Emma Rodríguez © 2015 / Esta es la historia de un nuevo descubrimiento. Esta es la historia de mi primera lectura de Lydia Davis. He abierto las puertas de su casa literaria sin avisar y me la he encontrado mirando desde la ventana hacia los verdes del exterior. Se ha dado la vuelta al notar mi presencia y me ha inspeccionado sin inmutarse, como si estuviera acostumbrada a recibir sin sorpresa a todo tipo de visitantes. A través de sus gafas de pasta negra sus ojos parecían escapar, observar, traspasar el corazón de las cosas, como si pudiesen verlas por dentro y elevarlas mucho más allá de lo inmediato. La mirada de Lydia Davis es afilada, incisiva, de largo alcance. Basta con repasar sus fotos para comprobarlo. Hay algo en esa mirada que dice mucho de su particular, original, punto de vista, de su habilidad para sumergirse de otro modo en las aguas de lo cotidiano, para contemplar los paisajes a través de cristales insospechados, para escudriñar los estados de ánimo y los sentimientos de una manera que nos resulta insólita y a la vez demasiado cercana, íntima, familiar.
Del asombro a la complicidad, de la extrañeza al reconocimiento, así he ido recorriendo las páginas de Ni puedo ni quiero, un nuevo volumen de cuentos publicados por Eterna Cadencia. Como niña con zapatos nuevos he ido andando a lo largo y ancho de los relatos a ciegas, sin apenas saber lo que podía encontrarme, como cuando en la infancia, o a cualquier edad, descubrimos un juego nuevo; como cuando en la infancia, o en cualquier otra etapa de la vida, nos enamoramos de alguien o de algo y todo resulta misterioso, secreto. Lydia Davis (Massachusetts, EEUU, 1947) es capaz de armar una historia con cualquier objeto, pensamiento, geografía, sensación. Todo es susceptible de ser tenido en cuenta, todo puede ser trascendido. Lo más corriente puede convertirse en motivo de atención, lo más banal, eso que normalmente nos pasa desapercibido, puede dar lugar a una reflexión, a una pincelada de humor, a un destello de lucidez, a un estallido poético (versos sueltos, haikus) o, simplemente, a una asociación de palabras, de sentidos, de ideas.
“Los miércoles a la mañana hay siempre mucho ruido afuera en la calle. Me despierta y siempre me pregunto qué es. Es siempre el camión recolector recogiendo la basura. El camión viene todos los miércoles a la mañana temprano. Siempre me despierta. Siempre me pregunto qué es”. Así de simple es Historia circular, apenas la constatación de un hecho repetido, común, nada extraordinario.
“No puedo dormirme, en este cuarto de hotel en esta ciudad extraña. Es muy tarde, las dos de la mañana, después las tres, después las cuatro. Estoy acostada en la oscuridad. ¿Cuál es el problema? Oh, tal vez estoy extrañándolo a él, a la persona que duerme a mi lado. Después oigo una puerta que se cierra en los alrededores. Llegó otro huésped, muy tarde. Ahora tengo la respuesta. Iré a su cuarto y me meteré en la cama a su lado, y entonces podré dormirme”. Así de sugerente en su brevedad es la pieza titulada Despierta en la noche, incluida en la serie de los relatos del sueño.
Lydia Davis es capaz de armar una historia con cualquier objeto, pensamiento, geografía, sensación. Todo es susceptible de ser tenido en cuenta, todo puede ser trascendido. Lo más corriente puede convertirse en motivo de atención, lo más banal, eso que normalmente nos pasa desapercibido, puede dar lugar a una reflexión, a una pincelada de humor, a un destello de lucidez, a un estallido poético.
Lydia Davis sí puede y quiere jugar con sus lectores-as. Muchos de sus cuentos, de sus apuntes, de sus bosquejos, de sus cartas, de esas historias que monta a partir de otras observaciones, las contenidas en los diarios y las cartas de Flaubert, no cobran todo su sentido hasta que llegan a mano de sus destinatarios y son ampliadas. En muchas ocasiones la autora nos da apenas unos párrafos para que sigamos escribiendo, imaginando, soñando; abre grietas en los muros de lo real o de lo absurdo para que entremos por ellas a encontrar la resolución de los enigmas, a proseguir el relato.

