Por Emma Rodríguez © 2014 / Los lugares que habitamos, las estancias donde nos refugiamos, las calles que transitamos y que nos alejan del confort, los rincones en los que nos sentimos a salvo, las ventanas que abrimos para los otros, las grietas que emergen y que van construyendo la propia identidad. De todo eso habla Fernanda Trías (Montevideo, 1976), en una novela sumamente atractiva que parte de la autobiografía y recurre a la ficción para bucear en las verdades escondidas. Esa novela se titula “La ciudad invencible”, acaba de ser publicada en España por la editorial Demipage y trata de muchas cosas, pero, sobre todo, de la conquista de un espacio geográfico, de un territorio urbano que lleva por nombre Buenos Aires y que sería un simple escenario de cartón piedra sin la presencia de esos paisajes afectivos, emocionales, que son en realidad los que le otorgan la fuerza y el significado.
Nada grandilocuente, humilde y limitado, el Buenos Aires de Trías se construye en los márgenes, lejos de mitos y enclaves célebres. Los ecos literarios, los rastros de Borges, Cortázar o Pizarnik, se convierten en meras sombras, en orillas que deben ser traspasadas para llegar a un entorno diferente. La mirada, las huellas de alguien que llega de nuevas y acaba viviendo en ese destino episodios que serán cruciales en su vida, en su crecimiento, otorga personalidad a una entrega que narra un período de inquietud y de reflexión, de ruptura y también de construcción. “Cuatro mudanzas, una separación, una muerte. Así me recibió la ciudad de mi abuela”, empieza uno de los capítulos.
Nada es convencional en esta historia sobre la soledad, el miedo, la inseguridad de quienes han de empezar de cero. Trías no se queda en la superficie, intenta acceder, con puntadas sutiles y a la vez afiladas, a esas honduras del ser en las que todos nos reconocemos. “¿Cómo nombrar las cosas? Cómo acercarse lo más posible al asunto que se quiere contar, es decir, al corazón del asunto, no a la anécdota”, se pregunta en un momento dado, una pregunta que dice mucho de su manera de entender y abordar el trabajo literario.
Nada grandilocuente, humilde y limitado, el Buenos Aires de Trías se construye en los márgenes, lejos de mitos y enclaves célebres. Los ecos literarios, los rastros de Borges, Cortázar o Pizarnik, se convierten en meras sombras, en orillas que deben ser traspasadas para llegar a un entorno diferente. La mirada, las huellas de alguien que llega de nuevas y acaba viviendo en ese destino episodios que serán cruciales en su vida, en su crecimiento, otorga personalidad a una entrega que narra un período de inquietud y de reflexión, de ruptura y también de construcción.
– Cuando nos adentramos en el territorio de “La ciudad invencible” no podemos dejar de pensar en que, lejos de sus características más reconocibles, toda ciudad está hecha de múltiples construcciones subjetivas, construcciones levantadas con los materiales de las vivencias y experiencias íntimas de cada cual. ¿Fuiste consciente, en el proceso de escritura de la novela, de estar abordando una doble conquista: la de un espacio exterior y un paisaje del interior?
– Para nada fui consciente, pero justamente de eso trata la novela. En la contraportada del libro se ha utilizado un texto del escritor Sergio Chejfec que me gusta mucho y que habla de “una formación sentimental en la ciudad a la que se ha llegado y en la que se vive”. He intentado reflejar, sí, lo que supone la conquista de un espacio interior, un espacio donde una pueda estar parada, consigo misma, de una manera firme, y eso está totalmente vinculado a la conquista de lo exterior, una conquista que históricamente le ha estado vedada a la mujer. Pienso en Emily Dickinson, en tantas otras escritoras, en todas esas mujeres que, aunque fueran dueñas del hogar, de la casa, de lo que sucedía de puertas adentro, no tomaban posesión del exterior, algo típicamente masculino. Para mí, en cierto modo, seguía siendo un desafío ver cómo se puede conquistar la geografía, en este caso de una ciudad, de esa manera tan subjetiva, apropiándose de lo exterior sin renunciar a lo más íntimo.
