El acto personal, intransferible, de Leer

Óscar Hernández Arteaga © 2023 / Cuadro de cabecera: «The novel reader» 1888 de Vincent Van Gogh

Parte 1. / Experiencia estética. De la mano de Steiner.

Los libros nos llegan de formas muy diversas. Porque nos lo recomienda un amigo; porque leemos una reseña muy buena sobre él (que a la par es lo mismo que una recomendación, si realmente confiamos en el reseñista); porque lo descubrimos visitando librerías, y nos seduce la portada o el argumento o la editorial, o el autor (al que quizás ya conocemos), etcétera. Aunque todo esto que acabo de escribir, en realidad resulte tramposo. Porque siempre que nos acercamos a un libro no es por el libro en sí, ni por su contenido (a priori relevante), sino por el prejuicio que nos induce a creer que ese libro en concreto merece la pena.

El prejuicio es el que se lleva el gato al agua. Y no es que lo tengamos de fábrica, pero casi, ya que está construido a partir de nuestra herencia cultural, a la que hemos permitido que se corone como criterio y sobre la que se erige nuestro gusto estético y nuestras preferencias lectoras. Me explico: hace como mil años, leí una reseña sobre un autor y su novela cumbre. El autor (Gonzalo Hidalgo Bayal), con una vida anodina (nada bohemia), me parecía el perfecto candidato a ser un escritor al que sólo le importaba la escritura como indagación estilística y filosófica sobre la condición humana. El reseñista (Rafael Conte)  celebraba la reedición de esa novela como un acontecimiento.

Me acerqué a ese libro (Paradoja del interventor) porque confiaba en el crítico y porque el autor tenía esa aura mítica de personaje anónimo que me seducía en aquel momento. Yo, en aquella época, quería escribir el mejor libro posible y no me interesaba que fuera a leerse. Huía de los libros de género y despreciaba los libros ganadores y finalistas de los premios Planeta. Es decir, me acercaba a los libros con el prejuicio de que un libro que fuera un bestseller y que no estuviera respaldado por una opinión favorable de alguien que respetara, no era merecedor de mi tiempo. Los filtros de calidad tenían que ver con el autor y con su dedicación a crear una obra de calado humano, metafísico y filosófico. Y, si además aportaba un estilo riguroso y una técnica cuidada, me garantizaba, en principio, una buena lectura.

La traducción como concepto y su componente interpretativo, me hace pensar en el hecho de que cada vez que leemos, traducimos un texto. El prejuicio del que hablo contamina (por decirlo de una forma irónica) nuestra lectura. Pero es que no podemos acceder a los textos sin prejuicios. Otra cosa es que permitamos que esos prejuicios se desmonten cuando intentamos acceder al significado y al valor estético de la obra en sí. Y aquí conecto con George Steiner, que en su libro Presencias reales (1989), nos dice que en el proceso de la lectura se pueden observar dos actividades que se complementan, la interpretación y el juicio, es decir el desciframiento de los signos y la valoración estética. Y que el juicio sin interpretación (o viceversa) no es posible.

Es ahí donde está la base de todo. Cuando la lectura es académica, se impone la valoración y se establece el canon. Y volvemos a Steiner, para quien la aspiración científica de establecer un criterio de verdad en las artes es totalmente inútil, porque cualquier juicio de valor o aspiración canónica es irrefutable. Es decir, no se puede demostrar que no sea así, salvo por la persuasión y eso (admitámoslo) es poco científico. El arte y la filología, y la tendencia analítica derivada del giro lingüístico, se embarcan en una travesía de autoridad cultural que heredamos todos y de la que surgen, en última instancia, los prejuicios, que, en base al canon establecido, nos llevan a diferenciar lo bello de lo feo, lo bueno de lo malo. 

Dando un salto cualitativo y platónico, podemos hablar de la identificación del gusto y la moral. Pero un salto sin fundamento científico. Y hablo tanto de ciencia porque los acuerdos culturales de esta índole, tienen pretensión dogmática y a veces las ciencia y el dogma se confunden.  El disentimiento personal y los juicios del tipo: “ya sé que esta obra es mala pero me encanta”, demuestran eso. Y eso es lo único que al final trasciende: la discrepancia entre el prejuicio (basado en el canon) y el juicio (más o menos tímido) del gusto inmediato que dota de singular y nada científica la experiencia estética.

Así que, por mucho intermediario que exista entre la obra y el autor, (como en el ejemplo de Rafael Conte en mi caso), la decisión valorativa final es siempre del lector. Aunque Tolstoi sea Tolstoi, si soy incapaz de apreciar su grandeza canonizada, para mí dejará de serlo (si soy honesto). A Tolstoi le pasaba con Shakespeare (¿por qué no a mí?). Sobre la des-canonización de los autores canonizados se ha hablado poco. El ejemplo que me viene a la cabeza es el de Borges, que no soportaba la obra Fausto de Goethe. Pero también el de Virginia Woolf con el Ulises de Joyce.

