Por Emma Rodríguez © 2013 / Comenzaba el reportaje que se incluye en este número de “Lecturas Sumergidas” con una reflexión sobre el verano como la etapa del año en la que todo, el clima, la naturaleza, los estados de ánimo, se acoplan para hacer que paremos, que nos detengamos a contemplar el paisaje. Retomo la idea mientras comienzo a abrir esta “Ventana” al fresco de la mañana, -cuando aún el calor no aprieta en la ciudad- y pienso que para mí, ahora mismo, ese descanso, lejos de ser una especie de amnesia, de olvido de lo que pasa en el mundo, de lo que nos está sucediendo, se convierte en un paréntesis creativo, fecundo, porque me lleva a ganar perspectiva, distancia para reconsiderar, para poner las cosas en su sitio, para ganar fuerzas ante una realidad que abotarga los sentidos, que agota.
El verano es tiempo de ligereza, sí, de pequeños placeres como mojarse los pies en la arena húmeda o sentir la brisa en el rostro, pero también es tiempo de adentramiento, de buceo, de inmersión. Asocio el verano con el mar, irremediablemente, pero también con los viajes, sobre todo con los viajes en tren. De hecho, de todo este hilo de reflexiones ya había empezado a tirar en un reciente viaje en tren de cercanías, acompañada del campo que se filtraba por las ventanillas, de la luz y de “Las ensoñaciones del paseante solitario”, de Jean Jacques Rousseau, que empecé a leer en los momentos de espera en la antigua Estación del Norte, hoy Estación de Príncipe Pío, un lugar que ya sólo conserva pequeños detalles de lo que fue, pero que en mi memoria sigue representando el romanticismo de los antiguos viajeros, esos que iban en busca de nuevos horizontes y geografías exóticas, pero también de respuestas.
Las deliciosas “Ensoñaciones” de Rousseau, traducidas al español por Mauro Armiño para la edición de bolsillo de Alianza Editorial, me atraparon en la estación y durante el transcurso del viaje, en esos agradables momentos de abandono, cuando todo va quedando atrás y somos capaces de centrarnos en el transcurso, el mero discurrir, cediendo por momentos al duermevela. En la obra el pensador va tomando nota de sus impresiones a lo largo de distintos paseos en absoluta soledad, alejado de los ruidos del mundo, cuando es capaz de dejar la cabeza “enteramente libre” y permitir a las ideas “seguir su inclinación sin resistencia ni traba” alguna.
Las deliciosas “Ensoñaciones” de Rousseau me atraparon en la estación y durante el transcurso del viaje, en esos agradables momentos de abandono, cuando todo va quedando atrás y somos capaces de centrarnos en el transcurso, el mero discurrir, cediendo por momentos al duermevela. En la obra el pensador va tomando nota de sus impresiones a lo largo de distintos paseos en soledad, alejado de los ruidos del mundo, cuando es capaz de dejar la cabeza “enteramente libre” y permitir a las ideas “seguir su inclinación sin resistencia ni traba” alguna.
“El hábito de recogerme en mí mismo me hizo perder al fin el sentimiento y casi el recuerdo de mis males; aprendí así, por propia experiencia, que la fuente de la verdadera felicidad está en nosotros, y que no depende de los hombres hacer miserable a quien sabe querer ser feliz”, confiesa el filósofo francés en esta obra. Y mientras lo leía sus palabras me conducían a la conversación que había mantenido poco antes con el escritor y ensayista Félix de Azúa, quien reivindica la individualidad, el mirar hacia dentro de nosotros mismos para saber, para imaginar salidas a un momento en el que todo se mueve en direcciones insospechadas, obligándonos a estar muy alerta, a ser permanentes navegantes en medio de la tormenta, buscadores de pequeñas briznas de lucidez, de sentido.
Viajar es siempre una experiencia estimulante. Cambiar de escenario limpia la vista y la mente. Y no me refiero necesariamente a viajes largos, atravesando los océanos. El viaje puede estar muy cerca de nosotros, en el barrio poco frecuentado de nuestra ciudad, en la calle recién descubierta que nos lleva a otras calles. Patear la ciudad, perderse en sus laberintos, como tanto les gusta hacer a los protagonistas de “Rayuela”, la novela a la que recomiendo volver este verano. Volver a “Rayuela”, que ya tiene 50 años pero no ha perdido para nada la frescura, la sana insolencia. Volver a “Rayuela” para recuperar el concepto del juego, de lo lúdico; para recordarnos que somos seres dubitativos, contradictorios, complejos. Infelices cuando no somos capaces de decir “no”, aunque nos empeñemos en pensar lo contrario.
Cortázar. Cortázar y Buñuel, otro inconformista, explorador también del otro lado. Buñuel de la mano de Manuel Hidalgo en “El banquete de los genios”, libro que seguro no les decepcionará si deciden meterlo en la maleta, del mismo modo que “La casa redonda”, de Louise Erdrich, una inquietante novela, idónea para las largas tardes del verano. Este julio está siendo para mí un mes de ciudad y de lecturas, de pequeñas escapadas y helados en los interludios del trabajo -leer, escribir, fijar las ideas…- pero también de manifestaciones, de salir a la calle para expresar el desacuerdo por tantas cosas, para agrandar el grito, para percibir el latido de miles de personas que no se resignan a callar, a asentir.