– Se trata de llenar los espacios de significados propios, de apropiarse de ellos a través de un lenguaje propio.
– Exacto. Yo he cambiado varias veces de ciudad y de país. Durante mucho tiempo sostuve que era por azar, pero, ahora que ya no puedo seguir diciendo lo mismo porque resulta extraño, he asumido que lo que empezó por azar se ha acabado convirtiendo en un patrón en mi vida. Sucedió por primera vez en 2004, cuando me fui a Francia con una beca de la Unesco. Ya entonces me fascinó la sensación de llegar a un lugar totalmente ajeno y sentir que por más que lo llegues a conocer de memoria, por más que te hayas recorrido una y otra vez todas sus calles, eso no significa que te hayas apropiado de él. Los sitios hay que poblarlos de historias, de historias propias, para que lleguen a adquirir un significado. Para eso se necesita tiempo, pero también se necesita vida, experiencias vitales.
– Aunque se trata de una novela, de un testimonio personal, claramente autobiográfico, “La ciudad invencible” transmite las incertidumbres, las angustias, las extrañezas, el miedo del que emigra, de todo el que llega a un lugar desconocido. El miedo es una emoción muy potente aquí [“El miedo era esa costra negra que se acumula entre los azulejos del baño, era la mugre endurecida dentro de mí, mis propias articulaciones, de modo que no podía vivir sin él, pero anquilosada como estaba, tampoco podía moverme”, leemos muy al comienzo].
– El miedo me parece una emoción sumamente interesante para explorar en la escritura, porque el miedo tiene un efecto paradójico: puede ser paralizante, pero también puede llevarte a adoptar acciones radicales, a una especie de movimiento que podríamos denominar kamikaze. Puede que eso suene un poco fuerte, tal vez debería referirme a un cierto arrojo que desde fuera puede verse como un acto de valentía cuando en realidad es una reacción desesperada. Para no quedarnos paralizados ante el miedo tendemos a saltar y en este libro quise explorar ese saltar al vacío, incluso ese entregarse al fracaso, como en un determinado momento se dice.
– Hablas de Buenos Aires, una ciudad muy literaria, muy mitificada e idealizada por grandes autores. ¿Hasta qué punto quisiste romper esa imagen?
– No me planteé desmitificar la ciudad, pero sí era consciente de enfrentarme a una serie de estereotipos muy marcados. Para mí enfrentarme a una ciudad tan transitada por grandes escritores, tan recorrida literariamente, era un gran desafío. Tenía claro que no debía intentar hacer lo mismo, que no debía perseguir estar a la altura de esas ciudades tan célebres. Desde muy pronto vi claro que debía salir por completo de ahí y abordar el asunto desde otro lado, desde la periferia y el desconocimiento. Mi narradora parte de la ignorancia absoluta de la ciudad, no sale de un barrio, incluso de unas pocas calles dentro de ese barrio. Se trata de todo lo opuesto a hablar de una ciudad, pero también genera el efecto de llegar al todo a partir de la observación de un espacio reducido. Cuéntame tu aldea y te describiré el mundo…
El miedo me parece una emoción sumamente interesante para explorar en la escritura, porque el miedo tiene un efecto paradójico: puede ser paralizante, pero también puede llevarte a adoptar acciones radicales. Para no quedarnos paralizados ante el miedo tendemos a saltar y en este libro quise explorar ese saltar al vacío, incluso ese entregarse al fracaso.
– “La literatura de Buenos Aires es Buenos Aires. No se puede buscar (…) La peregrinación a la casa donde nació Borges, al Parque Lezama, al departamento de la Pizarnik fue, para mí, tan inútil como desilusionante…” escribes en “La ciudad invencible”. Me imagino que no hay nada inventado en esta declaración.