Si cada experiencia de lectura es única, en este caso las posibilidades se amplían en función del momento, de las ganas de aceptar la invitación y tomar el hilo de las historias, porque casi nunca están cerradas, porque muchas veces son apenas atisbos de luz, sombras del alma, vuelos de una cometa imposible de controlar. Si cada lectura es un viaje hacia un lugar desconocido, en este caso se trata de una aventura múltiple, hacia geografías distintas y distantes entre sí. Dicho de otro modo: han sido varias las fases por las que he ido pasando a medida que me adentraba en las estancias de la casa de Davis; fases que se han ido superponiendo, despistándome incluso. Muy al principio, sorprendida ante la variedad de decoraciones, de registros y de matices, admiré la brillantez de los ejercicios de estilo, la capacidad de la escritora para modelar la plastilina de lo corriente, para dar vueltas a los acontecimientos más nimios de lo vivido, para discurrir por los bordes menos llamativos de la existencia. Percibía su desparpajo, su talento para poner la lupa literaria en las pequeñas paradojas, contradicciones, indecisiones del día a día de cualquier persona. Pero me resultaba fría, distante, incluso seca, al rascar las sucesivas láminas de la superficie a través del dominio absoluto de la ironía, del humor capaz de irrumpir en la más anodina, absurda, cruel de las circunstancias.
Muy al principio, sorprendida ante la variedad de decoraciones, de registros y de matices, admiré la brillantez de los ejercicios de estilo, la capacidad de la escritora para modelar la plastilina de lo corriente, para dar vueltas a los acontecimientos más nimios de lo vivido, para discurrir por los bordes menos llamativos de la existencia.
Pronto esa impresión fue variando, como quien cambia de climas y parajes en una isla poliédrica. A medida que avanzaba iba encontrando pistas, sentidos, puntos en común entre las distintas piezas. Perdida en el laberinto de habitaciones por el que se me invitaba a pasar, a perderme, a buscar, me iba dando cuenta de la importancia del tiempo en las narraciones: el tiempo perdido, el tiempo imposible de recobrar, las carencias que arrastra el río del tiempo, lo que no ha de volver nunca más a ser lo mismo. El tiempo como un telón que se levanta cada día y en el que los personajes van cambiando, desapareciendo. Poco a poco iba percibiendo hasta qué punto Davis había ideado un un mapa hecho con lo imprevisible, con los distintos planos del azar. Un mapa no tan simple de seguir, desconcertante, lleno de trampas, unas trampas que merecen la pena ser sorteadas.
La frialdad, las capas de hielo fueron desprendiéndose. Estaban en la ruta, pero a ellas se superponían otros matices, nuevas e imprevistas caras del poliedro, piedras de colores en la arena, rocas oscuras atravesadas por la luz. Así, al llegar al relato titulado Una historia que me contó una amiga pensé lo mucho que nos cansamos de mirar lo mismo todos los días, de igual manera, hasta convertirlo en invisible. Pensé que los relatos de Davis, en medio de la opacidad del presente, son un respiro, una sacudida para obligarnos a ver lo de siempre desde la sorpresa o el asombro, a través del visor de una cámara mágica que nos devuelve lo insólito del vivir.
La imagen de la cámara fotográfica le va muy bien a la escritora. Ella nos ofrece instantáneas rápidas, escenas vistas desde la ventanilla del tren, desde los distintos miradores a los que se asoma adoptando ángulos que amplían la visión, que distorsionan, que abren los sentidos. Al comienzo de este texto decía que me encontré a Davis asomada a la ventana. ¿Qué miraba? Miraba a Las vacas, a las vacas que protagonizan el relato así titulado. “Cada nuevo día, cuando salen del extremo más alejado del establo, es como el próximo acto, o el principio de una obra totalmente nueva...”, nos dice. “Simplemente porque están tan quietas, su actitud parece filosófica”, apunta mientras las observa con el máximo detenimiento y las sigue a través de las estaciones y de sus ciclos de vida, “las vacas en el pasado, el presente, el futuro”. El cuento, a diferencia de otros, es largo, podemos pensar que tal vez demasiado, pero esa medida es necesaria porque lo que quiere destacar la autora es la simpleza de la vida. “Es difícil creer que una vida pueda ser tan simple, pero es así de simple. Es la vida de un rumiante, un rumiante doméstico protegido…”, reflexiona en este relato que se torna poético en la descripción de los paisajes: los tonos del campo, las gamas de la luz sobre la hierba, los árboles, la piel de los animales, según van pasando las horas y la oscuridad va ganándole el lugar a los claros.

