Por Emma Rodríguez © 2013 / “La vida es pura química”, dice Germán, el farmacéutico de “Efectos secundarios” (Planeta), la nueva novela de Almudena Solana. “Hay vidas detrás de los prospectos”, es una idea que recorre una entrega original tanto por su estructura como por su planteamiento y temática. La autora parte de los diez medicamentos más vendidos en las farmacias y acaba trazando de algún modo la radiografía de la sociedad española. Pero, como ella misma dice, se trata de una excusa para poner en pie diez relatos, diez visiones, diez maneras diferentes de estar en el mundo. No es la sociología lo que más importa aquí sino el poder de la ficción para colarse por la puerta de atrás, para situarse en los ángulos menos vistosos, en esas parcelas que no suelen mostrarse, en los resquicios de lo cotidiano, de los desaciertos, de los fracasos o de los pequeños milagros que pueden esperar al doblar una esquina.
En la que es su cuarta novela, Solana vuelve a impregnar a sus personajes de una cierta mirada naif y traza una juguetona línea de diálogo entre los de ahora y los de las entregas anteriores: así la voz de Aurora Ortiz, la portera de su ópera prima, se parece a la de Viscofresh, la azafata de los zapatos de goma de ésta, y hay claras referencias al mundo de “La importancia de los peces fluorescentes”, que trataba de la noche, los sueños y quienes no son capaces de dormir. Aquí los habitantes de esta urbe de prisas y dolencias, reales o imaginarias, llevan nombres de medicamentos y transitan por la vida en busca de esas segundas -posibles- oportunidades, de ese amor que puede aguardar en el lugar más inesperado o de esas verdades escondidas que acaban prendiendo en momentos determinados, capaces de trastocar los rumbos fijados.
– El gran escenario en el que confluyen todos los personajes de “Efectos secundarios” es la farmacia. De hecho, así también sucede en la realidad. ¿Es la farmacia un lugar terapéutico?
– “Siempre me ha gustado observar la vida, el comportamiento de los seres humanos, desde detrás del mostrador. Aquí es una farmacia, pero en mis novelas anteriores fue una portería, un centro de atención de llamadas o una unidad de sueño. En las sociedades actuales, y esto se refleja en la novela, el farmacéutico, también el médico, se convierte en una especie de confesor, en alguien que conoce muchos secretos y debilidades. Hay una gran cantidad de molestias que encierran mucha soledad detrás y en ocasiones las personas lo que necesitan es comunicarse, contar lo que les pasa, sentirse un poco acompañadas. En ese sentido la farmacia cumple un poquito esa función terapéutica, sí. Está claro también que muchas de esas dolencias no son reales, son pequeños atisbos de algo, síntomas no identificados, de ahí que el rey de los medicamentos sea el paracetamol, la medicina recurrente que ingieren todos los que no tienen dolores de verdad.
– ¿Hasta qué punto los medicamentos que se consumen dan idea de las prisas, de la angustia, de la confusión que nos provoca el presente?
– Nos ofrecen una radiografía absoluta. Esta es una idea que se maneja en la novela. Fui consciente de ello en la etapa de investigación previa a su escritura, mientras manejaba listados oficiales y hablaba con especialistas. Hoy no somos capaces de esperar. Lo queremos todo de forma inmediata. Si no podemos dormir queremos una sustancia que nos lo permita rápidamente; si queremos despertar, no sentir dolor, no tener ansiedad, lo mismo. Buscamos soluciones instantáneas. No queremos experimentar nada que nos saque de nuestro bienestar. Cada vez se consume más “lexatín” y “orfidal”. La angustia, la incertidumbre, la aceleración se percibe hasta en los niños, que están tan sobreestimulados que no conocen el placer de la contemplación. No les enseñamos a mirar. Madrid concretamente es una ciudad donde la prisa está sobrevalorada, donde ir despacio, estar ocioso, es considerado lo peor. Es algo muy curioso, que no se percibe del mismo modo en otras ciudades europeas.
Hoy no somos capaces de esperar. Lo queremos todo de forma inmediata. Si no podemos dormir queremos una sustancia que nos lo permita rápidamente; si queremos despertar, no sentir dolor, no tener ansiedad, lo mismo. Buscamos soluciones instantáneas. No queremos experimentar nada que nos saque de nuestro bienestar
– La dedicatoria de “Efectos secundarios” va dirigida “a los que olvidan, aunque no quieran”, a los enfermos de alzheimer. Hay dos personajes que padecen la que es una de las grandes pesadillas de las sociedades modernas. La desmemoria es, asimismo, un tema muy literario.