– En absoluto. Despojar del romanticismo a todos esos lugares de peregrinación está relacionado con cierta aversión que he desarrollado hacia el turismo. He viajado mucho en mi vida y al principio lo hice con verdadera inocencia y deseos de conocer, pero poco a poco me fui desencantando y le fui encontrando menos sentido a viajar a una ciudad sin una razón de ser más válida que visitar un monumento o ir a la tumba de grandes celebridades. Lo hice. Lo hice muchísimo. En París visité la tumba de Oscar Wilde y de otros grandes escritores a los que admiraba muchísimo, pero… Creo que fue en China, en un viaje muy interesante, muy intenso, cuando empezó a forjarse ese cambio de percepción. Una de las cosas que descubrí allí fue que, como todas las antiguas pagodas y edificios religiosos habían sido destruidos durante la revolución cultural, lo que hicieron fue construir réplicas nuevas, réplicas ante las que los turistas chinos se agolpaban para sacarse fotos. Nosotros, como civilización occidental, le damos un valor enorme al original, pero a ellos les daba igual. Eso me resultó muy Duchamp, me hizo mucha gracia, pero también me llevó a darme cuenta del absurdo.
– ¿Tuvo mucho que ver esa experiencia, ese cambio, en la escritura de tu novela?
–Sí. Cuando fui a Buenos Aires, en 2010, ya estaba en esa tesitura de no encontrarle mucho sentido a las peregrinaciones a los lugares importantes, a los monumentos. La literatura prefiero buscarla dentro de los libros, en los bares a los que voy y en los que me quedo charlando. Ahí me encanta observar al señor que está jugando al ajedrez o a ese otro que está pendiente de comprobar los números de la lotería para ver si ha ganado algo. Todo eso me parece mucho más literario, mucho más interesante, que visitar la casa de Borges, a la que, por supuesto fui, y me desilusionó. La verdad es que he ido perdiendo todo tipo de fetichismos. Con tantas mudanzas me he ido despojando del apego a los objetos. Mis muebles, mis cosas, las he ido perdiendo o regalando por el camino, incluso los libros, cuya posesión antes consideraba tan fundamental. Para algunos escritores desprenderse de la biblioteca es lo peor, pero ya no es mi caso. Por supuesto que todo esto ha influído en el tratamiento que hago de la ciudad en la novela. No quise que Buenos Aires fuese un fetiche literario.
Despojar del romanticismo a todos esos lugares de peregrinación está relacionado con cierta aversión que he desarrollado hacia el turismo. He viajado mucho en mi vida y al principio lo hice con verdadera inocencia y deseos de conocer, pero poco a poco me fui desencantando y le fui encontrando menos sentido a viajar a una ciudad sin una razón de ser más válida que visitar un monumento o ir a la tumba de grandes celebridades.
– Pero si tuvieras que elegir un Buenos Aires literario, ¿por cuál te decantarías? ¿Has viajado alguna vez en busca de la ciudad de un libro en concreto?
– Es difícil porque, en todos los casos, se trata de Buenos Aires propios. Borges, Cortázar, Pizarnik, todos son de allí, todos conocieron a fondo la ciudad. Yo prefiero un Buenos Aires extranjero, porque nunca voy a tener la experiencia que tuvieron ellos. En cuanto a lo de buscar la ciudad de un libro, eso ha pasado mucho con París. Hay mucha gente que va a París buscando el París del libro y siempre acaba encontrando otra cosa. Es así porque las ciudades literarias están atravesadas por la experiencia subjetiva y porque no puede existir un relato fehaciente, un retrato que no haya sido adulterado de algún modo. Al respecto yo tengo una experiencia muy curiosa. Hice una peregrinación a Salzburgo porque desde siempre fui sumamente devota de Thomas Bernhard y esa era la ciudad que él más odiaba en el planeta. Bernhard sentía que esa ciudad le arruinó la vida y por eso quise ir a conocerla, saber cómo era. Fue una aventura impresionante porque yo también la odié (risas). Casi muero… Hubo una peligrosa tormenta de nieve, de la que, por supuesto, no estaba enterada, y de pronto todo el mundo desapareció puertas adentro mientras yo quedé totalmente expuesta, atemorizada.
– También es cierto que podemos viajar a los lugares de las novelas sin apenas movernos del sofá; que las ficciones nos muestran rincones y retratos de personajes que nos sería imposible conocer de otro modo.
