Por Emma Rodríguez © 2013 / Leí hace unos meses la novela “El sol como disfraz”, de Pedro Sorela, y me afectó tanto que tuve que dejar pasar algún tiempo para escribir sobre ella. Les cuento por qué: acababa de dejar el periódico en el que había trabajado durante 23 años demasiado alegremente, sin el duelo necesario que debe acompañar todo cambio, toda pérdida. Pese a lo doloroso que resulta todo proceso de ERE, me fui consciente, convencida, de que mi deseo, mi energía, mi capacidad, ya no estaban en un lugar en el que el periodismo hacia tiempo que había mutado en algo diferente, en el que la pobreza de los contenidos de calidad se hacía cada vez más evidente, en el que la cultura ya era una especie en vías de extinción ante el beneplácito de gestores capaces de autodefinirse con sonrisa como unos perfectos analfabetos.
Abrí las páginas inocentemente, atraída por una historia de periodistas que me llamó la atención desde el primer momento que leí: “permanecer en las redacciones es peligroso”. Conocí a Pedro Sorela en los años 80, cuando yo empezaba y él era ya una referencia como redactor de cultura del diario “El País”. Coincidí y aprendí de él en las ruedas de prensa que compartimos, en las esperas para entrevistar al escritor de turno. Era brillante, tenía fama de pedante y me enseñó que no valía cualquier pregunta, que siempre había que acudir preparados al cuerpo a cuerpo con el entrevistado, con el protagonista.
En esa etapa de formación, leía atentamente los textos de quien no dudaba en recrearse en cada intervención y alardeaba de sus conocimientos. ¿Por qué no? Leía atentamente esos textos para comprobar dónde se quedaba todo aquello por escrito, más allá del lucimiento, para constatar que no se trataba sólo de transmitir una información sino de dotarla de un cierto carácter interpretativo, de una voz diferenciada. Pero no es esta la historia de la que quiero hablar. Consciente del peligro de las redacciones, Sorela abandonó a tiempo, antes de que la crisis pusiera en la calle a miles de periodistas. Hoy es escritor y profesor en la Facultad de Ciencias de la Información (Universidad Complutense de Madrid); tengo entendido que se ha convertido en un profesor bastante exigente. Pero yo de lo que quiero hablar es de hasta qué punto entrar en la redacción de su novela, “La Crónica del Siglo”, me revolvió y me hizo repasar todos esos años de mi vida asistiendo de primera mano a la metamorfosis de un oficio que me sigue pareciendo maravilloso y que -debo decirlo- tuve la suerte de ejercer en tiempos en los que aún se creía en su nobleza. ¿existió realmente esa nobleza o fue un falso espejismo?, me cuestiono ahora que hemos visto con cuánta facilidad esa virtud se ha venido abajo en paralelo a la disminución de los beneficios.
¿Cómo se ha podido pasar de la ilusión del trabajo bien hecho, elaborado, contrastado debidamente, con tiempo, a la noticia veloz, a la reactualización permanente como mérito prioritario? ¿En qué momento concreto dejó de valorarse el criterio, la experiencia, en favor de una supuesta maestría en el manejo de las redes sociales, en la redacción de “tuits” más o menos ingeniosos, adecuados, afines al sol que más calienta? ¿Cuándo dejó de ser el periodismo un ámbito apto para seres curiosos, deseosos de explicarse y explicar el mundo, para convertirse en un territorio de arribistas ansiosos por ocupar despachos y esferas de poder?
“El sol como disfraz”, en mi opinión un título desafortunado -¿por qué no la frase sobre el peligro de las redacciones destacada anteriormente?, más directa, indudablemente más enigmática y atractiva- recorre el gris camino de mezquindades que nos ha traído hasta el presente, hasta este sendero cada vez más viciado y mortecino. Fue el propio Sorela el que me animó a leer su novela en un reciente encuentro a propósito de García Márquez. “Mis protagonistas trabajan en la sección de Cultura, ya verás como te interesa”, me dijo. “Empiezo a sentirme cómplice”, le envié un mensaje cuando me iniciaba en la aventura y aún estaba lejos de saber que había abierto mi particular caja de pandora.
Ahora vuelvo sobre los pasos dados, recorro las páginas del libro y me centro en las múltiples anotaciones que me suscitó su lectura, en las veces que destaqué con el calificativo de “interesante” o “me suena” determinados episodios o reflexiones. Así, me detengo en la página 294: “Si aquello no era una guerra se le parecía: cada vez menos gente hacía más cosas. O había menos gente (…) Tenía que disimular para que no se le viera en los ojos lo extraño y ajeno que le parecía el periódico. Lo lejos que se sentía de las intrigas, que van unidas a la vida periodística como la grasa al jamón”. En la 326: “…el ir a un periódico a no hacer nada quema tanto a un periodista como al caballo cuando le obligan a hacer de buey. Y sucede igual de a menudo. Equivale a un fusilamiento sin escándalo”. Y en la 339: “…Todo ello sucede cuando la prensa vive una de las puntas de su inacabable crisis y un trabajo de periodista ha vuelto a ser, como en los tiempos oscuros, algo que depende más de los enchufes que del talento”.