Lydia Davis mezcla los géneros de igual modo que el fotógrafo adopta distintos enfoques, aperturas, juegos de iluminación. Hay cartas de ficción, cartas perfeccionistas, quisquillosas, desconcertantes, a entidades y receptores a los que se indica que algo ha estado mal en una petición, en un producto vendido, en una experiencia. Hay una carta muy especial donde la autora, que es profesora de creación literaria, saca a la luz los temores que alguien que se dedica a la enseñanza puede sentir ante los alumnos.
También hay listas, listas de epitafios, por ejemplo, que son como pequeños esbozos de relatos susceptibles de ser contados; biografías simples en las que hay que hallar el misterio encerrado. Y textos que parecen páginas arrancadas de un diario. Y recreaciones, como indicaba antes, a partir de apuntes de Flaubert, a quien tan bien conoce Lydia Davis a través de las traducciones que ha realizado de su obra, incluida la de Madame Bovary. Flaubert le permite viajar en el tiempo, recuperar escenarios, personajes y costumbres ya idas. Flaubert la mueve a jugar en las vastas praderas de la literatura, a atravesar puentes de complicidad. El clásico es una presencia permanente en este libro. Hay incluso una pieza en la que la autora reconoce la lección que de él ha recibido sobre el punto de vista singular, sobre la fijación en ese detalle insignificante para la mayoría, ese detalle que suele pasar desapercibido en el discurrir de una situación y que para un creador puede cambiar por completo el sentido de la escena.
He ahí lo que una y otra vez busca y encuentra, lo que puede y quiere hallar Lydia Davis, el detalle, ese ángulo desde el que observar, desde el que contar, capaz de aportar un matiz absolutamente distinto, revelador o no, al trayecto común, a los pasos anodinos sobre el pavimento de la rutina. Desde esa posición nos dice que lo normal, lo habitual, lo aparentemente insulso, también puede ser destacable, deseable en ocasiones, o, por lo menos, tranquilizador. Es cuando se rompe el flujo de lo habitual, de las palabras, de los gestos, de los afectos que conforman los destinos individuales, cuando adquiere su carácter extraordinario, cuando lo echamos de menos. Eso es lo que nos muestra Lydia Davis, lo que se vuelve grandioso ante nuestros ojos, ante nuestra perplejidad de lectores y lectoras.
Es cuando se rompe el flujo de lo habitual, de las palabras, de los gestos, de los afectos que conforman los destinos individuales, cuando adquiere su carácter extraordinario, cuando lo echamos de menos. Eso es lo que nos muestra Lydia Davis, lo que se vuelve grandioso ante nuestros ojos.
Hay un relato esencial al respecto. Un relato que me hizo olvidar por completo que en algún momento del viaje tuve la sensación de frialdad a la que antes me refería. Hay un relato que, en mi opinión, por sí solo, justifica haber venido hasta tan lejos, haber osado entrar en una casa extraña. Hay un relato que, a partir de ahora, guardaré en mi cofre de los tesoros. Se trata –de nuevo con título de reino animal– de Las focas. Es una de las narraciones más largas de la entrega y, sin duda alguna, la más sobrecogedora y la que condensa muchas de las claves, de las sugerencias, de los caminos que la autora ha ido abriendo, puerta a puerta, a lo largo del recorrido, un recorrido sabiamente ordenado a partir de piezas dispersas que acaban funcionando como un todo, con un coherente y equilibrado ritmo y sentido de fondo que se logra por medio de recursos como la plasmación de sueños propios y ajenos, la repetición de formatos, los relatos Flaubert…
Pero detengámonos en Las focas. “Se supone que uno tiene que ser feliz en este día. Qué raro es eso. Cuando eres joven, eres generalmente feliz, o al menos estás dispuesto a serlo. Envejeces y ves las cosas con mayor claridad y hay menos motivos para ser feliz. También empiezas a perder gente –a tu familia…”, piensa, reflexiona, la narradora mientras realiza un viaje en tren y va mirando por la ventanilla. Las imágenes de los acontecimientos recientes, los recuerdos del último verano de la familia reunida, del padre y de la hermana mayor, ya desaparecidos, lo llenan todo y desatan las emociones, los conflictos soterrados y también la calidez de los afectos, la ternura, el alivio que proporciona la memoria, la persistencia de la memoria que engrandece lo que se ha compartido intensamente.