– Sí. Por ejemplo, el Londres de Zadie Smith no tiene nada que ver con el Londres turístico, es un Londres de barrios marginales, de inmigrantes. Y eso me gusta mucho. Me parece fantástico. Y ahora que estoy leyendo al noruego Karl Ove Knausgaard, me parece estar conociendo Estocolmo a través de él, de su mirada. Si algo me gusta encontrar en los libros es el retrato de barrios poco conocidos, alejados de las rutas turísticas. Y también ver reflejadas las maneras de padecer la ciudad. Aunque yo soy una enamorada de Buenos Aires, creo que queda muy claro en este libro el modo en que la padezco; de ahí el título. Siempre me resulta muy atrayente comprobar las distintas maneras que tienen los escritores de padecer sus ciudades u otras ciudades.
– Hablamos de Buenos Aires, de lo literaria que es, y, curiosamente, qué poco literaria es Montevideo.
– La verdad es que sí. En Uruguay hay una gran tradición literaria, pero, al contrario que los argentinos, sus grandes escritores, tanto Onetti como Felisberto Hernández, Mario Levrero o Marosa di Giorgio, no escriben sobre Montevideo. Todos han construido geografías literarias que no identifican con la ciudad de origen. ¿Por qué sucede eso? Es una gran pregunta. A mí también me ha pasado. “La azotea”, novela que escribí en 2001, cuando todavía no había salido de Uruguay, tiene algo muy uruguayo, muy montevideano, porque describe una ciudad que podría ser perfectamente Montevideo, pero jamás la menciono. No existe la palabra Montevideo y tampoco ningún nombre de calle ni ninguna referencia textual a la ciudad. ¿Hasta qué punto esto es fruto de la tradición? Creo que es evidente que la tradición tiene su peso, pero también creo que hay algo más. Onetti inventó una ciudad imaginaria con tal de no tener que hablar de una ciudad específica de su país, que podía haber sido Montevideo o cualquier otra del interior -cualquier ciudad interior se parece a Santa María-. Podría haber sido preciso y haber trazado las calles tal cual son y, sin embargo, prefirió inventar un territorio. Pienso que eso es también porque la literatura uruguaya es una literatura muy extraña, de espacios y de recorridos interiores. Hay un ejemplo muy claro, la novela “El lugar”, de Mario Levrero, donde un hombre despierta en un cuarto oscuro, no tiene recuerdos de cómo llegó ahí, empieza a tocar las paredes de esa habitación y descubre que hay una puerta. Una puerta que le lleva a otra estancia, que tiene otra puerta que le conduce a una tercera… Así, de ese modo, va avanzando e intenta conocer ese lugar que, en otros momentos, se va desmoronando, se va transformando. Hay un intento no sólo de salir de ahí, sino de intentar entender el sitio en el que se está. Se trata de un libro muy representativo de esa tradición de la literatura uruguaya de ver los espacios como metáfora de algo interior.
– Está claro que en “La ciudad invencible” se da una confluencia de tradiciones: la argentina, más volcada hacia fuera, y la uruguaya.
– Así es. Mi novela, como decíamos antes, tiene mucho de recorrido interior, pero también, por primera vez en mi trayectoria, se abre a espacios exteriores. El lugar de origen, como no puede ser de otro modo, te marca de manera inesperada. Yo me siento muy identificada con la tradición literaria de Uruguay. Estos autores que he mencionado me gustan mucho. Los releo y han sido referentes para mí. En ellos está esa cierta tendencia a lo no estridente en la que me reconozco, porque hay algo montevideano que tiene que ver con el bajo perfil, con lo monótono, lo discreto. La cultura, la idiosincrasia uruguaya, ve mal la estridencia, la grandilocuencia. Tal vez sea por oposición a Argentina, con todo su orgullo desplegado, con su gran proyecto literario. Siento que en la literatura argentina hay grandes ambiciones, mientras que en la uruguaya, al lado de Onetti, cuyo trabajo es, por supuesto, muy ambicioso e inigualable, hay otros escritores con proyectos más humildes. Hay propuestas raras, más pequeñas y personales, y yo me siento muy afín a ellas. Siento que mi ser uruguayo se ve reflejado en esa actitud.