– Sí. La literatura en el fondo tiene que ver con la lucha contra el olvido. Conozco bien el alzheimer porque una tía mía lo padece y a menudo voy a visitarla. De mi relación con ella he nutrido gran parte de lo que les acontece a mis personajes. Cuando voy a verla ella no sabe quién soy, pero nos abrazamos y ahí hay mucha verdad, hay química. Es una experiencia muy auténtica, que está fuera de los convencionalismos. Si tuviera que expresar lo que es la bondad sería a través de la mirada, de la ternura, que transmiten los enfermos de alzheimer.
– Hay una teoría sobre el fracaso que recorre de fondo la novela. “Los errores nos humanizan”, se llega a decir.
– Yo creo, y al decirlo sé que voy a contracorriente, que el fracaso es algo muy valioso. Es el motor de los constantes, de los luchadores. La imperfección me interesa más que lo perfecto tanto en la estética como en la vida. Mis personajes siempre están luchando frente a los obstáculos, pero con la esperanza de la probabilidad. Prefiero un currículum de anhelos, de cosas no conseguidas, que otro con todos los laureles del mundo. Eso se refleja en lo que escribo y también se cuela en mis libros la sensación de insatisfacción que existe en la vida diaria, una insatisfacción que parte de las expectativas que nos creamos y que no responden a la realidad. Somos esclavos de las proyecciones que hacemos de nosotros mismos, de cómo nos gustaría ser, de cómo quisiéramos que fuera nuestra vida. Eso crea una tendencia a la falsedad, a no mostrarnos ante los demás con sinceridad. La literatura, entre muchas otras cosas, recupera ese espacio de la sinceridad, la literatura y también la noche, los sueños, un ámbito que siempre me ha parecido muy atractivo.
El fracaso es algo muy valioso. Es el motor de los constantes, de los luchadores. La imperfección me interesa más que lo perfecto tanto en la estética como en la vida. Mis personajes siempre están luchando frente a los obstáculos, pero con la esperanza de la probabilidad.
– En una de las historias de “Efectos secundarios”, la dedicada a Augmentine, la oteadora de tendencias de moda, que viaja mucho, hay un homenaje a la lectura. Aparecen Georges Perec, Tolstoi, Italo Svevo. Se hace referencia a Nina Sankovitch, que tras la muerte de su hermana, se encerró un año durante el cual leyó un libro por día. Se habla del placer de leer en los trayectos en tren. ¿Tiene algo que ver todo esto contigo?
– Sí, son detalles que tienen que ver conmigo. Muchos de los libros de los que hablo me han gustado a mí y se los he cedido a mi personaje. La historia que cuento de Nina Sankovitch es real. Ella, que es crítica literaria, escribió un libro donde da cuenta de esa experiencia, “Tolstoy and the Purple Chair” y mi primera novela, traducida al inglés, fue parte de esa aventura. A partir de ahí nos pusimos en contacto y nos hicimos amigas. También es verdad que me encanta leer en los transportes públicos y especialmente en el tren. Vivo en Pozuelo y siempre vengo a Madrid en el de cercanías con un libro en las manos. Mi abuelo fue jefe de la estación del Norte y cada vez que llego ahí me acuerdo de él, de las muchas cosas que compartimos.
[El día de este encuentro Almudena Solana había viajado en tren en compañía de “Hijos y amantes”, de D. H. Lawrence. Siguió sumergida en la lectura una vez fuera, ya sentada en uno de sus cafés favoritos, el pabellón acristalado del Espejo en el madrileño Paseo de Recoletos. Allí suele acudir algunos días, preferentemente por las mañanas, antes de entrar en la Biblioteca Nacional a trabajar en sus escritos. Allí pasa las páginas del libro y levanta de vez en cuando la vista para observar a la gente que se dispone a iniciar la jornada. En esta ocasión, mientras hablábamos, la novela reposaba sobre la mesa, con un marcador -decorado con motivos infantiles por Rebeca, la hija pequeña de la autora- que indicaba que el final estaba muy cerca].
– ¿Qué primeras lecturas recuerdas?
