos que la distingue. Tal vez sea El enebro uno de los cuentos que más me han recordado al autor de Catedral. En él la, protagonista quiere visitar a su amiga enferma en el hospital, pero no llega a tiempo, la muerte trunca el encuentro y decide acudir, junto a otras dos amigas, a la casa vacía para despedirse de quien un día la invitó a cenar y acabó lanzándose el postre en su propia cara. En el momento del adiós, de los recuerdos, la protagonista constata que ella era la única, de todo su círculo de amigas, a la que “todavía no le había sucedido algo terrible”.
En todas las piezas que componen Gracias por la compañía, de un modo u otro, el exterior se cuela en los espacios interiores y los baña con la luz extraña de lo que no se puede controlar. En cada una de las historias Lorrie Moore parece decirnos que no podemos dar la espalda a los acontecimientos del tiempo en el que nos toca vivir, que debemos asumir hasta qué punto nos afectan y seguir adelante, dispuestos a seguir escribiendo nuestros propios relatos.
Son éstos cuentos de la mediana edad, decía antes. La mediana edad es el lugar desde el que Lorrie Moore observa. Ella está instalada ahí y escribe de lo que conoce, de lo que ve, de lo que siente. Sus cuentos están habitados por parejas rotas, por divorciados, por madres enfrentadas a sus hijos adolescentes, preocupadas por ellos… La enfermedad, la muerte, la pérdida, están presentes constantemente, pero también hay una ventana de esperanza, la necesidad de levantarse tras las caídas, de seguir adelante, de partir de cero, de encontrar una pequeña esquina desde la que contemplar un paisaje menos desolado.
El dolor de la ruptura, la absoluta soledad y la derrota están muy presentes en este volumen. La ruptura, la soledad y la derrota llenan todo el espacio de Kit, la protagonista de Pérdidas de papel, quien va descubriendo las mezquindades de la persona con la que ha compartido la juventud y con la que ha formado una familia. En el que es el tercer relato de la entrega se narran unas últimas vacaciones familiares en un lugar exótico cuando ya todo está acabado. La distancia y el desconocimiento del hombre al que se amó, ahora convertido en una especie de “extraterrestre”; las observaciones de la madre sobre sus hijos, su absoluto desamparo, hacen que nos estremezca este texto en el que, nuevamente, la escritora se pone del lado de las mujeres, las convierte en heroínas en su fracaso, en luchadoras que han de tragarse las lágrimas y tomar el rumbo de sus vidas. Una vez más aquí traza Moore un brutal relato sobre la realidad, sobre los contrastes y el cinismo del mundo occidental. “En la playa la gente leía libros sobre los genocidios de Ruanda y Yugoslavia. Eso debía añadir seriedad a un viaje que carecía de ella. No había que fijarse en los oscuros chicos de la isla que estaban al otro lado de los guardias y del alambre de espinos tirando piedras”, se expone en un momento dado.
Cuánto dice la autora en este cuento que es uno y que contiene otros muchos, porque, alrededor de las vivencias de sus personajes, la historia se despliega en múltiples direcciones y aborda temas de fondo como el de la desigualdad, ya citado, o el del maltrato a la naturaleza, el modo en el que el hombre influye con sus acciones en el entorno natural, a través de la descripción del nacimiento de unas crías de tortugas que son capturadas para el mero disfrute de los turistas.
Leer a Lorrie Moore es darse un baño de realidad. La escritora obliga a mirar, a través de la ficción, aquello que puede pasar desapercibido entre tanto exceso de información, ante la rueda de las noticias que gira cada día a tanta velocidad que consigue anestesiarnos y espesar el horizonte de tal modo que acabamos no viendo lo esencial. En este libro cabe todo eso, sutilmente, irónicamente señalado, y caben las emociones en su más amplia gama de matices, los sentimientos, las historias con las que nos identificamos porque no son historias protagonizadas por personajes excepcionales sino por gente corriente, cada día, en cualquier ciudad del mundo.
Leer a Lorrie Moore es darse un baño de realidad. La escritora obliga a mirar, a través de la ficción, aquello que puede pasar desapercibido entre tanto exceso de información, ante la rueda de las noticias que gira cada día a tanta velocidad que consigue anestesiarnos y espesar el horizonte de tal modo que acabamos no viendo lo esencial.