Como dice el adagio latino De gustibus non est disputandum, sobre gustos no hay disputas, o como se suele decir: sobre gustos nada está escrito. Sin embargo, está claro que sobre gustos hay mucho escrito, aunque al final se ignore. Quizás sea como la tramposa sentencia: “sólo sé que no sé nada” (falsamente atribuida a Sócrates), donde aunque se confiese que no se sepa, al confesarlo (y saberlo) resulta que ya se sabe “algo”.

Una paradoja porque desafía a la lógica, pero una verdad que escapa a la lógica por persuasión (indemostrable). Y con el gusto ocurre lo mismo, los juicios de valor (vengan o no de prejuicios) tienen una vida efímera e intransferible, contra la que no hay disputa, ni se puede luchar. La subjetividad (sea más intersubjetiva o menos), más predecible o menos, más programática o menos, es fruto de una experiencia individual y solitaria que al traducirse en palabras, al ser interpretada o explicada, se pierde como tal. Por eso, la experiencia lectora es intransferible y personal. Se me ocurre una idea para un relato o cuento (palabra denostada por implicar mentira) donde cada uno quiera contarle al otro su experiencia sobre lo leído y acabe olvidando la experiencia como tal. El comentador de un texto, que crea un texto (oral o no) secundario y parásito de aquel primero y que termina olvidando el origen empírico de su empeño. Muy parecido a lo que a veces hago yo, porque  en mi divagación a veces olvido que lo intransferible es lo que lo colma todo y lo que no necesita de explicación ninguna.

George Steiner.

Parte 2. / Toque de atención. Mirando a Montaigne.

El episodio 18 de la temporada 3 de Northern Exposure (Doctor en Alaska), se titula Una llamada de atención. Es este episodio el que me termina atrapando del todo. Reponen después de décadas esta serie mítica en algunas plataformas y me acerco a ella con la nostalgia de encontrarme con aquel tiempo en el que era un adolescente. El argumento es el siguiente: Los osos salen de la hibernación y uno de ellos, convertido en hombre, se enamora de Maggie. Al mismo tiempo Cris se repone de un resfriado y nos va lanzando perlas de sabiduría sobre el nacimiento del espíritu, el descubrimiento de la muerte y cómo, para aceptarlo, la mujer y el hombre primitivo se inventan que la muerte es un tránsito y que somos algo más que materia, es decir que somos también espíritu. Por otra parte, Joel Fleischman (nuestro doctor), recibe una auténtica lección de humildad por parte de un curandero.

La medicina moderna queda cuestionada con la metodología de la medicina alternativa, basada en la observación y en la interpretación del paciente de su propia dolencia. En este caso, la ingenua Shelly se está pelando como una cebolla. Y mientras Fleishman le receta corticoides, Leonard (el curandero) consigue diagnosticarla con la escucha. El pueblo de Cicely, con sus personajes pintorescos, sale de un largo invierno y sus habitantes van descubriendo que la vida es algo más que lo material o lo palpable. Hay algo de realismo mágico y también de surrealismo, de fábula y de moraleja ecológica. Pero, sobre todo, lo que veo detrás de este episodio es la moraleja de que el aprendizaje no termina. Porque al final el objeto de estudio, sea un poema o un cuento o una dolencia psicosomática, trata en última instancia de nosotros mismos. Tal y como ocurre en la investigación cuántica (que el objeto de observación queda determinado por el observador en cuestión), a medida que intentamos determinar una explicación científica de nosotros mismos, hay algo en esa explicación que se queda corta (afortunadamente).

Releyendo a Sarah Bakewell, su libro Cómo vivir: Una vida con Montaigne, me pongo a reflexionar sobre los libros de autoayuda. Me viene a la cabeza el cuento de Lorrie Moore, Cómo convertirse en escritora, que me recomendó hace muy poco mi compañero de podcast, Mariano Re. El relato está incluido en la ópera prima de la autora, llamada –irónicamente- Autoayuda. Todas las instrucciones que establece son consejos que se alejan del sentido común. Para ser escritora, la narradora, que se dirige a un tú (aspirante a escritora) va ofreciendo una serie de pautas que nada tienen que ver con la escritura, y que, sin embargo, lo embarcan (a ese tú) en el viaje iniciático más divertido y delirante (y también solitario) que he podido leer.