– Uruguay ahora mismo es una especie de país-isla. Miramos hacia él desde fuera, y comprobamos que, hasta cierto punto, ha logrado salirse, situarse al margen, del orden imperante a nivel global. Otra mirada, otra manera de hacer política de la mano del presidente Mujica. ¿En qué medida, no sólo a nivel social, también cultural, se percibe esa diferencia?
– Bueno, lo que está sucediendo a nivel político es algo nuevo que le otorga a Uruguay una gran personalidad. Se trata de un pequeño país con una gran personalidad que está atravesando por un buen momento y, como siempre, eso se ve reflejado en la educación y en la cultura. Ahora hay mucha más efervescencia, hay una proliferación de escritores jóvenes con ganas de hacer cosas. Se fomentan políticas de apoyo, fondos y becas destinados a emprendimientos culturales. Este octubre, por ejemplo, va a haber un encuentro literario de escritores de toda América Latina que van a convivir, a dialogar, y a escribir sus crónicas de Montevideo, crónicas que después se van a reunir en un libro. Se trata de ver cómo cada uno de ellos retrata la ciudad y tal vez contribuya a que por fin Montevideo adquiera un mayor protagonismo como escenario de la literatura. Yo llevo como diez años fuera de mi país, pero siempre me he sentido muy cerca y he regresado con frecuencia. Nunca he dejado que pasara un año sin volver. Nunca me he alejado del todo. Como escritora me siento parte de lo que está pasando en Uruguay y sigo con atención todo lo que acontece. Pronto habrá nuevas elecciones y veremos qué pasa. Yo espero que la línea progresista de Mujica continúe, pero Uruguay es todavía un país muy conservador en muchos aspectos. Tengo mucha curiosidad por ver en qué dirección se va a seguir avanzando, qué puede salir de la línea progresista en pugna con esa otra tendencia conservadora.
Uruguay es hoy un pequeño país con una gran personalidad que está atravesando por un buen momento y, como siempre, eso se ve reflejado en la educación y en la cultura. Ahora hay mucha más efervescencia, hay una proliferación de escritores jóvenes con ganas de hacer cosas. Se fomentan políticas de apoyo, fondos y becas destinados a emprendimientos culturales.
– “La ciudad invencible” es también una novela de formación, una novela que narra esos momentos clave, de crisis, de dolor, en los que crecemos, en los que se tienen experiencias que nos marcan.
– Sí. A mí siempre me encantaron las novelas de iniciación. Y considero que ésta lo es y que, en cierto modo, demuestra que no hay que tener 15 o 18 años para escribir algo así. Después de “La azotea”, estuve varios años intentando escribir una novela sobre la adolescencia y, finalmente, por algún motivo, no me convenció el tono, y abandoné el proyecto. Y, sin embargo, con ésta, he conseguido alcanzar algo de lo que pretendí entonces. Esas experiencias de dolor de las que hablas tuvieron, sin duda alguna, muchísimo que ver.
– Aquí hay varias mudanzas, una separación traumática y una muerte inesperada, la del padre, que supongo que es parte de tu biografía.
– Sí. Justo en 2011 murió mi padre y eso me llevó a reflexionar mucho sobre el tema de las pérdidas. ¿Qué hace uno con una pérdida cuando no se tienen las herramientas emocionales suficientes para lidiar con ella? Eso te puede conducir hacia cualquier desastre, o no. Mi narradora inicia una búsqueda desesperada de cualquier cosa que pueda aliviarla de esa sensación de pérdida, hasta que se da cuenta de que no hay nada que realmente se pueda hacer. Siempre queda la cicatriz, el muñón. Hay un poema de Idea Vilariño que me encanta y que dice que siempre late el muñón. Pueden pasar los años, el tiempo, pero ese muñón siempre late. Es muy impresionante esa imagen. Lo que me planteé hacer con “La ciudad invencible” fue escribir una novela con elementos de autoficción, que pareciera a ratos una crónica, incluso un diario personal, pero llegó un punto en el que me puse a modificar tanto lo autobiográfico que empezó a dejar de serlo. Ahí me dije que podía ir mucho más lejos e inventar por momentos un personaje. Sin embargo, siempre sentí que era fiel al clima de los hechos, aunque los acontecimientos en sí y sus protagonistas no se ajustasen del todo a la realidad. Al final disfruté muchísimo más las partes que inventaba por completo, porque realmente lo que a mí me gusta es escribir ficción.