Siempre vi el periódico como un microcosmos ideal para detectar las bondades y las maldades del ser humano. Desde el pequeño rincón que ocupaba me tomaba ese ejercicio de observación como un aprendizaje, como una lección de vida, aguzando mi capacidad de percibir el juego de los cumplidos, los pequeños triunfos, las traiciones, las puñaladas o pisotones entre compañeros, alentados siempre como un modo de ser más competitivos, las caídas en desgracia a las que se refiere Sorela. “En qué momento me enviarán al archivo (…), o a la parrilla de televisión, o a peinar crónicas ajenas o a los otros destinos de agachar la cabeza y disfrazarse de silla que en los periódicos sirven para domesticar a los reporteros”, se pregunta el periodista de ficción, planteándose una cuestión tantas veces repetida, tan temida, en esta profesión.
Pedro Sorela habla de mentira, de manipulación o realidad disfrazada, de dominación, de injusticia, de ambición, de arribismo, de lo fácil que se encumbra a alguien en un periódico y de lo fácil que se le olvida. Hay relaciones de amistad y relaciones amorosas forjadas sobre el interés en esta novela donde asoman los rostros del director -aquí el carismático y contradictorio Picasso-, del redactor jefe, de los especialistas en las diferentes áreas, de las secretarias, de los becarios… Pero yo me quedo con el retrato de los corresponsales de guerra. Cualquiera que haya trabajado en un medio de comunicación ha tenido compañeros “enganchados a las explosiones y la desgracia”, incapaces muchas veces de conectar de nuevo con la vida normal, hastiados prematuramente, infelices en el momento de quedar varados en la redacción.
Me quedo con el retrato de los corresponsales de guerra. Cualquiera que haya trabajado en un medio de comunicación ha tenido compañeros “enganchados a las explosiones y la desgracia”, incapaces muchas veces de conectar de nuevo con la vida normal, hastiados prematuramente, infelices en el momento de quedar varados en la redacción.
No puedo evitar pensar en Julio Fuentes, con el que tuve oportunidad de conversar en profundidad a raíz de las novelas que publicó. Recuerdo que me habló de las pesadillas continuas, del ruido de las bombas imposible de acallar. Recuerdo el impacto que me produjo su muerte en Afganistán, del mismo modo que la de Julio Anguita Parrado en Irak, un caso muy diferente porque él no tuvo oportunidad de medirse en las contiendas ni de cansarse. Se quedó ahí, en una primera misión que emprendió con osadía para hacerse valer, para ser tomado en serio y promocionado como corresponsal en Nueva York, desde donde enviaba sus crónicas.
“Si me pasa algo, no quiero homenajes de quienes hasta ahora no han sabido reconocerme. Hablad por mí”, me dijo días antes de partir, a mí y a otros compañeros, en una especie de escalofriante premonición. Pero su deseo no fue atendido. Su nombre contribuyó a alimentar la leyenda de un periódico y de un tipo de trabajo, el de quienes siguen jugándose la vida en guerras cada vez más controladas, demasiado ingrato.
En “El sol como disfraz” se dibuja un presente en el que ya “no hay guerra de liberación posible contra Internet”, “una dura competencia”, se dice, “que cada año humilla un poco más la curva de ventas de la letra impresa”, que conduce a cierres de cabeceras y “Eres” continuados, la único salida que ven directivos ya fuera de juego, anquilosados en estructuras del pasado, incapaces de otear el horizonte de cambio y de oportunidades que plantean las nuevas tecnologías.
Domeñados por el poder político y financiero, algo que el público cada vez percibe con mayor intensidad; preocupados por la prisa, la velocidad, la carcasa, los periódicos han perdido de vista las que deben ser sus prioridades: el cuidado de los contenidos, de las historias contadas en profundidad, así como su papel de guías, de brújulas fiables en una realidad confusa, marcada por el exceso de informaciones contradictorias.
La actualidad es una barcaza a la deriva, una enloquecido tornado tras el que habrá de llegar el equilibrio, la calma, y a mí gusta imaginar el futuro como una suma de pequeños proyectos independientes, como un menú informativo a la carta que cada cual deberá elaborar, marcando sus ingredientes favoritos. Visualizo a especialistas en distintos ámbitos de la comunicación aportando calidad, diferenciación. Pero todo esto excede los límites de esta novela inspiradora en la que en un determinado momento se dice que sin tener el colmillo retorcido no se puede hacer periodismo.
¿Por qué?, me pregunto para concluir. ¿Por qué seguir manteniendo el tópico de la maldad? ¿Por qué no empezar a cultivar un periodismo más humano, capaz de conectar con las preocupaciones de la gente, con el corazón de las cosas? Si la zafiedad y la superficialidad, que se están manejando como armas frente a la crisis, provocando un deterioro de la calidad, no sirven para vender más periódicos ni para atraer a las marcas publicitarias, ¿a qué se espera para cambiar el rumbo?
“El sol como disfraz”, de Pedro Sorela (Alfaguara).
Anotación final: Este artículo fue escrito antes de los recientes casos de corrupción que han vuelto a hacer ganar parte de la credibilidad perdida a parte de la prensa de este país. Me alegro sinceramente por ello, por la capacidad de los medios de servir a la verdad, pero los males de fondo del periodismo siguen ahí y requieren un análisis en profundidad, un debate necesario.