Moore desenmascara el juego de las apariencias, de las hipocresías sociales en un relato como Enemigos, tal vez el más irónico del conjunto, donde se afronta el tema de la vejez, el afán por detenerla a través de operaciones de cirugía estética, así como el fondo oscuro de la política americana. Nos asombra Moore porque utiliza, repito, la ficción como una mordida, como un grito ante el mundo. Nos fascina con sus juegos estilísticos, con sus asociaciones de imágenes, de palabras, con ese uso del lenguaje deslumbrante que la caracteriza y que contribuye a dotar de fuerza, de potencia, a las verdades que logra transmitir (pienso al escribir esto en el magnífico trabajo del traductor al español, Daniel Gascón, imagino su placer al enfrentarse al texto y trasladarlo con todos sus hallazgos. Pienso en lo mucho que tenemos que agradecer a los buenos traductores).
El último de los cuentos del libro, el que le da título, Gracias por la compañía, concentra muchas de las búsquedas del recorrido. En él encontramos fragmentos absolutamente reveladores como éste: “Había que descongelar los pies, dar pasos a ciegas hacia atrás, arriesgarse a perder el equilibrio, arriesgarse a una caída infinita, para dar espacio a la vida” o, éste otro: “Sólo sabemos que la vida puede tener cambios de canal muy sorprendentes. Que hay un recurso retórico con el río y con el mar igual que con la tele. Y ésa es la razón por la que la vida pasa groseramente a tu lado, hay que dejarle espacio”.
Es verdaderamente un regalo esta pieza que transcurre en la celebración de una boda al aire libre, una boda interrumpida por unos curiosos moteros, con una especie de alocado portavoz filósofo. De nuevo Moore sabe sacar partido a la relación entre una madre y su hija adolescente, a lo conflictivas y a la vez enriquecedoras que suelen ser esas relaciones que tan bien conoce la autora y de las que tanto se nutre; de nuevo nos transmite ese particular tono agridulce que se nos pega sin remedio.
“Había que descongelar los pies, dar pasos a ciegas hacia atrás, arriesgarse a perder el equilibrio, arriesgarse a una caída infinita, para dar espacio a la vida” o, éste otro: “Sólo sabemos que la vida puede tener cambios de canal muy sorprendentes. Que hay un recurso retórico con el río y con el mal igual que con la tele. Y ésa es la razón por la que la vida pasa groseramente a tu lado, hay que dejarle espacio”, leemos en el relato que da título al libro, “Gracias por la compañía”.
“Cada día había algo nuevo que llorar y algo viejo que celebrar”, leemos en otro momento de este relato tan intenso que no podéis dejar de leer (os lo recomiendo). Llorar y celebrar. Ese enfrentamiento marcó la experiencia de mis días, de mi lectura de este libro, el pasado julio, con su dureza y sus tonos de sombra tan cerca de mis propias vivencias. Imposible borrar esa percepción, la imagen del libro que, cada cierto tiempo abandonaba, para contemplar unas vistas tan espléndidas que me llevaban a pensar que nada malo podía suceder mientras fuese capaz de llenarme los ojos con ellas.
Todo puede cambiar de un momento a otro, nos dice Lorrie Moore. Sólo hace falta esperar el discurrir del tiempo que torna la tormenta en calma, la tristeza en alegría, la oscuridad en luz, es algo que también nos transmite Robert Louis Stevenson, otro de mis acompañantes este verano, al narrar el transcurso de un viaje en barco con el que cruzó el Atlántico en un tiempo ya lejano. Este número tan viajero está cargado de rutas hacia geografías más o menos lejanas en las que todos los protagonistas coinciden en algo: el sentido final del viaje es llegar a conocernos mejor a nosotros mismos y sentir que nos transformamos. La literatura, como el más grande de los viajes, nos lleva lejos y nos acerca a nuestras propias orillas.
- “Gracias por la compañía”, de Lorrie Moore, ha sido traducido por Daniel Gascón y publicado por la editorial Seix Barral.
- Las fotografías de Emma Rodríguez fueron tomadas por Nacho Goberna © 2015, en Donostia.