¿Qué hace uno con una pérdida cuando no se tienen las herramientas emocionales suficientes para lidiar con ella? Eso te puede conducir hacia cualquier desastre, o no. Mi narradora inicia una búsqueda desesperada de cualquier cosa que pueda aliviarla de esa sensación de pérdida, hasta que se da cuenta de que no hay nada que realmente se pueda hacer. Siempre queda la cicatriz, el muñón.
– Los últimos años has vivido en Nueva York. ¿También habrá un libro sobre tu experiencia en esta ciudad?
– Lo veo más difícil. La etapa de Buenos Aires fue una etapa de acumulación de experiencias, de ver cosas, de bombardeo hacia los sentidos, mientras que en mis dos años en Nueva York han estado vinculados a la universidad, a una vida más académica. Allí he realizado una maestría en escritura creativa, he impartido clases y la estabilidad que he disfrutado me ha permitido dedicarme a escribir, a producir. Nueva York aparece en un libro de cuentos que va a salir a comienzos del año que viene en Uruguay. Se titula “No soñarás flores” y en él cada uno de los relatos transcurre en distintas ciudades. Sigo con el tema del emigrante, de la construcción de la identidad. Me centro en distintos conflictos que varían dependiendo de la ciudad y que tienen que ver con mis propias experiencias. Estuve en Francia en una etapa muy conservadora y viví lo que se siente al ser un inmigrante de segunda o de tercera clase. Allí fui testigo de cosas horribles, sobre todo con gente que provenía de países árabes. En Buenos Aires, tan cercana para mí, traté de ver cómo seguía manteniendo mi identidad sin ser absorbida por completo, intentando encontrar ese límite entre lo propio y lo ajeno. Y en Nueva York tuve, de forma permanente, la sensación de que todo el mundo es extranjero, inmigrante.
– ¿Y después de Nueva York? ¿Seguirás cambiando de ciudad?
– Ahora estoy emprendiendo el regreso. Podía haberme quedado en Nueva York, pero prefiero volver a América Latina, tal vez nuevamente a Buenos Aires o a Chile, no sé. Me parece que ahora América Latina está pasando por un momento muy interesante, muy creativo, y quiero estar ahí.
[Esta entrevista tuvo lugar una mañana soleada de septiembre. Fernanda Trías estaba de paso en la ciudad para promocionar su novela y no dudó a la hora de elegir el lugar de la cita, el parque del Retiro, todo un descubrimiento para ella. “Me gusta leer al aire libre, en parques o plazas, siempre a la sombra, y también en cafés. Pero tal vez donde más disfruto leyendo es en la cama”, transcribo sus palabras, palabras que llegan con ruido de pájaros de fondo y el recuerdo de las primeras hojas del otoño esparcidas alrededor del banco donde nos sentamos a charlar.]
– ¿Alguna manía o ritual particular mientras lees?
– No, porque los acabé eliminando por completo junto con los fetichismos. Dentro de mi forma de ser obsesiva en una época fui extremadamente ritualista. Tenía una cantidad impresionante de rituales para escribir y para todo, pero me deshice de ellos, uno a uno, porque podía llegar a perder dos horas en prepararme, en mentalizarme, antes de empezar algo. Me di cuenta de que así era imposible, no me llegaba el tiempo y yo lo que quería era liberarme lo más posible para poder escribir y leer en cualquier circunstancia.
– ¿Ese proceso liberador, de despojamiento, se nota también en lo que escribes?