“Solo asumiendo que somos agentes responsables podemos exigir derechos y deberes, vivir el mundo de las libertades (…) No es cuestión de proponer un rearme moral, sino de reintroducir la opción de virtud en la vida pública y en el catálogo de vínculos y elecciones individuales”, leo en las primeras páginas de un prometedor ensayo de Valentí Puig. Su título “Los años irresponsables” (Península). “No vayan a confiarse los estetas que quedan en que marchamos hacia un paisaje seductor de armonías crepusculares. Esperemos más bien disonancias, fracturas, disoluciones, tal vez componentes de anomia, oscuridad y vacío. A la vez son oportunidades para el coraje y la imaginación”, sigo el discurso del filósofo catalán, quien se pregunta, igual que se plantea Azúa: “¿por qué negarse a la posibilidad de un nuevo Renacimiento o una segunda Ilustración? “.
Solo asumiendo que somos agentes responsables podemos exigir derechos y deberes, vivir el mundo de las libertades (…) No es cuestión de proponer un rearme moral, sino de reintroducir la opción de virtud en la vida pública y en el catálogo de vínculos y elecciones individuales”, escribe Valentí Puig en su ensayo “Los años irresponsables”
Llegada a este punto no puedo dejar de detenerme en Albert Camus, al que la revista “Turia” ha dedicado su último número, con motivo del centenario. Un número que se presentó en el tramo final de la pasada Feria del Libro, donde tuve ocasión de escuchar la apasionada defensa del autor de “La peste” que hizo la escritora Juana Salabert. “Camus puede encarnar hoy perfectamente el disgusto e irritación de todos los ciudadanos sin voz. Él, que tanto escribió sobre el mal y que nos enseñó el valor de la palabra dignidad, no es únicamente un autor de su tiempo, sino de todos los tiempos”, dijo, animándonos a salir del conformismo , a “volver a la complejidad, al deseo de cambiar la vida, de cambiar el mundo”.
“Tiempos que deben ser de conspiración”, sentencia Félix de Azúa. “Tiempos en los que hay que volver a la revolución en todos los órdenes, incluido el del lenguaje”, dice la novelista Marta Sanz en la sección “Leyendo con”. Volviendo al interesantísimo monográfico de “Turia” -12 autores, más de 100 páginas-, me quedo con el bello artículo de Claudio Magris. “La grandeza de Camus consiste en haber unido una inflexible ética a una inagotable vocación por la felicidad, por vivir a fondo la vida como un baile popular o un radiante día de playa, sin negarse a mirar a la cara a su carácter trágico, pero rechazando toda moral que reprima la alegría y el deseo. Camus siente un sagrado, un religioso respeto por la existencia, lo que le veda toda trascendencia metafísica o política que pretenda sacrificarla en aras de fines superiores”, expone el escritor italiano.
“La grandeza de Camus consiste en haber unido una inflexible ética a una inagotable vocación por la felicidad, por vivir a fondo la vida como un baile popular o un radiante día de playa, sin negarse a mirar a la cara a su carácter trágico”, escribe Claudio Magris sobre Camus en la revista “Turia”
Ese es el aire que quiero que impregne esta Ventana y este número especial de “Lecturas Sumergidas”. Instalada ahí, en ese cruce de caminos, buscando el equilibrio entre mirar hacia dentro, hacia los deseos, pero sin perder de vista el exterior; entre evadirme en envolventes mundos de ficción, pero sin dejar que la conciencia se duerma, he ido eligiendo, voy eligiendo los libros, que han de conformar mi equipaje. ¡Cuántos títulos, cuántas recomendaciones en este número de “Lecturas Sumergidas, cuántas maneras de leer el verano!
A punto de desembarcar en agosto, para mí mes de isla, de reencuentro de paisajes queridos, de olor a sal y a infancia, voy, poco a poco, decidiendo qué nuevos horizontes otear, en qué nuevos barcos de papel lanzarme a la aventura. Me apetece volver a leer a Carmen Martín Gaite, espoleada por un reciente congreso internacional, dirigido por José Teruel y Carmen Valcárcel, de la Universidad Autónoma, que me dio la oportunidad de reencontrarme con Ana, la hermana de la escritora, quien tanto lucha por defender del olvido una obra diversa, personalísima, cargada de modernidad, gran caja donde guardarlo todo, las emociones, los recuerdos, los pasos sobre la hierba. Ya he metido en la maleta las cartas que la escritora cruzó con Juan Benet, editadas por Galaxia Gutenberg. Y también el bellísimo ejemplar de “Las pasiones” de Giacomo Leopardi, en Siruela. Siempre fiel a Alice Munro, no me quiero olvidar de “Mi vida querida”, ni de los dos libros publicados, cuentos y novela, de Luisgé Martín (“Donde el silencio” y “La misma ciudad”).
Pero aún me queda hueco. Les seguiré contando.
(Las fotografías fueron realizadas en la Estación de Príncipe Pío, antigua Estación del Norte, por Nacho Goberna).