Lydia Davis habla del amor y de la muerte, del modo en que la segunda intensifica los lazos del apego, de la complicidad, del afecto arrebatado. Le interesa, sobre todo, la muerte que llega de imprevisto e interrumpe la normalidad. En éste y en otros de sus cuentos se sitúa en el momento previo, en los días en que nadie puede sospechar lo que ha de suceder [hay otro relato en el que la tragedia impide el desarrollo de una relación amorosa justo en la primera cita]. Lo inesperado hace acto de presencia, irrumpe en los quehaceres domésticos, las llamadas telefónicas, los encargos habituales, las preocupaciones pasajeras, los encuentros programadas. Cuando se percibe la ausencia, cuando se extraña la conversación, el contacto con los ausentes, todo se torna dolor. Ya nada será igual, pero, por cauces también imprevisibles, se acaba encontrando algo de consuelo. Es entonces cuando todo se revive en plenitud. Es entonces, en historias como ésta, cuando la literatura se convierte en milagro, en la llave que abre la puerta a los latidos más profundos, a lo que de verdad importa y que solemos olvidar con demasiada frecuencia. “A veces la pena estaba cerca, esperando, apenas reprimida, y podía ignorarla por un tiempo. Pero en otros momentos era era como una taza que está siempre llena y se vuelca a cada rato”, me detengo en este extracto del relato que he subrayado mientras leía.
Lo inesperado hace acto de presencia, irrumpe en los quehaceres domésticos, las llamadas telefónicas, los encargos habituales, las preocupaciones pasajeras, los encuentros programadas. Cuando se percibe la ausencia, cuando se extraña la conversación, el contacto con los ausentes, todo se torna dolor. Ya nada será igual, pero, por cauces también imprevisibles, se acaba encontrando algo de consuelo.
Las focas, como decía antes, es una narración en la que tienen cabida muchas de las claves, de las obsesiones de la escritora: el paso del tiempo, las señales y respuestas contenidas en los sueños, el sentimiento de quedarse fuera, al margen, de no aceptar las convenciones sociales, los anuncios publicitarios que incitan a la felicidad y al confort permanentemente. El llanto y la risa, la desolación y el humor se dan la mano. En este relato que habla de la pérdida tampoco falta esa necesaria pizca de humor, en este caso un humor sutil que compensa el desbordamiento del caudal de emociones. Un humor que se introduce de la forma más natural y espontánea, a través, por ejemplo, del recuerdo de una conversación mantenida en la tienda habitual con una mujer que señalaba que su madre, al contrario que ella, creía en un más allá del alma y que cuando hablaban del tema ésta le decía jocosa: “Cuando muramos, ¡una de nosotras se llevará una sorpresa!”
Extrañeza, extrañar, son palabras, que aparecen una y otra vez en los cuentos de Lydia Davis. Cuentos que nos hacen ser conscientes del ritmo veloz al que vivimos, de la necesidad de parar. Cuentos que nos hablan de la fugacidad de los instantes felices y, sobre todo, de nuestra pequeñez. “Es extraño cómo se ven las cosas cuando las miras desde la ventana de un tren”, sigue reflexionando la protagonista de Las focas refiriéndose a los paisajes que están y que de pronto quedan atrás, al despertar de los sentidos que puede provocar una simple panorámica.
A Lydia Davis le gusta viajar en tren. Hay muchos trenes, vías y estaciones en sus relatos. A Lydia Davis le gusta observar a los animales e inventarse cartas a destinatarios inusuales. A Lydia Davis le gusta sorprender, armar juegos de palabras y pensar en lo que pasaría si en vez de mirar a un lado concreto giramos la vista hacia otro lugar. Algo tan simple puede cambiarlo todo, puede modificar por completo el relato, el transcurso de un día, de una vida. A Lydia Davis le gusta mostrar que todo, que cualquier escena cotidiana, puede ser contada porque ella puede y quiere hacerlo. Ni quiero ni puedo se titula, a la contra, el breve relato que da título al libro comentado y que ilustra su portada.
Hace poco me negaron un premio literario porque, dijeron, yo era perezosa. Lo que querían decir con perezosa es que usaba muchas contracciones: por ejemplo, no escribía las palabras enteras cannot y will not, sino que en su lugar las contraía a can’t y won’t.
Abandono despacio la casa recién descubierta, no sin antes echarle un último vistazo a sus amplios y originales corredores, a sus múltiples ventanas abiertas. Davis sigue de espaldas. Sigue mirando a lo lejos, sabiendo que la aventura puede aguardar a la vuelta de la esquina, en lo más próximo: el sol que se esconde, las vacas que pastan en los prados, el lenguaje de los objetos domésticos, la proximidad de los recuerdos que persisten. Cierro la puerta en silencio, las páginas de un libro, por tantos motivos, inolvidable.
• Los relatos de Ni puedo ni quiero, de Lydia Davis, han sido traducidos por Inés Garland y publicados por Eterna Cadencia.