– No. Yo corrijo mucho y entonces trabajo de una manera muy lenta, absolutamente artesanal. Me detengo muchísimo con cada frase y por eso necesito no perder el tiempo en otras cosas. Precisamente por esto admiro tanto proyectos como el del noruego Karl Ove Knausgaard, a quien estoy leyendo ahora, o el de Roberto Bolaño. Me pregunto cómo pueden escribir de esa manera tan prolífica. Para ellos la frase no es tan importante. Asumen un cierto descuido porque lo esencial es el proyecto. Me fascina eso, pero no me veo identificada. Sé perfectamente que lo mío es más artesanal, más del ámbito de lo pequeño.
– ¿Primeras lecturas que recuerdas?
– Recuerdo que me impactó muchísimo “El extranjero”, de Camus. Con él sentí que los hechos no tenían que apegarse a lo real, sino que podían ser completamente transformados por la mirada del autor, capaz de convertir una taza, por ejemplo, en un elemento sumamente peligroso. Antes, de adolescente, había leído a Herman Hesse y su novela de iniciación “Demian”. También recuerdo el descubrimiento de escritores uruguayos como Onetti, Felisberto y el Levrero. Éste último, a quien conocí con 20 años, se convirtió en alguien muy importante para mí. Con él tuve un vínculo muy estrecho, casi familiar. Llegó a elaborar una lista que denominó “libros fundamentales para tu formación” y a través de él llegué a Roberto Arlt, de quien era muy fan y que me recomendó muy calurosamente. También me pasó muchas novelas policiacas que por entonces devoré. Su influencia en mis lecturas fue tremendamente decisiva, pero no sólo. También se convirtió en un ejemplo de conducta ética en la vida. Más adelante llegué a la narrativa estadounidense: Faulkner, Flannery O’Connor, Carson McCullers, a la que siento muy cercana, y luego me atrajeron mucho los cuentistas: Carver, Cheever, Salinger. Hice ese recorrido hacia la literatura norteamericana para después volver al Río de la Plata, a escritores argentinos como Di Benedetto, Borges o Isidoro Blaisten.
Mario Levrero, a quien conocí con 20 años, se convirtió en alguien muy importante para mí. Con él tuve un vínculo muy estrecho, casi familiar. Llegó a elaborar una lista que denominó “libros fundamentales para tu formación” y a través de él llegué a Roberto Arlt, de quien era muy fan y que me recomendó muy calurosamente. También me pasó muchas novelas policiacas que por entonces devoré.
– Estás leyendo a Karl Ove Knausgaard. ¿Cómo se lo recomendarías a un amigo?
– Con pasión. Estoy con la edición inglesa del segundo tomo de su obra “My struggle” (“Mi lucha”). Se trata de una autobiografía monumental de seis tomos de 600 páginas cada uno. Yo voy por el segundo, que en español se ha traducido como “Un hombre enamorado”. Durante dos años el autor estuvo escribiendo sin parar y consigue desnudar por completo su vida, con una honestidad y una brutalidad que resultan impactantes. Es una entrega en la que se cuentan las cosas más cotidianas, prosaicas y anodinas que te puedas imaginar, pero no en forma de diario, sino de novela, con diálogos, con escenas, sin seguir una estructura lineal. En este volumen en particular habla de su mujer, de sus tres hijos pequeños, del lado menos glamouroso y menos feliz de la vida familiar, todo eso de lo que nadie quiere hablar. A mí me interesa especialmente el modo en que muestra la lucha de dos formas de vida: la del escritor solitario que quiere, por encima de todo, estar encerrado y dedicarse a escribir, y su lucha, al mismo tiempo, por ser un ser normal que vive con su familia. El mundo de las emociones resulta muy complejo, porque no queda duda de que él ama a sus hijos y a su mujer, pero, sin embargo, también hay una enorme cantidad de resentimiento y de rabia hacia esas mismas personas que tanto quiere porque no le permiten llevar a cabo su su existencia individualista de escritor. Me gusta el estilo descarnado, duro, nada cursi, lo cual no es nada fácil teniendo en cuenta el material con el que trabaja, y me encanta por ser un proyecto arriesgado, ambicioso, que, frente a la moda de las historias mínimas, del minimalismo en literatura, apuesta por todo lo contrario y dice que no, que basta de minimalismo. Lo suyo son 3.600 páginas del drama personal y humano.
– ¿Autores indispensables, de cabecera?