– Yo era la única niña, después de tres varones, y recuerdo que lo heredaba todo, incluidas las lecturas. Mis padres nos obligaban a dormir la siesta y ahí me veo leyendo “Tintín”, “El capitán Trueno” y los cómic de “Zipi y Zape”. De esa etapa también guardo muy buen recuerdo de la costumbre familiar de ir a la biblioteca pública de mi barrio a coger libros. Era todo un planazo y también ahí seguía los gustos de mis hermanos. Después, tras una etapa de tonteo con la poesía en la adolescencia, llegaron autores como Virginia Woolf o Thomas Mann, que me cambiaron por completo la vida.
– ¿En qué sentido?
– Por ejemplo en “La montaña mágica” Mann hablaba del interior del ser humano y recuerdo que decía que éramos “una mezcla de fango y mermelada”. Esa descripción me influyó, incluso me hizo pensar en la escritura como posibilidad, aunque las ganas de escribir a mí me han llegado más que por lo que he leído por lo que he visto. La escritura está en los ojos, en lo que ves o en lo que quieres ver. Eso despierta la necesidad de fabular.
– ¿Otros libros transformadores, de los que ayudan a mirar el mundo de otra manera?
– Pues otro libro que fue muy importante para mí, aunque se tratase de una lectura obligatoria en el colegio, fue “San Manuel, Bueno, mártir”, de Unamuno. Ese reconocer la duda como parte de la existencia, la constatación de que no hay verdades absolutas, sino el afán de buscar las que nos sirvan en nuestra vida, me afectó mucho. También recuerdo que en su momento me hizo plantearme muchas cosas “La insoportable levedad del ser”, de Milan Kundera. Tuvo la capacidad de revolverme.
– ¿Qué títulos recomendarías para afrontar las incertidumbres de esta época?
– Recomendaría “Biografía del silencio”, de Pablo d’Ors, y dos obras de Julián Marías: “Breve tratado de la ilusión” y “Meditaciones sobre la sociedad española”. Me parecen muy apropiadas para este momento en el que en España se ha intensificado tanto la confrontación. Este país está estancado. Los ciudadanos estamos descolocados porque no entendemos que el que roba no vaya a la cárcel y tampoco que el magnífico, el creador, el científico, por citar dos ejemplos, no sea valorado como se merece. Está saliendo a la luz el peor lado del individualismo y conviene volver a la esperanza en el ser humano a la que se refería Marías, a su convicción de que son las personas las que tienen en la mano un cambio de actitud. Creo que hace falta más humildad, más autocrítica, más sosiego y curiosidad. Si hay algo que me consuela ahora mismo es observar una mayor sensibilidad de la gente hacia los otros.
Este país está estancado. Los ciudadanos estamos descolocados porque no entendemos que el roba no vaya a la cárcel y tampoco que el magnífico, el creador, el científico, por citar dos ejemplos, no sea valorado como se merece. Está saliendo a la luz el peor lado del individualismo y conviene volver a la esperanza en el ser humano a la que se refería Julián Marías
– ¿Qué es lo que más te está gustando del libro que lees (“Hijos y amantes”, de D. H. Lawrence)? ¿Es tu única lectura ahora mismo?
– Es una auténtica maravilla cómo narra el dolor y el desarraigo, la intensidad del sentimiento de esas madres que no son capaces de desprenderse de sus hijos. Lo estoy disfrutando mucho y en cuanto lo acabe me está esperando la nueva novela de Eduardo Lago, “Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee”, publicado por Malpaso.
– ¿Te gusta estar al tanto de las novedades?
– Sí. Me gusta estar al tanto de lo que hacen los escritores actuales, no sólo los españoles, también los de fuera. Curiosamente me suelen relacionar con escritoras francesas como Muriel Barbery o Anna Gavalda por la temática de mis novelas o también con las inglesas por la forma de escribir, pero no con las españolas.
– ¿Una asignatura pendiente?
– Muchísimas, afortunadamente. No estaría mal encontrar tiempo para Dostoievski y los rusos en general.
– ¿Y a la isla desierta, qué te llevarías?
– No me atrae nada la idea de la isla desierta. Me iría con muchos cuadernos y podría aprovechar, por ejemplo, para leer otra de mis asignaturas pendientes, “Los Buddenbrook”, de Thomas Mann.
(“Efectos secundarios” ha sido publicado por Planeta)
Karina Beltrán es la autora de las fotografías, realizadas en el Pabellón del Espejo, situado en el Paseo de Recoletos (Madrid).