El absurdo reina en este decálogo especial. Y todo lo que se le recrimina a la aspirante a escritora termina siendo el propio estilo, porque el propio cuento es la representación de que todos esos supuestos disparates son el cultivo de una mente creativa. La autoayuda como género, tuvo un boom en los años 80 del siglo pasado y un revival hoy en día. Recuerdo leerme Tus zonas erróneas de Wayne W. Dyer (quizás la biblia del género) y sentirme agradecido e indignado. La fórmula fallida de estos libros, y por la que suelen funcionar en lo relativo a las ventas, descansa, sospecho, en el planteamiento optimista de que todo tiene una solución positiva (si uno se lo propone), obviando las condiciones materiales y culturales bajo las que has sido concebido y criado.

Apelar a un super poder individual y mental no soluciona nada, quizás todo lo contrario. El parcheo de estos libros que ofrecen instrucciones vitales genera, si acaso, más ansiedad. En algún lugar leí que el libro de autoayuda debería leerse como un libro de autoagravio. Y creo que hay algo de verdad en ello. La auténtica autoayuda, o toque de atención, pasa por ser consciente, ya sea por la experiencia estética o por la experiencia política o laboral o existencialista de que las fórmulas mágicas son un fraude y que las respuestas cortas a problemas complejos también lo son. 

El libro de Sarah Bakewell me resulta una manera muy inteligente de analizar a Montaigne, autor de los célebres Ensayos (Les Essais de Michel Seigneur de Montaigne), un libro que tardó 20 años en hacer. Esto es algo que siempre me maravilló. Me imagino al autor, con cerca de los 40 años –después de una caída gravísima a lomos de su caballo–, enfrentado a la muerte; tomando la decisión de escribir como vía terapéutica (iniciando así la autoayuda) y teniendo como referente a Séneca, a Plutarco, a Ovidio y a tantos otros clásicos, retirado de la vida pública en la torre de su château, con los cerca de mil volúmenes que contenía su biblioteca que consultaba en su divagar diario.

El objeto de interés era él mismo, pero con un propósito ajeno a la costumbre de la época: no escribiría sus memorias para alcanzar la eternidad con sus hazañas y logros, rescataría su pasado y lo haría material de investigación para aconsejar o simplemente para ensayar una suerte de respuesta ante los temas más diversos. Y divaga, porque su pensamiento va dando saltos, si por ejemplo parte de una frase de Solón sobre la muerte, la acompaña y la analiza, la aplica a sus propias vivencias y la refuta o no; la cuestiona o no, y vuelve otra vez a aludir a ella, porque es el contenido (el pensamiento de la frase), la llave que le permite divagar y hablar (opinar, porque lo de Montaigne es una opinología sofisticada), sobre sí mismo y dar su punto de vista sobre los grandes temas (pero también sobre los pequeños).

De hecho, pienso que estas crónicas que escribo (que no dejan de ser divagaciones con algo de sentido) le deben su ser a lo que inició Montaigne en el siglo XVI. Él dejó las filosofías sistemáticas y empezó a mirarse, a preguntarse y a escribir sobre casi todo. Rebuscaba en su memoria y releía lo que otros habían dicho sobre la muerte o sobre la amistad, pero también sobre los olores o sobre los nombres, sobre la crueldad o sobre la diversión, los coches (de su época) y la experiencia. Los temas eran cotidianos y el tratamiento era ligero. Nacía la literatura ensayística, que tantos autores después han retomado.

Me viene a la cabeza Enrique Vila Matas con El mal de Montano. Y también Emerson. Orson Welles, decía que todas las semanas consultaba su edición de Los ensayos como el que lee la biblia, una hoja o dos y listo. Montaigne es un consuelo, no sólo por defender ese humanismo propio del renacimiento, sino porque como decía Virginia Woolf: “uno (cualquiera de nosotros) se encuentra en ese libro”. Los asuntos humanos intrascendentes y trascendentes y la opinión más o menos fundada de ellos es lo que hace que todos nos sintamos identificados con su contenido.

Sin necesidad de ser como Montaigne me doy cuenta de que el objeto del estudio (la experiencia, estética o no), se me ha vuelto a escapar con tanta palabra. Y sin embargo, qué haríamos sin esto. Sospecho que es lo único que aún la inteligencia artificial no nos puede arrebatar (aunque será cuestión de tiempo), el fallo humano del que surge la creatividad y la reflexión. El ensayo error como el inicio de un aprendizaje que no acaba.

POR ÓSCAR HERNÁNDEZ ARTEAGA

Oriundo de Tenerife (1978), con estudios en Filología Hispánica y Filosofía; es un apasionado del café y de las conversaciones irrisorias. Divagador profesional y podcastero por accidente. Gente de principios, es el título infame del podcast que lleva con otro cafeinómano amigo suyo.

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