– Thomas Bernhard, una influencia muy importante como señalé antes, y también Witold Gombrowicz. Ambos me apasionan por como trabajan las obsesiones y el absurdo. Como yo soy muy obsesiva los siento como almas afines en ese sentido. Luego está Onetti, al que vuelvo siempre. Y también me resultan indispensables las autoras mujeres del sur: McCullers, O’Connor, Catherine Anne Porter y ahora, desde hace ya varios años, Alice Munro.
– ¿Te gusta estar al tanto de las novedades, de lo que escriben otros autores de tu generación?
– Me interesa conocer lo que escriben otros autores latinoamericanos con los que mantengo un diálogo literario, pero nunca he seguido las novedades. Cuando vivía en Uruguay no había producción local y no podía acceder a las nuevas publicaciones, que llegaban de España y eran muy caras. Terminaba leyendo lo que podía y lo que encontraba de segunda mano y eso, en cierto modo, me acostumbró a no estar pendiente de la actualidad literaria. Siempre me he sentido muy libre a la hora de elegir mis lecturas, sin presiones de ningún tipo; siempre he elegido los libros un poco por azar, dejando que unos me llevasen a otros.
– Antes citabas a Zadie Smith… ¿Qué otras autoras o autores contemporáneos te interesan?
– Sí. Me gusta Zadie Smith y me gusta Lorrie Moore. También debo citar a la mexicana Valeria Luiselli, una autora muy joven, que es uno de mis últimos descubrimientos. Te decía que no estoy al tanto de las novedades, pero confío en los amigos que me avisan cuando hay algo que realmente merece la pena.
– ¿Y la literatura española?
– Con los españoles el vínculo es mucho menor. Me encanta el trabajo de Mercedes Cebrián, con cuya literatura entré en contacto en Nueva York, pero a excepción de ella, más allá de Vila-Matas y de Javier Marías, poco más. Ahora he empezado a interesarme por la obra de Andrés Barba, Eloy Tizón, Elvira Navarro o Marta Sanz, pero me faltan muchas lecturas para ponerme al día.
– ¿Una asignatura pendiente?
– Thomas Pynchon, siempre, por algún motivo, lo voy retrasando.
– ¿Crees en el poder transformador de la literatura? ¿Qué libro te ha resultado especialmente transformador?
– Lo que creo es que la literatura puede contribuir a catalizar un cambio que de alguna manera ya estaba latente. “La pasión según G.H”, de Clarice Lispector, fue un libro transformador para mí. En diálogo con “La metamorfosis” de Kafka, el monólogo de G.H. nos enfrenta al horror del insecto y después al descubrimiento de que la salvación sólo es posible mediante un acto de comunión con lo que más repulsión nos causa. Del mismo modo en que la artista Louise Bourgeois devora a su padre en una de sus obras, G.H. debe comerse el líquido blancuzco de la cucaracha para renacer transformada. Es un texto sobre una experiencia mística.
– ¿Un libro para ayudar a entender el presente?
– “Falling man”, del enigmático Don DeLillo (traducido al español como “El hombre del salto”). En una carta de 1904, Kafka escribió: “Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana”. “El hombre del salto” es la respuesta de DeLillo al ataque terrorista del 11 de septiembre y sus repercusiones. La novela habla del dinero, el poder, la destrucción, temas en los que el autor venía trabajando de forma profética desde mucho antes y que definen nuestra época.
– ¿Qué te llevarías a una isla desierta?
– “El cuarteto de Alejandría”, de Lawrence Durrell, quien en su tetralogía cuenta un mismo período desde la perspectiva de cuatro personajes vinculados entre sí (Justine, Balthazar, Mountolive y Clea), con la ciudad de Alejandría como elemento central, o incluso como elemento catalizador. Con una prosa magnífica, una profundidad humana inagotable y la extraña atmósfera de la geografía alejandrina, es la obra que querría leer y releer en una isla desierta.
“La ciudad invencible”, de Fernanda Trías, ha sido publicada por la editorial Demipage.
-Todas las fotografías fueron tomadas por Karina Beltrán en el parque del Retiro de Madrid.